Índice
Cubierta
Portadilla
PRIMERA PARTE. EL SIGLO QUE DORMIMOS DESNUDOS
1 El avestruz errante
2 Lux Domini
3 El señor de las llanuras
4 Un violín en la tormenta
5 Elegimos el abismo
6 Estatuas de sal
7 Las Cuatro Plumas y un águila imperial
8 Una flor blanca en el barro
9 En honor al soldado desconocido
10 Lux Lucis
11 La novia de Sandokán
12 Caballeras y leonas
13 Mariposas de piedra
14 Un mono y una magdalena
15 Pregoneros
16 Un día, un adiós
17 Seres del ayer
18 Por el camino de Delsey
19 Héroes de ficción
20 El siglo que dormimos desnudos
INTERMEZZO (ALLEGRO)
SEGUNDA PARTE. EL LEÓN EN EL PÁRAMO
21 La ciudad lejos del sol
22 La sabana invisible
23 Afroditas en pugna
24 Cuando una puerta se cierra, otra también
25 Y cuando una puerta se abre, otra también
26 La destrucción y la derrota
27 El cielo de Naivasha
28 Un resquicio en la falla
29 La pista Boston
30 El club de los Sísifos
31 Cenizas sin polvo al que volver
32 Donde rezan los búfalos
33 Huellas en el río
34 El horror
35 El kiboko tundido
36 Casi amanece en Treetops
37 Sonata de la eterna primavera
38 Y el mundo va alrededor
39 Niña nueva de mañana
Créditos
Acerca de Random House Mondadori
Notas
Two drifters
off to see the world
there’s such a lot of world
to see…
A Ana, mi amiga Huckleberry
PRIMERA PARTE
EL SIGLO QUE DORMIMOS
DESNUDOS
1
El avestruz errante
Mi abuelo me contaba historias de África.
En una de ellas, había una granja encabalgada en la línea del ecuador. Un día su propietario, un colono inglés, decidió que sería una buena idea criar avestruces, pues en Londres hacían furor los tocados femeninos con adornos de plumas. Reunió a sus hombres, construyeron un cercado y se dispusieron a capturar su primer ejemplar. No tardaron en avistar un macho portentoso, grande como una grúa portuaria y con plumaje de canciller. Tras ceñirlo con varios lazos lo arrastraron hasta el corral, mientras el animal, histérico, pateaba violentamente en el atardecer africano. El colono pensó que conseguiría tranquilizar al ave si cubría sus ojos, como hacen los cetreros con sus halcones o los dueños de loros con sus loros. Un avestruz no deja de ser un pájaro.
Corrió a casa y rebuscó en sus cajones, hasta que cayó de la cómoda un largo calcetín deportivo de color azul, recuerdo de sus años de colegio en Eton. ¡Qué mejor capucha para tan largo cuello! Satisfecho de su ingenio, exclamó «Floreat Etona!»* recordando el lema de la escuela, agarró la prenda y salió veloz al aire ligero y templado que se estremecía con los gritos de sus hombres, afanados en dominar al furioso cautivo. El colono saltó la cerca, blandió el calcetín ante su cuadrilla con una sonrisa triunfal y con gesto imperial ordenó inmovilizar a la bestia. Mientras la cabeza del animal se inclinaba bufando a sus pies, el granjero la encapuchó de un solo intento certero. Los breves vítores dieron paso a un silencio expectante al tiempo que las miradas se hincaban en la figura encapuchada y los brazos relucientes de sudor relajaban la tensión de las cuerdas. Por un instante, solo por un instante, pareció que el diminuto cerebro del animal se quedaba en blanco y que los ojos pestañudos se resignaban a que el mundo hubiera dejado de existir.
Pero fue solo por un instante. Menos de un segundo después