El enigma de la llegada

V.S. Naipaul

Fragmento

Estuvo lloviendo durante los cuatro primeros días. Apenas podía ver dónde estaba. De repente dejó de llover, y entonces, detrás del prado y de las dependencias frente a mi casa, vi sembrados con los árboles desnudos que los separaban y, más o menos lejanos, dependiendo de la luz, los destellos de un riachuelo que, curiosamente, a veces parecían estar por encima del suelo.

El río era el Avon, pero no el de Shakespeare. Más adelante –cuando la tierra empezó a adquirir más sentido, cuando absorbió una parte de mi vida mayor que la calle tropical en la que me había criado–, pude empezar a pensar en los llanos encharcados con las zanjas como «marjales» o «pantanos», y en las suaves colinas como «lomas». Pero por aquel entonces, tras la lluvia, lo único que veía –a pesar de llevar veinte años en Inglaterra– eran llanos y un pequeño río.

Era invierno. La idea del invierno y de la nieve siempre me había atraído; pero en Inglaterra, esas palabras habían perdido para mí una parte de su romanticismo, porque los inviernos que llevaba allí pasados pocas veces habían sido tan rigurosos como me los imaginaba cuando vivía lejos, en mi isla tropical. Conocía las inclemencias del tiempo por otros lugares: España, en una estación de esquí cerca de Madrid, en enero; la India, en Simla, durante el mes de diciembre, y las cumbres del Himalaya, en agosto. Pero en Inglaterra casi nunca era así. En Inglaterra, prácticamente llevaba la misma ropa durante todo el año: pocas veces tenía que ponerme jersey y aun más raramente abrigo.

Y aunque sabía que los veranos eran soleados y que en invierno los árboles se quedaban pelados como escobas, al igual que en las acuarelas de Rowland Hilder, el año –la vegetación, incluso la temperatura– se me desdibujaba por completo. Me costaba trabajo distinguir las estaciones o divisiones; no asociaba las flores ni el follaje con ningún mes determinado. Y, sin embargo, me gustaba mirar: lo observaba todo y era capaz de emocionarme con la belleza de los árboles y la belleza de las flores, de las primeras horas de sol y las últimas del atardecer, tan tenues. Para mí, el invierno era fundamentalmente una época de días cortos y luz eléctrica por todas partes durante el horario laboral. También, una época en la que la nieve representaba una posibilidad.

Si digo que era invierno cuando llegué a aquella casa del valle del río es porque recuerdo la niebla, los cuatro días de lluvia y niebla que me ocultaban el entorno y respondían a mi angustia del momento, angustia por el trabajo y por haberme mudado otra vez; al fin y al cabo, otra de mis muchas mudanzas en Inglaterra.

También sé que era invierno porque me tenía preocupado el precio de la calefacción. En aquella casa sólo había electricidad, y salía más cara que el gas o el petróleo. Además, resultaba difícil calentarla. Era alargada y estrecha, no estaba lejos de los marjales y del río y el piso de cemento se alzaba a poco más de treinta centímetros del suelo.

Y una tarde se puso a nevar. Los copos de nieve empezaron a salpicar el prado que había delante de la casa, las ramas desnudas de los árboles, a perfilar objetos desechados, a perfilar los edificios vacíos, viejos, en torno al prado, que todavía no había asimilado plenamente o a los que no había prestado suficiente atención, de modo que, mientras contemplaba el caer de la nieve, fue formándose, pieza a pieza, una imagen aproximada de lo que me rodeaba.

Los conejos salían de sus madrigueras a jugar en la nieve, o a comer. Una coneja, toda jorobada, con tres o cuatro crías. Sobre la nieve, adquirían un color distinto, sucio. Y esta imagen de los conejos o, más concretamente, de su nuevo color, evoca, incluso crea, los demás detalles del día invernal: la luz de la nieve a última hora de la tarde; las casas extrañas y vacías alrededor del prado, tornándose blancas, nítidas, adquiriendo mayor importancia. También evoca el recuerdo del bosque que creía ver detrás del seto blanquecino, donde comían los conejos. El prado blanco; las casas vacías a su alrededor; el seto a un lado del prado, el hueco del seto, una vereda; más allá, el bosque. Yo veía un bosque. Pero en realidad, no lo era; tan sólo el antiguo huerto detrás de la casa grande en cuyos jardines estaba mi casa.

Lo que veía, lo veía con toda claridad. Pero no sabía qué miraba. No podía encajarlo en nada. Seguía viviendo como en una nube; no obstante, había ciertas cosas que sí sabía. Conocía el nombre de la ciudad a la que había llegado en tren. Era Salisbury. Prácticamente, fue la primera ciudad inglesa que conocí, la primera de la que me hice una idea, gracias a una reproducción del cuadro de la catedral, de Constable, que aparecía en el libro del tercer nivel de lectura. Allá lejos, en mi isla tropical, antes de cumplir diez años. Una reproducción a cuatro colores que entonces me pareció el cuadro más bonito que había visto en mi vida. Sabía que la casa en la que me había instalado estaba en uno de los valles de Salisbury.

Aparte del romanticismo de la reproducción de Constable, los conocimientos que llevé a mi nuevo entorno eran de carácter lingüístico. Sabía que, al principio, avon sólo significaba río, al igual que hound * quería decir perro, cualquier perro. Y que los dos elementos de Waldenshaw –el nombre del pueblo y el de la casa solariega en cuyos jardines estaba yo–, que tanto walden como shaw significaban bosque: eso también lo sabía. Otra de las razones por las que, además de la sensación de cuento de hadas que me inspiraban la nieve y los conejos, creía ver un bosque.

También sabía que la casa estaba cerca de Stonehenge. Sabía que había una senda que llevaba hasta las proximidades

* Hound: (N. de la T.)

del círculo de piedras; que subiendo por aquella senda había un mirador. Y cuando cesó la lluvia y se disipó la niebla, tras aquellos cuatro primeros días, una tarde salí a buscar la senda y a contemplar el panorama.

Pueblo, lo que se dice pueblo, no había. Y me alegré, porque conocer gente me hubiera puesto nervioso. Al cabo de tanto tiempo en Inglaterra, aún experimentaba ese nerviosismo en los sitios nuevos, esa crudeza de las reacciones, y seguía sintiéndome en terreno ajeno, sintiendo mi propia extrañeza, mi soledad. Y cada excursión por una parte distinta de la región –lo que para otros hubiera podido suponer una aventura–, para mí era como arrancarse una vieja costra.

La estrecha carretera pasaba junto a los oscuros jardines de la casa solariega, protegidos por tejos. Justo detrás de la carretera, las matas que la bordeaban y la cerca de alambre, la loma ascendía bruscamente. Stonehenge y la senda se encontraban en aquella dirección. Debía de haber un sendero o una vereda que partiese de la carretera. Para encontrar aquel sendero o vereda, ¿tenía que torcer a la derecha o a la izquierda? En realidad, no había ningún problema. Se llegaba a una vereda si se torcía a la izquierda; a otra si se torcía a la derecha. Las dos coincidían en la casa de Jack, o en el viejo corral en el que se encontraba la casa, en el valle detrás de la colina.

Dos caminos hasta la casa. Distintos: uno muy viejo y el otro nuevo. El primero era más largo, más llano; seguía el antiguo lecho de un río, ancho, serpenteante; antaño, por él debían de circular carros. El nuevo –destinado a las máquinas– era más empinado, cuesta arriba y después cuesta abajo, hasta el pie de la colina.

Se llegaba al camino viejo si se torcía a la derecha en la carretera. Las hayas endoselaban aquel tramo, que se extendía sobre un saliente de la loma, justo por encima del río, y descendía casi hasta la orilla. Y allí, un pequeño pobl

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