Hijo de Dios

Cormac McCarthy

Fragmento

I

Llegaron como una caravana de feria ambulante, atravesando los prados de juncias y cruzando la colina a plena luz del día; los camiones se mecían, cabeceaban entre los surcos y los músicos, que estaban sentados en las sillas de la caja del camión, se tambaleaban al tiempo que afinaban sus instrumentos; el gordo de la guitarra sonreía burlonamente, hacía gestos a los que iban en el coche posterior y se inclinaba para darle una nota al violinista, que giró una clavija y escuchó con cara arrugada. Pasaron por debajo de unos manzanos en flor, a continuación por delante de un granero hecho con troncos cuyas ranuras habían sido rellenadas con barro rojizo y después vadearon un ramal y dieron con una casa de madera a la sombra azulada del muro de la montaña. Un poco más allá había un establo. Uno de los hombres del camión golpeó fuertemente con el puño el techo de la cabina y el camión se detuvo. Los coches y los camiones surgieron de entre la maleza del prado; todos bajaron.

En la puerta del establo hay un hombre que, por otra parte, se encarga de observar todo lo que acontece en la bucólica, enmudecida y singular mañana. Es menudo, va sucio y sin rasurar. Camina por la paja seca, entre el polvo y los rayos de luz, con una agresividad obligada. Sangre celta y sajona. Un hijo de Dios más o menos como tú. Las avispas se cuelan por la luz escalonada que procede de las ranuras de las tablillas en una sucesión de momentos refulgentes, doradas mientras se agitan entre penumbra y penumbra, como si fueran luciérnagas en la espesa y profunda oscuridad. El hombre permanece de pie con las piernas separadas, forma en el humus oscuro un charco mucho más oscuro en el que la espuma blanquecina se arremolina con trozos de paja. Camina junto a la pared del establo, abrochándose los pantalones, confuso por la pequeña molestia que le produce la luz en las pupilas.

De pie en el umbral de la puerta parpadea. Tras él hay una cuerda que cuelga del pajar. Su mandíbula, débil e hirsuta, se contrae y se relaja como si estuviera mascando chicle, aunque en realidad no está mascando nada. Tiene los ojos prácticamente cerrados por el sol, pero a través de los finos, nervudos y azulados párpados se puede ver cómo se mueven y observan. Un hombre con traje azul gesticula desde la caja del camión. Un carrito de limonada se acerca cuesta arriba. Los músicos tocan un tema popular y el prado comienza a llenarse de gente, mientras los altavoces lanzan los primeros gruñidos.

Bueno, vayan acercándose hasta aquí e inscríbanse pagando tan solo unos dólares de plata. Justo aquí. Eso es, muy bien. ¿Cómo dice, señorita? Bien, de acuerdo. Sí, señor. Sí, sí, ahora mismo. ¿Jessie? ¿Lo tienes…? Sí, sí, ahora mismo. Jess y los suyos ponen la casa a disposición de todo aquel que quiera echarle un vistazo. Un detalle muy bonito. A ver si podemos tener rápidamente un poco de música por aquí, pero es imprescindible que todos se inscriban antes de que empiecen los sorteos. ¿Cómo dice, señor? ¿Perdón? Sí señor, así es. Es lo más justo para todos, primero pujaremos por la parte y después tendremos la posibilidad de pujar por el todo. Ahora abarca ambos lados de la carretera, pasa por el arroyo hasta aquellos árboles enormes que se ven al otro lado e incluso va un poco más allá. Sí señor. Ahora mismo trataremos ese asunto.

Se arqueaba, señalaba, sonreía. Sujetaba el micrófono con una mano. La voz del subastador resonaba apagada, superflua entre los pinos de la cresta de la colina. Un espejismo de voces diversas, un coro fantasmal entre las viejas ruinas.

Ahora sí que hay buenos árboles por esta zona. Árboles buenos de verdad. Los cortan desde hace más de quince o veinte años y por eso todavía no han crecido lo suficiente, pero miren aquí. Mientras ustedes están acostados por la noche, estos árboles no paran de crecer. Sí señor. Palabra de honor. Este terreno tiene grandes expectativas de futuro. En ningún otro lugar del valle encontrarán mejores expectativas de futuro. Este es el sitio idóneo. Amigos, no pueden imaginarse el porvenir que les ofrece un trozo de terreno como este. Yo mismo lo compraría si me quedara algo de dinero. Imagino que sabrán que todo el dinero que tengo lo invierto en fincas. Todo lo que gano procede de fincas. Si tuviera un millón de dólares invertiría hasta el último centavo en la propiedad en un plazo de noventa días. Y saben de sobra que se obtienen grandes beneficios. De verdad, una parcela de terreno como esta les proporcionará el diez por ciento del dinero invertido, o tal vez más, puede que hasta el veinte por ciento. El dinero que tienen en el banco ese de ahí abajo no les dará tanto, y eso lo saben. El tipo de inversión más seguro es el de la propiedad, es decir, la tierra. Ustedes saben que un dólar ya no vale lo que solía valer. Puede que un dólar tan solo valga cincuenta centavos dentro de un año y ustedes lo saben; sin embargo, la propiedad no hace más que revalorizarse, revalorizarse y revalorizarse.

Amigos, hace seis años, cuando mi tío compró los terrenos de Prater, todo el mundo le desaconsejaba. La granja le costó diecinueve mil quinientos, pero solía decir: Sé lo que hago. ¿Y sabéis lo que pasó? Pues sí señor, la vendió por treinta y ocho mil. No me extraña, unos terrenos como estos… Hay que realizar unos cuantos arreglos porque está todo un poco descuidado, esa es la verdad. Pero seguro que obtendrán el doble del dinero invertido. La propiedad es la forma más segura de invertir el dinero, sobre todo en este valle. Tan segura como el dólar. Y estoy diciendo la pura verdad.

Entre los pinos las voces salmodiaban una letanía perdida para a continuación cesar. De repente surgió un murmullo entre la multitud. El subastador había entregado el micrófono a otro hombre, que dijo:

Pégale un grito al ayudante del sheriff que hay un poco más allá, C B.

El subastador le hizo una señal con la mano y se acercó con resignación al hombre que se encontraba enfrente de él. Era pequeño, iba rasurado de mala manera y sostenía un rifle.

¿Qué quieres, Lester?

Ya te lo he dicho. Lárgate inmediatamente de mi propiedad, ¡joder! Y llévate a estos idiotas contigo, replicó con su ronca voz.

Cuidado con lo que dices, Lester. Hay mujeres presentes.

Me importa una mierda quién esté presente. Estos terrenos no son de tu propiedad.

Pues claro que lo son. ¡Maldita sea!

Ya te encerraron una vez por esto. Imagino que no querrás que te encierren otra vez por lo mismo. El sheriff anda por aquí cerca, así que lleva cuidado.

Me importa una mierda dónde esté el sheriff. Y vosotros, ¡cabrones, largaos de mi propiedad, joder! ¿Me habéis oído?

El subastador estaba en cuclillas en la parte trasera del camión mientras se miraba los zapatos y se entretenía quitándose un trozo de barro seco de la vira. Sonrió de nuevo al devolverle la mirada al hombre del rifle y dijo:

Lester, será mejor que te controles un poco si no quieres que te metan en una habitación acolchada.

El hombre dio un paso atrás mientras sostenía el rifle con una mano. Estaba prácticamente en cuclillas y levantó la mano que tenía libre con los dedos extendidos en dirección a la gente, como si pretendiera decirles que se echaran hacia atrás.

¡Bájate del camión!, gruñó.

El hombre del camión escupió y lo miró con los ojos entrecerrados.

¿Qué es lo que pretendes, Lester? ¿Dispararme? Yo no soy el que te ha arrebatado los terrenos. Ha sido el condado. A mí simplemente me contrataron para que realizara la subasta.

¡Bájate del camión!

Detrás de él, los músicos parecían piezas de porcelana de un puesto de feria de tiro al blanco.

Está loco, C B.

C B dijo:
Lester, si quieres dispararme, hazlo aquí mismo, porque no voy a salir corriendo.

Lester Ballard ya no pudo sostener la cabeza recta después de aquello. Le debieron romper el cuello de una forma u otra. Yo no vi que Buster le golpeara, solo le vi yacer en el suelo. Yo estaba con el sheriff. Lester se encontraba tirado en el suelo al tiempo que miraba a todo el mundo con los ojos bizcos y con una terrible hinchazón en la cabeza; estaba en el suelo y sangraba por los oídos. Buster todavía estaba ahí de pie sujetando el hacha. Se lo llevaron en el coche del condado y C B pudo continuar con la subasta como si no hubiera ocurrido nada, pero lo que sí dijo es que el incidente provocó que algunas personas no pujaran más, y esto fue quizá lo que Lester había planeado en un principio, no lo sé. John Greer era de un poquito más arriba, del condado de Grainger. Dice que no declaró en su contra, aunque en realidad sí lo había hecho.

Fred Kirby estaba sentado en cuclillas en el jardín delantero, justo al lado de la llave del agua donde solía sentarse, mientras esperaba a que llegase Ballard. Este permanecía en medio de la carretera y lo miraba fijamente. De repente le dijo:

¡Hola, Fred!

Kirby levantó la mano y lo saludó.

Sube, Lester.

Ballard se acercó hasta el borde del repecho y dirigió su mirada hacia donde Kirby se encontraba sentado.

¿Te queda algo de whisky?

Puede que me quede algo.
¿Me pones un trago?

Kirby se levantó.

Te pagaré la próxima semana.

Kirby volvió a ponerse de nuevo en cuclillas.

Te pagaré mañana, dijo Ballard.

Kirby giró la cabeza hacia un lado, se sujetó la nariz entre el pulgar y el índice y se sonó soltando unas gotas de mocos amarillos en el césped, después se limpió los dedos en la rodilla. Su mirada se perdía entre el paisaje.

No puedo, Lester.

Ballard se medio volvió para ver lo que estaba mirando allá a lo lejos, pero no había otra cosa que las mismas montañas de siempre. Movió la pierna y metió la mano en el bolsillo.

¿Quieres que hagamos un trueque?

Vale. ¿Qué tienes?

Tengo esta navaja.

Déjame ver.

Ballard abrió la navaja y la lanzó hacia el repecho donde se encontraba Kirby. Se clavó en el suelo cerca de su zapato. Kirby la observó durante un instante, se agachó y la cogió y limpió la hoja en la rodilla y miró el nombre que tenía inscrito. La cerró, la abrió de nuevo y cortó un pequeño trozo de la suela de su zapato.

Me la quedo, le contestó.

Se levantó y se metió la navaja en el bolsillo y cruzó la carretera en dirección a la cresta de la colina.

Ballard observaba cómo este buscaba por los límites del terreno, mientras soltaba patadas a los arbustos y a la madreselva. Miró hacia atrás una o dos veces. Ballard contemplaba las colinas azuladas.

Después de un rato Kirby volvió, pero no traía consigo el whisky, por lo que le devolvió a Lester la navaja.

¿No lo has encontrado?

No.

Pues vaya mierda.

Pillaré algo un poco más tarde. Creo que estaba borracho cuando lo escondí.

¿Y dónde lo escondiste?

No lo sé. Pensé que podría encontrarlo sin ningún problema, pero seguramente no lo puse donde creía haberlo puesto.

Maldita sea.

Si no lo encuentro, tendré que ir a por más. Ballard se guardó la navaja en el bolsillo y se volvió para irse en dirección a la carretera.

Todo lo que quedaba del retrete eran unos cuantos trozos de tablones carcomidos sobre los que crecía el musgo con fuerza y que yacían hundidos en un agujero poco profundo, donde brotaban hierbajos formando enormes mutaciones. Ballard pasó al lado y se fue a la parte trasera del granero, donde encontró un claro entre matas de estramonios y solanos, se agachó y cagó. Un pájaro cantaba entre los cálidos y polvorientos helechos. Después alzó el vuelo. Se limpió con un palo y se levantó y se subió el pantalón que tocaba el suelo. Las moscas verdes no tardaron en encaramarse por su negra y rugosa deposición. Se abrochó los pantalones y se metió de nuevo en la casa.

Tenía dos habitaciones y cada habitación tenía dos ventanas. En la parte trasera había un muro de maleza tan alto como los aleros de la casa. En la parte delantera había un porche y más maleza. Desde la carretera, a unos cuatrocientos metros de distancia, los viajeros podrían divisar el tejado destartalado y grisáceo y la chimenea, nada más. Tiró al suelo el avispero que colgaba de una esquina del porche. Las avispas comenzaron a salir de una en una y se fueron volando. Ballard se metió dentro y comenzó a barrer el suelo con un trozo de cartón. Recogió los periódicos viejos y limpió las boñigas de los zorros y de las comadrejas, así como los trozos de barro arcilloso que se habían caído del techo con los restos de las cascarillas de crisálidas. Cerró la ventana y el cristal de la izquierda se desprendió del marco seco sin apenas hacer ruido y cayó en sus manos. Lo colocó en el alféizar.

Dentro de la chimenea había un montón de ladrillos y de argamasa y también medio morillo de hierro. Lanzó los ladrillos fuera, se limpió el polvo de las manos y de las espinillas y estiró el cuello para ver el interior de la chimenea. Una araña colgaba en un trozo de luz legañosa. Olía a tierra rancia y a humo viejo. Hizo una bola con los periódicos y los puso en el interior de la chimenea y les prendió fuego. Se quemaron lentamente. Pequeñas llamas chisporroteaban y devoraban los bordes y los extremos de los periódicos. Estos se ennegrecían y se rizaban a la vez que se estremecían, mientras la araña descendía por un hilo. Finalmente, descansó sobre el suelo ceniciento de la chimenea al que se aferró con firmeza. Pasado el mediodía un colchón de cutí manchado, pequeño y fino, vadeó el estero y se dirigió hacia la cabaña. Descansaba sobre la cabeza y los hombros de Lester Ballard cuyas palabrotas, apagadas por los rosales silvestres y las zarzamoras, nadie oía.

Una vez dentro de la cabaña, tiró de golpe el colchón, lo que provocó una enorme polvareda que se expandió en pequeñas nubes por las tablas huecas del suelo y después se desvaneció en el aire. Ballard se levantó la camisa y con ella se limpió el sudor de la frente y la cabeza. Tenía la pinta de un tarado. En la oscuridad de aquel cuarto vacío solía tener a su alrededor todo aquello que poseía. Encendió una lámpara y la puso en el centro del cuarto y se sentó con las piernas cruzadas ante ella. Ensartó varias rodajas de patatas en una percha y las puso al fuego de la lámpara mientras la sujetaba. Una vez se hubieron ennegrecido las sacó del alambre con la navaja y las puso en un plato, pinchó una, la sopló y la mordió. Estaba sentado con la boca abierta tomando y tirando aire, la patata se acunaba en los dientes inferiores. Maldijo la patata por estar demasiado caliente mientras se la comía. Sabía a aceite de carbón, estaba podrida en el medio.

Después de comerse la patata se lió un cigarrillo y lo encendió con el tembloroso cono de gas que salía por el borde de la lámpara; estaba allí sentado chupando el humo y tirándolo en círculos a través de los labios, de los orificios nasales, mientras se entretenía en arrojar las cenizas con el dedo meñique sobre el dobladillo de los pantalones. Extendió los periódicos que había amontonado con anterioridad y comenzó a farfullar al tiempo que silabeaba con los labios. Eran crónicas sobre gente que había muerto hacía mucho tiempo, acontecimientos que ya habían sido olvidados, anuncios de especialidad medicinal y de venta de ganado. No paró de fumarse el cigarrillo hasta que este no era más que una colilla quemada casi convertida en cenizas. Apag

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