El ocaso de Roma y otros relatos

Valerio Massimo Manfredi

Fragmento

Eutiquio Crescencio Severo era uno de los hombres más notables de la ciudad, un aristócrata descendiente de los primeros fundadores de la colonia Augusta Taurinorum, un personaje de relieve, que podía presumir de descender de un fundador de rango senatorial de la época de los emperadores Flavios.

Aquel año cumplía sesenta y siete años, una edad considerable para alguien que había pasado en la vida no pocas peripecias y que trabajaba todavía en el campo aunque no lo necesitase en absoluto. Se trataba de una persona chapada a la antigua, como los personajes sobre los que leía en una preciosa edición de Tito Livio conservada religiosamente en la capsa de nogal envejecido que guardaba en su cuarto de trabajo, con los cuatro Evangelios, las Confesiones de Agustín, la Apología de Tertuliano y una veintena de otras obras, entre ellas una que le era especialmente querida: el De reditu de Rutilio Namaciano.

Tenía una casa en la ciudad, por la parte de la puerta oriental, un edificio de sobrio exterior pero de confortable interior, con una sala de baños expuesta al sur que recibía los rayos del sol hasta bien entrado septiembre y era también agradable durante todo el invierno.

Se veía con los amigos, iba al mercado y a comprar simiente y aperos para su hacienda agrícola; el domingo asistía a misa en la catedral, junto a los de su condición, de pie en torno al presbiterio, mientras los otros —mercaderes, tenderos, campesinos y siervos— estaban más atrás en la nave, hasta los últimos bancos, cerca de la puerta de entrada.

Hacia febrero comenzaban los mercados de ganado, y de nuevo se dejaba ver junto con su colono para comprar alguna buena res a fin de mejorar la calidad de sus rebaños, tanto de ovejas como de ganado mayor. A veces, aunque sufriera un poco de ciática, montaba a caballo y salía a cazar con los batidores y los perros que le aguardaban siempre en una cabaña de la linde del encinar que había a lo largo del río. Iba a cazar el jabalí con venablo y jabalinas, y de ordinario volvía con alguna pieza cobrada que marinar cuidadosamente para quitarle el sabor a caza y mandar luego unos buenos trozos a sus amigos de la ciudad.

Con la llegada de la primavera, cuando empezaban a derretirse las nieves, Eutiquio volvía a su propiedad campestre y a sus ocupaciones predilectas: limpiar las colmenas, quitar los parásitos si los había, preparar las vides, podar, hacer los injertos de las variedades nuevas. Su hacienda era una de las más grandes de toda la región y tenía en su interior la villa, las dependencias para los siervos, las cuadras, los talleres en los que los hábiles artesanos fabricaban y reparaban herramientas agrícolas, muebles, cerraduras. La villa pertenecía a su familia desde hacía cuatro siglos y la parte más antigua, en la que recibía a sus huéspedes, conservaba todavía los mosaicos de motivos mitológicos, con silenos enguirnaldados de racimos que vendimiaban en una viña laberíntica que cubría el pavimento entero. Aquella propiedad era una especie de mundo aparte en el que seguían aún vigentes las reglas de los antepasados y las tradiciones eran celosamente custodiadas. El seto que la rodeaba no solo marcaba el límite de una propiedad agrícola. Era también, en realidad, un limes, casi una frontera del Estado.

No viajaba mucho, pero justo ese año, tras haberlo pospuesto largo tiempo, decidió visitar Roma. Como cristiano y como romano. Una doble peregrinación, por consiguiente. En efecto, se dirigió al Vaticano para rendir honores a la tumba del príncipe de los apóstoles. Fue un largo y comprometido viaje que exigió más de dos semanas y una escolta de una veintena de hombres armados. Se alojó en casa de unos viejos amigos en Dertona, Piacenza y Bolonia, mientras que durante el resto del trayecto se hospedó en las hostelerías para los peregrinos en parte copiadas de las viejas mansiones del antiguo cursus publicus en ruinas desde hacía tiempo.

Tras la visita a la basílica de San Pedro fue a tributar un homenaje al Senado, que se reunía en el Palacio Capitolino, cerca del foro.

Ahora, el ya antiguo centro de la ciudad se hallaba en un estado de abandono, los rebaños eran llevados a pastar entre los restos monumentales de una grandeza pasada y en su mayor parte olvidada. Y los propios senadores, exponentes de las familias más nobles de la ciudad, le parecieron unos espectros. Su lenguaje seguía evidenciando el tono y la altanería de un poder que en realidad no existía desde hacía ya mucho tiempo y que se remitía a una idea que había sobrevivido a sí misma, a un concepto de la res publica que los acontecimientos habían vaciado de todo contenido.

Eutiquio Crescencio Severo era consciente de vivir en una época provisional, una época en la que se esperaba la vuelta del Redentor, en la que todo era pasajero; sabía que el Imperio había muerto bajo el peso de sus errores, y sin embargo seguía sintiéndose romano. Pero ¿qué significaba eso? ¿Acaso era el formar parte de la Iglesia de Roma o se trataba de un modo de ser, de pensar, de recordar?

Tras la audiencia en el senado había descendido la colina capitolina hacia el foro y se había sentado sobre un fragmento de mármol para admirar la puesta de sol. Era una tarde tranquila de principios de otoño, las golondrinas revoloteaban en las alturas, preparándose para emigrar, por encima de las copas de los pinos que descollaban entre los muros del Palatino; al fondo, desde la mole del Coliseo, llegaba el sonido de unos mugidos de bueyes. Pensó en Virgilio y en sus poemas bucólicos: al menos algo había quedado de todo aquello. Era como si en aquel valle de mármoles candentes regresase de nuevo la atmósfera de los orígenes, la de las cabañas de Rómulo y de Numa, y experimentó cierto alivio. Después de todo, quizá el final no fuese inminente si la historia volvía a empezar desde el principio, si la hierba resplandecía entre los mármoles erosionados, si las flores se abrían entre las losas de la vía Sacra.

Algunos templos conservaban aún reconocible su forma originaria y Eutiquio pensaba: «¡Durante cuántos siglos ha acudido la gente a estas gradas y columnas para ofrecer sacrificios a unos ídolos de piedra y de madera que no sentían ni oían, que no tenían poder alguno, sin darse cuenta de ello!». Pero ¿era cierto, después de todo? Le venían a la mente las palabras de Simaco en la famosa disputa con san Ambrosio por el altar de la Victoria: «¿Qué importa el camino por el que cada uno busca la Verdad? Existen muchos caminos para llegar al gran misterio». Tal vez no era cierto, después de todo, que los ídolos paganos eran disfraces del demonio, tal vez se trataba tan solo de intentos graduales de llegar a la Verdad, senderos que morían en el bosque, pero senderos al fin y al cabo, rastros que llevaban a la base del arco iris, allí donde se descubría que el arco iris carecía de base.

Mientras meditaba de ese modo, el sol se había puesto y la oscuridad había invadido el valle. Vio pasar una sombra, luego otra y otra más, que atravesaban el camino y subían las gradas de un templo. Poco después brilló un fuego y una voluta de humo subió hacia el cielo azul en el que asomaban las primeras estrellas. Se distinguieron de las formas humanas sentadas alrededor del fuego al pie de la columnata que se iluminaba de rojo, en medio de dos muros improvisados y bajo una modesta techumbre. Una familia se estaba preparando al fuego una exigua cena. Una pobre gente que no podía permitirse una casa había encontrado refugio entre las columnas del templo. Se vio al poco brillar otro fuego más arriba, en las pendientes del Palatino, y luego un tercero y un cuarto, hasta que el campo entero de ruinas estuvo constelado de punto

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