El informe de Brodie

Jorge Luis Borges

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Los últimos relatos de Kipling fueron no menos laberínticos y angustiosos que los de Kafka o los de James, a los que sin duda superan; pero en 1885, en Lahore, había emprendido una serie de cuentos breves, escritos de manera directa, que reuniría en 1890. No pocos —“In the House of Suddhoo”, “Beyond the Pale”, “The Gate of the Hundred Sorrows”— son lacónicas obras maestras; alguna vez pensé que lo que ha concebido y ejecutado un muchacho genial puede ser imitado sin inmodestia por un hombre en los lindes de la vejez, que conoce el oficio. El fruto de esa reflexión es este volumen, que mis lectores juzgarán.

He intentado, no sé con qué fortuna, la redacción de cuentos directos. No me atrevo a afirmar que son sencillos; no hay en la tierra una sola página, una sola palabra, que lo sea, ya que todas postulan el universo, cuyo más notorio atributo es la complejidad. Sólo quiero aclarar que no soy, ni he sido jamás, lo que antes se llamaba un fabulista o un predicador de parábolas y ahora un escritor comprometido. No aspiro a ser Esopo. Mis cuentos, como los de Las mil y una noches, quieren distraer o conmover y no persuadir. Este propósito no quiere decir que me encierre, según la imagen salomónica, en una torre de marfil. Mis convicciones en materia política son harto conocidas; me he afiliado al Partido Conservador, lo cual es una forma de escepticismo, y nadie me ha tildado de comunista, de nacionalista, de antisemita, de partidario de Hormiga Negra o de Rosas. Creo que con el tiempo mereceremos que no haya gobiernos. No he disimulado nunca mis opiniones, ni siquiera en los años arduos, pero no he permitido que interfieran en mi obra literaria, salvo cuando me urgió la exaltación de la Guerra de los Seis Días. El ejercicio de las letras es misterioso; lo que opinamos es efímero y opto por la tesis platónica de la Musa y no por la de Poe, que razonó, o fingió razonar, que la escritura de un poema es una operación de la inteligencia. No deja de admirarme que los clásicos profesaran una tesis romántica, y un poeta romántico, una tesis clásica.

Fuera del texto que da nombre a este libro y que manifiestamente procede del último viaje emprendido por Lemuel Gulliver, mis cuentos son realistas, para usar la nomenclatura hoy en boga. Observan, creo, todas las convenciones del género, no menos convencional que los otros y del cual pronto nos cansaremos o ya estamos cansados. Abundan en la requerida invención de hechos circunstanciales, de los que hay ejemplos espléndidos en la balada anglosajona de Maldon, que data del siglo diez, y en las ulteriores sagas de Islandia. Dos relatos —no diré cuáles— admiten una misma clave fantástica. El curioso lector advertirá ciertas afinidades íntimas. Unos pocos argumentos me han hostigado a lo largo del tiempo; soy decididamente monótono.

Debo a un sueño de Hugo Rodríguez Moroni la trama general de la historia que se titula “El Evangelio según Marcos”, la mejor de la serie; temo haberla maleado con los cambios que mi imaginación o mi razón juzgaron convenientes. Por lo demás, la literatura no es otra cosa que un sueño dirigido.

He renunciado a las sorpresas de un estilo barroco; también a las que quiere deparar un final imprevisto. He preferido, en suma, la preparación de una expectativa o la de un asombro. Durante muchos años creí que me sería dado alcanzar una buena página mediante variaciones y novedades; ahora, cumplidos los setenta, creo haber encontrado mi voz. Las modificaciones verbales no estropearán ni mejorarán lo que dicto, salvo cuando éstas pueden aligerar una oración pesada o mitigar un énfasis. Cada lenguaje es una tradición, cada palabra, un símbolo compartido; es baladí lo que un innovador es capaz de alterar; recordemos la obra espléndida pero no pocas veces ilegible de un Mallarmé o de un Joyce. Es verosímil que estas razonables razones sean un fruto de la fatiga. La ya avanzada edad me ha enseñado la resignación de ser Borges.

Imparcialmente me tienen sin cuidado el Diccionario de la Real Academia, “dont chaque édition fait regretter la précédente”, según el melancólico dictamen de Paul Groussac, y los gravosos diccionarios de argentinismos. Todos, los de éste y los del otro lado del mar, propenden a acentuar las diferencias y a desintegrar el idioma. Recuerdo a este propósito que a Roberto Arlt le echaron en cara su desconocimiento del lunfardo y que replicó: “Me he criado en Villa Luro, entre gente pobre y malevos, y realmente no he tenido tiempo de estudiar esas cosas”. El lunfardo, de hecho, es una broma literaria inventada por saineteros y por compositores de tangos y los orilleros lo ignoran, salvo cuando los discos del fonógrafo los han adoctrinado.

He situado mis cuentos un poco lejos, ya en el tiempo, ya en el espacio. La imaginación puede obrar así con más libertad. ¿Quién, en 1970, recordará con precisión lo que fueron, a fines del siglo anterior, los arrabales de Palermo o de Lomas? Por increíble que parezca, hay escrupulosos que ejercen la policía de las pequeñas distracciones. Observan, por ejemplo, que Martín Fierro hubiera hablado de una bolsa de huesos, no de un saco de huesos, y reprueban, acaso con injusticia, el pelaje overo rosado de cierto caballo famoso.

Dios te libre, lector, de prólogos largos. La cita es de Quevedo, que, para no cometer un anacronismo que hubiera sido descubierto a la larga, no leyó nunca los de Shaw.

J. L. B.

Buenos Aires, 19 de abril de 1970

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