Novelas

Flannery O'Connor

Fragmento

1

Hazel Motes se inclinaba hacia adelante en el asiento de felpa verde, mirando un minuto la ventanilla como si quisiera tirarse del tren en marcha, y al minuto siguiente el final del pasillo hacia la otra punta del vagón. El tren avanzaba raudo entre las copas de los árboles que desaparecían a intervalos y dejaban ver el sol, muy rojo, al borde de los bosques allá a lo lejos. Más cerca, los campos arados se curvaban perdiéndose de vista y los pocos cerdos que hozaban en los surcos eran como enormes piedras manchadas. La señora Wally Bee Hitchcock, sentada enfrente de Motes en el mismo compartimento, dijo que para ella las primeras horas de un atardecer como aquel eran las más bonitas del día, y le preguntó si no pensaba lo mismo. Era una gorda con doble cuello y puños rosa cuyas piernas en forma de pera colgaban del asiento del tren sin tocar el suelo.

Él la miró de reojo y, sin contestarle, se inclinó hacia adelante y recorrió otra vez con la vista todo el vagón. Ella se dio la vuelta para comprobar qué había de aquel lado, pero lo único que vio fue un niño asomado a uno de los compartimentos y, cerca del extremo del vagón, el mozo que abría el armario donde se guardaban las sábanas.

—Supongo que vas para tu casa —dijo ella volviéndose otra vez en su dirección. A la mujer no le pareció que él tuviera más de veinte años, pero sobre el regazo llevaba un sombrero negro y tieso, de ala ancha, un sombrero de esos que usan los viejos predicadores del campo. Vestía un traje de un azul estridente y todavía llevaba la etiqueta del precio grapada en la manga.

No le contestó ni apartó la vista de lo que fuese que estuviera mirando. El saco de lona a sus pies era un macuto del ejército y la mujer concluyó que el muchacho había estado en el ejército, que lo habían licenciado y que ahora se iba para casa. Quiso acercarse para fijarse cuánto le había costado el traje, y en vez de eso, se sorprendió echándole miradas furtivas a los ojos, como si tratara de ver en ellos. Eran del color de la cáscara de las pacanas y estaban muy hundidos. El contorno del cráneo era marcado y visible bajo la piel.

Se sintió molesta, hizo un esfuerzo por no prestarle más atención y miró de reojo la etiqueta del precio. El traje le había costado once dólares con noventa y ocho centavos. Tuvo la impresión de que aquello lo definía y entonces, como fortalecida para seguir con su escrutinio, lo miró otra vez a la cara. La nariz se asemejaba al pico de un alcaudón y una arruga vertical le bajaba a ambos lados de la boca; llevaba el pelo como si estuviera permanentemente aplastado debajo del sombrero grueso, pero lo que más le llamaba la atención eran sus ojos. Parecían engarzados y eran tan profundos que, para ella, eran casi como pasadizos que llevaran a algún lugar, y se inclinó hacia adelante en el espacio entre los dos asientos tratando de ver dentro de ellos. El muchacho se volvió de repente hacia la ventanilla y luego, casi con idéntica brusquedad, clavó otra vez la vista en el mismo lugar de antes.

Miraba al mozo. Cuando él se había subido al tren, el mozo se encontraba entre dos vagones: un hombre corpulento con la cabeza calva y amarilla. Haze se había detenido y el mozo le había echado una ojeada y había apartado la vista para indicarle con los ojos en qué vagón debía entrar. Al ver que no se movía, el mozo le dijo, irritado: «A la izquierda, a la izquierda», y Haze había avanzado.

—No hay como estar en casa —dijo la señora Hitchcock.

Él le echó una mirada y vio su cara de torta, rojiza, bajo un casquete de pelo color zorro. La mujer se había subido dos paradas antes. Nunca la había visto hasta ese momento.

—Tengo que ir a ver al mozo —dijo él.

Se levantó y fue hasta el final del vagón donde el mozo se había puesto a preparar una litera. Se detuvo a su lado y se apoyó en el brazo de un asiento, pero el mozo no se fijó en él. Bajaba una pared del compartimento del principio del vagón.

—¿Cuánto tarda en preparar una?

—Siete minutos —contestó el mozo sin mirarlo.

Haze se sentó en el brazo del asiento y dijo:

—Yo soy de Eastrod.

—Pues eso no está en esta línea —le aclaró el mozo—. Se equivocó de tren.

—Voy a la ciudad —dijo Haze—. Dije que me crié en Eastrod.

El mozo se quedó callado.

—Eastrod —repitió Haze, más alto.

El mozo bajó la cortina de un tirón y le preguntó:

—¿Quiere que le haga la litera ahora mismo? ¿O para qué está ahí parado?

—Eastrod —insistió Haze—. Cerca de Melsy.

El mozo bajó un lateral del asiento.

—Yo soy de Chicago —le dijo. Bajó el otro asiento. Al agacharse la nuca le asomó en tres pliegues.

—Sí, seguro —dijo Haze con una sonrisa maliciosa.

—Está usted en medio del pasillo. Vendrá alguien y va a querer pasar —dijo el mozo, se volvió y pasó rozándolo.

Haze se levantó y se quedó quieto un instante. Era como si lo sujetasen por una cuerda que le saliera en mitad de la espalda y colgara del techo del tren. Observó al mozo avanzar pasillo abajo con un leve tambaleo controlado y desaparecer en la otra punta del vagón. Sabía que era un negro de los Parrum, de Eastrod. Regresó a su compartimento, se sentó hecho un ovillo y apoyó un pie en un tubo que había debajo de la ventanilla. Eastrod le ocupó la cabeza entera y salió más allá y ocupó el espacio que se abría desde el tren y llegaba a los campos vacíos y ensombrecidos. Vio las dos casas y el camino color herrumbre y las pocas barracas de los negros y el único granero y el establo con el anuncio blanco y rojo del rapé CCC desconchándose en la pared del costado.

—¿Vas para tu casa? —le preguntó la señora Hitchcock.

La miró con cara de pocos amigos y se sujetó el sombrero negro por el ala.

—No, no voy a mi casa —contestó con voz aguda y acento nasal de Tennessee.

La señora Hitchcock dijo que ella tampoco. Le contó que antes de casarse se apellidaba Weatherman y que iba a Florida a visitar a Sarah Lucile, su hija casada. Dijo que le parecía que nunca había tenido tiempo de hacer un viaje tan largo. Tal como ocurrían las cosas, una detrás de la otra, daba la impresión de que el tiempo volara tan deprisa que ya no sabías si eras joven o vieja.

Haze pensó que si llegaba a preguntárselo, le diría que era vieja. Al cabo de un rato dejó de prestarle atención. El mozo volvió a pasar pasillo arriba sin mirarlo. La señora Hitchcock perdió el hilo y le preguntó:

—Imagino que irás a visitar a alguien, ¿no?

—Voy a Taulkinham —dijo, se pegó bien al asiento y miró por la ventanilla—. No conozco a nadie de ahí, pero voy a hacer cosas.

»Voy a hacer cosas que nunca hice —dijo y la miró de reojo y torció ligeramente la boca.

Ella dijo que conocía a un tal Albert Sparks de Taulkinham. Dijo que era el cuñado de su cuñada y que era…

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