Prólogo
Monasterio de San Disibodo,
Renania, año 1118
Maitines
La luna del lobo aún iluminaba el monasterio cuando un grito despertó la noche de su sopor de sueño. Hildegard se asustó. Saltó del lecho. Tenía frío y se apoyó en el muro de su celda. Salió al claustro. El monasterio era como una fortaleza recia y bien construida. La oscuridad se rompía unos segundos con la luz de la luna antes de volver a las tinieblas, entre los grandes árboles que custodiaban la entrada como guerreros. Parecía una ciudad amurallada entre dos torreones, con edificios a los lados terminados en ángulo en torno a una iglesia con una torre de pizarra en punta. Era un monasterio de rotundas y sólidas piedras rectangulares edificado en la cumbre de un monte boscoso, a los pies del cual discurría un río. El agua gris se confundía con la niebla. La presencia de la luna dibujaba unos contornos borrosos. El rocío de la noche había humedecido la hierba. Hildegard cruzó el jardín intentando seguir el grito desgarrado que había oído. La tierra estaba removida. Destrozadas las anémonas, pisados los narcisos y el macizo de margaritas. Hildegard reprimió un sollozo con las dos manos. ¿Qué había pasado?, se preguntó asustada. Oyó voces. Se acercó y acarició apenada las flores maltrechas. Entre los pétalos distinguió un trozo de tela de un hábito como el suyo. Tiró de él y empezó a excavar. La tierra había manchado el paño. Rascó más, con rabia y premura. Y entonces la vio. Era chiquita, como un gatito menudo, y rompió a llorar despavorida. La sacó con fuerza y el aire llenó los pulmones de aquel diminuto ser que aún conservaba fuerza suficiente para vivir.
Hildegard se quitó con brusquedad el velo y envolvió el cuerpecito frío y casi insensible. Oyó unas pisadas que se alejaban precipitadamente de allí. Siguió el rastro dejado en la tierra y encontró una azada apoyada en el muro. Gritó pidiendo ayuda, pero nadie pareció oírla.
«La niña es de ella —pensó—. Sí, es de Isobella.»
¿Dónde estaba Isobella?
Corrió con la niña en brazos. El claustro le pareció muy largo. Llegó a la celda sofocada, donde apartó a las monjas que al fin habían acudido al oír sus gritos. Dejó al bebé en manos de una novicia y entró en la celda de Isobella.
Se la veía serena y hermosa. Perfecta. Su cuerpo desnudo estaba tendido en el suelo. No había signos de violencia. Isobella parecía dormir plácidamente, envuelta en olor de verbena.
Estaba muerta.
Hildegard, que nunca había visto un cuerpo desnudo, sintió cierta turbación. La cara de Isobella tenía un rubor suave, como si ella también se avergonzara de su desnudez. Hildegard se preguntó por qué había dejado su vestido sobre el lecho. ¿Por qué había elegido ese vestido, el vestido de novia de su madre?
El cuello se mostraba esbelto y frágil. Sus senos eran como los del canto de Salomón, dos cervatillos gemelos. La estrecha cintura se desdibujaba al acercarse al hoyuelo que marcaba el principio del pubis. La joven monja sintió una punzada en el bajo vientre. Las piernas estaban ligeramente abiertas, como señalando la entrada a su cueva secreta. El vello rojizo parecía un puñado de hierbas menudo en medio de un lago. Hildegard estaba sola. Podía rozar la entrada. Se arrodilló ante el cuerpo desnudo y acarició la piel. Aún estaba caliente. Su mano rozó el pecho esperando que los pezones dormidos despertaran con el contacto. Sus dedos buscaron la entrada de aquella gruta. Fueron unos interminables segundos que la dejaron en una eterna vigilia.
Cuando el resto de las religiosas llegaron a la celda de Isobella, Hildegard había cubierto su cuerpo desnudo con la capa del hábito que utilizaban en las vísperas.
Isobella era virgen.
Hildegard salió precipitadamente de la celda. Sentía una terrible desazón. Quería arrancarse el pelo. La cabeza le dolía terriblemente, pero no podía ir a la cocina para coger un jarro de agua. Necesitaba preparar su mezcla, la mezcla que le daba descanso. No tenía tiempo de pensar. Los pensamientos ocupaban demasiado sitio.
Isobella muerta.
Isobella desnuda.
Sonó el tañido de una campana. Había fallecido una novicia.
Hildegard mordió con rabia unas hojas de verbena. Las mascó con fuerza y se frotó la frente con más hojas de verbena que guardaba bajo la almohada. Se restregó hasta que el dolor de la sien se confundió con la rojez de la piel.
Se sentó sofocada sobre el lecho meditando con desesperación acerca de la virginidad de Isobella. La virginidad de una mujer que había sido madre. No había posibilidad para lo imposible. La maternidad era humana, la naturaleza humana era una creación de Dios, y Dios había hecho dos sexos para que se complementaran y crearan la vida. Así se decidió al principio del mundo. Así fue y así sería siempre.
—Lo he visto —repetía en voz baja—. Lo he sentido en mis dedos.
No había podido nacer una vida de Isobella.
Las lágrimas desbordaron sus ojos. No podía sufrir más. Empezó a mecerse como una niña, intentando alejar de su corazón el dolor. Y, rezó: «O quam preciosa est virginitas / virginis huius / que clausam portam habet et cuius viscera / sancta divinitas calore suo / infudit, / ita quod flos in ea crevit». («Qué preciosa es la virginidad / de esta virgen / que tiene la puerta cerrada, / y en cuyo vientre / la santa divinidad / infundió su calor / para que en ella creciera la flor.»)
Repetía sus propias palabras. Las había escrito para la Virgen, Madre de Dios. Pero… Isobella. Isobella era virgen y era madre. La niña. ¿De quién era la niña?
Avergonzada, Hildegard pensó que tenía que recobrar la compostura. Pero su boca asustada se movía y rezaba en un murmullo. Cantaba monótonamente las estrofas que había escrito tiempo atrás, mucho antes de que llegase Isobella al monasterio. Se enjugó las lágrimas con rabia. Una monja no lloraba. Pero los recuerdos se agolpaban en su memoria. Isobella y su pelo rubio rojizo, escarlata dorado, como el suyo. Ambas debían de descender de la dinastía de los Barbarroja, el emperador de la rizada barba grana. Hildegard se deleitaba mirándose en la luna de un espejo y viendo su cabello. Nunca permitiría que sus hermanas se cortaran el pelo. Una esposa de Dios tenía que estar hermosa. Isobella…
Isobella era la amada del Cantar de los Cantares. La amada que siempre espera al esposo. Isobella, la niña que recogía con amor las plantas que ella le pedía, la niña que seleccionaba las hojas, la que contaba los pétalos de las flores y la miraba ruborizada cuando se sentía observada por ella. «Siempre estaré donde tú estés», pensó Hildegard mientras lloraba desesperadamente. Quizá ella, con sus ojos terrenales, veía a Isobella cuando escribió: «¡Oh, la más hermosa, la más dulce, / cómo se deleitó Dios en ti, / cuando en ti puso el abrazo de su calor!».
Se sujetó las rodillas y volvió a mecerse con la cara mojada de lágrimas… «ita quod Filius eius / de te Lactatus est» («para que su Hijo / fuera amamantado»).
PRIMERA LUNA

Yo, Hildegard, estuve rodeada de lunas desde mi nacimiento. Las lunas danzaban sus noches en el cielo estrellado y yo soñaba con mis amadas lunas envuelta en su luminosa presencia. La luna ahuyentaba mis miedos, acariciaba las flores que recogía, predecía mi futuro, hacía girar los signos del zodíaco para mí y transformaba el poder de las plantas. Borraba la envidia que me rodeaba y me hacía más bella ante los poderosos. Encendía mi imaginación con colores púrpuras, rojos, naranjas y verdes.
Y la luna me abrió el corazón de la sabiduría. Aunque, a veces, no supe interpretar los sueños envueltos en luz de luna.
Esta noche he soñado con un unicornio que se quedaba quieto en el claro de una luna azul. Mientras lo miraba iba entrando dentro de sus ojos hasta quedarme en un estado sensual de inconsciente abandono. Al despertar sentí su voluptuosa presencia. Desde mi lecho aún veía los pálidos reflejos de la luna. Quise levantarme para que los ojos de Isobella no miraran al unicornio, porque su belleza atraía. El unicornio se enamoraba de las doncellas vírgenes. Volví a dormirme y en sueños llegué al claro de luna donde el unicornio había cerrado los ojos para descansar. Y, yo, Hildegard, arranqué su cuerno poderoso para poder curar a los que su veneno de amor atacaba. El unicornio se despertó cuando le arrancaba su poder y me sonrió.
—Soy la luna —me dijo.
Y ya no sé qué pasó.
Isobella no estaba.
Roma, en la actualidad
Niebla sobre Fiumicino. El avión había sobrevolado dos veces Roma. No se veía la ciudad eterna. Arañando las nubes asomaba un círculo fino de luna que desentonaba en aquel algodón negro y denso. Era medio anillo dibujado con precisión, como la corona dorada que pintan sobre los santos. «Un buen presagio», pensó Samuel mientras recostaba la cabeza en el asiento.
Intentó ponerse cómodo. Era 2 de diciembre. Pronto llegaría Navidad. Desde que se había ordenado sacerdote, la Navidad le dolía y, en cambio, le gustaban las fiestas, más paganas, del Año Nuevo. El año nuevo solar le llevaba a otras culturas, a otros dioses y a civilizaciones remotas. Con el tiempo había descubierto que Dios, el Dios en quien creía, era un ser extraño. Dios, su Dios, no le producía ni temor ni amor. Era el que era y estaba donde estaba, al margen de su pensamiento.
Miró su rostro desdibujado en la oscura ventanilla. Tenía treinta y siete años y una cara proporcionada, enmarcada por un cabello castaño revuelto. Lo que más resaltaba en su rostro, y él lo sabía muy bien, eran sus ojos azul claro. Unos ojos melancólicos que aquella tarde chisporroteaban, contentos.
Tenía sed.
Sus recuerdos de Roma, quizá porque aquella otra vez era agosto, eran el calor, los gatos y los edificios descascarillados. De aquel viaje rememoraba con placer una cerveza helada tomada en una trattoria sin nombre. El vaso en la que se la sirvieron tenía forma de bota.
—Te vas a poner las botas —le dijo su amigo.
Aquel día estaba emocionado. Era un buen historiador, un teólogo brillante y un escritor de éxito. Sus estudios sobre el medievo y las cruzadas habían entrado en las listas de los libros más vendidos en Bélgica, Austria y Alemania. Estaba satisfecho de su trabajo como catedrático en la universidad, pero lo de ahora era distinto. Lo más trascendental y lo mejor era que alguien importante había reparado en sus clases y en sus libros. Alguien que estaba situado muy arriba los había encontrado interesantes. Se sentía halagado. Había llegado a la cumbre desde el punto de vista profesional. Incluso desde el punto de vista sacerdotal.
Eran las siete y diez de la tarde cuando aterrizó el avión. Llovía mucho y se perdonó a sí mismo, como siempre, por pedir un taxi hasta el Vaticano. Pensaba recuperar Roma con la oscuridad de la noche. En el trayecto no sintió ninguna emoción. Tuvo la sensación de que palacios, monumentos, santos, dioses, ídolos y cruces estaban sorprendidos y se escondían en cada rincón de las calles y avenidas. Cuando entró en la via della Conziliazione de la Ciudad del Vaticano, la calle ya estaba oscura. Se intuía alguna luz pálida en las pequeñas ventanas. Dejó su maleta en recepción y fue paseando hasta la plaza de San Pedro. Vacía, toda entera para él. Le pareció más pequeña que otras veces, y sintió frío. Se subió el cuello de la chamarra y se alejó de allí enseguida para buscar un sitio donde comer algo. Dos restaurantes acogían a unos turistas rezagados que estaban tomando una cena rápida y visiblemente tenían ganas de irse. Una heladería a punto de cerrar anunciaba helados de colores. Pensar en un cucurucho de limón se le antojó de mal gusto y se le quitó el hambre. Compró una lata de Coca-Cola y se sentó en un banco de piedra en medio de las dos calles, tan largas como los muros del Vaticano. Sus ojos estaban envueltos en piedra negra, una piedra que sería gris al día siguiente. Aquella misma oscuridad era la que sentía Samuel en su interior.
Monseñor Manuel Santa Coloma le había llamado el viernes al mediodía. Samuel sabía una cosa acerca de él de la que casi nadie en el mundo estaba enterado: Manuel Santa Coloma era el director del Archivo Secreto Vaticano.
—Queremos encargarle un trabajo y nos gustaría contar con su presencia el martes a las once de la mañana —le había dicho.
Era lunes y la cita era allí, en el Vaticano. Samuel se preguntó si hablaba en nombre de un grupo de personas pertenecientes a la misma alcurnia vaticana que él, o si simplemente se le había pegado el «nos» mayestático del Papa.
De repente, Samuel se dio cuenta de que estaba cerca de la tumba de san Pedro y que en realidad aún no sabía para qué.
El martes a primera hora subió por una escalera de mármol blanca. Era de caracol, casi transparente, tan luminosa que dañaba los ojos. Un pasillo, dos. No sabría encontrar él solo la salida. Adaptó su paso largo a la minuciosa cadencia del sacerdote que le acompañaba. Era delgado y llevaba una sotana que parecía recién estrenada. Una sotana negra. ¿Por qué las religiosas tenían que vestir el hábito? ¿Por qué llevaba él sotana el día que se ordenó? Nunca le había gustado ese distintivo eclesial. Abandonó la sotana casi al principio de su dedicación a Dios. Era una costumbre medieval. Se mantenía la ropa de los fundadores de las órdenes religiosas sin que la Iglesia tuviera en cuenta que el mundo cambiaba con nuevos avances, modas, descubrimientos científicos. No se podía detener el tiempo, pero muchas veces y en diversas cuestiones la Iglesia prefería ignorarlo. Le molestaba ser distinto en un mundo de iguales. Había dejado de ir en metro porque se sentía observado: realmente él era distinto. Totalmente distinto a los que viajaban con él. Quizá, rectificó, no fue tan mala idea que la Iglesia vistiera a sus elegidos de distinta forma.
Él, estaba seguro, había sido elegido por Dios.
El cura, con una sonrisa cordial, le guiaba entre arcos y patios sin aparentemente sentirse incómodo. Samuel, durante aquel trayecto, hubiese sido capaz de decir cualquier tontería para romper el silencio, como: «¿Por dónde se va a la Capilla Sixtina?», pero no era el momento más oportuno.
La mañana del día anterior, cuando había hecho la maleta, había elegido la ropa que pensaba ponerse para la entrevista. Su uniforme habitual de catedrático, chamarra y vaqueros, sólo le serviría para el viaje. Con esmero, para que no se arrugara, enrolló una revista, la sujetó con una goma y fue adaptando alrededor un pantalón de franela gris. Dobló una americana azul marino y una camisa azul cielo. No consideró la posibilidad de ponerse corbata. Hacía casi tres años que no la usaba. Limpió unos mocasines negros hasta que brillaron como el día que los estrenó, los metió en sendas bolsas de tela, y junto con dos slips, el neceser, tres chocolatinas y un libro, tuvo listo el equipaje. Hubiese cabido en una mochila, pero que llegara todo arrugado no entraba en sus cálculos. Debía ser considerado y mostrar que era capaz de valorar aquella primera cita vaticana. Sin embargo, sí entraba en sus planes la lluvia, que era bastante previsible en aquella época del año. Así que, debajo del brazo, llevaba una gabardina.
Esa mañana se había afeitado con esmero. El pelo mojado le daba el aspecto serio que quería aparentar, aunque sólo conseguía ir peinado cuando salía de la ducha.
Llegaron a una dependencia ostentosa y bella, como todo el entorno, con las puertas patinadas de blanco y los junquillos dorados. Techos altísimos, muebles relucientes, como recién estrenados.
—Espere aquí, padre Beyhe.
Padre. ¡Cuánto tiempo sin que le llamaran padre! En la universidad los títulos se habían olvidado, y hacía muchos años que los había reemplazado el trato de usted.
—Siéntese. Monseñor Santa Coloma está despidiendo una visita. Enseguida le atenderá.
Samuel se quedó de pie en una sala dorada con una bóveda pintada con angelotes y nubes azules. Quizá fueran querubines de Rafael, pero no le gustaban los ángeles con aquellas ridículas alas de cisne blanco pegadas a la espalda. ¿Quién inventaría los ángeles? Desechó la idea. Se dio la vuelta y comprobó que a la altura de la cabeza unos espejos formando hexágonos salientes rodeaban las seis paredes de la sala. Había tres puertas. Los espejos reflejaban el oro de las paredes y Samuel se veía repetido infinidad de veces. Se vio hasta el último detalle de la cara. Le sorprendió observar un gesto temeroso en su rostro reflejado, y se sentó para no sentirse tan acompañado de sí mismo. Se miró los zapatos, que descansaban sobre la mullida alfombra azul con dibujos de flores rojas y azules.
La sala parecía un sagrario gigantesco. Se asombró de la semejanza, aunque aquella comparación le pareció una falta de respeto. Las seis columnas que sostenían la bóveda estaban pintadas con hojas y rosas. Los pétalos eran tan perfectos que daban ganas de aspirar el olor de las flores.
En el interior de aquella estancia, donde parecía que en cualquier momento iba a entrar Mozart para interpretar un estudio de piano, Samuel, curiosamente, se notó más alto. Faltaban ventanas. Necesitaba encender un cigarrillo. Incómodo, se echó hacia atrás el pelo. Realmente estaba nervioso. Tocó la pared. Era de madera dorada, tan dorada que parecía que acababan de poner el pan de oro, como en los budas orientales. Lujo, riqueza: la Iglesia.
Tosió. No sabía si llevaba esperando mucho tiempo, o si su inquietud dilataba los segundos. Pensó que estaba siendo un tonto, un inocente colegial emocionado porque alguien «importante» lo había convocado a una reunión. En realidad, pensó, debería haberle fastidiado que no le aclarasen de antemano los motivos de aquella cita. Estaba en el Vaticano y se sentía perdido, como si el mundo se hubiera olvidado de él. «Samuel Beyhe, un cura austríaco, apareció consumido en una sala del Vaticano que nunca se utilizaba. Nadie sabe cómo pudo llegar allí, porque las puertas estaban cerradas con llave por fuera.» Estaba sofocado.
—Padre Beyhe, monseñor le espera en su despacho —dijo un cura de repente. No era el mismo que le había hecho de guía desde la entrada.
Le siguió y cruzó otra sala grande con artesonados de madera oscura. Parecía una secretaría noble. Había a los lados tres mesas de trabajo con ordenadores, una impresora, baldas con carpetas y archivos apilados. Dos sacerdotes, también con sotana, trabajaban ajenos a la visita. No había ventanas y la luz era artificial. Se oía el timbre de un teléfono. Samuel saludó, pero comprendió que nadie iba a devolverle el saludo, así que siguió al sacerdote que le precedía. Entró en un salón despacho rectangular de enormes dimensiones. Había numerosos velones que, junto con la luz del día que entraba por dos ventanas, hacían muy luminosa la estancia. Antes de haber tenido tiempo de analizar mentalmente dónde se encontraba, Samuel vio ante sí a un sacerdote impresionante.
—Samuel Beyhe, es un placer tenerle aquí. ¿Le ha gustado el hotel? Queremos que se encuentre a gusto entre nosotros.
—Todo perfecto. —Samuel sonrió contagiado por la cordialidad agradable de monseñor Manuel Santa Coloma. Aunque interiormente volvió a fastidiarle su actitud, casi servil. Era obvio que se sentía adulado, que iban a sacarle lo que les diera la gana. Si es que querían de verdad algo de él.
—¿Un espresso?
—Estupendo.
Monseñor sacó del bolsillo una cajetilla de Camel, se la tendió y le invitó a sentarse en un tresillo al lado de unas ventanas por donde se veía la cúpula de San Pedro.
—Es mi vicio. Aunque en todo el Vaticano no fume nadie, aquí, me temo que está prohibido no fumar.
Samuel aceptó un cigarrillo con un suspiro de alivio. Le gustó esa heterodoxia. Manuel le ofreció fuego y se recostó aspirando la primera bocanada de humo. Alzó la vista por encima del cigarrillo y vio al fondo una mesa de despacho dorada con un sillón también dorado decorado con primorosas filigranas. Sobre la mesa, una escribanía labrada, dos marcos de fotos, carpetas cerradas, cubiletes con bolígrafos y lápices. Dos mesas auxiliares, una con teléfonos y otra con un ordenador.
—Y bien. Se preguntará y yo qué pinto aquí. Conocemos su gran prestigio entre los alumnos de teología en la Universidad de Lovaina y hemos pensado que sus estudios medievales, sus conocimientos y, no lo olvidemos, sus éxitos literarios y editoriales —puntualizó, como si esto último le produjera a monseñor una gran admiración— nos pueden servir de enorme ayuda. Porque debo decirle que la Iglesia necesita su colaboración.
Monseñor hablaba subrayando con mucho énfasis algunas de sus palabras. En esa sola frase, había dicho con una fuerza especial «éxitos», «enorme» y «colaboración».
Monseñor guardó silencio mientras con un gesto daba las gracias a un sacerdote, aparentemente demasiado joven para trabajar allí, que colocaba las tazas de café sobre la mesa, redonda de mármol negro con patas artesonadas de bronce. Las butacas eran de color marfil con los bordes dorados, tapizadas en rojo. No pretendían ser cómodas. Ni lo eran. Su elegancia destacaba sobre el fondo de caoba de las paredes. Madera hasta el techo con cuadros, artesonados y volutas doradas.
«Sus estudios medievales…» Ya en su juventud, la Edad Media atrapó tanto a Samuel que decidió estudiar, a la vez que Derecho, Filología Románica. Le gustaba adentrarse en aquel tiempo. Allí se sentía como un niño vulnerable, como el niño que había sido. O el que tal vez seguía siendo. Un niño obsesionado con ser el rey Arturo. Sus primeros regalos bélicos —si aquello tenía algo que ver con la guerra— fueron espadas y capas medievales. Una Excalibur. Una espada que surgía de la tierra y que sólo él, Arturo, podía arrancar de ella. Arturo, la Dama del Lago, Merlín, Lancelot y Ginebra. ¿Cómo podía gustarle tanto una historia de infidelidad? Sin embargo, Samuel, por un extraño misterio, salvaba siempre de la hoguera a Ginebra. Y salvaba a Lancelot y a Arturo. Triunfaban la amistad y el amor. Quizá aquella historia de amor de dos era la verdadera historia de Samuel.
—¿Azúcar? —le preguntó monseñor Santa Coloma sacándole de sus recuerdos.
—Dos cucharadas, gracias.
—Yo lo prefiero solo.
Le tendió la taza observando a Samuel con una sonrisa agradable. Samuel no hizo ningún comentario y miró a la pared de la derecha, detrás de la cabeza de monseñor. Era un Vermeer, estaba seguro. La luz, el aire, ese color azulado y dorado sólo podía conseguirlo el minucioso pincel de Vermeer.
—Me gusta el pintor holandés por su precisión —dijo monseñor Santa Coloma al observar la curiosidad de Samuel—. Esa meticulosidad que la crítica subraya cuando habla de los estudios que usted realiza, de sus libros, esa misma precisión es lo que me interesaría que usted pudiera imitar cuando lleve a cabo la misión que voy a encomendarle.
Así que era eso. Querían que abandonase sus temas de siempre y que, obedeciendo la orden del Vaticano, dedicara su tiempo a una investigación que en muchos sentidos le apartaría de su especialidad. Monseñor se levantó de la butaca y le invitó a hacer lo mismo para acercarse al cuadro.
—Mire, se ve hasta la luz de la ventana del molino. —Volviéndose hacia la imagen de al lado, continuó—: También es particularmente interesante este dibujo en sanguina de Leonardo. Es mi mejor adquisición desde que me instalé aquí. Son, como puede imaginarse, del Vaticano, y estos dos de ahí los pintó Sandro Botticelli.
Samuel, un gran amante de Botticelli, admiró un fauno y una sirena que se miraban sobre unas rocas con una plácida playa detrás. Era una obra totalmente desconocida para él. Pero Samuel se quedó con la boca abierta ante un cuadro de aproximadamente sesenta centímetros.
—Es Judit. El Regreso de Judit a Betulia.
—Este cuadro es más hermoso que el que está en la Galería de los Uffizi.
—Es casi exacto. Judit…
Samuel recordó la primera vez que vio aquel cuadro en Florencia, el retrato de una mujer que seguía produciéndole un tembloroso placer. Sintió la necesidad de tocar aquel vestido de gasa liviana y apretar las guirnaldas de flores. Se contuvo y sostuvo la mirada de la joven, que se dirigía a un lado de la puerta. Finalmente, temeroso, Samuel acarició el lienzo y después se rozó la cara con el dorso de la mano. Estaba emocionado.
—Le ha impresionado.
—Judit es un personaje que me fascina. Klimt, por ejemplo, es un genio captando la fuerza misteriosa de esta mujer.
—Sin embargo, para Botticelli no es una mujer fatal. Es inocente, una mujer inocente, víctima del poder. Cuentan que nunca vendió este cuadro, ni siquiera lo tenía a la vista de los posibles compradores que se acercaban a su estudio para hacerle un encargo.
Samuel miró los ojos de aquella hermosa mujer y enseguida acudieron a su cabeza ideas atropelladas. Un borbotón de ideas confusas que buscaban sitio en su mente. Dios mandó a Judit que salvara a… Y la Iglesia le pedía a Samuel… De nuevo, monseñor lograba que Samuel se sintiera halagado como el niño tímido que había sido. Temió íntimamente la fragilidad que el halago le producía.
—¿Conoce usted a Hildegard de Bingen?
—Una abadesa alemana que… —contestó Samuel, muy sorprendido por la pregunta.
—Era una mística —apuntó monseñor.
Los místicos habían marcado el principio de la vocación de Samuel. Le agradaba releer el Cantar de los Cantares que, como decía un compañero, eran los versos de amor más bonitos jamás escritos, «más apasionados que Veinte poemas de amor y una canción desesperada, de Pablo Neruda». Y con Salomón entró en el lenguaje del amor. La Biblia había sido su libro de cabecera, como si fuese una novela, no un libro inspirado por Dios. Del Cantar de los Cantares, los Salmos y el poético Libro de Ruth llegó a san Francisco de Asís, san Bernardo, santa Teresa y san Juan de la Cruz. Leyó con deleite la vida de los místicos y sus obras. Los poemas le parecían apasionadas cartas de amor a Dios. Pero no conocía a Hildegard de Bingen. Sabía de su existencia y que vivió en Alemania. Pero, para un erudito como él, que un nombre le sonara, que supiera tres o cuatro cosas sobre ella, no era nada. Conocer era una palabra cargada de un sentido muy especial.
—Creo que fue contemporánea de Bernardo de Claraval —dijo, para demostrar que no era un perfecto ignorante. A su pesar, Samuel se dio cuenta de que hacía cosas para congraciarse con aquel hombre que ocupaba un cargo tan relevante en las estructuras de poder del Vaticano. Como el niño que espera la aprobación de su maestro preferido.
—¿Conoce su obra? —volvió a preguntarle monseñor.
—No. Del siglo XII, en mis clases y en mis libros, como sabe, me he centrado en san Bernardo y en su recuperación de la mariología. No he estudiado con detenimiento nada más.
Recordó a san Bernardo, el santo que atraía con su belleza. El santo que secretamente despreciaba a las mujeres. Curiosamente, fue él quien hizo que se recuperara la devoción a la Virgen María. El «Acordaos» que Samuel había rezado como un mantra sufí. Sentía paz al recitarlo. «Acordaos, / oh piadosísima Virgen María, / que jamás se ha oído decir / que ninguno de los que han acudido / a vuestra protección, / implorado vuestra asistencia…»
San Bernardo era desconcertante. Un santo que propuso a la Iglesia la necesidad de crear unos monjes soldados para defender la fe. Para ellos, para los nuevos monjes guerreros, escribió unas normas —la regla del Temple— siguiendo su ideario espiritual. Su corazón deseaba ardientemente la pobreza absoluta. Bernardo creía que ésa era la única forma de entrar en el reino de los cielos y servir a su Dios.
Pobreza, pensó Samuel; miró con desánimo las paredes que le rodeaban y se removió en la butaca.
—¿Sabe que Hildegard fue la primera feminista de la historia?
—No, no lo sabía.
Le pareció que «feminista» era una palabra extraña en labios de monseñor. Muy alejada de la ortodoxia vaticana que por su cargo representaba.
—¿Y sabe que tenía visiones proféticas?
—Siento decepcionarle. Se ha equivocado de persona. Si me ha llamado por algo relacionado con Hildegard de Bingen, voy a desilusionarle. De hecho, jamás me he interesado por ahondar en su figura. Discúlpeme.
Samuel apagó el cigarrillo y miró al obispo, que le observaba con aparente cariño. Tuvo que admitir que aquel monseñor le había gustado desde el momento en que le estrechó la mano para saludarle. Pudo comprobar que, sin ser tan alto como él, se trataba de un hombre alto, fuerte, con una cara angulosa casi perfecta, ojos azules y pelo hacia atrás. Para que no se moviera ni un mechón de su sitio, llevaba algo de gomina, pensó Samuel. Se fijó en que se había levantado la sotana al sentarse, para poder colocar bien la raya del pantalón y que no se arrugara. El pantalón llevaba dobladillo. De las mangas de la sotana asomaban unos puños blancos con unos gemelos de oro con dos raquetas de tenis cruzadas. Los zapatos eran negros y de cordones. Parecían guantes diseñados para el pie. Hechos a mano por un zapatero de Londres, pensó Samuel. Al cruzar las piernas vio que los calcetines de monseñor eran de seda. Su categoría eclesiástica se realzaba con los diminutos botones morados. Samuel siguió estudiando la calma de Santa Coloma. No era calma exactamente, tal vez sólo la fingía, porque observó que asomaba la impaciencia en su piel brillante y húmeda. Le sorprendió que sudara; tenía la cara brillante de sudor. En aquel despacho no hacía calor. Sin embargo, monseñor transpiraba. Un detalle sumamente molesto para Samuel. El sudor, cuando se había ido el verano, era el termómetro del subconsciente. Había en su interlocutor algo extraño que no encajaba. La ansiedad que se manifestaba con el sofoco.
Manuel Santa Coloma se fijó en el escudriño y no movió ni un músculo de su gesto cordial. Samuel intentó volver a sentirse bien. Debía de tener diez años más que él, unos cuarenta y siete, y, sin duda, hacía deporte. Las manos grandes, delgadas y cuidadas. Alguien le hacía la manicura habitualmente.
—Para la Iglesia —continuó monseñor, mirando de frente a Samuel—, Hildegard de Bingen fue una mujer muy especial que ha sido injustamente olvidada. A raíz del novecientos aniversario de su nacimiento, hubo algún congreso y se celebraron conciertos donde se interpretaron sus composiciones. Bingen recuperó cierta actividad turística y se potenciaron sus festivales de música medieval. ¿Le gusta la música?
—La medieval no particularmente —dijo Samuel entrando en el último tema que podía haber imaginado que tratarían antes de sentarse en aquella sala vaticana. No parecía el mejor momento para decir a monseñor que su música favorita era la que cantaba Neil Young, y que a Samuel le costaba imaginar a esa Hildegard a la que no conocía. Meditando en un duermevela de una fracción de segundo, pensó que quizá la abadesa sería, como decía Young: «It’s the woman in you that makes / you want to play this game». (Es la mujer que hay en ti la que hace / que quieras seguir este juego.) Seguir el juego… Hubiese querido mover los pies al son de la canción. La música del artista canadiense le llevaba a una meditación libre, disfrutaba cada nota y cada palabra. Young era un romántico, como él, un hippy solitario sin el misterio de los sesenta que le acompañaba siempre.
—Yo he disfrutado con algunas partituras de arpa —siguió explicando Manuel Santa Coloma— y debo reconocer que las sinfonías de Hildegard me han sorprendido.
—¿También componía música?
—Y muy buena. Se han recopilado sus obras y se celebran conciertos exclusivamente con su música.
—¿Y dice que la Iglesia quiere recuperar su nombre? ¿Puedo preguntarle por qué? —dijo extrañado Samuel, mientras se imaginaba investigando cánticos interminables. ¿Acaso, pensó preocupado, monseñor iba a proponerle que se pusiera a estudiar aquellos sonidos monocordes que a él le parecían inaguantables?
—Vivimos un tiempo en que la mujer está alcanzando el protagonismo que le corresponde dentro de la Iglesia. Creo que Hildegard de Bingen es una monja muy actual que ha sido olvidada. Es injusto tener una mujer valiosa tan escondida.
—¿Y qué puedo hacer yo por ella?
—Queremos que nos ayude a recuperarla —respondió monseñor Santa Coloma levantando las manos y cruzándolas en el aire.
—No sé si soy la persona más indicada, con todos mis respetos…
—Queremos reeditar y popularizar sus obras —prosiguió monseñor haciendo caso omiso de su resistencia—. Hay biografías suyas, pero carecen de profundidad, de seriedad. Están escritas por hagiógrafos, y ya sabe que éstos, al ser especialistas en las vidas de los santos, adornan los hechos con historias que no son reales.
—Como los evangelios apócrifos —apuntó Samuel.
—Algo así. En sus libros dicen de ella cosas como que los pájaros le hablaban y que los cabellos y el paño de su hábito curaban enfermedades.
—¿Qué hay de cierto en ello?
—Poco, pero no es eso lo que buscamos. Por ejemplo, sus cuadros son fascinantes. Las iluminaciones que acompañan a sus manuscritos son bellísimas y muy precisas, son ilustraciones en las que mostraba sus visiones.
—¿Y los escritos? Recuerdo haber leído en alguna parte que se conservan algunas cosas —siguió preguntando Samuel, cada vez más atónito. Todo aquello estaba bien, pero no parecía sensato que estuvieran contándoselo a él, precisamente. ¿No se habían enterado en el Vaticano de que la ciencia era una actividad cada vez más especializada, y que por muy interesante que fuera Hildegard y por mucho que de repente al Vaticano le interesara hacerle justicia, él no era ni sería nunca la persona más indicada para estudiar su vida y sus escritos, sus dibujos ni sus composiciones?
—Algunos de sus tratados de medicina todavía se estudian actualmente. Sus métodos curativos con plantas siguen utilizándose en herboristería. Dicen que fue la primera mujer médico de la historia.
—Es curioso. —Samuel se mordió la lengua. Temió que monseñor confundiera su desinterés por otra cosa. Pero pensó que el tono de sus últimas palabras le había delatado.
Monseñor le ofreció otro cigarrillo a Samuel, que rehusó por cortesía. Santa Coloma encendió uno para él con parsimonia.
—También fue la fundadora del primer monasterio de mujeres de la historia de la Iglesia.
—Me da la impresión —añadió Samuel, esforzándose por parecer interesado— que me está hablando de otra santa Teresa.
—Yo también pienso que es equivalente. A la santa de Ávila que, además, como usted sabe, es doctora de la Iglesia, la tenemos en gran consideración.
—¿Hildegard fue teóloga? —preguntó Samuel algo avergonzado por su ignorancia respecto a la religiosa alemana—. Espero que disculpe mi desconocimiento absoluto.
Sin embargo, a él le gustaba santa Teresa y,