Caligrafía de los sueños

Juan Marsé

Fragmento

1. La señora Mir y las vías muertas

1

La señora Mir y las vías muertas

Torrente de las Flores. Siempre pensó que una calle con este nombre jamás podría albergar ninguna tragedia. Desde lo alto de la Travesera de Dalt inicia una fuerte pendiente que se va atenuando hasta morir en la Travesera de Gracia, tiene cuarenta y seis esquinas, una anchura de siete metros y medio, edificios de escasa altura y tres tabernas. En verano, durante los días perfumados de fiesta mayor, adormecida bajo un techo ornamental de tiras de papel de seda y guirnaldas multicolores, la calle alberga un grato rumor de cañaveral mecido por la brisa y una luz submarina y ondulante, como de otro mundo. En las noches sofocantes, después de la cena, la calle es una prolongación del hogar.

Todo esto sucedió hace muchos años, cuando la ciudad era menos verosímil que ahora, pero más real. Poco antes de las dos de la tarde de un domingo del mes de julio, el sol esplendoroso y un súbito chaparrón se funden durante unos minutos dejando suspendida en el aire una luz encrespada, una transparencia erizada y engañosa a lo largo de la calle. Este verano está siendo muy caluroso y la piel negruzca de la calzada se calienta tanto a esta hora que la llovizna se evapora antes de llegar a tocarla. Sobre la acera del bar-bodega Rosales, cuando ya el chubasco ha pasado, una barra de hielo dejada allí por la camioneta de reparto y mal envuelta en una arpillera empieza a fundirse bajo el sol inclemente. No tarda en salir el gordo Agustín, el tabernero, con un cubo y un punzón, y, en cuclillas, se apresura a trocear la barra.

Al filo de las dos y media, un poco más arriba del bar y en la acera de enfrente, en el tramo de la calle más propenso al espejismo, la señora Mir sale del portal 117 corriendo visiblemente conturbada, como si escapara de un incendio o de alguna alucinación, y se planta en medio de la calzada en zapatillas y con su blanca bata de enfermera mal abrochada, sin cuidado de enseñar lo que no debe. Durante unos segundos parece no saber dónde está, girando sobre sí misma y tanteando el aire con las manos, hasta que, quieta y con la cabeza gacha, suelta un grito largo y ronco, como salido del vientre, que poco a poco deviene en suspiros y termina en maullidos de gatito. Camina un trecho calle arriba dando traspiés y luego se para, se gira buscando en el entorno algún apoyo, y acto seguido, cerrando los ojos y cruzando las manos sobre el pecho, se agacha replegándose sobre sí misma lentamente, como si en ello encontrara un sosiego o un alivio, hasta recostarse de espaldas sobre los raíles del tranvía incrustados en lo que queda del viejo adoquinado.

Vecinos y algunos viandantes ocasionales, pocos y cansinos a esta hora y en este tramo alto de la calle, no dan crédito a lo que ven. ¿Qué le ha dado de repente a esta mujer? Estirada sobre las vías cuan larga es, que no es mucho, con las rodillas rechonchas y soleadas en la playa de la Barceloneta asomando por la bata entreabierta, con los ojos cerrados y los pies tan juntitos calzados con zapatillas de raso de borlas no muy limpias, ¿qué demonios se propone? ¿Hay que suponer que quiere acabar con su vida bajo las ruedas de un tranvía?

—¡Victoria! —chilla una mujer desde la acera—. ¡¿Qué haces, desgraciada?!

No obtiene respuesta. Ni siquiera un parpadeo. Enseguida se forma en torno a la yacente un grupito de curiosos, la mayoría temiendo ser víctimas de una broma macabra. Un anciano tantea con su bastón la generosa cadera varias veces, como si no acabara de creerse que esté viva.

—Eh, usted, ¿qué bobada es esa? —refunfuña, hostigándola—. ¿Qué diablos se propone?

Dar que hablar, como siempre, pensará más de una convecina: qué no haría esta pelandusca para llamar la atención de su hombre. Cuarentona rubia de chispeantes ojos azules, de natural expansiva y muy popular en el barrio, la gordita señora Mir, que había sido Dama Enfermera formada en un Colegio de la Falange y ahora ejercía como sanadora y quinesióloga de profesión, según decían sus tarjetas de visita, había dado y seguía dando bastante que hablar a causa de sus atrevidas manos aplicando friegas corporales y aplacando ardores diversos, ambiguas destrezas que propiciaban frecuentes devaneos amorosos, sobre todo desde que su marido, ex alcalde de barrio muy mandón y bravucón, había sido recluido en el sanatorio de San Andrés a finales del año anterior. En el bar bodega Rosales, las habilidades manuales de la señora Mir siempre se habían comentado con burlón regocijo, cuando no con despiadado sarcasmo, pero con todo, verla tumbada panza arriba en medio de la calle parodiando un suicidio o deseándolo de verdad, llevada tal vez por un trastorno mental, pero tan firme y decidida en su postura, verla allí tirada en el arroyo con su carita redonda de piel muy clara orlada de rizos y con los morritos atolondrados, siempre sobrados de carmín, superaba cualquier expectativa. Parecía toda ella tan entregada, tan convencida de su fin inminente y horrible bajo la rueda que iba a cercenar su cuello, que costaba creer que tanta serenidad y tan laborioso afán descansara sobre una descomunal incongruencia. Algo terrible y a la vez risible, en efecto, se estaba cociendo debajo de aquellos rizos oxigenados, porque, aunque la primera impresión de los transeúntes, viéndola recostada sobre los raíles con las manos cruzadas sobre el pecho, había sido una mezcla de estupor y de compasión, la terrible escena, contemplada ahora fríamente, era para echarse a reír, pues nadie en sus cabales habría imaginado un dislate semejante, una muerte por atropello más imposible. Años atrás, esa postración habría suscitado mucha más alarma y hasta gritos de horror, y acarreado tal vez consecuencias fatales —aunque, pensándolo bien, la lentitud del tranvía girando en ese tramo lo haría muy improbable—, pero es que hoy sencillamente nada de eso podía ocurrir de ninguna de las maneras, dado que la señora Mir parecía haber olvidado un detalle importante: el raíl sobre el que su cabecita anhelaba el sueño de la muerte, y el otro raíl paralelo sobre el que descansaban sus generosas pantorrillas, era lo único que quedaba en esta calzada del antiguo trazado de la vía, dos barras de acero laminado de apenas un metro de largo cada una, herrumbrosas y casi enterradas entre un bloque de adoquines. Hacía mucho tiempo que la calle había sido asfaltada en su totalidad, pero, inexplicablemente, respetaron ese pequeño tramo adoquinado de unos tres metros de ancho y con los dos pedazos de riel engastados. En el último palmo de su breve y truncada trayectoria calle abajo, los carriles muertos iniciaban un leve giro a la derecha, disponiéndose a doblar la próxima esquina. Eran el testimonio mudo de una ruta abolida y olvidada. Nadie en el barrio sabría explicar por qué no fueron arrancados en su día junto con el resto del trazado vial, qué razón o qué sinsentido dejó abandonados allí esos hierros para que se fueran oxidando y hundiendo un poco más cada día junto con la sucinta muestra del desaparecido empedrado, pero ahora la pregunta más pertinente, la que se hacen algunas vecinas, es:

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos