Las verbenas también lloran

Natalia Sáez
Natalia Sáez

Fragmento

1. Un ave en el paraíso

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Un ave en el paraíso

«¿Por qué no vuelves y hablamos?». Las palabras de Nacho resonaban en su cabeza y acrecentaban la sensación de vértigo. Había llegado hacía poco a la ciudad y aquella conversación con su hermano no la estaba ayudando en absoluto. A punto estuvo de soltar un exabrupto, pues la situación se había complicado las últimas semanas, pero se contuvo…

—Solo quiero averiguar la verdad, Nacho —dijo, y en ese momento tuvo miedo de que se le quebrara la voz.

—Vale. ¿Y sería mucho pedir que llames a mamá un día de estos? —le preguntó su hermano con insistencia.

—Sería pedir demasiado, Nacho. Lo siento pero te tengo que dejar —mintió.

Cata colgó el teléfono y se dejó caer en la cama. Desde esa posición prestó una mirada atenta al nuevo espacio que iba a ocupar. El techo era alto y estaba decorado por unas preciosas molduras antiguas muy bien conservadas. Un casquillo manchado de pintura colgaba por encima de su cabeza. «Tengo que poner una lámpara cuanto antes», pensó. Cata siempre había sido la manitas de la casa. Y era la primera en ofrecerse como voluntaria cada vez que había que arreglar un enchufe o poner un cuadro. Todo lo relacionado con el bricolaje se le daba bien, y sobre todo la ayudaba a despejar la mente y siempre le reportaba algún que otro elogio, que nunca estaba de más. Todavía recordaba aquel cumpleaños en el que le regalaron una caja de herramientas con un montón de compartimentos llenos de útiles de ferretería. «Para mi manitas favorita», le había dicho su padre. Su PADRE. Y al recordarlo no pudo evitar sentir una mezcla de nostalgia y rabia. Un conglomerado de emociones mezcladas y muchas dudas.

Obvió la angustia que la asaltaba al pensar en su familia y se concentró en examinar con desidia el que iba a ser su nuevo entorno. El suelo estaba ocupado por una hilera de cajas que desde hacía dos semanas parecían hacer cola en el salón. Un desastre, sí, pero es que cada vez que pensaba en deshacerlas se autoboicoteaba con miles de excusas. «No sea que fracase y tenga que volver antes de lo previsto —pensaba—, así al menos no tendría que volver a empaquetarlo todo».

Y la apatía para con las cajas daba paso a unas ansias de curiosidad desmedida cuando se trataba de encontrar respuestas a los dilemas existenciales que le daban forma a cada uno de sus días desde hacía unas semanas. Motivada por esas ganas saltó de la cama y se dirigió al salón. Se acomodó a la mesa, se puso las gafas, abrió el portátil y tecleó un nombre para seguir con su búsqueda desde la página 10. Había perdido la cuenta de las veces que en los últimos días había tecleado «Iñaki García» en el ordenador. Al principio pensó que no podía ser tan difícil. Y en su primer día de investigación, todavía en Madrid, había encontrado nada menos que dos sujetos compatibles. Ilusionada, estudió sus trayectorias profesionales en LinkedIn y contactó con ellos haciéndose pasar por una reportera interesada en sus respectivos sectores: industria farmacológica y periodismo de automoción. Y como el ego es un monstruo insaciable, ambos accedieron encantados a una entrevista telefónica. En la primera, Cata se dio cuenta rápidamente de que era probable que su interlocutor no fuera él: tenía un acento argentino demasiado marcado. Efectivamente, sus padres habían emigrado a Buenos Aires cuando él tenía ocho años y no regresó a España hasta los cuarenta. Teniendo en cuenta su edad, quedaba descartado. Con el segundo, el suspense se alargó un poquito más: como la entrevista telefónica había ido tan bien y todos sus datos eran a priori compatibles, Cata se ofreció a visitarle en su oficina de Madrid para sacarle unas fotos para el artículo. Creía que al verle en persona sabría inmediatamente que era él. El hombre le resultó agradable, incluso familiar. Y ella tenía tantas ganas de dar con él que hasta le cogió cariño en los pocos minutos que llevaban juntos. Mientras miraba cada detalle de su despacho con la excusa de localizar la mejor luz, vio una foto de aquel Iñaki rodeado de seis niños y niñas de distintas edades.

—¿Son tus hijos? —preguntó con descaro.

—No —contestó con expresión seria—, son mis sobrinos. Yo no puedo tener hijos por un problema de salud, así que ellos son lo más parecido que tengo a un hijo y los trato como tal.

Decepcionada con la respuesta, hizo unas cuantas fotos para terminar con su paripé y tachó la opción de su cuaderno.

Como su primera búsqueda le había devuelto resultados con relativa rapidez, el baño de realidad llegó cuando empezó a profundizar. Enseguida se dio cuenta de que el apellido García no era un elemento muy distintivo en aquella ciudad. Nada distintivo, de hecho. Y aunque trataba de quitar de la quiniela a los menores de cincuenta años y a los fallecidos —era una optimista incurable—, empezaba a dudar de que lo fuera a encontrar en un plazo de tiempo razonable. Es decir, en vida. También se dio cuenta de que buscar desde Madrid iba a dificultar muchísimo la encomienda. Y es que por mucho que el candidato pudiera encajar por edad y apariencia, siempre haría falta, al menos, un encuentro presencial.

Sacó su cuaderno y tachó el número 10, el 11 y el 12. Volvió a mirar la pantalla mientras mordisqueaba la caperuza del bolígrafo. «¿Y si filtro por noticias locales? —pensó ilusionada ante su golpe de inspiración—. Lo mismo soy Princesa por sorpresa». Apretó ENTER y empezó a escanear titulares.

«Joven candidato a alcalde que aspira a repoblar su localidad». Tecleó su nombre y el cargo en otra pestaña: tenía cuarenta y dos años. «Con esa edad es imposible. Y casi mejor, un político sería un bajón».

«Fallece la leyenda del club rojiblanco». «¿Exfutbolista? No me pega. Además, con esa edad podría ser mi abuelo».

«El novio de la cantante confirma la crisis de la pareja». Un señor canoso y trajeado acompañaba a una chica de treinta y tantos en lo que parecía una entrega de premios. «Por la edad podría ser, pero ¿un sugar daddy? ¿En serio?». Abrió la noticia en una pestaña nueva. Ella era una cantante de raíces vascas, y él, un rico empresario. Vivían juntos en Barcelona entre concierto y concierto. A Cata le chirriaba un poco. Además, al ser famosillo sería bastante inaccesible y el que viviera en Barcelona tampoco facilitaba las cosas. Pero no quería precipitarse descartando opciones viables; al fin y al cabo, no le sobraban. Apuntó la posibilidad en el cuaderno y guardó la página en favoritos para volver a ella si no encontraba nada mejor.

Cata era terca como una mula y como no se le ocurría otra cosa que hacer continuó pasando páginas de resultados. Estaba decidida a seguir haciéndolo hasta que tuviera algún indicio. Un hilo desde el que tirar. Un halo de esperanza. Un buen candidato que le despejara incógnitas.

«Reabre la mítica Verbena del casco viejo». Clicó en la noticia de un periódico local. Una floristería familiar del centro de la ciudad volvía a abrir sus puertas tras un año de cierre. Un matrimonio había regentado el negocio, y, al parecer, con mucho éxito, hasta que la mujer enfermó. Cerraron para centrarse en su tratamiento, y finalmente ella falleció. En palabras de Iñaki García, el viudo: «Estamos tratando de recuperar nuestras vidas y volver a abrir esta floristería es parte del plan. Aunque no será lo mismo, es lo que ella hubiera querido. Vamos a intentar modernizarnos».

Cata abrió una nueva pestaña y tecleó: «La verbena casco viejo». Solo obtuvo de vuelta la localización de la tienda, un par de fotos de un local antiguo lleno de flores y un perfil de Instagram con una única publicación. «Ni página web. Muy modernizado todo, sí señor». Le dio a seguir al perfil, apuntó la dirección en su cuaderno y miró la hora en el móvil. «Ya tengo plan para mañana», pensó ilusionada. Lo más probable es que no fuera él, pero después de un mes de búsqueda incansable entre listines, buscadores y redes sociales, ahora tenía otro posible candidato.

El ruido de sus tripas llamó su atención: si algo acariciaba el alma de Cata era comer. Desde su llegada no había conseguido comer en condiciones, bien porque tenía la vajilla aún embalada, bien porque sus progenitores no eran lo que se dice amantes de la cocina, o quizá fuera un poco por las dos cosas, para qué mentir. Esquivó unas cuantas cajas y a punto estuvo de caer al tropezar con un par de zapatos en su camino a la cocina, pero consiguió mantener el equilibrio. Desde que había empezado a perder visión estaba desarrollando unas habilidades casi arácnidas para sujetarse a cualquier cosa que le evitara una caída dolorosa. Se acordó de las vitaminas. «Mierda, o me lo tomo en serio o me voy a arrepentir». Mientras buscaba en el móvil la farmacia más cercana, una canción muy familiar empezó a entrar por la ventana a todo volumen. Al otro lado del patio, en su mismo piso, una chica con una larga melena negra tomaba un té y se balanceaba al ritmo de la música. Parecía estar ensimismada. Un chico alto, atlético y de pelo negro y divinamente desaliñado la abrazó por detrás. La chica ni se inmutó. Él la besó en la mejilla, le dijo algo al oído y se fue.

Unas nubes grises y densas cubrían el cielo. La casa se había sumido en una luz tenue y plomiza que le impedía ver con claridad. Aún quedaban dos semanas para la entrada del otoño, pero en aquella ciudad el verano se despedía antes de tiempo. Encendió los focos y abrió todas las cajas que había en la cocina. Necesitaba platos, cubiertos y vasos. Y ya que estaba metida en faena, y haciendo caso omiso a su estómago, aprovechó para colocar los pequeños electrodomésticos, las sartenes y los accesorios varios que siempre compraba para luego no usarlos nunca. Dobló las cajas, las apiló y se dirigió hacia la puerta con ellas. No fue fácil salir de casa. Los cartones eran demasiado grandes, y Cata se negaba a dejarlos apoyados en el rellano. Bastante le había costado cogerlos como para tener que hacerlo una segunda vez. Habría sido mucho más fácil hacer varios viajes, pero eso hubiera retrasado su ansiada comida. Al ir a cerrar la puerta, liberó con sumo cuidado un brazo hasta el tirador.

—Eres nueva, ¿verdad?

Catapún, zas, zas. Cajas al suelo. «¡Joder!».

—Uy, perdona, creo que te he asustado. Soy Amaia, encantada.

Era la chica que había visto a través de la ventana de la cocina. Tal y como le había parecido entrever, era alta, esbelta, y su melena larga y brillante era digna de una sirena. Llevaba un vestido anudado a la cintura que acentuaba sus formas femeninas y voluptuosas.

—Hola, no te preocupes, era cuestión de tiempo que se me cayeran —contestó disimulando su enfado—. Soy Cata. Y sí, soy nueva, llegué hace un par de semanas.

—No eres de aquí, ¿no?

—No, soy de Madrid.

—¿Y qué te ha traído hasta aquí?

«¿Me ha tocado la cotilla del edificio o qué?», pensó Cata.

—Quería un cambio de aires… Más calidad de vida, ya sabes.

—¿A qué te dedicas?

—A la comunicación audiovisual —mintió en parte.

—Uy, qué cool. Pues nada, si necesitas algo ya sabes dónde estoy. ¡Agur!

«Anda que ofrece ayuda la tía».

Cata se despidió con la mano y una sonrisa forzada. Se giró con una mirada curiosa, como si esperara que los cartones se hubieran recogido solos por arte de magia. «Igual debería claudicar y hacer varios viajes», se dijo rindiéndose ante la evidencia.

Tras escoger las cajas que podía cargar cómodamente bajó hasta el patio. Al girar a la izquierda en dirección al portón de entrada se topó con una planta enorme que le bloqueaba el paso. Contrariada, decidió esperar unos segundos a su propietaria antes de dejar las cajas en el suelo y apartarla con sus propias manos. Nadie con un mínimo de educación habría dejado ahí esa planta por tiempo indefinido. Además, tenía pinta de pesar un quintal.

Resignada, aprovechó para disfrutar del patio. Una foto de aquel fue lo que le hizo escoger el piso cuando buscaba desde Madrid. El patio, el balcón y el baño con ventana. Le gustaron tanto que incluso perdonó que el edificio careciera de ascensor. Al fin y al cabo, con subir y bajar tres pisos al día se podría considerar que hacía ejercicio (especialmente ella, que nunca había pisado un gimnasio). Aquel patio tenía un encanto muy especial. Los muros, enfoscados en color blanco y marcados por el paso del tiempo, se alzaban hasta los pisos abuhardillados de la cuarta planta, salpicados por ventanas pequeñas de dormitorios secundarios y cuartos de servicio. Lo más llamativo eran las plantas: en las paredes habría colgadas al tresbolillo más de una treintena de macetas de terracota. De ellas colgaban helechos, cintas y tradescantias, otras lucían con flores como begonias o geranios. En el suelo, junto a los muros y erguidas como si fueran a pasar revista militar, grandes macetas de piedra y barro albergaban dos grandes monsteras de espectaculares hojas, una alocasia y varias plantas de porte más pequeño y casi monacal como aspidistras, hortensias, rosales y otras especies que Cata no acertó a identificar. A los lados, dos bancos de piedra y un viejo armario desvencijado que contendría mangueras, regaderas y otros útiles de jardinería. El suelo era de adoquines de colores que, cual trencadís, jugaban con la geometría y el color para formar una especie de flor de seis pétalos. Como era habitual en las construcciones tan antiguas —para las que era difícil encontrar piezas de repuesto tras tanto tiempo—, los adoquines nue­vos, que en el fondo eran parches descarados, le daban un toque aún más auténtico y encantador. En el centro de la flor, una fuente de piedra parecía marcar la dirección de la circulación vecinal como si de una rotonda se tratara. Por desgracia, en lugar de estar en funcionamiento se había convertido en un almacén improvisado de macetas rotas y regaderas. Una pena, porque habría sido el remate perfecto para un espacio tan bucólico.

Terminado su momento contemplativo y reprendida una vez más por su estómago, Cata decidió que el tiempo de gracia para con su vecina había terminado. Apoyó las cajas en la fuente y se dirigió hacia la strelitzia para dejar hueco suficiente para abrir el portón.

—¡Ay, perdón! —Unos pasos se acercaron corriendo por detrás—. Espera, que la quito de en medio.

La planta se deslizó con suavidad hacia la izquierda, y tras ella apareció un chico de pelo castaño, patillas pronunciadas y ojos azul ultramar. Era guapo, sí, pero la magia, el verdadero chispazo, llegó con la expresión de su mirada al sonreír: su rostro se llenó de tanta luz y bondad que provocó un temblor en las piernas de Cata. «La virgen, qué fantasía de tío. Y yo con estas pintas», pensó con su habitual complejo de inferioridad.

—¡No te preocupes! Has llegado justo a tiempo. —Cata trataba de mostrar seguridad—. Qué bonita es.

—Gracias, me la ha regalado una amiga. Acabo de mudarme y no tengo ni idea de plantas, pero ella insiste en que una casa no es un hogar hasta que no tiene una dentro.

—Es una strelitzia, también llamada ave del paraíso, de mis favoritas —dijo acariciando sus hojas para evitar cualquier contacto visual con él, la ponía demasiado nerviosa—. Tu amiga ha elegido bien.

—¿Y sabrías decirme qué hacer con ella?

—Es fácil, ponla cerca de una ventana porque necesita mucha luz. Ah, y riégala cuando veas que la tierra está seca.

Los consejos de Cata impresionaron al desconocido.

—Pues muchas gracias por tu asesoramiento. ¿También vives aquí?

—Sí, en esta escalera, pero llevo poco tiempo.

—¿Y puedo saber en qué piso? —preguntó con una sonrisa encantadora—. Por si mi planta necesita auxilio, ya sabes.

Un calor asfixiante le subió desde los talones hasta las mejillas. Cata notó que se sonrojaba. ¿De verdad estaba tonteando con ella?

—Sí, en el 3.º B. Encantada de ayudar a tu planta cuando lo necesite. —Se sorprendió con su propia respuesta.

—Yo estoy aquí, en el 2.º A. —Señaló la misma escalera—. Soy informático, así que solo podría devolverte el favor con algún problema tecnológico. Eso sí, como teletrabajo desde casa me tienes disponible a cualquier hora del día. Soy un 7-Eleven.

«Yo por ti tiraría el ordenador por la ventana, querido».

—Bueno es saberlo. En fin, voy a seguir tirando cajas —dijo todavía acalorada.

—Claro, agur, vecina.

Algo cortado, pero sin perder la sonrisa, el chico se despidió de ella con la mano y se volvió hacia la planta. Cata, un poco avergonzada y agotada de tanto disimular, salió por la puerta sin mirar atrás. Ni siquiera sabía su nombre, pero era lo más parecido al hombre de su vida que había visto en años.

2

Una superviviente

Un agudo ladrido de perro despertó a Amaia de un profundo sueño. Rebuscó entre las cosas de la mesilla hasta encontrar el reloj y al ver la hora sonrió. Aún eran las once. Todo el día por delante. Sin compromisos ni obligaciones: el mejor de los planes. Chavela, en un salto ligero y ágil, se subió a su regazo para recordarle que necesitaba su desayuno.

—Ya voy, michina —le dijo mientras le acariciaba el lo­mo—, deja que me ponga algo de abrigo primero.

El final del verano presagiaba un otoño gris y húmedo. Aun no hacía frío, pero una lluvia fina y la brisa de la ría habían refrescado la mañana. Se puso un jersey de punto calado gris y unos calcetines gordos. Pese a las nubes, un resplandor brillante entraba a través de las ventanas de la cocina creando una atmósfera muy acogedora. Mientras decidía qué música poner, encendió una vela con olor a canela y rellenó el comedero de Chavela.

—Aquí tienes, bolita.

Amaia dedicaba un buen rato a su desayuno, y como de lunes a viernes siempre iba con prisas, las mañanas de los fines de semana eran sagradas. Le encantaba desayunar en su cocina —luminosa, antigua y con muebles de madera lacada en verde— y con sus tazas, de porcelana fina y pintadas a mano, un tesoro que compró en un mercadillo de antigüedades de Berlín. La cubertería dorada también. Sin duda, se le daba muy bien rebuscar en tiendas y rastros hasta encontrar verdaderas reliquias. Disfrutaba del olor a café recién hecho y a pan tostado mientras escuchaba música, y se quedaba un buen rato absorta en sus pensamientos y mirando al infinito. Visto así, cualquiera pensaría que Amaia era una persona tranquila y reflexiva, pero nada más lejos de la realidad: esos ratitos de paz eran la recarga necesaria para vivir la vida con intensidad y, sobre todo, sin filtros.

Encendió la cafetera y puso un vinilo de Sabina en el tocadiscos. Le dolía reconocerlo, pero estaba un poco melancólica. El final del verano nunca le había gustado; en su antigua vida significaba el fin de los días largos, los festivales, los viajes y las interminables horas de terraza en terraza. Necesitaba un poco de adrenalina para levantar el ánimo. Cogió el móvil. Una llamada y diez wasaps de Mario, cuatro de Aitor y uno de Oliver. Todos del día anterior. «Qué pereza», pensó mientras abría Bumble en busca de una nueva presa. Era una chica magnética, segura de sí misma, carismática y muy inteligente. Su cabello negro y largo realzaba sus facciones felinas y sus ojos verdes. Era una líder natural y un imán para los hombres, a los que usaba para divertirse a su antojo.

Amaia era arquitecta. Y muy buena, por cierto. Al terminar sus estudios, consiguió trabajo en un estudio, y su carrera se auguraba prometedora. Unos años más tarde, sin embargo, una crisis en el sector de la construcción obligó al estudio a cerrar. Lo que para otra persona habría sido un drama, Amaia lo tomó como un golpe de suerte, la excusa perfecta para trabajar y vivir en otros países, conocer gente nueva y, sobre todo, para hacer con su vida lo que le diera la gana, algo bastante imposible en el seno de una familia tradicional como la suya.

Se fue a vivir a Curitiba, Brasil. Fueron años muy divertidos y despreocupados: su única inquietud era tener el dinero suficiente para viajar y salir de fiesta. Y entre una cosa y otra, ligar. Ligar muchísimo. Hasta que sintió que su carrera profesional se estancaba. Fue entonces cuando decidió mudarse a Londres. Dos años más tarde, después de haber ascendido dentro de un importante estudio y haber mejorado su inglés, le ofrecieron un buen puesto en una firma muy prestigiosa en Estocolmo. Amaia no se lo pensó dos veces: en una semana ya estaba instalada en la capital sueca. Allí consiguió un equilibrio que nunca antes había logrado: un puesto reconocido y muy bien pagado y una vida social intensa pero más madura que la de su etapa en Brasil. En Estocolmo conoció a Sebastian: un alemán alto, rubio, inteligente, educado y cariñoso. Si de niña hubiera pedido un marido a los Reyes Magos, le habría descrito a él. Fue lo más parecido que había tenido nunca a un novio. Su relación duró más de tres años, e incluso se fueron a vivir juntos. Tanto se estabilizó su vida que Amaia terminó entrando en pánico. En el fondo, siempre había pensado que en algún momento regresaría a España. El problema era que ya había cumplido los cuarenta y la vuelta cada vez parecía más improbable. Además, Sebastian ya empezaba a hablar de hijos con demasiada insistencia.

Algunos lo llamaron huida hacia delante, pero para Amaia fue lo más honesto y valiente que había hecho nunca: dejó al alemán y regresó a la ciudad donde había estudiado. La ruptura no fue nada fácil. Tardó mucho tiempo en perdonarse por el daño que le hizo al único hombre al que había querido. De hecho, de vez en cuando la culpa volvía para recordarle que, si no quería herir a alguien, mejor quedarse en relaciones esporádicas.

La vuelta no fue la esperada. Sus amigos de la universidad, a los que siempre había considerado una segunda familia, habían cambiado. Nadie tenía tiempo libre, todo eran obligaciones, hijos, comidas sin sobremesa y conversaciones sobre temas que no le interesaban en absoluto. Y para colmo, el trabajo no era gran cosa: ni el puesto ni el sueldo se acercaban a los de Estocolmo.

Menos mal que Amaia era una superviviente. Estaba acostumbrada a pasar mucho tiempo sola y a ser feliz con su propia compañía, pero, además, como era muy sociable, en poco tiempo ya conocía a la mitad de su edificio y a los dueños de varios bares y restaurantes del barrio. También salía mucho con sus compañeros de trabajo. Se integraba bien en los grupos, ya lo había hecho en el pasado. No obstante, en esta ocasión ansiaba en secreto que no fueran amistades temporales. Necesitaba encontrar una cuadrilla a la que coger cariño sin necesidad de ponerle fecha de caducidad.

Un estruendo interrumpió la conversación que acababa de iniciar con un piloto de lo más interesante. Abrió la ventana de la cocina y se asomó para ver de dónde venía. Bego estaba en el patio. Varias macetas de barro la rodeaban hechas añicos.

—¡¿Estás bien?! —preguntó preocupada.

Bego levantó la cabeza tratando de localizar a Amaia.

—Sí, hija, perdona el susto. Quería coger una maceta y por no subirme a la escalera se me han caído todas. Vísteme despacio que tengo prisa, ya sabes.

—Espera, que bajo a ayudarte. ¡No hagas nada!

Amaia cogió una bolsa, el escobón y el recogedor, y bajó las escaleras a toda velocidad. Bego se había sentado en el banco de piedra y miraba el desastre que tenía delante.

—Menos mal que no te has hecho daño, por un momento he pensado que te habías caído. —Amaia, aliviada, se puso a barrer.

—Gracias por bajar. ¿Qué hacías en casa? ¿No habías quedado ayer con tu novio? —quiso saber su vecina mientras desenrollaba la manguera.

—Yo no tengo novio, Bego, ya lo sabes. Había quedado con Mario, pero cancelé el plan a última hora. Está un poco intensito, y no quiero que se ilusione más de la cuenta.

—Pues pobre chico. ¿No has pensado que sería mejor dejarle claro que no quieres nada?

—Se lo he explicado mil veces, y sigue llamándome. Será porque acepta mis reglas, ¿no crees?

—Pues también tienes razón, hija. Perdona, pero es que en mi época las relaciones eran muy distintas. Supongo que, por mucho que me cueste entenderlo, ahora lo hacéis todo de otra forma.

—Por cierto, ¿has visto a Vera? —Amaia cambió de tema—. Llevo días sin saber nada de ella.

—Me la encontré hace un par de días y parecía muy disgustada. Quise hablar un rato con ella, pero no hubo manera de tener una conversación lógica. No dejaba de decir: «No soy así, no fue su culpa, no sé qué me pasó». No entendí nada.

—¿Y si la llamamos a ver si quiere bajar un rato?

—No está. Este fin de semana se iba fuera con Leo y con los niños.

—Pues me dejas preocupada —dijo Amaia pensativa.

—Ya le preguntaremos, es mejor no elucubrar. Tú que eres alta, ¿podrías regar esas cintas?

Amaia se puso de puntillas y regó con delicadeza las plantas que colgaban de la pared. Las macetas de barro comenzaron a oscurecerse y el agua sobrante empezó a gotear sobre los baldosines del suelo.

—Si me voy una temporada, recuerda que esas plantas necesitan menos riego que el resto. Con lo que me ha costado que estén así de bonitas, no me gustaría que se murieran.

—¿Adónde te vas pues? ¡Si tus hijos no pueden vivir sin ti! —dijo con su sarcasmo habitual.

—Bueno, por ahora no me voy a ninguna parte, pero en cuanto acabe el divorcio de Nico me gustaría hacer algún viaje.

—Me parece fenomenal, que lo sepas. Prometo cuidar estas plantas como si fueran mías. Eso sí, que estén vivas a tu vuelta ya es otra cosa.

—Lo harías estupendamente, ¡confío plenamente en ti!

—Por cierto, ¡tenemos nueva vecina recién instalada!

—¿Ah, sí? ¿Y qué tal es? —preguntó Bego, curiosa, sin separar su mirada de las cintas.

—Pues… no sabría decirte. Se llama Cata y viene de Madrid. Un poco rarita ya me pareció.

—No seas mala. Le daremos una oportunidad, ¿vale?

—Oído cocina —dijo Amaia con tono gamberro—. Venga, si no tenemos nada más que hacer aquí te invito a un café en el Bogotá, ¿te apetece?

—Mucho, hija. Deja que suba a ponerme ropa limpia y nos vamos.

Mientras esperaba, Amaia cogió el móvil para retomar la conversación con el piloto sexy y uniformado que había contactado con ella esa misma mañana. Ante su última pregunta, que iba con doble sentido, él no solo no se había arrugado, sino que se la había devuelto con más descaro si cabe. Disfrutaba tanto de esos flirteos furtivos con desconocidos que se le escapó una sonrisa traviesa. Se le ocurrió una respuesta ingeniosa con la que subir aún más el tono de la conversación, pero una llamada interrumpió la magia. Era Mario. Otra vez Mario.

—Buenos días, ¿cómo estás?

—Estupendamente, ¿pues?

—No sé, ayer cancelaste nuestro plan a última hora, pensé que te había pasado algo. Y como encima no me coges el teléfono…, estaba preocupado. —Se le notaba molesto.

—Ya te dije que estaba cansada. La rehabilitación del mercado me tiene agotada. Necesitaba dormir doce horas seguidas como mínimo.

—Vale. Si es por eso te dejo tranquila. Además imagino que también te habrá bajado la regla. Si te apetece tarde de relax y cucharita en el sofá solo tienes que decírmelo. Yo me encargo del choco…

Mario le estaba proponiendo su plan favorito para las tardes de lluvia y menstruación, pero Amaia ya no escuchaba. Ni siquiera respiraba.

—¿Amaia? ¿Sigues ahí?

—Lo siento, Mario, hoy no puedo. Nos vemos el lunes. Agur.

Abrió el calendario de su móvil y repasó las notas del último mes. Según las fechas que había anotado, la regla ya tenía que haber llegado. Se sentó en el banco e inspiró despacio, como le habían enseñado en las clases de yoga. «¿De verdad estoy teniendo un retraso? Seguro que es por el estrés de la vuelta al trabajo», pensó. Las reglas de Amaia siempre habían tenido puntualidad británica. Además, salvo despistes muy puntuales, solía ser muy cuidadosa. Por ella, por su salud y por la de los demás. Quiso calmarse. «Pasados los cuarenta dicen que empiezan los desajustes. Ya llegará».

—¿Nos vamos?

Bego apareció en el momento más oportuno.

—En marcha.

3

Un pellizco en el corazón

—¿Has llamado al pediatra?

Vera leyó el mensaje de Leo en la pantalla del móvil mientras fregaba. Tenía treinta minutos para recoger la cocina, preparar la merienda, poner una lavadora y, si era posible, planchar los uniformes del día siguiente. Luego, ir a por los niños al colegio y emprender el camino de vuelta a casa, que a ritmo de un adulto eran diez minutos, y al paso de sus hijos, una semana. Podría decirse que la tarde se presentaba como una maratón en toda regla. Una no sabe lo elástica que es media hora hasta que es madre, así que apuntó la llamada al centro de salud en la lista de tareas de su agenda mental y siguió fregando, molesta. Bueno, más bien cabreada. «¿Y por qué coño no llamas tú si ya sabes que hay que hacerlo? —pensó—. ¿No ves que estoy hasta arriba?». Respiró hondo mientras dejaba que la sartén del día anterior pagara el pato con el estropajo. «Puf, tendría que explicarle lo de la secretaria borde y la maja. Tardo menos si lo hago yo». Resignada, escurrió la bayeta, cerró el grifo y mientras se secaba las manos se dirigió a la despensa para ver qué podía llevar de merienda. Sin tiempo para envenenarse, abrió uno tras otro los armarios en busca de algún ingrediente con el que hacer algo de magia en unos minutos. Vera siempre cuidaba al máximo la alimentación de sus hijos: nada de procesados, ni de azúcares y, por supuesto, todo hecho en casa con ingredientes naturales. Y ahora que estaban retomando la rutina de la vuelta al cole, con más motivo si cabe. Abrió la nevera: había dos huevos y un poco de leche. Miró el reloj. Si se daba prisa podía hacer unas magdalenas. Le pediría algo de fruta a Bego. «Ella siempre tiene de todo». Mientras trazaba el plan de acción en su cabeza, el frigorífico, grande, pesado, se cerró de golpe, diseñado como estaba para ahorrar energía. Tan brusco fue el golpe que varios imanes, fotos y blocs de notas que había en la puerta cayeron al suelo.

Una sonrisa se le dibujó en la cara al coger la primera foto: Gala y Mateo muertos de risa vestidos de elfos delante del árbol de Navidad de su suegra. Aquel año, Vera se propuso hacerles el mejor disfraz de Navidad del cole. Estuvo meses buscando las telas, los patrones y los accesorios necesarios, e incluso se apuntó a un taller exprés de costura. Quedó tan orgullosa de su trabajo que los vistió de elfos todos los días durante dos semanas. Parecían dos arbolitos de Navidad. «¿En qué momento decidí colgar todas esas bolas al jersey? —se preguntó—. Aguantaron de semejante guisa todas las fiestas y encima con buena cara». Un tierno sentimiento de adoración conectó a Vera con sus hijos.

Detrás de aquella foto asomó otra: el nacimiento de Gala, el día en el que su vida cambió para siempre. Ella, muy sonriente, tumbada en la cama del hospital sostenía a la recién nacida en brazos. «Con lo mal que lo pasé y todavía tenía fuerzas para sonreír». Fue una cesárea de urgencia y Vera tardó meses en recuperarse. Su primer año de maternidad se podría resumir en mucho amor, una anemia severa, varias mastitis y cientos de noches en vela. Había conseguido reconciliarse con esa época y recordarla con cariño, pero cuando se preguntaba en secreto si volvería a pasar por todo lo vivido, la respuesta siempre era un rotundo no.

Al costado de aquel recuerdo apareció otro: su luna de miel. Se besaban en el puente de Brooklyn. Había dedicado semanas a preparar su maleta. Estudiaba minuciosamente el plan y el clima de cada día, y diseñaba looks perfectos para cada uno. Tenía que ser ropa apropiada y cómoda, pero con la que siempre se sintiera guapa y estilosa. Aquel día recorrieron a pie Nueva York hasta el anochecer y fueron a comer a la hamburguesería de moda del momento. Llevaba unos vaqueros ceñidos que marcaban su cintura fina y un top de croché y flecos que realzaba sus brazos estilizados. Siempre se quejaba de su —según ella— escaso pecho, pero viendo su figura ocho años y dos partos después, no entendía cómo pudo quejarse alguna vez de un cuerpo tan fuerte y trabajado. «Ojalá lo hubiera valorado más», pensó con tristeza.

El paseo por sus recuerdos se le hacía doloroso, así que amontonó como pudo el resto de las fotos y papeles y los dejó sobre la encimera. Como si alguien insistiera en mandarle una señal, una foto se deslizó del montón y volvió a caer al suelo. Pensó en ignorarla, pero no pudo. Era ella, en su última actuación, haciendo un perfecto arabesque sobre sus viejas puntas. Cerró los ojos y se trasladó al calor de los focos, a la sensación de ingravidez, al estruendo de los aplausos al terminar. Llevaba un exquisito maillot plateado y un tutú de plumas. Sintió nostalgia, dolor y culpa, una maraña de sentimientos muy difícil de gestionar. Nostalgia al recordar lo feliz que había sido; dolor por haber renunciado —si bien de forma voluntaria— a su carrera en su punto más álgido y culpa por estar infinitamente arrepentida de aquella decisión. Para colmo, cuando buscó un empleo compatible con la maternidad, sin estudios y sin experiencia, lo único que encontró fue un puesto como profesora en una academia de inglés, que estaba muy lejos de ser su vocación y que le resultaba aburrido y poco gratificante. Pero estaba bien pagado y tenía la flexibilidad horaria que ella necesitaba. ¿Qué más podía pedir?

Removida, escondió la foto entre las demás, cogió la bolsa de la merienda, los huevos y el cartón de leche. Tenía veinte minutos para hacer las magdalenas y salir pitando a por los niños. Llamó a la puerta de Bego.

—¿Quién es?

—Soy Vera. ¡Rápido, Bego, que no llego a por los niños!

—Ya estamos con las prisas —dijo Bego mientras abría la puerta—. ¿Qué tal estás? Tenía ganas de verte, después del otro día…

—Necesito fruta, ¿tienes plátanos o manzanas? —la interrumpió Vera—. Lo que tengas me viene bien.

—Sí, claro, pasa. Pero cuéntame, ¿estás mejor?

—Lo siento, Bego, pero es que no llego. Tengo quince minutos, diez ya en realidad, para hacer unas magdalenas decentes y recogerles.

Vera entró en la cocina y escaneó rápidamente la encimera. No se había equivocado: había de todo.

—Necesitas la batidora, ¿verdad? Pelo los plátanos y hacemos esas magdalenas en un santiamén, ya verás. La cita que tenía hoy con Humphrey Bogart se ha cancelado, así que no tengo nada mejor que hacer, tranquila. —Bego le guiñó un ojo—. Eso sí, ¿harías el favor de contarme qué te pasaba el otro día? —insistió.

—¿Qué día? —Vera se hacía la loca.

—Nos cruzamos en el patio cuando subías las maletas. Estabas muy disgustada, no podías ni hablar.

—¡Ah! Sí… —dijo con desgana tratando de quitarle importancia—. Nada, fue una bobada. Ya se me había olvidado.

—¿Estás segura? Ya sabes que si necesitas hablar…

—De verdad que no fue nada. —Hablar era precisamente lo que no quería—. Había tenido un mal día y se me fue un poco la olla. Sin más.

Los siguientes minutos transcurrieron en silencio. Batieron los ingredientes, vertieron la mezcla en los moldes y los metieron dos minutos en el microondas.

—¡Ya están! —exclamó Vera—. En cuanto dejen de quemar las meto en el táper y salgo volando.

Bego había preparado una bolsa de tela con dos botellas de agua y mandarinas. Sonriente acompañó a Vera hasta la puerta y se la ofreció.

Vera era la mayor de dos hermanos. Fue una niña feliz, tranquila, cariñosa y muy familiar hasta que, en su octavo cumpleaños, su padre los abandonó para rehacer su vida con otra mujer. Era muy pequeña para entender, pero hubo de madurar de golpe y de forma prematura. Su madre, sola ante el reto de sacar a sus dos hijos adelante, también tuvo que hacer muchos cambios. Se sobrepuso a la marcha de su marido, pero se volvió una mujer mucho más estricta e intransigente. Sin una figura paterna en casa, ella tendría que ser implacable en la educación de sus hijos si no quería que se echaran a perder. Buscó un segundo empleo con el que poder obtener unos ingresos extra. Como no podía permitirse pagar a una persona que vigilara a sus hijos, Vera cuidaba de su hermano. Mientras otros niños hacían deberes o jugaban, ella tenía que ordenar su cuarto, vestir a Fede, darle la merienda, prepararle la mochil

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