Semillas mágicas

V.S. Naipaul

Fragmento

1

LOS VENDEDORES DE ROSAS

Aquello había empezado hacía muchos años, en Berlín. Otro mundo. Estaba viviendo allí provisionalmente, como a medias, con su hermana Sarojini. Después de África fue una gran renovación, aquella nueva clase de vida protegida, casi de turista, sin exigencias ni angustias. Por supuesto, tenía que acabar, y empezó a acabar el día en que Sarojini le dijo:

—Llevas aquí seis meses. A lo mejor no consigo que te renueven el visado. Y ya sabes lo que significa eso, que a lo mejor no puedes quedarte aquí más tiempo. Así es el mundo. No puedes hacer nada. Tienes que empezar a pensar en marcharte. ¿Tienes alguna idea de adónde podrías ir? ¿Tienes ganas de hacer algo?

Willie contestó:
—Ya sé lo del visado. He estado pensándolo.
—Conozco tu forma de pensar. Significa intentar no pensarlo. Willie dijo:
—Es que no sé qué hacer. No sé adónde puedo ir.
—Nunca has tenido ganas de hacer nada. Nunca has comprendido que las personas tienen que hacer el mundo por sí mismas.

—Tienes razón.

—No me hables así. Así es como piensa la clase de los opresores. No tienen más que cruzarse de brazos, y el mundo les seguirá funcionando bien.

Willie dijo:
—No me sirve de nada que tergiverses las cosas. Sabes muy bien a qué me refiero. Creo que me han caído en suerte malas cartas. ¿Qué podría haber hecho en la India? ¿Qué podría haber hecho en Inglaterra en 1957 o 1958? ¿Y en África?

—Dieciocho años en África. Y tu pobre esposa, pensando que se llevaba un hombre de verdad. Tendría que haber hablado conmigo.

Willie dijo:
—Siempre he estado al margen de todo. Todavía estoy así. ¿Qué puedo hacer en Berlín?

—Has estado al margen porque has querido. Siempre has preferido esconderte. Es la psicosis colonial, la psicosis de casta. La has heredado de tu padre. Pasaste dieciocho años en África. Había una tremenda guerra de guerrillas, ¿o es que no te enteraste?

—Era algo muy lejano. Fue una guerra secreta, hasta el final. —Fue una guerra honrosa. Al menos al principio. Solo de pensarlo se te saltan las lágrimas. Un pueblo pobre y desprotegido, esclavos en su propia tierra, que tuvieron que empezar desde cero. ¿Qué hiciste tú? ¿Fuiste en su busca? ¿Te uniste a ellos? ¿Los ayudaste? Era una causa suficientemente importante para cualquiera que buscara una causa. Pero no. Tú te quedaste en tu finca, con tu encantadora esposa medio blanca, y te tapaste los oídos con la almohada, esperando que ningún luchador negro por la libertad entrara en tu casa por la noche con su fusil y sus botazas para darte un susto.

—No fue así, Sarojini. En el fondo, siempre estuve de parte de los africanos, pero yo no tenía una guerra en la que participar.

—Si todo el mundo hubiera dicho lo mismo, jamás habría habido ninguna revolución. Todos tenemos guerras en las que participar.

Estaban en un café de la Knesebecktrasse. El invierno anterior a Willie le había resultado acogedor, cálido, civilizado, con los cordiales camareros y camareras, que eran estudiantes. Al final del verano tenía un aire viciado y opresivo, con rituales demasiado conocidos, recordatorio para Willie, a pesar de lo que dijera Sarojini, del tiempo que pasaba infructuosamente, evocando el misterioso poema que había tenido que aprenderse de memoria en la escuela de la misión: Y no obstante, este tiempo disipado era el tiempo del verano…

Entró un joven tamil que vendía rosas rojas de tallo largo. Sarojini le hizo una seña con la mano y se puso a rebuscar en el bolso. El tamil se acercó y les ofreció las rosas, pero no los miró a los ojos. No quería tener nada que ver con ellos. Estaba en su mundo, aquel vendedor de rosas, convencido de su propia valía. Sin mirar a la cara a aquel hombre, concentrándose en sus pantalones marrones (confeccionados muy lejos) y en el reloj y la pulsera demasiado grandes, chapados en oro (quizá ni siquiera fuera oro) de su velluda muñeca, Willie comprendió que en su propio entorno el vendedor de rosas habría sido alguien sin importancia, alguien invisible. Allí, en un entorno que quizá comprendiera tan poco como Willie, un entorno que quizá aún no hubiera aprendido a ver, era como alguien sacado de sí mismo. Se había convertido en otra persona.

Willie había conocido un día a un hombre como aquel, unas semanas antes, cuando salió a dar una vuelta él solo. Se detuvo ante un restaurante del sur de la India, sin clientes, con unas cuantas moscas arrastrándose por las vitrinas, por encima de las macetas y los platos de arroz y dosas a la vista, y con camareros bajitos que parecían aficionados (quizá no fueran camareros realmente, sino electricistas o contables llegados ilegalmente) acechantes en la penumbra interior, contrastando con el oropel que, a saber quién, consideraba decoración oriental. Un indio o tamil se acercó a Willie. Blandengue, pero no gordo, de rostro ancho y blando, con una gorra gris con un dibujo de finas líneas azules cruzadas, como las gorras de golfista «Kangol» que Willie recordaba haber visto anunciadas en la contraportada de los primeros libros de Penguin; quizá el hombre hubiera adoptado ese estilo por los viejos anuncios.

Se puso a hablarle a Willie sobre la gran guerra de guerrillas en ciernes. A Willie le interesó; incluso estuvo amable. Le gustaba aquella cara blanda, sonriente. Le fascinaba la gorra. Le gustaba la charla en tono de complicidad, la idea que comportaba de un mundo a punto de quedarse pasmado. Pero cuando aquel hombre se puso a hablar de la gran necesidad de dinero, cuando insistió, Willie empezó a preocuparse, después a asustarse y acabó alejándose del escaparate del restaurante con las moscas atrapadas, amodorradas. Y aunque el hombre aún parecía sonreír, de sus labios blandos salió una maldición religiosa, larga, cruel, sentida, pronunciada en tamil, que Willie aún entendía un poco, al final de la cual había desaparecido la sonrisa, y el rostro bajo la gorra de cuadros azules se había retorcido en un terrible gesto de odio.

A Willie le desconcertó, la lengua tamil de repente, la antiquísima maldición religiosa en la que aquel hombre había puesto toda su fe religiosa, el odio profundo y súbito, como una cuchillada. No le contó a Sarojini el encuentro con aquel hombre. Tenía esa costumbre de guardarse las cosas para sí desde la infancia, en casa y en el colegio; se había desarrollado durante la época de Londres, y llegó a formar parte fundamental de su carácter durante los dieciocho años que había pasado en África, cuando tuvo que ocultarse a sí mismo tantas cosas evidentes. Dejaba que la gente le contara cosas que conocía muy bien, y no lo hacía por retorcimiento, por un plan trazado, sino por el deseo de no ofender, de que las cosas fueran bien.

Sarojini dejó la rosa junto a su plato. Siguió con la mirada al vendedor, que pasaba entre las mesas. Cuando salió le dijo a Willie:

—No sé qué pensarás de ese hombre, pero vale mucho más que tú. Willie replicó:
—Estoy seguro.
—No me pongas de mal humor. Esas gracias pueden resultarte bien con los extraños. Conmigo, no. ¿Sabes por qué vale más que tú ese hombre? Ha encontrado su guerra. Podría haberse escondido. Podría haber dicho que tenía otras cosas que hacer. Podría haber dicho que tenía que vivir su vida. Podría haber dicho: «Estoy en Berlín. Me ha costado mucho llegar aquí, con tantos papeles y visados falsos y tanto esconderme. He escapado de mi país y de todo lo que era yo allí. Voy a fingir que formo parte de este nuevo país, tan rico. Voy a ver la televisión y a conocer los programas extranjeros, y a pensar que son de verdad míos. Iré al KDW y comeré en restaurantes

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