La conciencia de Zeno

Italo Svevo

Fragmento

PREÁMBULO

¿Ver mi infancia? Más de diez lustros me separan de ella y mi vista cansada tal vez podría alcanzarla, si la luz que aún refleja no fuera interceptada por obstáculos de todas clases, auténticas montañas altas: mis años y algunas horas de mi vida.

El doctor me recomendó que no me obstinara en mirar tan lejos. Hasta las cosas recientes son preciosas para los médicos y sobre todo las imaginaciones y los sueños de la noche anterior, pero, aun así, debería haber un poco de orden y para poder comenzar ab ovo, nada más separarme del doctor, que estos días se va de Trieste por una temporada larga, sólo para facilitarle la tarea, compré y leí un tratado de psicoanálisis. No es difícil de entender, pero sí muy aburrido.

Después de comer, repantigado en un sillón, cojo el lápiz y una hoja de papel. No hay arrugas en mi frente, porque he eliminado todo esfuerzo mental. Mi pensamiento se me presenta disociado de mí. Lo veo. Sube, baja... pero ésa es su única actividad. Para recordarle que es el pensamiento y que su deber sería manifestarse, cojo el lápiz y entonces se me arruga la frente, porque cada palabra está compuesta de muchas letras y el imperioso presente resurge y desdibuja el pasado.

Ayer procuré lograr el máximo abandono. El experimento acabó en el sueño más profundo y no conseguí otro resultado que un gran descanso y la curiosa sensación de haber visto durante ese sueño algo importante, pero está olvidado, perdido para siempre.

Gracias al lápiz que tengo en la mano, hoy permanezco despierto. Veo, vislumbro, imágenes extrañas que no pueden tener relación alguna con mi pasado: una locomotora que pita cuesta arriba y arrastrando innumerables vagones; ¡a saber de dónde vendrá y adónde irá y por qué habrá acertado a aparecer aquí!

En el duermevela recuerdo que, según asegura mi tratado, con este sistema se puede llegar a recordar la primera infancia, la de los pañales. Al instante veo a un niño en pañales, pero, ¿por qué habría de ser yo ése? No se me parece en nada y creo que es, en realidad, el que dio a luz mi cuñada hace pocas semanas y que nos enseñaron como un milagro, porque tiene las manos tan pequeñas y los ojos tan grandes. ¡Pobre niño! ¡Sí, sí, recordar mi infancia! Ni siquiera encuentro el modo de avisarte a ti, que ahora vives la tuya, sobre la importancia de recordarla para tu inteligencia y tu salud. ¿Cuándo llegarás a saber que te convendría recordar tu vida, incluida esa gran parte de ella que te repugnará? Y entretanto vas investigando, inconsciente, tu pequeño organismo en busca del placer y tus deliciosos descubrimientos te encaminarán hacia el dolor y la enfermedad, a los que te abocarán hasta quienes bien te quieran. ¿Qué hacer? Es imposible proteger tu cuna. En tu interior —¡chiquitín!— se está produciendo una combinación misteriosa. Cada minuto que pasa arroja un reactivo en ella. Demasiadas probabilidades de enfermedad te están reservadas, porque no todos tus minutos pueden ser puros y, además, eres consanguíneo de personas que yo conozco. Los minutos que pasan ahora pueden ser también puros, pero, desde luego, no lo fueron todos los siglos que te prepararon.

Aquí me tenéis muy alejado de las imágenes que preceden al sueño. Mañana volveré a probar.

1. EL TABACO

El doctor a quien hablé de mi propensión a fumar me dijo que iniciara mi trabajo analizándola:

—¡Escriba! ¡Escriba! Ya verá como llegará a verse entero.

En realidad, creo que del tabaco puedo escribir aquí, en mi mesa, sin ir a soñar en aquel sillón. No sé cómo empezar y pido ayuda a los cigarrillos, todos tan parecidos al que tengo en la mano.

Hoy descubro de repente algo que ya no recordaba. Los primeros cigarrillos que fumé ya no están a la venta. Hacia 1870 teníamos en Austria esos que se vendían en cajetillas de cartón con el sello del águila imperial. Ya está: en torno a una de esas cajetillas se agrupan al punto varias personas con algunos rasgos suficientes para sugerirme su nombre, pero no para conmoverme por el inesperado encuentro. Intento obtener más y me voy al sillón: las personas se desdibujan y en su lugar aparecen bufones que se burlan de mí. Vuelvo a la mesa desalentado.

Una de las figuras, de voz algo ronca, era Giuseppe, un joven de mi edad, y otra, mi hermano, un año más joven que yo y muerto hace muchos años. Al parecer, Giuseppe recibía mucho dinero de su padre y nos regalaba aquellos cigarrillos, pero estoy seguro de que daba más a mi hermano que a mí, por lo que me vi en la necesidad de conseguir otros por mi cuenta. Así llegué a robar. En verano mi padre dejaba sobre una silla del comedor su chaleco, en cuyo bolsillo había siempre algunas monedas: cogía los cincuenta céntimos necesarios para comprar la preciosa cajetilla y me fumaba uno tras otro los diez cigarrillos que contenía, para no guardar por mucho tiempo el comprometedor fruto del hurto.

Todo eso yacía en mi conciencia al alcance de la mano. Hasta ahora no ha resurgido, porque antes no sabía que pudiera tener importancia. Acabo de registrar el origen de mi vergonzoso hábito y (¿quién sabe?) quizá ya esté curado. Por eso, para probar, enciendo un último cigarrillo y tal vez lo arroje al instante, asqueado.

Después recuerdo que un día mi padre me sorprendió con su chaleco en la mano. Yo, con una desfachatez de la que ahora no sería capaz y que aún ahora me disgusta (a saber si no tendrá ese disgusto gran importancia para mi tratamiento), le dije que había sentido curiosidad por contar sus botones. Mi padre se rió de mi inclinación a las matemáticas o a la sastrería y no advirtió que tenía metidos los dedos en el bolsillo de su chaleco. En mi honor, puedo decir que bastó aquella risa ante mi inocencia, cuando ésta ya no existía, para impedirme por siempre jamás robar, es decir... que seguí robando, pero sin saberlo. Mi padre dejaba por la casa puros de Virginia a medio fumar, en equilibrio sobre mesas y armarios. Yo creía que era su forma de tirarlos y también creía saber que nuestra vieja criada, Catina, los tiraba. Me los fumaba a escondidas. Ya en el momento de apoderarme de ellos un escalofrío me recorría la espalda, porque sabía lo mal que iban a sentarme. Después me los fumaba hasta que la frente se me cubría de sudores fríos y se me revolvía el estómago. No se puede decir que careciera de energía en mi infancia.

Sé perfectamente cómo me curó mi padre también de aquel hábito. Un día de verano, había yo vuelto a

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