La balada de Iza

Magda Szabó

Fragmento

1

La noticia llegó por la mañana, mientras tostaba el pan al fuego.

Hacía unos meses Iza les había mandado un ingenioso aparato entre cuyos filamentos eléctricos las rebanadas se tostaban hasta adquirir un suave tono dorado; lo miró un momento, le dio varias vueltas entre sus manos, luego lo metió en el fondo del armario de la cocina, con caja y todo, y no lo volvió a sacar. Desconfiaba de las máquinas; en realidad ni siquiera confiaba en cosas tan cotidianas y ordinarias como la electricidad. Si se producía un cortocircuito durante un par de horas o la tormenta dañaba los tendidos, bajaba de la alacena el candelabro de cobre de dos brazos, en el que siempre había velas en espera de un apagón, y al sacarlo de la cocina y cruzar el pasillo sostenía los brazos llameantes sobre la cabeza como un ciervo viejo y sumiso la cornamenta. Tampoco llegó a habituarse a la idea de la tostadora; hubiera echado en falta agacharse junto a la lumbre, oír el extraño jadeo del fuego y de las brasas que parecían provenir de un ser vivo. El continuo cambio de color de las ascuas confería a la habitación un peculiar ambiente lleno de vida; aunque no hubiera nadie más en casa, nunca se sentía sola cuando ardía la lumbre.

Ahora también estaba junto a la puerta abierta de la estufa, acuclillada sobre el escabel, y, cuando Antal llamó a la puerta, de repente no supo dónde dejar el diminuto espetón que utilizaba para tostar el pan, así que lo llevó consigo al recibidor. Al principio Antal se limitó a mirarla, luego la agarró del brazo y, con aquel torpe gesto, reveló lo que no quería decirle. Las lágrimas inundaron los ojos de la anciana, pero no resbalaron por las mejillas, como si alguna fuerza tenaz las hubiera retenido al borde de los párpados. La cortesía, instintiva o adquirida, más fiable que cualquier reflejo, forzó a su garganta a decir: «Gracias, hijo».

De las dos pequeñas habitaciones que había, solo tenía prendida la estufa en la interior. Cuando regresaron al cuarto, la anciana se sentó de nuevo en el escabel, Antal colocó las manos sobre las cálidas losas de la estufa para calentárselas. No hablaron, pero, sumidos en el silencio, se entendieron a la perfección. «Tengo que armarme de valor –pensó la anciana–, lo quería tanto.» «Tómate tu tiempo, recupérate. No hay prisa –contestó Antal para sus adentros–, en realidad no tiene sentido ir. Allí ya no hay nadie. Desde esta madrugada, el que está allí ya no es el mismo que conociste. Pero te llevaré, porque tienes derecho a ver a ese nadie.»

Cuando por fin emprendieron la marcha, la anciana se colgó del brazo la bolsa de la compra. Siempre iba a la clínica con esa bolsa, en la que llevaba lo que Vince le había pedido o lo que ella consideraba a bien llevarle: pañuelos, bizcochos, sus limones. A través de la red de la bolsa asomaban los brillantes globos amarillos. «Es una especie de magia –pensó el médico–. Cree que obrará un milagro con esos tres míseros limones. Demuestra que no le tiene miedo a la muerte, cree que logrará ahuyentarla. Piensa que llevándole limones a padre lo encontrará aún con vida.»

Durante la noche había helado ligeramente; los peldaños de la escalera estaban resbaladizos, la anciana no había echado sal desde la noche anterior. Se agarró del brazo de él para que la ayudara a bajar. La puerta de la leñera estaba abierta; en el umbral se alzaba una pequeña cresta de nieve embarrada, detrás de la cual, como tras un parapeto, se asomaba Capitán. Se le oía remover entre la paja, había vuelto a deshacer su refugio. La anciana desvió la mirada de la leñera, sintió el brazo más rígido, su respiración acelerada. «Ella también se ha percatado de la presencia de Capitán –pensó el médico–, pero hace como si no lo viera. Capitán es negro. No debe ver nada negro ahora, solo blanco.»

Kolman, el tendero, los siguió con la mirada a través del cristal de la puerta de la tienda cuando cerraron la cancela y se dirigieron a la parada de taxis. Son poco más de las siete, su marido debe de estar en el umbral de la muerte. ¡Qué lástima! Era una persona tan tranquila, tan paciente, siempre dejaba que se le colara todo el mundo, hombres y niños por igual, era el último en darme la lechera. Las muchachas lo adoraban porque en verano les traía flores de su jardín y, cuando llegaba el frío, calabaza al horno o té. Pues sí, el pobre hombre también se nos va. Su hija lo llorará; según cuenta el cartero, cada mes le ha estado mandando un dineral desde Budapest. ¿Dónde tendría Antal la cabeza para divorciarse de ella? Y eso que tampoco no es un mal hombre, sus pacientes hablan bien de él.

Al subir al taxi, delante de la pastelería, la anciana también pensó en Iza.

–Papá tiene cáncer –había dicho en un tono extraño, gélido, cuando tres meses atrás la había hecho venir desde la capital a toda prisa para que viera lo que le pasaba al padre.

En el cuarto de baño, la joven se restregaba las manos con esos movimientos lentos y pausados a los que se había habituado siendo estudiante de medicina. La anciana, de pronto, se apoyó sobre el borde de la bañera y se agarró al grifo del agua caliente, porque el mundo se había oscurecido ante ella; luego se irguió y se apresuró a salir al recibidor porque había oído la voz de Vince.

–¿Qué hacéis ahí escondidas? –preguntó irritado, y ella se le quedó mirando horrorizada, con el mismo temor que si estuviera viendo un cuerpo en proceso de descomposición.

No supo qué contestar, no se le ocurría nada. Iza acudió en su ayuda, apareciendo detrás de ella y agitando ante él sus dedos blancos y nervudos.

–No todo el mundo es tan cochino como usted –dijo, y el rostro pálido de Vince se llenó de vida. «Cochino» era algo que

Iza solía decir antes, la pequeña Iza, la llorona con la nariz hinchada por el llanto–. Hay gente que se lava las manos varias veces al día, por ejemplo yo –continuó la muchacha–, y ahora entre en la habitación, que cogerá frío. Si yo tuviera tan pocos jugos gástricos, no estaría tan campante y me tomaría la pepsina.

La anciana sabía que Vince sospechaba algo. Desde que le empezaron a torturar aquellos dolores atroces y extraños y comenzó a perder peso, siempre estaba aguzando el oído, al acecho para ver si pillaba algún retazo de conversación y se enteraba por fin de por qué se estaba quedando cada día más débil, y qué explicación había para ese terrible y lacerante dolor que sentía con cada vez mayor frecuencia. «Yo no podría reprenderle así», pensó la anciana y, pese a su desesperación, se sintió orgullosa de que Iza sí pudiera hacerlo.

–Vamos, madre, acompáñame a la cafetería, tomemos un café. ¿Usted no viene?

Vince había recuperado el humor y se miraba satisfecho las debiluchas piernas: se creen que aún estoy para salir por ahí de bares. Negó con la cabeza. Iza se encogió de hombros y dijo que no importaba, que de todas formas no haría más que mirar a las chicas. Cogió el abrigo y, como hacía siempre desde niña cada vez que salía de casa, chocó su frente contra la de su padre, hermosa y redondeada.

–Ni se le ocurra engañar a mamá mientras estemos fuera. Vince hizo un gesto socarrón con la cabeza, y sus ojos, tan distintos de hacía semanas a como los había conocido la anciana –tan distintos que a veces se asombraba de cómo se había producido aquel cambio, de por qué ahora los tenía más pequeños y al mismo tiempo alargados y opacos–, sus ojos se iluminaron. Vince adoraba a Iza, el diálogo entre ambos era siempre chispeante y provocativo, en nada parecido a una conversación normal entre padre e hija. Era, Dios lo sabe, amistoso, fraternal, cómplice.

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