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Para Ezra y para mí, la víspera de la vuelta al colegio siempre señalaba el final de nuestro tiempo favorito. No me refiero al tiempo de los relojes, con su tictac y sus alarmas sonando todas las mañanas; sabíamos que en realidad ese tiempo no tenía principio ni fin. El tiempo del que hablo significaba felicidad, un júbilo despreocupado que, durante ocho gloriosas semanas, extendía sus cálidos brazos teñidos de sol a lo largo de nuestros días y sueños, antes de que los maestros regresaran a nuestras vidas, y los padres recordaran sus reglas sobre el calzado, los baños, los exámenes de vocabulario y la formación en casa.
Rezábamos, más que cualquier otra cosa, para que el calor siguiera el mayor tiempo posible, idealmente hasta mediados de octubre, y así poder conservar parte de nuestra autonomía veraniega, la libertad de deambular a nuestras anchas por las tierras que tan bien conocíamos y amábamos. Todavía no éramos mayores, pero incluso los adultos podrían señalar el momento en que el tiempo nos indicaría que ya no éramos niñas.
Lamentábamos el fin de la temporada estival y hacíamos predicciones sobre lo que nos depararía el otoño. Más que nada, reiterábamos cómo el verano, en todas sus formas, era la estación más auténtica del año. Solo entonces podíamos llevar pantalones cortos y el ombligo al aire sin que nuestra madre hiciera demasiados comentarios. A Ezra y a mí nos dejaban andar por donde quisiéramos, prácticamente sin excepción; en otras épocas del año, debíamos pedir permiso incluso para bajar a los muelles del pueblo. ¡Y la comida! ¡Cómo comíamos…! Mamá aflojaba el lazo de su delantal en lo referente a la sal y el azúcar. Parecía que cada día degustáramos el menú de nuestros sueños: mazorcas de maíz, helados, tomates en rodajas condimentados con abundante sal y pimienta, bogavante frío, vasos de cerveza de raíz, sandías, ostras, ensaladas de cangrejo y gambas, pollo frito, sorbete casero de limón o frambuesa, melocotones a la plancha, ensaladas de patata y polos de fresa.
En verano regresaban las flores silvestres, incluso a la plaza del pueblo. Dispuesta alrededor de un pequeño estanque y con un puñado de bancos, la plazoleta debía de responder a la idea cívica de algún funcionario local ya difunto. Hubiera sido un espacio encantador, desde luego, si no fuera por el mar. A unos pasos de la plaza, bajando por el estrecho pasaje central del pueblo, la calle principal desembocaba en un escueto muelle luminoso, que era donde ocurría todo.
Dios miraba al mar.
Santa María Estrella del Mar, la solitaria iglesia, era lo bastante alta como para tentar a los rayos que relampagueaban durante las maravillosas tormentas veraniegas. Sus toscas puertas estaban talladas con peces, delfines, ángeles, peregrinos y santos afligidos. El mar se burlaba de las campanas manchadas de sal que repiqueteaban cada hora mientras la gente del pueblo acudía a rezar con el batir de las olas de fondo.
La iglesia contaba con un jardín público bien cuidado, con bancos jaspeados y una estatua de piedra de la Virgen María que recibía una capa de pintura cada año, a finales de invierno. La fría estación castigaba la pintura de la santa figura, dejando un trozo piedra descascarillada y envejecida que se asemejaba a una escultura primitiva. A la gente del pueblo nunca se le ocurría proteger la estatua con algún tipo de cobertura cuando llegaban el hielo y la nieve. En vez de ello, se mostraban extrañamente orgullosos de cómo habían tratado los elementos a la madre de Dios.
Nuestros padres tenían poca fe en todo lo referente al pueblo. Nunca habíamos rezado o asistido a misas en Santa María Estrella del Mar. Hacía años que mamá y papá aseveraban que la única razón por la que se habían instalado en Salt Point, este pueblecito del estado de Maine, era el buen trabajo que había encontrado mi padre. Era profesor de escuela. Nuestros padres habían podido adquirir unas cuantas hectáreas de tierra que nadie quería, situadas más al interior, lejos de la costa.
Sin embargo, yo sabía que ese no era el único motivo. Después de que naciera Ezra, mi hermana mayor, mis padres habían decidido marcharse de Damascus, mudarse a un lugar donde nadie conociera la tragedia de los Kindred.
En Salt Point no habría nadie que le recordara a mi padre los ambiciosos sueños de sus abuelos. Nadie se extrañaría de que solo tuviera un brazo, porque en el pueblo había pescadores a quienes también les faltaban piernas, brazos, ojos, y fe. En Nueva Inglaterra, a nadie le interesaría lo más mínimo la obstinada juventud que había vivido mi padre en algún lugar del sur, ni tampoco la relacionarían con su incapacidad para enfadarse o meterse en líos.
Mi padre creía que el hombre adquiría su gracia y dignidad mediante su forma de vivir. Despreciaba la idea de un padre desconocido cuyo rostro nunca había vislumbrado, exceptuando en el fuego eterno. Quizá no sabía cómo buscar a un padre así porque nunca había conocido al suyo. Papá estaba obligado a reconocer su propio rostro. Todavía a estas alturas, no sabía qué pensar sobre el cielo o la resurrección. En el lugar donde vivíamos, nuestras caras no habrían sido bien recibidas por la gente del pueblo en las misas matinales del domingo.
Durante muchos años mi padre se había negado a arrodillarse ante un dios que le había arrebatado tanto su brazo como la vida de su hermano pequeño, del cual se negaba a hablar. Solo le habíamos oído pronunciar el nombre de nuestro tío cuando tenía pesadillas y sus propios gritos le despertaban. Nuestra madre decía que papá se sentía culpable, aunque cualquiera hubiera atribuido la tragedia a una tontería. El único sitio donde mi padre no tenía miedo era dentro de las páginas de los libros que amaba y enseñaba.
Más allá de la iglesia, el pueblo estaba constituido por filas incompletas y asimétricas de casas, la mayoría de las cuales compartían pequeños patios traseros repletos de gallinas salvajes, gallos iridiscentes, cabras amarradas a postes, hilos de tender combados y míseros huertecitos.
En el extremo opuesto de la calle principal, alejado de Santa María Estrella del Mar, se alzaba otro grupo de edificios esenciales: el bar, el salón de belleza y un pequeño bloque de oficinas alquiladas. Estos edificios blanqueados daban a un solar que los sábados se convertía en un mercado al aire libre. En verano, el terreno a veces se utilizaba para albergar ferias ambulantes, mercadillos de antigüedades, y un circo que contaba con un maravilloso espectáculo de engendros. Cuando no se alquilaba, era un lugar donde los adolescentes del pueblo hacían carreras de coches y fruncían el ceño, conscientes de que, muy probablemente, todos acabarían casándose entre sí.
Detrás del solar, la tierra se curvaba como un dedo huesudo en dirección al mar. Era un terreno salvaje compuesto de ceniza y gravilla. Era ahí donde, lejos de la calle principal y la iglesia, los lugareños se abandonaban al aire puro. Era el sitio ideal para los picnics, los amantes, los juegos infantiles, las discusiones, y las horas solitarias de pescar y beber. En la punta más alejada había un rechoncho faro de cemento que ya no funcionaba. Árboles reumáticos, inclinados hacia atrás por los vientos marinos, demarcaban la longitud de los peñascos. La mezquindad física de la tierra no advertía del peligro de sus abruptos acantilados, algo que siempre inquietaba a mis padres.
Donde vivíamos nosotros el terreno era un poco más amable, pero estaba más abandonado. Abrigada por el bosque que ascendía hasta los peñascos más elevados, nuestra casa en Clove Road era prácticamente una anomalía, con su estanque y sus curvas inclinadas. Pasada nuestra casa, incluso más arriba, se hallaba el modesto recinto de la escuela, donde mi padre impartía clase y Ezra y yo estudiábamos, una institución fundada por un hombre llamado Benedict Hobart.
Antes había sido una opulenta residencia privada, un monasterio, un convento, un manicomio, un orfanato y un hospital militar. Todos los niños del pueblo que pudieran librarse de las tareas domésticas asistían a la escuela gratuitamente.
Cuando mi padre fue contratado en Hobart muchos de los lugareños se opusieron. Les disgustaba la idea de tener a un hombre negro viviendo entre sus familias y dando clase a sus hijos. Cuando finalmente comprendieron que mi padre tenía la intención de mantenerse al margen de sus vidas, y que la única integración a la que aspiraba se reducía a una seca inclinación de cabeza desde el volante de su coche, nos dejaron en paz.
En 1957, éramos una de las dos familias negras que vivían en las afueras del pueblo. La otra familia negra, los Junkett, eran los únicos vecinos y amigos auténticos que teníamos en la localidad.
Caesar e Irene Junkett, y sus cuatro hijos, Ernest, Lindy, y los gemelos Rosemary y Empire, llegaron a Salt Point cuando yo tenía nueve años. Nuestras familias pronto trabaron amistad, con una cálida cercanía sureña. Mis padres habían nacido en Damascus, una comunidad apenas reconocida oficialmente y bien sepultada en el condado de Sussex, en el estado de Delaware. Los Junkett provenían de un lugar llamado Royal, ubicado en la Virgina profunda y rural. Esos pueblos presumían de una espiritualidad que nosotros los niños solo atisbábamos a partir de lo que se explicaba o dejaba de explicar sobre lo que había significado para ellos dejar atrás aquellas exuberantes cunas talladas a mano. El señor Junkett, a quien nos referíamos como señor Caesar, había empezado a trabajar en Hobart como el bedel jefe de la escuela. Cuando el señor Caesar hablaba sobre su decisión de mudarse al norte, argumentaba que le habría resultado difícil conseguir un buen salario si hubiera permanecido en el sur como su padre. La otra razón, decía el señor Caesar, era que los hombres blancos con los que se había topado en el norte se habían mostrado menos hostiles que los del sur en lo relativo a dejarlo en paz a él y a su familia.
Algunos lugareños especulaban que las contrataciones de mi padre y el señor Junkett tenían que ver con la mala reputación del señor Benedict Hobart, un hombre corrupto que sentía aversión por los sindicatos. Como vivíamos en la parte más septentrional del país, no contábamos con organizaciones para que los negros resolvieran cuestiones salariales o laborales. Aunque si hubieran existido entidades de ese tipo, probablemente mi padre se habría mantenido al margen. Solía evitar cualquier cosa que pusiera en peligro su necesidad de silencio, lógica y orden. A mí me resultaba irónico que hubiera creído que Salt Point era el lugar indicado para proporcionarnos todo eso.
El caso es que mi padre y el señor Caesar hacían todo lo posible para mantenerse alejados de cualquier cosa que pudiera llamar la atención. Cuando estaba enojado, el señor Caesar se refería a Salt Point como un pueblo donde imperaba un toque de queda nocturno para los negros, y aunque nunca pregunté a ninguno de los adultos qué significaba eso exactamente, sabía que no podía ser nada bueno. La tendencia de los individuos a tomarse la justicia por su mano amenazaba incluso los malentendidos más inocentes, resaltada por las armas visibles que formaban parte de la vida cotidiana. El señor Caesar se reía a carcajadas de la forma en que los pescadores del pueblo solían llevar la caña de pescar en una mano y una escopeta en la otra. Y la señorita Irene, su esposa, ponía los ojos en blanco ante las mujeres del pueblo que se llevaban las pistolas de sus abuelas a la panadería, y luego nos explicaba a nosotros, los niños, cómo los blancos tenían la necesidad de sentirse constantemente amenazados para pensar que sus vidas tenían algún valor. «Aquí en el norte lo único que puede hacerles daño son los pájaros y las piedras y los osos —dijo en una ocasión, chasqueando los dientes—. Nunca se han planteado siquiera cómo deben de sentirse los árboles del sur, de nuestra tierra, cuando nuestros cuerpos cuelgan de sus ramas».
Desde luego, la gente de Salt Point llegaba a temer el mundo que existía más allá de sus tierras; la mayoría eran personas que nacerían y morirían sin haberse alejado treinta o cuarenta kilómetros de esas casas que albergaban diversas generaciones de sus familias.
Así habían sido las cosas desde hacía mucho tiempo en Salt Point. Pero se respiraba cierto cambio a finales del verano de 1957. A medida que iban llegando noticias de otros puntos del país donde los ciudadanos negros estaban librando batallas por su libertad, igualdad y justicia, la turbación que generaba nuestra presencia en el pueblo también iba en aumento. Al mismo tiempo, los hombres adultos del pueblo empezaban a detenerse en silencio para contemplar a Ezra, de apenas quince años, y a mí, de trece, cuando nos paseábamos con nuestros vaqueros cortos. Al caer la noche, tanto el señor Caesar como mi padre se aseguraban de que nuestras familias estuvieran encerradas en casa.
Las clases empezarían al día siguiente, y mi hermana y yo estábamos disfrutando de nuestro último almuerzo en libertad. Entre bocado y bocado, reparé en los ojos de Ezra, que lanzaban miradas al reloj de pared de la cocina. Intuí que, como siempre, esta actitud furtiva tenía algo que ver con nuestra vecina Ruby, su mejor y única amiga. Ruby era una chica blanca, pero como era pobre, su estatus social no estaba muy por encima del nuestro.
Seguí a Ezra hasta su cuarto, en el piso de arriba, rogándole que me dejara ir con ella, porque yo también quería vivir una última aventurilla antes del primer día de escuela. La típica angustia de las hermanas pequeñas en todas las partes del mundo.
Suspirando, Ezra me tomó de la mano para conducirme a través del lavabo que compartíamos hasta mi propia habitación.
—Vamos a hacer una cosa —dijo Ez.
—¿Algo? ¿Qué?
—Venga, va, Cinthy. Ponte un vestido, rápido. Y no tardes una hora.
Vocalizó mi nombre como si tuviera una serpiente en la lengua, a diferencia de como solía pronunciarlo, suavemente, al estilo de mamá, que me había bautizado con el nombre de su especie de flor favorita, Hyacinthus.
—Hace calor. Quiero ponerme pantalones cortos.
—Un vestido —dijo Ezra con una voz seca que no admitía discusión, mientras me fulminaba con la mirada y se desenmarañaba el cabello con los dedos para reunirlo en una única trenza que se retorcía entre sus omóplatos.
Suspirando, se dejó caer en un almohadón descolorido colocado en el alféizar de la gran ventana de mi habitación.
—O te pones un vestido, o te quedas aquí leyendo uno de esos libros gigantescos que tanto adoras. A mí me es lo mismo.
—Dar —dije—. Te da lo mismo.
Desde mi ventana se contemplaban las relucientes hojas verdes de mi querido roble, cuya luminosidad convertía mi habitación en una especie de cuarto submarino con papel pintado de flores.
Delante, un poco apartada de la carretera, había una casa carbonizada, su rostro negro enclavado en la hierba silvestre cual calavera putrefacta. Cuando éramos pequeñas nunca pudimos disfrutar de una casita en un árbol, pero en mi opinión tuvimos la suerte de contar con algo mucho mejor: una casa encantada.
Desde mi ventana podía vislumbrar alas de un blanco verdoso revoloteando sobre el arbusto que obstruía prácticamente toda la entrada original de la casa en ruinas. El porche y la puerta principal eran pilas de madera y yeso cubiertas de hollín donde a veces descubríamos gatitos o serpientes, o desde donde nos enfrentábamos a lo que realmente nos atemorizaba: el fantasma de la mujer que había decidido prender fuego a su casa, una madre-espectro que se negaba a abandonar este mundo hasta reunirse con sus tres hijas. Las niñas, atrapadas en tubos de humo, bajaron en camisón por el lateral de la casa. Ya no quedaba vivo ningún miembro de la familia para relatar la tragedia, que había sucedido mucho antes de que llegáramos nosotros. Pese a que no tuvimos nada que ver con esta historia, los del pueblo no tardaron en calificarnos de fantasmas. Se referían a mí y a mi hermana como si fuéramos espectros, unas niñas negras encantadas capaces de resistir a las llamas, el humo y la muerte. Este tipo de percepciones eran su forma de tenernos caladas. Nos podían echar la culpa de lo que fuera. Heredamos el malestar que sentía el pueblo ante lo inexplicable. Algunos ancianos, que detestaban las habladurías y eran partidarios de la verdad sin adornos, decían que en realidad las niñas nunca habían escapado de la casa y que habían muerto quemadas. Otros rumores del pueblo aseveraban que las niñas o bien se habían caído por los acantilados, pereciendo en el mar, o que, confundidas y abrumadas por la locura de su madre, se habían arrastrado, envueltas en llamas, por la angosta Clove Road para morir ahogadas en nuestro estanque.
Aunque con un acto tan pueril me arriesgaba a que Ezra decidiera replantearse su invitación y dejarme en casa, bajé por las escaleras deslizándome sobre el pasamanos. A mi hermana le gustaba recordarme constantemente que cuando ella tenía mi edad —trece años— no se comportaba de forma tan inmadura. Yo, por supuesto, me veía obligada a mencionarle que si sabía bajar así por el pasamanos era porque ella me había enseñado. Ya era tan alta como ella, aunque tuviera dos años menos.
Ezra, descalza y sosteniendo sus sandalias de cuero contra el pecho, bajó con ligereza las escaleras de delante, con cuidado de no pisar los puntos donde la madera crujía y nos podía delatar. Las escaleras traseras llevaban directamente a la cocina, así que no podíamos tomar ese camino.
Cuando mamá nos presentaba a la gente, desconocidos en realidad, porque a excepción de la familia Junkett no teníamos amigos ni en el pueblo ni en ninguna otra parte, enseguida hacían comentarios sobre nuestra estatura. «Son altas tus chicas», solía observar la persona de turno, como si estuviera leyendo un periódico en voz alta y comentara que sería un día bastante soleado con posibilidad de chubascos.
Mi hermana y yo no sabíamos de quién habíamos heredado nuestra estatura. A diferencia de otras personas, en casa no teníamos retratos de nuestros familiares enmarcados en las paredes o colocados sobre la repisa de la chimenea. Mi padre, en vez de fotografías, tenía piedras pulidas o cráneos de pájaro en su escritorio como compañía espiritual. Cuando nuestra abuela le rogaba a mamá que le enviara fotos nuestras para pegarlas en su álbum familiar, ella se negaba. Aunque a mí no me desagradaba la imagen de una abuela embelesada con los retratos de mi hermana y míos, también entendía que la mera idea de que esa mujer nos tuviera en su casa, aunque fuera en formato fotográfico, le resultaba demasiado dolorosa e intolerable a mi madre.
Ginny, que se negaba a que se dirigieran a ella como madre o abuela, todavía llamaba a mamá por teléfono, intentando mantener contacto a pesar de la cantidad de veces que habíamos oído la voz suave de mamá pidiéndole que nos dejara en paz. A veces, cuando mamá se quejaba a papá de nuestra conducta salvaje, yo tenía la sensación de que eso era debido a los altibajos de su relación con Ginny. De hecho, nuestra desobediencia poco tenía que ver con lo que realmente iba mal.
Mamá y papá se empeñaban en mantener el pasado lejos de nuestro hogar. Si Ezra o yo les preguntábamos qué estatura tenían nuestros parientes, fingían no oírnos, ya fuera hablando a la vez o cambiando de tema.
Avanzando cautelosamente por el comedor, oímos a mamá canturreando una balada lenta que sonaba en la radio que había en el alféizar de la ventana, sobre el fregadero. Me detuve un momento porque me encantaba Sam Cooke. Su interpretación de «You send me» era como un hechizo. Mientras seguía la sombra de mi hermana, me imaginé a mamá en la soleada cocina, levantando sus brazos morenos, con el delantal alrededor de la cintura. Probablemente empuñara una cuchara de madera o un cuchillo de cocina. Y en la otra mano, una bebida helada. Tendría las puntas de los dedos frías debido al vaso, donde los cubitos de hielo se disolvían en el whisky. Cuando mamá estaba nerviosa le gustaba tomar algo de «medicina», como solía llamarla, y parecía ponerse nerviosa cada día. Yo sabía que su enemistad con nuestra abuela era en parte la razón por la que se ponía triste.
La voz de Sam Cooke revestía de miel las paredes. También ayudaba a que mamá regresara a un armario oculto de su interior al que solo podía acceder a través de la bebida.
Pero hoy mamá no visitaría ese armario privado. No: se terminaría a sorbitos su bebida aguada y luego, cuando acabara de cocinar, se pasaría a la limonada. Estaba cocinando la cena especial de la víspera de la vuelta al colegio, una comida que nos preparaba desde que éramos pequeñas. Era una tradición que nos hacía sentir queridas y orgullosas.
Esa noche cenaríamos carne guisada con puré de patatas y zanahorias silvestres, todo condimentado con las hierbas aromáticas —tomillo, romero, salvia y espliego— que mi madre cultivaba y secaba. Comeríamos sus bollos de mantequilla caseros, dorados por fuera y blandos por dentro. Para celebrar el primer día de clase de papá, también habría un pastel de limón con limón escarchado.
Ezra se giró al llegar a la puerta principal y me miró frunciendo el ceño.
—Eres tan lenta que estoy pensando que quizá debería dejarte aquí.
Coloqué un dedo sobre mis labios sonrientes antes de sacar la lengua y empujarla un poquito para que saliera al porche. Tiré de la puerta, que se cerró con estrépito.
Nos fuimos corriendo, pasando a toda velocidad por delante de la casa encantada, que ya no nos daba miedo. Últimamente mamá nos había pedido que no corriéramos tanto. «Las damas se toman su tiempo», solía decir. Ez y yo nos mirábamos y nos encogíamos de hombros. No había ninguna dama a la vista, a excepción de mamá y la señorita Irene. Tampoco podíamos decirle a nuestra madre que ya habíamos decidido que nunca seríamos damas. Además, correr nos gustaba. Cuando llegamos a las alargadas sombras del bosque que desembocaba en los acantilados, nos detuvimos y nos desternillamos de risa. Tras recuperar el aliento finalmente, me enderecé e inspeccioné la parte trasera de la casa encantada, cuyo aspecto nunca era el mismo debido a su ruina perpetua. Era precisamente su estado ruinoso lo que hacía que regresáramos a ella. El tejado tenía un enorme agujero a través del cual estaba emergiendo un árbol entero. Al igual que nosotras, la casa encantada tenía una tenacidad y una autopercepción inmunes a lo que pudieran pensar los otros.
—Espero que luego no se te ocurra ir hablando por ahí de lo que haremos hoy en los acantilados —dijo Ezra de sopetón.
—¿A quién podría contárselo?
—Parece que se te da bien guardar tus propios secretos, Cinthy —dijo mi hermana—. Pero cuando se trata de mis secretos, te cuesta más morderte la lengua.
—Bueno, este sería nuestro secreto.
Ez asintió, poniendo los ojos en blanco.
—La primavera pasada, cuando nos llegó la regla, Ruby y yo prometimos que haríamos esto el día antes de volver al colegio. Y no vamos a cambiar nuestros planes por tu culpa.
—¿Ruby irá al colegio mañana?
—¿Qué quieres decir?
—¿Ya ha conseguido agua y jabón?
—¡Cinthy! Ojalá no hablaras así de ella, tratándola igual que a los del pueblo.
A veces mi hermana se tomaba los problemas de Ruby como si fueran suyos. Tenía que recordarle a Ez que los problemas de las chicas blancas no eran como los nuestros. Eso decían siempre mamá y la señorita Irene.
Ruby, tontamente, creía que eran iguales, que todas compartíamos los mismos problemas. Quizás era cierto, y no tenía por qué ser un mal enfoque, pero mi hermana y yo comprendíamos que había otras cosas que también eran ciertas.
Cuando alguien nos trataba como si fuéramos chusma, Ruby también se sentía insultada. Cuando nos veía por el pueblo, andando con la cabeza bien alta como nos había enseñado mamá, Ruby alzaba la cabeza como nosotras, sin realmente comprender las fuerzas, y no eran pocas, que desearían dejarnos sin cabeza, sin vida, sin sueños.
Yo no aguantaba a Ruby cuando intentaba ponerse de nuestro lado. La vida de Ruby Scaggs tenía pocas reglas, y si bien a mí me parecía una persona taimada, en realidad no tenía por qué serlo.
—¿Llevas ropa interior limpia, Cinthy?
Sorprendida, tardé un segundo en responder mientras apartaba los ojos de la casa encantada.
—Ez, ya sabes que a mamá no le gustan las cosas sórdidas.
—«A mamá no le gusta…». ¡Ay, por Dios! Espero que no se te fundan los sesos de tanto pensar en lo que haría mamá, ya te he dicho que esto es secreto. No me escuchas, Cinthy. El mundo es sórdido. La señorita Irene dice que conocer la sordidez, conocerla de verdad, en realidad es sabiduría.
Ezra suspiró para sí misma de tal forma que me avergoncé. No había nada peor que la sensación de haberla decepcionado. Excepto pensar que mi hermana me consideraba aburrida.
—Ruby me está esperando en el bosque —dijo.
—¿A quién le importa esa blanquita? Déjala que espere hasta el Día del Juicio —dije, colocándome una mano en la cadera como solía hacer Lindy Junkett, la hermana mayor. Colocarme la mano en la cadera era el gesto que más se aproximaba a tener mi propia autoridad.
Siempre que mamá o la señorita Irene estaban enfadadas, invocaban el Día del Juicio Final y luego seguían a lo suyo. Si había aprendido alguna cosa era que el Día del Juicio Final pertenecía a mujeres negras que se dedicaban a invocarlo cuando el mundo actual las sacaba de quicio y colmaba el vaso de su tolerancia. Probablemente nuestra abuela también solía invocar su derecho al Día del Juicio Final, porque con frecuencia escuchaba la voz de mi madre arremetiendo contra el auricular del teléfono hablando de este tema: «¡Mamá, no tienes ningún derecho a juzgarnos! Nunca podrás juzgarme, y sabes por qué».
Ladeando la cabeza, inhalé una bocanada de aire cálido antes de volver a hablar.
—Hola, cara de tortuga. ¿Echamos una carrera?
—Sí —dijo mi hermana. Su rostro se abrió como una flor sonriente cuando empezó a correr, gritando por encima del hombro—. ¡Te voy a ganar!
Nos abrimos paso a través del bosquecillo que bordeaba nuestra propiedad, hasta llegar primero a una vieja senda que discurría entre la casa de Ruby y la nuestra, y luego tomamos otro camino invadido de maleza.
Corrimos a través de los matorrales hasta que el paisaje se abrió y llegamos a un claro donde el viento nos levantaba el cabello y nos cerraba los párpados, convertidos en rendijas bajo la deslumbrante luz. Eran las doce y media del mediodía, y el cielo resplandecía por todas partes.
Ruby nos estaba esperando. En vez de luchar contra el viento, tenía los brazos extendidos y la cara alzada hacia el sol. Su cabello era negro como el de su madre, y lo llevaba sujeto en una cola que me recordaba a la de un caballo quisquilloso. Por lo visto, Ruby había decidido cortarse el flequillo ella misma para el primer día del colegio. Mala idea.
Sus padres la dejaban campar a sus anchas, a no ser que la necesitaran para las tareas domésticas o sintieran que debían darle alguna leccioncilla que ni ellos mismos habían entendido cuando eran jóvenes. La reputación de la familia Scaggs entre la gente del pueblo ya estaba mancillada mucho antes de que llegáramos nosotros. Habíamos conocido a Ruby al mismo tiempo que a los Junkett, hacía aproximadamente cuatro años. Al ser la hermanita de Ez y queriendo acaparar toda la atención de mi hermana mayor, Ruby siempre me había molestado.
Al sol ardiente y blanco, sus siluetas eran prácticamente espejos. Tanto Ruby como Ezra tenían el cuello largo, y se intuían las formas flexibles de sus cuerpos bajo la tela de sus vestidos ligeros, que el viento pegaba a sus cuerpos como si acabaran de salir del mar. Pero si bien la cola de caballo de Ruby se mecía en su sitio, el cabello enredado de Ezra salía disparado de su larga y densa trenza, agitándose como serpientes rojizas y enroscadas capaces de alzarla hacia la ventana plana y azul del cielo.
Ezra se adelantó para encontrarse con Ruby. Se echaron a reír sin motivo alguno. Yo quería mantenerme a distancia antes de saber lo que estaban tramando.
Mi sombra avanzaba delante de mí. Estiré los brazos como hacían ellas, temiendo que el viento fuera lo bastante fuerte como para hacerme salir volando. El polvo se arremolinó bajo mi vestido antes de ascender y ensuciarme la cara. Me lamí los labios; mi lengua empujó la gravilla salada que me cubría las encías. Se me soltaron algunos mechones de pelo de las trenzas a ambos lados de la cabeza. El sol apretaba sobre la parte central del cuero cabelludo que dividía en dos mi cabeza, ese pelo castaño oscuro que mamá engrasaba con delicadeza cada fin de semana. Pero aquí fuera, las puntas de las trenzas me azotaban las orejas.
Se estaba soltando todo.
Estamos de pie formando un triángulo. Ruby y Ezra están delante de mí.
Después de observar a Ezra quitarse la suya, le entrego mi ropa interior a Ruby, sin mirarla a la cara. Me resulta incómodo que alguien que no sea mi madre toque mis bragas, como si estuviera haciendo algo que no deberían. Me siento refrescada, a la vez que pegajosa. Sacudo un poco las caderas, contoneándome para que el viento me dé en los costados.
Ruby hace una bola con nuestra ropa interior y se mete el bulto húmedo en el bolsillo del vestido. Gira la cabeza. El flequillo negro se asemeja a la visera del casco de un gladiador ladeada por un porrazo. Sus ojos, azul intenso, son más oscuros que ese cielo azul que, de algún modo, me parece incluso más inmenso después de haberme quitado la ropa interior de algodón blanco.
Ruby se sienta sobre las rocas calientes. Ezra se sienta. Yo me siento.
Ruby estira las piernas en forma de V, y Ezra hace lo mismo, retorciéndose y deslizándose por el polvo hasta que uno de sus pies toca el de Ruby. Irritada, mueve su pie derecho hacia delante y hacia atrás para indicarme que haga lo mismo.
Me echo para atrás, notando cómo la piel de mis palmas se raspa contra la roca rugosa. Mis piernas, también, se abren en forma de V. Oriento mi pie izquierdo para que se encuentre con el de mi hermana. Sé que mi pie derecho debería apoyarse en el de Ruby. No quiero tocar el pie de Ruby. Ni siquiera lleva zapatos.
Agacho la cabeza para echarle una ojeada a Ez, que me está mirando fijamente. Dentro de mi cabeza puedo oír la voz de mamá echando pestes. Ha puesto los ojos en blanco a tal punto que quizá tenga las pupilas saliéndole por la nuca. «Hyacinth Kindred, por el amor de Dios, ¿qué demonios estás haciendo? Y si te estás preguntando qué diría yo de todo esto, significa que no deberías estar haciéndolo. Ay, ¿dónde está la buena hija que eduqué?».
Mamá nunca le dice este tipo de cosas a Ezra, nunca le pide a Ezra que piense, porque Ez simplemente hace las cosas sin pensar.
—Hazlo ya —dice Ezra—. Me muero de calor.
Con fuerza, empujo con la suela de mi sandalia el pie descalzo de Ruby, con la esperanza de hacerle daño.
—No quiero tocar a una blanquita.
—Gilipollas —dice Ruby.
—No le hables así a mi hermana —dice Ezra rápidamente.
—Es ella quien la está liando.
El calor se acumula debajo de nosotras. Tengo miedo de que las hormigas se suban a mis piernas y entren dentro de mí. Puedo visualizar una fina hilera negra desfilando diligentemente entre mis órganos, marchando con firmeza por el techo viscoso de mi estómago y luego a través de la iglesia de mi corazón hasta finalmente escalar por el túnel de mi cuello hasta llegar al cerebro, que me imagino con incrustaciones de gemas, como una catedral. ¿Cuántas hormigas cabrían dentro de mi cabeza? Luego me imagino meando hormigas en el váter de casa y casi me pongo a reír.
Los rostros de Ruby y Ezra se han oscurecido bajo el sol de la tarde. Están intentando averiguar algo de sí mismas. No sé lo que es, pero estoy segura de que si nuestros padres se enteraran nos castigarían. Mamá y papá no creen en lo que la señorita Irene llama el «amor a golpe de vara». Pero el padre de Ruby, el señor Scaggs, sí cree en las palizas. Desde luego. Cuando intuye que Ruby y su madre están contentas, o piensan que podrían vivir sin él, no duda en pegarles.
—Acerquémonos un poco —dice Ezra, mordiéndose el labio.
Ruby gruñe, obedece.
Reajusto mis piernas y empujo hacia delante. Mi pierna se roza con la piel de Ruby, que está caliente. Nunca antes había pensado en su piel, más allá de quejarme de que era blanca.
Pienso en mamá, como hago con frecuencia, y en todo lo que hace por nosotras. Todo lo que hace para mantenernos a salvo. Cuando empiece a caer la noche, antes de cenar, mamá nos lavará el pelo y nos peinará para el primer día de colegio. Ya estoy oyendo cómo me pregunta sobre el polvo y la roña que tengo en el cuero cabelludo: ¿he perdido el juicio y he estado revolcándome en la tierra solo para darle más trabajo? Frustrada, mamá hundirá el peine hasta las raíces de mi pelo. Suelo acumular sudor en el cabello, especialmente después de jugar mucho rato. Ella dice pelo «enmarañado», en vez de «greñas», como si yo no supiera que mi cabello, especialmente en la base de mi cabeza, resulta impenetrable cuando se moja. A mamá le gusta que el cabello nos luzca porque sabe que la gente, especialmente los blancos, siempre se fija en nuestro pelo. Nadie ayudó a mamá a arreglarse el pelo cuando era pequeña, porque creció en un convento. Papá nos pidió que no incordiáramos a mamá con demasiadas preguntas sobre su infancia. Mi madre sepultó gran parte de ese pasado en lo más hondo de su interior, y solo lo deja entrever cuando le cuelga el teléfono a nuestra abuela o se mete en el armario de su corazón con un vaso de whisky solo y la voz de Sam Cooke.
Quizá por esta razón Ezra y yo a menudo acudimos a la señorita Irene para que nos ilumine con su sabiduría, que, según nos cuenta, proviene de su madre, su abuela y su bisabuela, que todavía viven. Gracias a ellas la niña que fue la señorita Irene se mantiene viva, y mientras tanto vemos cómo mamá rechaza a nuestra abuela una vez tras otra. Nos cuesta mucho no preguntarle a mi madre qué tipo de persona era antaño, conscientes de que ese tipo de indagaciones podrían hacer que se retrajera y no quisiera compartir lo que ha construido para sí misma y para nosotras, sus hijas.
Ruby se echa para atrás como si estuviera la mar de acostumbrada a tumbarse con las piernas abiertas sin nada que la proteja debajo. Sus piernas, que están tan morenas como las nuestras, hacen sombra. La zona donde sus bragas suelen cubrir la piel está tan pálida que sus genitales parecen los de otra chica, una cuya piel y modales son buenos, más delicados, y que es propensa a lastimarse con facilidad. Pienso en lo acostumbrada que estoy a ver a Ruby con moratones, y en cómo sus heridas suelen tardar en curarse porque no deja de toquetearse las costras.
Imitamos cómo Ruby se ha mecido sobre su costado, agarrando bruscamente el dobladillo de su vestido para subírselo hasta el ombligo.
—Venga, ahora —nos ordena.
Su voz sale disparada como una flecha hacia las nubes que se han reunido y se detienen a observar desde arriba nuestros cuerpos sin cubrir.