Todo se mueve

Alfonso Albacete

Fragmento

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LIBERTAD

La libertad no se compra, se roba. Laura era un espíritu libre. No obstante, cada día salía de trabajar a las ocho y media de la tarde. Cada día caminaba hasta su casa recorriendo la calle Preciados hasta la Puerta del Sol, subiendo luego por Carretas, deteniéndose en los cines Ideal para mirar la cartelera, y siguiendo hasta Tirso de Molina para desembocar en Lavapiés. Cada día, lloviera copiosamente, cayera calabobos, hiciera un frío de tundra o un calor seco y arenoso, ella repetía el mismo recorrido, tardando exactamente el mismo tiempo. Nunca lo había cronometrado, pero si lo hubiera hecho el resultado habría sido igual, segundo más segundo menos. Seguía siempre ese idéntico ritual, era un animal de costumbres, como la mayoría de la especie humana, pero ese día todo fue diferente.

Eran apenas las cuatro de la tarde y se dirigía apresuradamente por los pasillos de unos grandes almacenes hacia la salida. Vestía una llamativa chaqueta de cuero y unos vaqueros ajustados que le marcaban una figura espectacular. Más que guapa, era una mujer con personalidad, con carácter. De niña habría preferido pertenecer al género masculino, pero ahora, a sus veintidós años, estaba muy feliz en su papel de joven independiente y poco femenina, de mujer capaz de tomar la iniciativa en cualquier momento y resolver las cosas con mayor acierto que cualquier hombre.

La libertad no se compra, se roba. El secreto está en que nadie se percate de ello. Ser libre significa también carecer de responsabilidades que te aten y coarten esas ansiadas ganas de volar. Ser libre es huir de relaciones que aprisionan, que ahogan los sueños hasta convertirlos en pesadillas. Laura era todo lo libre que puede llegar a ser una joven de hoy.

Caminaba presurosa. Al llegar a la salida y atravesar el dispositivo de seguridad, se disparó una alarma, lo que activó el protocolo de control y vigilancia del centro comercial. Un guardia de seguridad la localizó al instante y la chica, al verse sorprendida, echó a correr como alma que lleva el diablo. La adrenalina le recorría todo el cuerpo, era consciente del riesgo, pero no le importó. El placer de ir contra lo establecido era superior al bochorno de ser sorprendida in fraganti; además, aquel hurto menor, por lo menos en su cabeza, estaba más que justificado esta vez.

Corrió por Preciados intentando no chocar con los numerosos transeúntes que deambulaban por la calle peatonal. El guardia, veloz, casi le pisaba los talones, pero ella logró sacar fuerzas y aumentar su velocidad hasta llegar a la calle Mayor, cruzar zigzagueante entre los taxis, meterse por las callejuelas peatonales del centro y camuflarse entre los turistas. Dobló una esquina y se detuvo para ver si había logrado escapar de aquel perro de caza. Viéndose fuera de peligro, recobró el aliento y caminó tranquilamente hasta detenerse tras uno de los arcos de la plaza Mayor. Se quitó la chaqueta y la revisó. Efectivamente, un pequeño dispositivo antirrobo escondido en un bolsillo le había pasado desapercibido. Decidida, sacó de su bolso un aparatito especial para desprender etiquetas de seguridad de las prendas. La quitó y guardó el chisme, ya tendría ocasión de volverlo a utilizar. La libertad no se compra, se roba, aunque a veces el corazón te lata tan desbocado que conseguir acompasarlo tenga su precio.

No deseaba ver a nadie. Subió directamente a su casa, fue a la cocina, abrió el grifo y se llenó un vaso de agua que se bebió de un trago; la carrera la había dejado sedienta. Sentía rabia, aunque, para ella, quedarse sin empleo en ese momento no era más que un contratiempo; hasta ahora nunca había pasado más de una semana entre un trabajo y otro y, en el peor de los casos, siempre podría ayudar a su padre en la librería, cosa que prefería no hacer. Bastante tenía con seguir viviendo con él a pesar de sus más de veinte años y su mismo mal humor; menos mal que la casa era grande. Miró el aparador y vio una foto descolorida de una mujer montada en una bicicleta. Sin dudarlo, la guardó en un cajón.

El hombre ha nacido libre, la mujer tiene que luchar por su libertad cada día de su vida. Así pensaba Hiba. Ella, hija de padre árabe, Karim, y madre española, había logrado sobrevivir heroicamente a los conflictos que puede producir esa mezcla cultural. No le importaba definirse como feminista, pero lo cierto es que odiaba cualquier etiqueta, sobre todo si esta surgía desde la burla o se usaba como discriminación.

Feminista o no, Hiba opinaba que era necesario desmontar la idea que se tenía del género masculino y el femenino, no porque fueran iguales sino porque, tal como estaban definidos tradicionalmente, chocaban con la realidad provocando un desencuentro entre ambos y limitando la libertad.

Odiaba la mera idea de ser controlada por alguien, la sumisión a la que como mujer debía someterse, según su padre musulmán, o la obediencia que tendría que acatar sin rechistar, según su abuela católica. Soledad, que así se llamaba la madre de su madre, era quien la había cuidado desde que esta murió siendo ella una criatura. Muy a pesar de lo que dijera o pensara, la abuela siempre había hecho lo que le había dado la gana sin tener que dar explicaciones a nadie. Bueno, a nadie menos a Dios, a quien le confesaba, a través de un sacerdote, todos sus pecados por muy nimios que fueran. Como buena cristiana, el simple hecho de desprenderse de ellos la libraba de esa gran culpa que acarrea el cometerlos. Hiba la admiraba. Para ella era una feminista encubierta, aunque su educación la hubiera llevado a pensar equivocadamente que la diferencia de roles entre hombres y mujeres era, más que biológica, cultural.

Hiba había aprendido a mantener el equilibrio en la cuerda floja de ese circo donde le había tocado vivir gracias a la lectura y a sus amigas Laura y Lisa. Juntas tenían la sensación de ser más fuertes.

El hombre ha nacido libre, Hiba tenía que luchar por su libertad cada día mientras servía en el café árabe de su padre.

Había empezado el buen tiempo. La primavera se había adelantado ese año más que ningún otro, y Karim decidió que ya era el momento de montar la terraza exterior. En la acera en cuesta, unas cuantas mesas y sillas de aluminio plateadas servían para reunir a los clientes habituales, en su mayoría árabes. A algunos los conocía desde pequeña, a otros los había visto incorporarse a la comunidad más tarde, llegados de Marruecos, Ceuta o Melilla.

—¡Tú, niña! ¡Ven a tomarte algo! ¿Por qué no te vienes conmigo detrás del café? Aprovecha, tu padre está dentro y no se va a enterar —le propuso Quentin, un joven árabe con acento francés.

Tenía que soportar ese trato cada día. A Quentin lo conocía de sobra y sabía la evidente atracción que el muchacho siempre había sentido por ella. Alto, delgado, de rostro anguloso y tez bronceada, con unos impenetrables ojos verdes, casi del mismo color que los de Hiba, era consciente de su atractivo y lo explotaba de forma equivocada. A ella le resultaba torpe y vulgar.

«No hay nada menos excitante que una actitud machista», pensó. Cuando Quentin u otro joven se dirigía a ella de esa forma, por su cabeza pasaban los rostros de infinidad de mujeres maltratadas. Confundir el amor con la posesión, el deseo con la violencia, la seducción con el insulto, estaba muy lejos de su idea de lo que debería ser una relación.

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