El 25 de junio de 1950, unos dos meses y medio después de que las bien adiestradas divisiones de Corea del Norte, armadas por los soviéticos y los chinos comunistas, penetraran en Corea del Sur cruzando el paralelo 38 y se iniciaran los sufrimientos de la guerra de Corea, ingresé en Robert Treat, una pequeña universidad en el centro de Newark bautizada en honor al fundador de la ciudad en el siglo XVII. Era el primer miembro de nuestra familia que trataba de tener una educación superior. Ninguno de mis primos había llegado más allá del instituto, y ni mi padre ni sus tres hermanos habían finalizado la escuela primaria. «Trabajo para ganarme la vida desde que cumplí los diez años», me dijo mi padre. Era un carnicero de barrio para quien repartía los pedidos con mi bicicleta durante los años de instituto, excepto en la temporada de béisbol y las tardes en que debía asistir a los encuentros entre centros docentes como miembro del equipo de debate. Casi desde el día en que abandoné la carnicería, donde había trabajado para él semanas de sesenta horas entre la época en que me gradué en el instituto en enero y el inicio de la universidad en septiembre, casi desde el día en que comencé las clases en Robert Treat, a mi padre empezó a aterrarle la posibilidad de mi muerte. Tal vez su miedo tuviera algo que ver con la guerra, en la que las fuerzas armadas de Estados Unidos, bajo los auspicios de las Naciones Unidas, habían intervenido de inmediato para ayudar al ejército surcoreano, mal adiestrado y con un equipamiento insuficiente; tal vez tuviera algo que ver con el elevado número de bajas que nuestras fuerzas estaban sufriendo bajo el fuego comunista y su miedo a que, si el conflicto se prolongaba tanto como en la segunda guerra mundial, me llamaran a filas para luchar y morir en el campo de batalla coreano como mis primos Abe y Dave habían muerto durante la segunda guerra mundial. O tal vez su miedo tuviera que ver con sus preocupaciones financieras: el año anterior se había inaugurado el primer supermercado del barrio, a solo unas pocas calles de la carnicería kosher de nuestra familia, y se había iniciado un continuo declive de las ventas, debido en parte a que las secciones de carne y volatería del supermercado vendían más barato que mi padre, y en parte al descenso general durante la posguerra del número de familias que se molestaban en mantener los preceptos kosher en su vida doméstica y compraban carne y pollos kosher en una tienda certificada por un rabino cuyo propietario pertenecía a la Federación de Carniceros Kosher de Nueva Jersey. O quizá su miedo por mí se originase en el miedo por sí mismo, pues a los cincuenta años, tras haber gozado de excelente salud durante toda su vida, aquel hombre bajo y robusto había empezado a sufrir unos accesos de tos convulsiva que, por molesta que fuese para mi madre, no le impedía tener todo el día un cigarrillo encendido en la comisura de la boca. Fuera cual fuese la causa o la mezcla de causas que alimentaban el abrupto cambio en su conducta, hasta entonces benévolamente paternal, manifestaba su miedo acosándome día y noche acerca de mi paradero. ¿Dónde estabas? ¿Por qué no estabas en casa? ¿Cómo sé dónde estás cuando sales? Eres un chico con un magnífico futuro ante ti… ¿cómo sé que no vas a sitios donde podrían matarte?
Las preguntas eran ridículas, puesto que en la época de la secundaria fui un alumno prudente, responsable, diligente, que trabajaba con ahínco y sacaba sobresalientes, que solo salía con las chicas buenas, que se entregaba a fondo en los debates y era un versátil jugador de cuadro en el equipo de béisbol del instituto, y que vivía bastante satisfecho rigiéndose por las normas de los adolescentes en nuestro barrio y en mi escuela. Las preguntas también me enfurecían, pues era como si el padre al que me había sentido tan cercano durante todos aquellos años, a cuyo lado prácticamente había crecido en la tienda, ya no tuviese ni idea de quién o qué era su hijo. En la carnicería, los clientes deleitaban a mis padres diciéndoles qué agradable resultaba contemplar al pequeño al que antes solían traer galletas –en los tiempos en que su padre le dejaba jugar con un poco de grasa y cortarla como «un gran carnicero», aunque usando un cuchillo de hoja roma–, verle madurar ante sus ojos y convertirse en un jovencito de buenos modales y habla educada que les picaba la carne, que esparcía serrín por el suelo y lo barría, que obedientemente arrancaba las plumas que quedaban en el cuello de los pollos muertos y colgados de ganchos en la pared cuando su padre le gritaba: «Despluma dos pollos, Markie, ¿quieres?, para la señora Tal». Durante los siete meses anteriores a mi ingreso en la universidad, hizo algo más que darme carne para picar y unos cuantos pollos que desplumar. Me enseñó cómo tomar un costillar de cordero y cortar las chuletas, cómo rebanar cada costilla y, al llegar al final, cómo trocear el resto con la cuchilla. Y siempre me enseñaba de la manera más fácil. «No te des en la mano con la cuchilla y todo irá bien», me decía. Me enseñó a ser paciente con los clientes más exigentes, sobre todo los que tenían que ver la carne desde todos los ángulos antes de comprarla, los que querían que alzara el pollo para poder mirar literalmente por el agujero del culo y asegurarse de que estaba limpio. «No te haces una idea de lo que algunas de esas mujeres te harán pasar antes de comprar el pollo», me decía. Y entonces las imitaba: «Dele la vuelta. No, la vuelta. Déjeme ver el trasero». Mi tarea consistía no solo en desplumar los pollos, sino también en eviscerarlos. Les abres un poco el culo, metes la mano, agarras las vísceras y las sacas. Detestaba esa parte. Asquerosa y repugnante, pero había que hacerlo. Eso es lo que aprendí de mi padre y lo que me gustó aprender de él: que haces lo que tienes que hacer.
Nuestra tienda daba a la avenida Lyons de Newark, a una manzana calle arriba del hospital Beth Israel, y en el escaparate teníamos un lugar donde se podía poner hielo, un ancho estante un poco inclinado hacia abajo, de atrás hacia delante. Venía un camión que vendía hielo picado, lo esparcíamos sobre el estante y colocábamos encima la carne para que la gente pudiera verla cuando pasaba por delante. Durante los siete meses que trabajé en la tienda a jornada completa antes de ir a la universidad, me encargaba de preparar el escaparate. «Marcus es el artista», decía mi padre cuando la gente hacía comentarios sobre el aparador. Ponía allí de todo. Ponía filetes, pollos, piernas de cordero… con todos los productos que vendíamos hacía diseños y arreglos «artísticos» en el escaparate. Utilizaba helechos para decorar, unos helechos procedentes de la floristería que estaba delante del hospital. Y no solo cortaba y rebanaba y vendía carne y decoraba el escaparate con carne; durante aquellos siete meses en los que sustituí a mi madre como ayudante de mi padre le acompañé al mercado central a primera hora de la mañana y también aprendí a comprarla. Él iba allí una vez a la semana, a las cinco o las cinco y media de la mañana, porque si ibas al mercado, cogías y te llevabas tú mismo la carne a tu tienda y la metías en la cámara frigorífica, te ahorrabas el recargo que había que pagar para que te la llevaran. Comprábamos un cuarto entero de res, y comprábamos un cuarto delantero de cordero para hacer chuletas, y comprábamos un ternero, y comprábamos unos cuantos hígados de vaca, y comprábamos unos pollos e hígados de pollo y, como teníamos un par de clientes que los querían, comprábamos sesos. Abríamos la tienda a las siete de la mañana y trabajábamos hasta las siete o las ocho de la tarde. Yo tenía diecisiete años, era joven, entusiasta y enérgico, y hacia las cinco ya me sentía molido. Y allí estaba él, todavía en plena forma, cargándose cuartos de res de cincuenta kilos al hombro y entrando en la cámara frigorífica para colgarlos de los ganchos. Allí estaba él, cortando y rebanando con los cuchillos, golpeando con la cuchilla de carnicero, todavía preparando pedidos a las siete de la tarde cuando yo estaba a punto de desplomarme. Pero, antes de volver a casa, tenía asignada la tarea final de limpiar los tajos, echarles un poco de serrín y restregarlos con el cepillo metálico, y así, haciendo acopio de la energía que me quedaba, raspaba la sangre para que la tienda cumpliera con los preceptos kosher.
Rememoro esos siete meses como una época admirable… admirable excepto cuando tenía que eviscerar pollos. E incluso eso resultaba admirable a su manera, porque era algo que hacías, y que hacías bien, pero no te gustaba hacer. De modo que contenía una lección. Y me encantaban las lecciones… ¡Adelante con ellas! Y quería a mi padre, y él a mí, más que nunca hasta entonces en nuestras vidas. En la tienda, yo preparaba el almuerzo para los dos. No solo comíamos allí, sino que también cocinábamos allí, en una pequeña parrilla que teníamos en la trastienda, al lado del lugar donde cortábamos y preparábamos la carne. Hacía hígados de pollo a la parrilla, hacía pequeños filetes de ijada a la parrilla, y nunca fuimos más felices los dos juntos. Sin embargo, poco después comenzó la lucha destructiva entre nosotros: ¿Dónde estabas? ¿Por qué no estabas en casa? ¿Cómo sé dónde estás cuando sales? Eres un chico con un magnífico futuro ante ti… ¿cómo sé que no vas a sitios donde podrían matarte?
Durante aquel otoño en que inicié el primer curso en Robert Treat, cada vez que mi padre cerraba con doble vuelta las puertas delantera y trasera, y yo no podía abrir con mi llave ninguna de las dos, y tenía que aporrear alguna de ellas para que me dejara entrar si volvía a casa veinte minutos después de la hora que él consideraba límite, tenía la sensación de que había enloquecido.
Y así era: estaba loco por la preocupación de que su querido hijo único estuviera tan poco preparado para los riesgos de la vida como cualquiera que llega a la edad viril, loco por el aterrador descubrimiento de que un chiquillo crece, gana estatura, eclipsa a sus padres, y entonces no puedes retenerlo, tienes que cederlo al mundo.
Abandoné Robert Treat después de apenas un año. Me fui porque de repente mi padre ni siquiera creía en mi capacidad para cruzar la calle yo solo. Me marché porque la vigilancia de mi padre se había vuelto insoportable. La perspectiva de mi independencia hizo que aquel hombre, por lo demás moderado, a quien solo en raras ocasiones alguien conseguía sacar de sus casillas, pareciera resuelto a emplear la violencia si me atrevía a decepcionarle, mientras que yo, con unas cualidades de persona lógica y juiciosa que me habían convertido en el pilar del equipo de debate en el instituto, me veía reducido a aullar de frustración ante su ignorancia e irracionalidad. Tenía que alejarme de él antes de matarlo: así se lo dije hecho una furia a mi consternada madre, quien ahora, inesperadamente, tenía tan poca influencia sobre él como yo.
Una noche, hacia las nueve y media, volví a casa en el autobús desde el centro de la ciudad. Había estado en la sede central de la biblioteca pública de Newark, ya que Robert Treat carecía de biblioteca. Aquella mañana había salido de casa a las ocho y media, había asistido a las clases y luego había estado estudiando, y lo primero que me dijo mi madre al llegar fue:
–Tu padre te está buscando.
–¿Por qué? ¿Adónde ha ido a buscarme?
–Ha ido a los billares.
–Ni siquiera sé jugar al billar. ¿En qué está pensando? Estaba estudiando, por el amor de Dios. Haciendo un trabajo, leyendo. ¿Qué otra cosa se cree que hago día y noche?
–Estaba hablando de Eddie con el señor Pearlgreen, y eso le hizo encolerizarse contigo.
Eddie Pearlgreen, cuyo padre era nuestro fontanero, se había graduado conmigo en el instituto y había ido a la Universidad de Panzer, en East Orange, donde estudiaría para ser profesor de educación física de secundaria. Yo había jugado al béisbol con él desde la infancia.
–No soy Eddie Pearlgreen –repliqué–. Soy yo.
–Pero ¿sabes qué ha hecho? Sin decírselo a nadie, ha cogido el coche de su padre para ir hasta Pensilvania, a Scranton, a jugar al billar en alguna sala especial que hay allí.
–Pero Eddie es un hacha jugando al billar. No me sorprende que haya ido a Scranton. Eddie no puede cepillarse los dientes por la mañana sin pensar en el billar. No me sorprendería que fuera a la Luna para jugar al billar. Con los tipos que no le conocen Eddie finge estar a su nivel, y cuando se ponen a jugar les gana y los despluma, y se saca hasta veinticinco dólares por partida.
–El señor Pearlgreen ha dicho que acabará robando coches.
–Vamos, mamá, esto es ridículo. Lo que Eddie haga no tiene nada que ver conmigo. ¿Voy a acabar yo robando coches?
–Claro que no, cariño.
–No me gusta ese juego que le gusta a Eddie, no me gusta el ambiente que a él le gusta. No me interesan los bajos fondos, mamá. Me interesan las cosas que importan. No se me ocurriría asomar la cabeza en una sala de billar. Bueno, mira, no voy a dar más explicaciones sobre cómo soy o cómo dejo de ser. Nunca más voy a dar explicaciones sobre mí mismo. No voy a hacer un inventario de mis cualidades según la gente ni a mencionar mi puñetero sentido del deber. ¡No pienso seguir aceptando esta mierda estúpida y ridícula!
En aquel momento, como si siguiera una acotación teatral, mi padre entró en la casa por la puerta trasera, todavía nervioso, apestando a tabaco y ahora enojado no porque me hubiera encontrado en unos billares, sino porque no me había encontrado allí. No se le había pasado por la cabeza ir al centro y buscarme en la biblioteca pública, y el motivo era que en la biblioteca no pueden romperte la crisma con un taco de billar por ser un experto en el juego, ni nadie va a amenazarte con una navaja porque estás ahí sentado leyendo para clase un capítulo de Historia de la decadencia y caída del Imperio romano, de Gibbon, que era lo que yo había estado haciendo desde las seis de aquella tarde.
–Así que estás aquí –me dijo.
–Sí. Extraño, ¿verdad? En casa. Duermo aquí. Vivo aquí. Soy tu hijo, ¿recuerdas?
–¿Lo eres? Te he estado buscando por todas partes.
–¿Por qué? ¿Por qué? Que alguien me diga, por favor, por qué hay que buscarme «por todas partes».
–Porque si te ocurriera alguna cosa… si alguna vez llegara a pasarte algo…
–Pero no va a pasarme nada, papá. ¡No soy Eddie Pearlgreen, ese terror de la humanidad que juega al billar! No va a pasarme nada.
–Ya sé que no eres él, por el amor de Dios. Sé mejor que nadie que soy afortunado con mi chico.
–Entonces, ¿a qué viene todo esto, papá?
–Es que, en la vida, el mínimo paso en falso puede tener trágicas consecuencias.
–¡Oh, Dios! Pareces como una de esas galletitas de la suerte.
–Ah, ¿sí? Ah, ¿sí? ¿No parezco un padre preocupado, sino una galletita de la suerte? ¿Es eso lo que parezco cuando hablo con mi hijo acerca de la vida que tiene por delante, un futuro que la cosa más nimia, cualquier minucia, podría destruir?
–¡Oh, al diablo con todo! –grité, y salí corriendo de casa, peguntándome dónde podría robar un coche para ir a Scranton a jugar al billar, y tal vez de paso pillar una gonorrea.
Más tarde me enteré por mi madre de todas las circunstancias de aquel día: por la mañana, el señor Pearlgreen había ido para echar un vistazo al lavabo en la trastienda, y la conversación que habían tenido dejó a mi padre sumido en sus reflexiones hasta la hora del cierre. Su inquietud era tal, me contó mi madre, que debió de fumarse tres paquetes de tabaco.
–No sabes lo orgulloso que está de ti –me dijo mi madre–. A todo el que entra en la tienda le dice lo mismo: «Mi hijo solo saca sobresalientes. Nunca nos decepciona. Ni siquiera tiene que mirar los libros… sobresalientes, de manera automática». Cuando no estás presente, cariño, eres el centro de todas sus alabanzas. Tienes que creerme. Presume de ti continuamente.
–Y cuando estoy presente soy el centro de esos nuevos y demenciales miedos, mamá, y estoy ya muy harto de eso.
–Pero le he oído, Markie –replicó mi madre–. Le ha dicho al señor Pearlgreen: «Menos mal que con mi chico no tengo que preocuparme por esas cosas». Estaba con él en la tienda cuando llegó el señor Pearlgreen para arreglar la fuga de agua. Eso es exactamente lo que dijo cuando el señor Pearlgreen le estaba hablando de Eddie. Esas fueron sus palabras: «Con mi chico no tengo que preocuparme por esas cosas». Pero entonces el otro va y le dice, y esto es lo que le sacó de quicio, le dice: «Escúcheme, Messner. Me gusta usted, Messner, se portó bien con nosotros, cuidó de mi mujer durante la guerra procurándole carne, escuche a alguien que sabe de qué va esto porque le está ocurriendo a él. Eddie también estudia en la universidad, pero eso no significa que tenga el buen juicio suficiente para no ir a los billares. ¿Cómo perdimos a Eddie? No es mal muchacho. ¿Y qué hay de su hermano menor… qué clase de ejemplo le puede dar? ¿Qué hicimos mal para que, así sin más, nos enteremos de que está en un salón de billares de Scranton, a tres horas de casa? ¡Con mi coche! ¿De dónde saca el dinero para la gasolina? ¡De jugar al billar! ¡El billar, el billar! Fíjese en lo que le digo, Messner: el mundo espera, relamiéndose, para llevarse a su chico».
–Y mi padre le cree –repliqué–. ¡Mi padre cree no lo que ve con sus propios ojos durante toda una vida, sino lo que le dice el fontanero de rodillas mientras arregla el lavabo en la trastienda! –No podía contenerme. ¡Le había desquiciado la observación casual de un fontanero!–. Sí, mamá –le dije finalmente, mientras me iba furioso a mi habitación–, la cosa más nimia, cualquier minucia, tiene consecuencias trágicas. ¡Él lo demuestra!
Tenía que marcharme, pero no sabía adónde ir. Todas las universidades me parecían iguales. Auburn. Wake Forest. Ball State. SMU. Vanderbilt. Muhlenberg. Para mí no eran más que nombres de equipos de fútbol americano. Cada otoño escuchaba con avidez los resultados de los partidos universitarios en el resumen deportivo que Bill Stern hacía los sábados por la noche, pero no tenía mucha idea de las diferencias académicas entre los centros docentes que contendían. Louisiana State 35, Rice 20; Cornell 21, Lafayette 7; Northwestern 14, Illinois 13. Esa era la única diferencia para mí: la diferencia entre marcadores. Una universidad era una universidad: que fueras a una cualquiera y acabaras licenciándote era lo único que le importaba a una familia tan poco mundana como la mía. Asistía a la que estaba en el centro de la ciudad porque se encontraba cerca de casa y nos la podíamos permitir.
Y me parecía bien. Al comienzo de mi vida adulta, antes de que todo resultara de improviso tan difícil, tenía un gran talento para sentirme satisfecho. Lo tuve durante toda la infancia, y en mi primer año en Robert Treat ese talento seguía formando parte de mi repertorio. Estaba emocionado de estar allí. Enseguida empecé a idolatrar a mis profesores y a hacer amigos, la mayoría de ellos de familias trabajadoras como la mía y con pocos más estudios, si tenían, que la mía. Algunos eran judíos y habían ido al mismo instituto que yo, pero la mayoría no, y al principio me entusiasmaba comer con ellos por el mero hecho de que eran irlandeses o italianos y, para mí, una nueva categoría, no solo de newarqués sino también de ser humano. Y me emocionaba estudiar en la universidad; por muy rudimentarios que fueran los cursos, en mi cerebro empezaba a ocurrir algo similar a lo que sucedió la primera vez que mis ojos se posaron en el alfabeto. Y también, después de que el entrenador me enseñara a agarrar el bate unos centímetros más arriba para sostenerlo en alto y que la pelota rebotara y pasara por encima del cuadro y entrase en el jardín, en lugar de golpearla con todas mis fuerzas y a ciegas como hacía en el instituto, aquella primavera había logrado una posición importante en el exiguo equipo de béisbol de primer curso, y jugaba como segunda base junto a un parador en corto llamado Angelo Spinelli.
Pero sobre todo estaba aprendiendo, descubriendo algo nuevo a cada hora de la jornada lectiva, y por ello incluso me gustaba que Robert Treat fuese tan pequeña y discreta, más como un club de barrio que como una universidad. Estaba oculta y aislada en el extremo norte del ajetreado centro de la ciudad, con sus edificios de oficinas, grandes almacenes y tiendas especializadas de propiedad familiar, embutida entre un pequeño parque triangular de la Revolución Americana, en el que se reunían desastrados mendigos (a la mayoría de los cuales conocíamos por el nombre), y el turbio río Passaic. La universidad consistía en dos edificios anodinos: uno de ellos, de ladrillo tiznado por el humo, era una vieja fábrica de cerveza abandonada cerca de la zona industrial a orillas del río, que había sido reconvertida en aulas y laboratorios de ciencias, donde yo seguía el curso de biología; y, a varias manzanas de distancia, al otro lado de la principal arteria de la ciudad y frente al pequeño parque que teníamos en lugar de