Entresuelo segunda
Está parpadeando
la luz del descansillo.
Una voz en la escalera,
alguien cruzando el pasillo.
(Mmm) Malamente.
ROSALÍA,
«Malamente»
Mil ciento cincuenta euros de alquiler, comunidad incluida. Dos habitaciones, balcón, galería y bonito salón con dos ventanas. Dicen que tiene sesenta metros cuadrados, pero es mentira. No me han enseñado el plano.
Qué fea es la palabra… Entresuelo. Vivir entre dos suelos, enterrada. Poca luz, algo de humedad, nada de sol y alguna que otra cucaracha. Nada de cielo. El suelo de arriba como cielo, y unos pies, sus pasos y sus sillas arrastradas sobre mi cabeza.
Los pies de una pareja de ancianos como cielo, como en ese cuadro de Dalí donde sus pies y los de Gala se convierten en lo más impresionante de una bóveda que quiere ser cielo o sumidero invertido. Quizá esos cuerpos lleguen a alcanzar ese agujero en el que se ve la luna esperando.
Pero yo no. Yo estuve en el museo en el que está ese lienzo en el Teatro-Museo Dalí, en Figueres, y me sentí aplastada bajo esos pies esculturales, como esa cucaracha que intentó escapar de mí quedándose muy quieta, apretada contra la pared como si pudiera meterse entre esta y el suelo, el primer día que tuve las llaves de mi entresuelo segunda. Menos mal que mi padre venía conmigo. No habría sido capaz de chafarla, era demasiado grande, y además aún no había tenido tiempo de comprar insecticida, ni eso ni nada. Chillé cuando vi la cucaracha moverse en dirección al zócalo. Mi padre la aplastó bajo la suela de su bota. «Bueno —me dijo—, parece que te persiguen estos bichos».
Menuda bienvenida. En apenas un año había vuelto a mudarme porque en el cuchitril que acabé habitando cuando me separé había cucarachas, y no las soporto. Cada vez que descubría una me sentía miserable, desgraciada y culpable. A veces subía hasta el cuarto piso chillando en el viejo ascensor de madera porque las veía corretear y esconderse entre las rendijas, pequeñas crías repugnantes de color coñac. Cuando abría la puerta de casa temía descubrir alguna en el pasillo disparada hacia un escondrijo y por la noche temía encender la luz de la cocina por si mis ojos eran capaces de detectar una estampida de esos bichos sobre el mármol.
Insecticida, trampas, todo cerrado, cero migajas, basura tapada. Hacía lo que podía para mantenerlas a raya, pero la finca les pertenecía. En cuanto veía una, en mi cabeza estallaba como una granada la palabra «miseria».
Pensé que iba a dejarlas atrás, que aunque fuera doscientos euros más pobre sería menos miserable, pero ahí estaba esa dosis de realidad negra y con unas antenas enormes recordándome que es difícil salir de la miseria. Parecía que el bicho, con la vibración de las antenas, emitía un mensaje cifrado en una especie de código que la vida me había llevado a comprender: «¿Qué te has creído, Lola, que ibas a escapar de mí?».
Little Miss Nobody
Was it a huntsman or a player
that made you pay the cost
that now assumes relaxed positions
and prostitutes your loss?
Were you tortured by your own thirst
in those pleasures that you seek?
RODRÍGUEZ,
«Crucify Your Mind»
Años sesenta. Una niña pequeña es secuestrada. Se llamaba Sharon Lee Gallegos, pero eso no se supo hasta 2022. Sesenta y dos años después de que alguien, un excursionista que quería disfrutar del paisaje, se encontrara un cuerpecito humano calcinado. Tenía cuatro años y nadie sabe aún qué le pasó. Archivaron el caso por falta de pruebas, metieron sus restos en una bolsa y alguien escribió en la etiqueta que los identificaba LITTLE MISS NOBODY. Ni siquiera averiguaron cómo se llamaba. No relacionaron ese hallazgo con una niña desaparecida en Arizona.
Una pareja desconocida por los vecinos merodeó en un coche rojo por la zona de Arizona en la que vivía la niña. Días después la cría desapareció y nadie supo nunca qué había sido de ella. Hasta 2022. Sus restos, pequeños huesos chamuscados, estaban en una bolsa. Sharon no había descansado en más de sesenta años. Me la imaginé maldiciendo su suerte y el frío eterno al que estaba condenada. Una niña quemada y luego congelada. Sin paz, ni cielo, ni infierno ni limbo. Aún existía el limbo cuando la niña fue asesinada. Ahora ya no, el Papa lo eliminó. Me pregunto si algún día saldrá el Papa de Roma en rueda de prensa para comunicar a sus fieles que van a quitar el infierno. Y el cielo. Todo fuera. Se sentaría a una mesa blanca, vestido con su sotana y su casquete blancos y su cruz de hierro, despojado del oro de otros papas menos austeros y, ante la mirada de un séquito intrigado y varios periodistas aburridos, diría: «Mi antecesor eliminó el limbo. No era un lugar, sino una conjetura. No era tampoco una verdad de fe, sino una hipótesis teológica. Pues lo mismo pasa con el cielo y el infierno. No son lugares, como ya dijo mi admirado Juan Pablo II. No son verdades de fe. Son símbolos, son metáforas, son preciosas imágenes para ayudar a los creyentes a situarse ante sus acciones y determinar su cercanía o apartamiento de Dios. Pero no existen. Son literatura. Es maravilloso que sean literatura, y que tanta gente que no lee condicione sus acciones por la metáfora que un escritor ideó hace tantos siglos. Maravilloso. Pero piénsenlo bien. El infierno es la tierra, el infierno son los otros. Y el purgatorio, el día a día que tenemos que soportar en este mundo tan liberal y consumista. Ámense los unos a los otros, vivan y lean y gocen, y dejen el miedo a un lado; total, son cuatro días los que tenemos. Yo me he enamorado y voy a colgar los hábitos a final de mes». Sería un momento increíble, apoteósico, la Iglesia reventando desde los cimientos. Hermoso.
Al menos, mientras la Pequeña Señorita Nadie estaba en una bolsa, se atrevieron a afirmar que los niños que morían sin bautizar no se quedaban ya eternamente anclados en un lugar que no era ni bueno ni malo, pero que no podía ser bajo ningún concepto el cielo.
Un día, alguien de la policía se acordó de los huesos de la Pequeña Señorita Nadie. Pensó en sus dientes de leche, y creyeron que podrían identificarla gracias a su ADN. Cuando metieron los restos en la bolsa de plástico no existía esa tecnología y, por tanto, eran un misterio sin solución. Pero sus dientes de leche guardaban su nombre: Sharon Lee Gallegos. La Pequeña Señorita Nadie por fin tenía un nombre y una historia, aunque sigue incompleta; nadie ha sabido explicarnos su final.
Me topé con la historia de Little Miss Nobody leyendo un diario digital. Noticia de relleno. Suceso traducido y mal, con erratas y calcos sintácticos no aceptados. Me llaman la atención los sucesos sin solución. Pensé en los dientes de la niña muerta y en mi madre, que aún guarda mis dientes de leche y los de mi hermano en una cajita de metal con forma de corazón. Ahí están mezclados nuestro origen, nuestros nombres, nuestra sangre.
Creo que los sucesos sin solución me atraen porque en mi familia hay silencios que no pueden ser rotos, silencios que son agujeros que se tragan las palabras, que son como pozos de película de miedo, con sus fantasmas viviendo en el fondo, pero no son niñitas macabras, sino hombres. Los hombres de mi familia se convierten en misterios. O son nadie. O desaparecen. Son sucesos.
Y las mujeres somos las voces que cuentan sus historias, como la de mi abuelo, en la que había vuelto a pensar desde que no vivía con Jon e intentaba rellenar el tiempo con historias, copas de vino y series de true crime de Netflix.
Recuerdo el día en el que mi madre me explicó que mi abuelo no existía. Yo debía de tener unos doce o trece años y no entendí a qué se refería. Mi abuelo era alto, elegante y muy miope. Llevó siempre unas gafas con montura de pasta de carey que se le clavaban en el puente de la nariz y le daban un aire triste. Tenía, además, una gran capacidad para conversar que derivaba siempre, ineludiblemente, en tormenta. Vamos, que sí existía, aunque yo no recordaba haberlo abrazado nunca. Casi ni tocado, la verdad. Pero lo veía cada viernes al salir del colegio y algunos fines de semana, cuando íbamos a comer o a tomar café a su casa. Sin embargo, mi madre insistía en que iba a ser muy complicado tramitar todos los papeles de su jubilación porque no podían demostrar que realmente era él.
Me desconcertó descubrir que mi abuelo era una especie de capitán Nemo escondido en las profundidades, y desde ese día germinó en mí la necesidad de averiguar detalles de su historia y de imaginarme todo aquello que se negaba a explicar. En mi cabeza se convirtió en una especie de personaje de ficción al que hacía vivir aventuras, desgracias, amores imposibles y que callaba secretos que solo yo podía concebir.
La pena achica
¡Ay pena, penita, pena, pena,
pena de mi corazón
que me corre por las venas, pena,
con la fuerza de un ciclón!
QUINTERO, LEÓN Y QUIROGA,
«Pena, penita, pena»
(interpretada por Lola Flores)
No conocí muy bien a mi abuelo. Era un hombre acostumbrado a no hablar para no decir verdades ni equivocar mentiras. En realidad, había sido un fantasma discreto que aullaba por los pasillos cuando estaba en su casa.
Mi abuelo murió en marzo de 2008. No recuerdo el día. Sé que era entre semana, porque mi madre me llamó al trabajo para contármelo y tuve que pedir permiso para salir antes de hora. Nunca dijo si prefería ser enterrado o bien incinerado, fueron sus hijas las que decidieron por él. No querían tener una nueva obligación, sumada a las ya existentes: comprar doble ración de flores en el chino y tener que limpiar dos veces al año el nicho. Dos aniversarios con sus sendas visitas a Collserola eran demasiado. Ya sabían entonces que a mi abuela había que llevarla a los sitios. Además, en el nicho de propiedad de la familia descansaba mi tío, el pequeño de sus hijos. Mi madre fue la que se negó en redondo a que padre e hijo compartieran descanso eterno porque no se habían soportado en vida. Fue el único de los hermanos que pudo resistir, con su ira y su falta de freno, la violenta inexistencia de su padre.
Mi tío sí existió, pero por poco tiempo.
Cuando murió mi abuelo, en el cementerio ni nos miramos. En mi familia evitamos mirarnos cuando estamos enfadados y tememos estallar. Somos como animales salvajes que se han enseñado los dientes: permanecemos cerca los unos de los otros, inmóviles y tensos, esperando el mejor momento para dar el primer zarpazo.
Mi abuela había encogido esa noche un par de centímetros por el mal trago de ver morir al que había sido su marido durante cuarenta y ocho años. Me puse a su lado y me pareció que ya no pasaba del metro y medio. La pena encoge.
«¡Ay, qué pena, niña, qué pena! —me dijo—. Se fue al barbero y cuando volvió se moría. Se sentó en su butaca y ya no era él. Un segundo y ya no era nadie… Los dientes se le cayeron de la boca. Un segundo y su cuerpo ya no podía guardar ni su alma ni su dentadura postiza. ¡Ay, qué sola me quedo, niña!».
Mi abuela ha sido siempre muy dramática. Aunque no tanto como su hermana, que no esperó a que quemaran el cadáver de su cuñado para espetar a mi abuela que dejara de lloriquear como una niña porque todos sabían que el muerto había sido un hijo de puta toda su vida. Toda una vida que no constaba en ningún lugar.
Tal vez el sufrimiento que mi abuelo provocaba en los demás era la única prueba que tenía de que seguía vivo.
El gólem
Sabes que tienes un hijo
y ni el apellido le vienes a dar.
Llorando junto a la cuna
me dan las claras del día.
¡Mi niño no tiene pare…,
qué pena de suerte mía!
QUINTERO Y QUIROGA,
«Y sin embargo te quiero»
(interpretada por Concha Márquez Piquer)
Mi abuelo Rafael no existió hasta los sesenta y cinco años. Fue el día en que quiso empezar con los trámites para cobrar su jubilación, próxima ya, cuando todo el mundo se dio cuenta de que no existía. Él ya lo sabía, pero por primera vez en su vida tenía que demostrar que realmente sí era alguien para poder percibir los cuatro duros de la pensión que le permitiría seguir procurando no ser nadie.
No debía de haberle sido fácil llegar hasta esa edad pasando de puntillas por la vida hasta poder sentarse plácidamente en un sofá orejero de pana verde botella que había rescatado del vertedero uno de esos días en los que algún vecino había decidido desprenderse de los muebles de una abuela fallecida hacía poco. Siempre comentaba que el gusto de las abuelas era despreciado con un automatismo irreflexivo por los que decían echarlas tanto de menos tras vaciar el piso y vender todo el contenido al dueño de algún puesto de los Encantes. Le dolía en especial ver fotos de boda en las que la abuela en cuestión, joven y con sombrero, sonreía a la incertidumbre de su futuro desperdigadas por el suelo.
A mi abuelo le encantaban las flores enormes de colores terrosos estampadas en las telas de los sofás o las butacas. Y la pana y los demás tejidos que daban tantísimo calor en verano. Nos decía que le recordaban a su propia abuela y afirmaba que él estaba vivo gracias a que ella decidió no tirarlo a un vertedero para que muriera en horas, desnudo y con el cordón umbilical colgando aún del vientre abombado y amoratado de su cuerpo recién alumbrado. O, quizá en su caso, sería más preciso decir recién expulsado de un cuerpo al mundo. Al menos eso fue lo que su abuela le contó decenas de veces. Le traía sin cuidado que su mujer no soportara esos estampados ni esos tejidos, el que llevaba el sueldo a casa era él y el dinero se gastaba en lo que él decidía. Aunque tampoco había mucho que gastar. Su sueldo era más bien magro y con cuatro hijos no les alcanzaba para casi nada.
En el almacén de metales donde trabajaba no le pagaban bien, pero al menos le pagaban. Y era el encargado. Y a él le gustaba mandar. Aunque fuera un poco y a unos pocos. Mandaba a unos hombres rudos que no sabían apenas leer y que no se habían dado cuenta de que no existía. Menos mal. Si se hubieran percatado de su inexistencia habrían empezado a no obedecerle y eso habría supuesto un caos. Esa nave fría de Pueblo Nuevo era como una madriguera llena de lobos, y mi abuelo era el más grande y el más inteligente, un animal casi mítico, porque su inexistencia lo acercaba a criaturas como el Yeti o el monstruo del lago Ness. De ese tipo de autoridad gozaba, más cercana al miedo que al respeto.
Durante aquel proceso de abogados, notarios y papeleos, mi madre se preguntaba cómo permitieron a su padre firmar un contrato indefinido sin aportar ningún tipo de documentación. Cosas de aquella época en que la televisión era en blanco y negro y mandaban los vencedores con ese tipo de poder autoritario y paternalista que hace que el pueblo, tratado como un chiquillo al que controlar, haga lo que hacen los niños cuando dejan de serlo ante los ojos incrédulos de unos progenitores que niegan la evidencia y aprietan el lazo tanto como pueden: mentir y trapichear a escondidas, disimulando y poniendo cara de buenos.
Recuerdo un domingo, después de que mis abuelos se fueran de casa, en que pregunté a mi madre por qué mis abuelos se conocieron tan jóvenes en una pensión a la que él fue a pedir cama. Habían relatado esa anécdota durante la comida, y me llamó la atención porque mi abuelo dijo que fue allí siendo un chavalín. Mi madre me explicó que con apenas diecisiete años huyó sin mirar atrás y desde ese mismo instante tuvo a bien sobrevivir simplemente, sin preguntarse qué sería de aquellos que le dieron un nombre, una educación y poco más.
El niño gólem creció deformándose. El barro del que estaba hecho se resquebrajaba a medida que crecía. No soportaba la forma adulta. El barro es maleable, como la infancia, pero en cuanto la conciencia se endurece comienza a cuartearse y cede a las presiones que los recuerdos ejercen desde dentro. La amalgama de fango empieza a desmoronarse como una montaña que no ha soportado la lluvia torrencial.
Siendo un crío de ocho años descubrió que aquellos a los que llamaba padres eran en realidad sus abuelos, que su nombre era cedido, ni siquiera era el nombre que le pertenecía por nacimiento, ese se lo negaron. Fue un primo quien, en una pelea, le dijo que se callara, que no era nadie para gritarle, que era un bastardo de mierda que estaba vivo solo porque a su abuela le dio pena y que estaría mucho mejor sucio y descalzo, rateando en la Medina. El suyo era un nombre vergonzante y le pusieron otro que escondía la vergüenza a ojos de los desconocidos.
«Que nadie sepa que eres hijo de quien eres, que nadie sepa que tienes esa madre, una madre que solo es un agujero. Mejor que piensen que has salido de la tierra del huerto en el que la abuela que te rescató hacía plantar lechugas y tomates porque para ser feliz, decía, necesitaba el olor a tomate recién arrancado de la mata». Sí, mejor ser el hombre que nació en un bancal, hombre de barro, como un Adán, o quizá sería mejor decir un gólem, porque su creador se horrorizó ante la idea de haber dado vida a esa criatura. Un monstruo. Un ser inadecuado.
Ese gólem deforme al que no se le había borrado la primera letra de la frente de milagro era mi abuelo.
Más que tristeza
Hay un hombre moribundo aquí.
Dime quién lo puede revivir.
Hay un hombre moribundo aquí.
Dime quién lo puede revivir.
Tú tienes la receta,
la fórmula secreta.
DADDY YANKEE,
«Llamado de emergencia»
Dani es un alumno de primero de Bachillerato del que fui tutora cuando él tenía trece años. Desde entonces no había vuelto a darle clase, hasta este curso, aunque siempre nos saludábamos por los pasillos, le preguntaba cómo le iba y a veces me decía que echaba de menos mis clases porque en ellas se podía hablar de todo.
No sé si eso es cierto. Lo único que intento es que mis alumnos digan lo que piensan, que compartan los temas o las noticias que les llaman la atención o los interpelan para generar un debate que haga reflexionar a unos cuantos. Sin embargo, cada año que pasa son menos los capaces de mencionar algún suceso de la actualidad ocurrido en el mundo. Creen que una noticia es que ya no duerme en el cajero de La Caixa el mendigo aquel que siempre los saludaba y que parecía portugués o paquistaní o indio o moro, o que unos chavales del instituto público que está un poco más arriba y que tienen mucha más calle y mucho menos dinero que la mayoría de mis alumnos le robaron el iPhone a Aitor de primero B. Su reino de Fantasía es devorado por una Nada que los tiene confinados en un territorio cada vez más pequeño, más insignificante, sin anclajes y aislado en una deriva que no lleva a ningún lugar: su móvil.
Este curso vuelvo a tener a Dani en clase. Es brillante, y le gustan la literatura y la filosofía. Quiere que le hagan pensar, y pobre de aquellos que no lo consiguen; veo entrar a algunos compañeros en la sala de profesores maldiciéndolo y quejándose de su impertinencia. Consigue exasperarlos mientras intentan disimular su mediocridad frente a él. En cambio, cuando lo que se dice le interesa, Dani ofrece opiniones bien argumentadas y es capaz de un cinismo lúcido que me apena, porque veo en él el germen de la infelicidad.
A medida que avanza el trimestre, aparece por las mañanas cada vez más oculto bajo su capucha y a menudo se deja caer sobre el pupitre. Sé que algo va mal en su interior.
«¿Te pasa algo, Dani?», le pregunté un día que tardó más de la cuenta en recoger sus cosas. Sospeché que intentaba provocar un momento a solas conmigo porque lo conocí bastante durante el curso que fui su tutora. Aquel año procuré estar cerca de él desde el día en que me di cuenta de que estaba muy enfadado consigo mismo porque, aunque quería hacer las cosas bien, solían salirle mal. Sus notas empeoraron mucho con el paso de primaria a primero de ESO. Me fijé en sus exámenes y en sus escritos, y decidí convocar una reunión de tutoría. Me avisó una compañera de primaria de que no había padre, había muerto cuando Dani tenía ocho o nueve años, así que tendría que contactar siempre con su madre, que se llamaba Amelia y que era bastante mayor, debía de tener cincuenta y muchos años. Como último dato, mi compañera me dijo que la mujer mimaba mucho a Dani, que lo sobreprotegía y que se resistía a aceptar que ya no era su niño, sino un adolescente que en breve escaparía de su control, que era excesivo. Convoqué la reunión para la semana siguiente, un lunes a las ocho y media de la mañana.
Llovió mucho ese día y la madre de Dani llegó empapada. Se mostró incómoda por no saber dónde dejar el paraguas chorreante y por tener que aguantar el trámite de ver a la profesora de su hijo antes de meterse de lleno en un atasco en la Ronda que la haría llegar aún más tarde de lo previsto a su trabajo de secretaria del director comercial de una empresa de productos químicos. Después de las referencias obligadas a la tormenta en una ciudad en la que casi nunca llueve, le comenté que la había llamado porque sospechaba que su hijo tenía algún problema no diagnosticado con la lectoescritura o la atención. Mostró sorpresa y preocupación. También le dije que creía que Dani necesitaba un apoyo emocional profesional porque precisaba ayuda con la gestión de la frustración que el error le producía. Y aunque me agradeció el aviso, la madre de Dani me pareció fría en exceso. Se despidió con un apretón de manos protocolario y distante. Creo que no le gustó que la enfrentara a un problema que no era de mi incumbencia. O tal vez se incomodó al sentirse pillada en falta, yo había dejado al descubierto su descuido o su poca atención.
«Es que Dani no me cuenta nada —me dijo—. Cada vez es más adusto y difícil. Es como si ya no lo conocier