La grieta

Doris Lessing

Fragmento

Hoy he visto…

Al acabar el verano, cuando los carros llegan de la hacienda cargados de vino, aceitunas, frutas, se respira un ambiente festivo en la casa y yo me sumo a él. Desde mis ventanas observo atento, como los esclavos de la casa, la llegada de los bueyes al doblar el camino, y aguzo el oído para escuchar el chirrido del carro. Hoy los bueyes tenían los ojos desorbitados y estaban inquietos por la ruidosa congestión de la calzada del oeste. Su blancura se había teñido de bermejo, casi como la túnica del esclavo Marco, y su pelaje estaba cubierto de polvo. Las muchachas, expectantes, salieron corriendo hacia el carro, no sólo por los deliciosos productos que debían colocar de inmediato en la despensa, sino por Marco, que en el último año se ha convertido en un bello joven. Su garganta acumulaba demasiado polvo para permitirle devolver los saludos, y se precipitó al caño de la fuente, agarró el cántaro que había allí y bebió, y bebió, se volcó agua sobre la cabeza, de la que surgió, tras esta libación, un montón de rizos negros, y soltó la vasija descuidadamente sobre las baldosas, donde se hizo añicos. En ese momento, Leola, una muchacha de carácter explosivo, cuya madre compró mi padre durante un viaje a Sicilia, se abalanzó sobre Marco lanzándole reproches y acusaciones. Él le replicó a su vez, defendiéndose a gritos. Los demás sirvientes estaban descargando ya las tinajas de vino y aceite y el fruto de la vendimia, negro y dorado, lo que componía una escena concurrida y bulliciosa. Los bueyes comenzaron a mugir y entonces Leola, con aire de ostentosa impaciencia, tomó otro cántaro, lo sumergió en el agua y corrió hacia los bueyes para llenar los pilones del abrevadero, que estaban casi vacíos. Era responsabilidad de Marco asegurarse de que los bueyes tuvieran agua tan pronto como llegaran. Agacharon sus enormes cabezas y bebieron, mientras Leola se volvía de nuevo contra Marco, regañándolo con aspecto enojado. Marco era hijo de un sirviente de la casa de la hacienda, y Leola y él se conocían de toda la vida. A veces había trabajado aquí, en nuestra casa de la ciudad, y a veces ella había ido a pasar el verano a la casa de la hacienda. Leola era conocida por su genio, y si Marco no hubiera estado sofocado y sediento después del largo y pesado viaje, probablemente se habría reído de ella y habría calmado su arrebato de impaciencia. Pero ya no eran niños: bastaba con verlos juntos para percatarse de que el enfado de ella y la hosquedad de él no eran tan sólo el resultado de una tarde calurosa.

Marco se acercó a los bueyes, evitando el derrote de los enormes cuernos, y empezó a calmarlos. Los desunció y los condujo a la sombra de la gran higuera, donde colgó las cinchas de una rama. Por alguna razón, la ternura de Marco para con los bueyes irritó todavía más a Leola. Se quedó quieta, mirando, mientras las otras muchachas pasaban delante de ella trajinando los productos del carro, y sus mejillas estaban de color escarlata y sus ojos acusaban y reprobaban al muchacho. Marco no le hizo caso alguno. Caminó frente a ella como si no estuviera allí, hasta la terraza, donde cogió una túnica de su fardo y, después de sacarse la que llevaba puesta, polvorienta, se roció con agua otra vez y, sin secarse —el calor lo haría en un momento— se puso la ropa limpia.

Leola parecía ahora más tranquila. Apoyaba la mano en la pared de la terraza, y parecía arrepentida, o a punto de estarlo. De nuevo Marco hizo caso omiso de ella, pero se quedó al fondo de la terraza, mirando fijamente a los bueyes, sus bultos. «Marco…», dijo Leola con su tono de voz habitual, y él se encogió de hombros, despreciándola. En ese momento la última de las tinajas y la fruta ya estaban dentro de la casa. Estaban los dos solos en la terraza. «Marco», repitió Leola, esta vez melosa. Él volvió la cabeza para mirarla, y a mí no me habría gustado ser el destinatario de esa mirada: desdeñosa, enojada; muy distinta de la complacencia que ella esperaba. Se dirigió a la verja para cerrarla, y se alejó. Las dependencias de los esclavos estaban al final del jardín. Tomó su fardo y echó a andar, decidido, hacia donde iba a pasar la noche. «Marco», suplicó ella. Parecía a punto de romper a llorar. El joven se disponía a entrar en las dependencias masculinas; ella llegó hasta él cuando desaparecía tras la puerta.

No tuve necesidad de observar más. Sabía que Leola encontraría un pretexto para quedarse a esperarlo en el patio; tal vez acariciando y mimando a los bueyes, dándoles higos o simulando la atención que tanto requerían. Estaría aguardándolo. Yo sabía que él pretendía salir con los demás muchachos en busca de diversión nocturna; no visitaba a menudo una casa en plena Roma. Pero también sabía que ambos pasarían juntos la noche, sin que importara lo que él prefiriese.

Esta breve escena, a mis ojos, compendia una verdad sobre las relaciones entre hombres y mujeres.

Con frecuencia, al percibir algo como una revelación mientras observaba la vida de la casa, me sentía impelido a dirigirme a la habitación donde guardaba ese inmenso volumen de información sobre el que supuestamente estaba trabajando. Hacía años que la poseía. Otros antes de mí habían declarado su intención de interpretarla.

¿De qué se trataba? Era un montón de material acumulado durante siglos, en su origen una historia oral, una parte de la cual se transcribió tiempo después, con el propósito de ocuparse del más temprano de nuestros testimonios, las gentes de nuestra tierra.

Era un material arduo y renuente que había derrotado a más de un ilusionado historiador, y no sólo por su dificultad, sino por su misma naturaleza. Cualquiera que trabaje sobre él debe saber que si algún día llegara a dotarlo de una forma que pudiera recibir un nombre, y presentarlo como un producto de la erudición, el resultado sería atacado, desafiado y tal vez calificado de espurio.

No soy una persona que disfrute con las disputas entre intelectuales. El tipo de hombre que yo sea no tiene la menor importancia en este debate; se ha discutido ya sobre si debía permitirse la existencia de esta fábula más allá de las polvorientas estanterías donde siempre se ha conservado. La Grieta —no fui yo quien escogió el título— se consideró tan subversiva que en varias ocasiones quedó arrumbada junto con otros documentos «estrictamente confidenciales».

Tal como he dicho, la historia que estoy relatando se basa en documentos muy antiguos, que a su vez se remontan a testimonios orales aún anteriores. Algunos de los acontecimientos que se refieren son desabridos y pueden llegar a disgustar a ciertas personas.

Puse a prueba una selección de fragmentos de la crónica con mi hermana Marcela, y ésta se escandalizó. No podía creer que mujeres decentes hubiesen sido crueles con los preciosos bebés varones. Mi hermana siempre está dispuesta a atribuirse los más delicados de los atributos femeninos; un rasgo nada insólito, creo yo. Pero tal y como le recordé, quien la haya visto gritando con fervor cuando la sangre manaba en la palestra no resultará nada fácil de convencer acerca de la escrupulosidad femenina. Aquellos que quieran evitar que su sensibilidad se vea herida, deberían empezar la historia en la página 40.

Lo que sigue no es el primer fragmento que poseemos de la historia, pero resulta informativo y por eso lo coloco en primer lugar.

«Sí, ya lo sé», repites sin cesar, pero no comprendes que lo que ahora digo no puede ser cierto porque te estoy contando cómo entiendo todo aquello en estos momentos, mientras que entonces era muy diferente. Incluso las palabras que empleo son nuevas, no sé de dónde provienen, a veces parece que la mayoría de las palabras

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