Encerrados con un solo juguete

Juan Marsé

Fragmento

cap-1

I

Barcelona, 1949

Su rostro, ladeado sobre la almohada, se volvió bruscamente hacia el techo. Los labios ya no estaban prietos y sin color como un momento antes, sujetos a la costumbre muscular de un largo mal sueño. Una mano rígida y semicerrada, como dispuesta a cazar una mosca, asomó entre las sábanas cargada de sueño y de torpeza.

Empezó a despertar. Junto a la cabecera, colgada en el respaldo de una silla, la americana desprendía un suave olor a coñac. La luz entraba escasa, apenas un recuadro rosado siluetando la contraventana. El dormitorio era un bloque de sombras traslúcidas y él permanecía quieto y con la sábana hasta el cuello. Tenso, haciendo un ciego esfuerzo en medio de un vacío vertiginoso, como si todo su cuerpo estuviese pegado a un amasijo de goma o como si un viento familiar lo chupara atrayéndolo hacia abajo, empezó a despertar y supo de nuevo que la penumbra no sonreía, que el techo era alto, que la mesa y los viejos libros seguían allí; otra vez el pestucio de ceniceros repletos, la estrechez del cuarto, el motor del taller mecánico en los sótanos. Quiso saber más y se asomó a mirar el suelo. Pero estaba limpio. «Quizá vomité en la calle, o en casa de ella, o en el mismo bar, qué más da», y dejó caer nuevamente la cabeza y cerró los ojos. Se ladeó. Notaba un pedazo de sábana arrugada frente a los párpados, rozándole las pestañas. No veía nada, no quería, respiraba en el diminuto espacio donde se debatía su impotencia y su desidia de todas las mañanas, acumulando ironía contra sí mismo. En alguna parte de su cerebro, oscuramente, aquellas arrugas de la sábana iban adquiriendo forma: un puñado de pliegues que olía a sueño y a infancia remota, ovillada sobre un hule no menos remoto, algo donde meter la soledad y la rabia, limitándolas allí para manosearlas a capricho con ilusorio ánimo, como si fuesen objetos personales de los que se puede fácilmente prescindir. Allí ponía todo, su madre, su hermana, la muerte de su padre, el mañana... Pensó en Tina Climent y en el olor de su piel, y pensó en el trabajo. «Hoy no tengo que ir al taller, qué bien. Ni mañana, ni nunca. He dejado el empleo...»

Se encaró con la pared y encogió las piernas. No le esperaba nadie ni nada, pertenecía a esta generación a la cual se le ha dado ya, dicen, todo hecho —símbolos, victorias, héroes que venerar, mármoles que besar— dejándola sin posibilidad de nueva senda, siquiera sin derecho a buscarla entre una marea de días prefabricados, dictados, días que se posan mansamente al pie del lecho todas las mañanas igual que perros apaleados. Bostezó, el pulgar y el índice en las comisuras de la boca. El camino es llano, pensó, y se puede recorrer con las manos en los bolsillos, callada y aburridamente.

Pero existe Tina, chaval. Cruzó las manos bajo la nuca, tumbado boca arriba, y procuró pensar minuciosamente en Tina, en la posición de sus piernas sobre la acera cuando le esperaba, en aquel anhelo de cálidas distancias que envolvía sus corvas, sus hombros, en su manera de estar cerca y de apretarle la nuca como desde lejos. Descubrió de pronto que las chicas como Tina existen realmente —en ese momento parecía increíble— y la sangre le golpeó alegremente el corazón. Repentinamente el día cobraba sentido.

Luego se cansó, y de un manotazo abrió la ventana. Abandonó la cama y fue al lavabo. Se miró largamente en el espejo, sin verse, mirando más allá de sus ojos grises y fríos, las manos apoyadas en la pared y el pijama desmayado sobre su cuerpo anguloso y pausado. El espejo estaba salpicado de jabón. Se frotó el rastrojo rubio del mentón, abrió el grifo y dejó las manos bajo el chorro. Se miró los dientes y luego se apretó el cuello con la mano pensando en los brazos de ella —que existía realmente, que ahora mismo, en alguna parte de su casa, aquella casa enorme y oscura cuyo jardín abandonado se deshacía lentamente tras la cristalera de colores de la galería, estaría haciendo algo completamente inútil: escuchando música en la radio, probándose algún jersey a rayas, leyendo una revista gráfica o mirándose las rodillas.

Sin mover los párpados, ausente, estuvo observándose en el espejo que tres horas antes su hermana Matilde había salpicado de jabón, se miró intensamente hasta que sus facciones dejaron de serle familiares, hasta conseguir, por un hábito que según él era muy saludable, que su propio rostro le pareciese el de un extraño —el de un tipo llamado Andrés Ferrán, una cara aniñada y glacial, unos ojos velados por una ceniza impenetrable bajo el pasmo de la frente: la sorprendente fisonomía de un desconocido que de pronto hace una pregunta inesperada.

Las once y media. En el comedor su madre levantaba el brazo con aquel gesto de todas las mañanas y sacaba una taza del aparador. Llevaba puesta la bata blanca de enfermera. Llenó la taza de café y la dejó sobre la mesa, entró luego en el dormitorio, cuya puerta daba al mismo comedor, y se dejó caer de nuevo en la cama sabiendo que ya no le sería posible seguir durmiendo: los servicios de noche se llevaban el sueño y algo más.

Andrés entró en el comedor, se puso la americana y empezó a beber el café. Se acercó al cuarto de su madre con la taza en las manos. La puerta entornada dejaba ver la mancha blanca de su bata en la penumbra, sobre la colcha. Sabía que ella tenía los ojos abiertos, que no dormía.

—¿Duermes, mamá?

—No.

Se internó en las sombras, se inclinó despacio y besó a su madre en la frente.

—Deberías dormir. Yo mismo puedo prepararme el café. ¿Cómo te sientes hoy?

—Bien...

De pie junto a la cama, él la observaba bebiendo el café a pequeños sorbos ardientes, por entre el humo que salía de la taza, replegando la memoria en los cálidos vapores de un día decisivo que también estuvo aquí de pie, mirando sin comprender a la vida yacente, aquellos pies enormes apuntando al techo, aquellas manos cruzadas sobre el sexo. Adivinó que ella no hablaría ahora, que no preguntaría nada acerca de la víspera. Los breves y concisos diálogos de antes, cuando la voz de su madre no había perdido aún su tono de alegre reproche:

«¿Dónde estuviste anoche, hijo?»

«Por ahí...»

«¿No quieres decírmelo?»

«No estuve con ellos, mamá. Estuve solo. Te juro que estuve solo...»

Pero ahora ni ella preguntaba ni él respondía, se habían cansado los dos. Andrés apartó la taza de los labios y dijo:

—Voy a salir.

Aún esperó. Su madre permanecía inmóvil y callada bajo la mancha blanca y él supo otra vez, por enésima vez, que su padre estaba muerto y creyó verle en aquella postura, enfriándose junto a la luz macilenta de la mesilla de noche, con el cuerpo acribillado y aquel asombro brutal en el rostro. Bajó los ojos. No deseaba enfrentarse con lo que ella debía estar pensando ahora —le gustaba suponerlo—, resultaba siempre incómodo: compararle con su padre, empeñarse en creer que era bueno y justo como él, que su juventud era una promesa y que por eso había que disculparle todo... y esperar. Regresó al comedor, la mano en el bolsillo, estrujando en su fondo un recorte de periódico que algún día guardó allí y que ahora ya no sabía exactamente para qué, obedeciendo qué impulso, qué maldición: ¿quizá para comentarlo burlonamente con Martín o con Tina? Qué tontería: ¿tenía algo qu

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