Buenas maneras

José Francisco Yvars

Fragmento

En torno al arte «primitivo» de Torres-García*

I

Se ha subrayado en más de una ocasión el escaso eco crítico suscitado por los escritos teóricos de Joaquín Torres-García y su tibia recepción en la historiografía del arte moderno. En efecto, por razones que se me escapan, y que por supuesto tienen un fuerte valor indiciario, la obra teórica del artista uruguayo apenas ha recibido atención por parte de los historia dores y críticos del arte en la abundante bibliografía especializada hecha pública durante las últimas décadas. Abundan las interpretaciones de su obra plástica, y se debate la correcta ubicación de su obra en la narrativa artística de la modernidad a lo largo del periodo de consolidación de las vanguardias históricas, y en el momento de dispersión durante la década de

* Publicado en el catálogo Torres-García, Fundació Caixa Girona, 2007.

CRÍTICA E HISTORIA los veinte y buena parte de los treinta del pasado siglo. Torres-García fue un apologista ferviente de la modernidad cuando ya Cataluña apuntaba, recelosa y desautorizadora, la estética del Noucentisme que pronto iba a colmar sus ideales estéticos. Más tarde apostó con vehemencia por una original salida hacia la abstracción —son los años de colaboración con Van Doesburg y después la conspiración artística en toda regla del grupo Abstraction-Création— que recuperaba la médula construccionista y arquitectónica de la reflexión artística del clasicismo formalizador, del que como es sabido fue Torres-García un convencido admirador siempre. A partir del retorno a Montevideo en 1934, Torres-García insiste en la reflexión sobre las posibilidades universales del arte y se embarca, en cuerpo y alma, en un relato antropocéntrico de la actividad artística que retorna a la discutida tradición pictórica del arte como renuncia consciente a la sofisticada elaboración formal estilística —reformulada con múltiples registros estéticos por la modernidad— y propone una original didáctica artística enraizada en la sencillez formal y la eliminación de cualquier elemento decorativo que altere sensiblemente la esencial comunicabilidad del arte. Torres-García descubre entonces el arte ibérico, asimilado en el Musée du Trocadéro durante la fecunda etapa parisina, y lo enriquece con el folclorismo nativo y la rica etnología de motivos y asociaciones artísticas del arte premoderno que nutren la iconografía de la Escuela del Sur. Insisto en mi apreciación anterior: con la excepción de una nota de Jorge Castillo,1 que por cierto se abre con una consideración sobre el silencio de la crítica en torno al tema y constituye el repaso intencional y exhaustivo de la voluntad interventiva de la obra de Torres-García, y la erudita investigación académica de Adolfo Cáceres,2 hoy por entero olvidada. Poco se ha escrito de TorresGarcía como escritor de arte, en efecto.

Sin embargo, la elaboración de un modelo antropológico en el que insertar ajustadamente la evolución de la percepción artística es el motivo sobresaliente de la reflexión artística de Torres-García y condiciona de una manera notable la concreción formal que diferencia las distintas etapas proyectivas de su obra, desde el momento de renovación modernista de clara estela simbolista, apuntado con anterioridad, a las configuraciones clasicistas, ya en las primeras décadas del siglo XX, y la apuesta por un constructivismo universalista que culmina, no por azar, en el periodo americano. La evolución artística de Torres-García tampoco es, por supuesto, diáfana ni, como cabía esperar, lineal. Tras unos años de «fervor revolucionario y modernista» —la afirmación es de Rafael Benet,

1. Castillo, Jorge, Torres-García in America: Art As a Mission in The Antagonistic Link. Torres-García and Van Doesburg, ed. Eduardo Lipchutz, Institute of Contemporary Art, Amsterdam, 1991, pp. 170-191.
2. Cáceres, Adolfo, Torres-García. Estudio psicológico y síntesis crítica, Montevideo, 1941.

CRÍTICA E HISTORIA hablando del conflictivo periodo catalán del pin tor—, el artista se transforma paulatinamente en un decidido defensor del clasicismo —en la estela neoclásica de Picasso, hay que de cir lo— que considera sintomáticamente «el arte intemporal frente a la fungible realidad de una sucesión de novedades calificada por una secuencia imparable de “ismos”». Joan Sureda3 ha recuperado un texto de Salvat-Papasseit de 1921 que resulta clarificador al respecto. Escribe a propósito de Torres-García: «Aquel hombre de 1916 apenas había visto mundo y podía escribir: “Siempre he sido refractario a lo moderno y, sobre todo, a lo que se llama progreso representado especialmente por artefactos más o menos ingeniosos y útiles […]. En cambio, añoro todo lo antiguo: las ciudades pequeñas, las costumbres sencillas, la preponderancia de lo estético y lo espiritual sobre lo práctico”». Después, casi enseguida, llegará Italia, Nueva York y la fascinación fugaz por la metrópolis moderna: «Estoy en el vértigo del dinamismo», confiesa desde Broadway.

Una obra temprana de Torres-García, La Filosofía presentada por Palas en el Parnaso como décima Musa (1911), óleo sobre tela del Institut d’Estudis Catalans de Barcelona, es un trabajo pensado y terminado surgi

3. Sureda, Joan, Torres-García. Pasión clásica, Madrid, 1998, pp. 91 y ss. Sobre el tema que nos ocupa, debe consultarse, además, Ràfols, J. E., Torres-García, Barcelona, 1926; Torre, Guillermo de, Torres-García, Madrid, 1934; Cassou, Jean, TorresGarcía, París, 1955, y Payró, Julio E., Joaquín Torres-García, Buenos Aires, 1964.

do en la bulliciosa atmósfera artística catalana —Ca sas, Rusiñol, Alexandre de Riquer, pero también Llimona y Clarà— que, como sugiere Folch i Torres, apunta lo que pronto se convertirá en propuesta noucentista: una impresión individualizada de la estética clásica entendida como la llamada a la serena quietud a través de un conjunto de figuras alegóricas que asisten, impávidas, al debate sobre la inspiración artística ante la mirada distante de Palas-Atenea. La filosofía es razón, equilibrio y amor, había intuido en apresurada pirueta retórica Eugeni d’Ors. Para Torres-García: «El arte lo somete todo a su razón […]. El arte verdaderamente ideal procede del lado de la razón […] sin medida y proporción, ordenación y lógica, no podemos percibir una obra perfecta», escribe en Notes d’Art (Rafael Masó, ed., Girona, 1913). El arte, parece querer decirnos Torres-García, entrevé un nivel superior de realidad que sólo es posible alcanzar mediante la idealización formalizadora —léase abstracta— de esa realidad natural o física que percibe sensiblemente el artista. Al argumentar sus propósitos de esta manera el artista se sitúa, quizá sin quererlo, en el núcleo de la discusión contemporánea de las estéticas idealistas que tuvo lugar a finales del siglo

XIX entre los teóricos de la pura visibilidad, con Konrad Fiedler a la cabeza, y la deriva expresionista que Wilhelm Worringer impondrá en el debate con la equívoca noción de Einfühlung, XX.

CRÍTICA E HISTORIA

Torres-García viajó a Italia en dos ocasiones. La primera, en marzo de 1911, lo lleva a Roma, donde escruta sistemáticamente los vestigios arcaicos: las pinturas de las catacumbas y la pintura propiamente dicha pompeyana y etrusca. En la segunda, de vuelta de Nueva York en 1922, descubre la Toscana, le Paradis. Parece que la impresión del arte romano clásico de mayor incidencia en la evolución de la pintura de Torres-García la produjo el mural Bodas aldobrandinas, del

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