Contenido
Portada
Dedicatoria
Mapa
Lema
LIBRO PRIMERO
1922
Aquel náufrago anglicano
A la hora acordada
Amistad
Ahora bien...
A dar una vuelta por ahí
Asamblea
Arqueologías
Adviento
LIBRO SEGUNDO
1923
Addendum
1924
1926
LIBRO TERCERO
1930
Artes de Aracne
Acudir a una cita por la tarde
Alianza
Absenta
Addendum
1938
Ajustes
Ascenso y descenso
Addendum
1946
Arrebatos, antítesis y un accidente
Addendum
LIBRO CUARTO
1950
1952
1953
LIBRO QUINTO
1954
Avanzar como Aquiles
Arrivederci
Adultez
Anuncio
Anécdotas
Asociación
Antagonistas, frente a frente(y una absolución)
Apoteosis
A MODO DE EPÍLOGO
A continuación...
Anónimo
Créditos
Para Stokley y Esmé
Lo recuerdo muy bien.
El visitante llegó a pie
y habitó un tiempo entre nosotros:
una melodía con la falsa apariencia de un puma.
Pero ¿qué fue de nuestro propósito?
Contesto esta pregunta
como tantas otras,
desviando la mirada
mientras pelo una pera.
Doy las buenas noches con una reverencia
y salgo por el balcón al sencillo esplendor
de otra primavera templada.
Esto es lo único que sé:
no se perdió entre las hojas de otoño de la Plaza de Pedro.
No está entre las cenizas de los cubos de basura del Ateneo.
Ni en las pagodas azules de vuestras bonitas chinoiseries.
No está en las alforjas de Vronski;
ni en la primera estrofa del soneto xxx,
ni en el veintisiete rojo...
«¿Qué ha sido de él?» (versos 1-19)
Conde Aleksandr Ilich Rostov, 1913
21 de junio de 1922
COMPARECENCIA DEL CONDE ALEKSANDR ILICH ROSTOV
ANTE EL COMITÉ DE EMERGENCIA DEL COMISARIADO
POLÍTICO DE ASUNTOS INTERNOS
Presiden: Camaradas V.A. Ignátov,
M.S. Zakovski, A.N. Kósarev.
Por la acusación: A.Y. Vyshinski.
Fiscal Vyshinski: Diga su nombre.
Rostov: Conde Aleksandr Ilich Rostov, condecorado con la Orden de San Andrés, miembro del Jockey Club, Jefe de Cacería.
Vyshinski: Puede quedarse sus títulos; no nos interesan para nada. Limítese a confirmarnos si es usted Aleksandr Rostov, nacido en San Petersburgo el veinticuatro de octubre de mil ochocientos ochenta y nueve.
Rostov: Sí, soy yo.
Vyshinski: Antes de comenzar, permítame observar que no recuerdo haber visto jamás una chaqueta adornada con tantos botones.
Rostov: Gracias.
Vyshinski: No era ningún cumplido.
Rostov: En ese caso, exijo una satisfacción en el campo del honor.
(Risas.)
Secretario Ignátov: ¡Silencio en la sala!
Vyshinski: ¿Domicilio actual?
Rostov: Suite trescientos diecisiete del Hotel Metropol, Moscú.
Vyshinski: ¿Desde cuándo vive allí?
Rostov: Me alojo en el hotel desde el cinco de septiembre de mil novecientos dieciocho. Es decir, desde hace casi cuatro años.
Vyshinski: ¿Profesión?
Rostov: No es propio de caballeros tener profesión.
Vyshinski: De acuerdo. Entonces, dígame, ¿a qué dedica su tiempo?
Rostov: A cenar, conversar, leer, reflexionar. Los líos habituales.
Vyshinski: ¿Y escribe poesía?
Rostov: Me defiendo bien con la pluma.
Vyshinski: (Sostiene en alto un panfleto.) ¿Es usted el autor de este poema largo de mil novecientos trece: «¿Qué ha sido de él?»?
Rostov: Se me ha atribuido.
Vyshinski: ¿Por qué escribió este poema?
Rostov: Exigía ser escrito. Yo sólo estaba sentado, casualmente, ante determinado escritorio determinada mañana, cuando él decidió presentar sus exigencias.
Vyshinski: ¿Y dónde sucedió eso exactamente?
Rostov: En el salón del ala sur de Villa Holganza.
Vyshinski: ¿Villa Holganza?
Rostov: La finca de los Rostov en Nizhni Nóvgorod.
Vyshinski: Ah, sí. Claro. Qué oportuno. Pero volvamos a concentrarnos en su poema. Por el hecho de haber salido a la luz durante el período de represión posterior a la fallida revolución de mil novecientos cinco, muchos lo consideraron una llamada a la acción. ¿Está usted de acuerdo con esta valoración?
Rostov: La poesía siempre es una llamada a la acción.
Vyshinski: (Repasa sus notas.) ¿Y fue en la primavera del año siguiente cuando abandonó usted Rusia para dirigirse a París...?
Rostov: Creo recordar que los manzanos estaban en flor. De modo que sí, es muy probable que fuera en primavera.
Vyshinski: El dieciséis de mayo, para ser exactos. Bien, entendemos que decidiera imponerse un exilio voluntario; hasta simpatizamos, en cierto modo, con sus motivos para huir del país. Lo que nos preocupa es su regreso en mil novecientos dieciocho. Es inevitable preguntarse si volvió usted con la intención de tomar las armas y, en ese caso, si a favor o en contra de la Revolución.
Rostov: Me temo que, a esas alturas, ya había dejado atrás la edad de tomar las armas.
Vyshinski: Entonces ¿por qué regresó?
Rostov: Echaba de menos el clima.
(Risas.)
Vyshinski: Conde Rostov, por lo visto no es usted consciente de la gravedad de la situación. Ni demuestra el respeto debido a las personas aquí reunidas.
Rostov: En su día, la zarina se quejaba de lo mismo.
Ignátov: Fiscal Vyshinski. Si me permite...
Vyshinski: Adelante, secretario Ignátov.
Ignátov: No tengo ninguna duda, conde Rostov, de que en la sala muchos estarán sorprendidos por su encanto personal; yo, en cambio, no lo estoy en absoluto. La historia nos ha demostrado que el encanto personal es la máxima ambición de las clases privilegiadas. Lo que sí me sorprende es que el autor del poema en cuestión pueda haberse convertido en un hombre que, claramente, carece de todo propósito.
Rostov: Siempre he tenido la impresión de que el propósito del hombre sólo lo conoce Dios.
Ignátov: Desde luego. Seguro que le ha resultado muy conveniente.
(El Comité suspende la sesión durante doce minutos.)
Ignátov: Aleksandr Ilich Rostov, teniendo en cuenta su propio testimonio, nos vemos obligados a suponer que el espíritu clarividente que escribió el poema «¿Qué ha sido de él?» ha sucumbido irrevocablemente a las corrupciones de los de su clase, y que ahora representa una amenaza para los mismos ideales que antaño defendía. Con tal criterio, nos inclinaríamos por que se lo llevaran de esta sala y lo condujeran al paredón. Sin embargo, entre los estamentos superiores del Partido hay quienes lo consideran uno de los héroes de la causa prerrevolucionaria. En consecuencia, este comité ha acordado que regrese usted a ese hotel que tanto le gusta. Pero no se confunda: si vuelve a poner un pie fuera del Metropol, será ejecutado. Siguiente caso.
Con las firmas de
V. A. Ignátov
M. S. Zakovski
A. N. Kósarev
LIBRO PRIMERO
1922
Ante el Embajador
El 21 de junio de 1922 a las seis y media, cuando el conde Aleksandr Ilich Rostov salió escoltado por la puerta del Kremlin a la Plaza Roja, hacía un día fresco y espléndido. El conde echó los hombros hacia atrás, sin detener el paso, e inspiró hondo, como quien sale del agua después de nadar. El cielo estaba de aquel azul para el que se habían pintado las cúpulas de San Basilio. Sus rosas, verdes y dorados relucían como si el único propósito de la religión fuera alegrar a Su Divinidad. Hasta las muchachas bolcheviques que conversaban delante de los escaparates de los Grandes Almacenes del Estado parecían vestidas para celebrar los últimos días de la primavera.
—Saludos, buen hombre —le dijo el conde a Fiódor, que tenía su puesto en el margen de la plaza—. Veo que este año las moras se han adelantado.
Sin dar tiempo a contestar al sorprendido vendedor de frutas, el conde siguió caminando a buen paso, con el encerado bigote extendido como las alas de una gaviota. Salió por la Puerta de la Resurrección, dio la espalda a las lilas del Jardín Aleksándrovski y siguió hacia la Plaza del Teatro, donde se levantaba el Hotel Metropol en todo su esplendor. Cuando llegó a la entrada, le guiñó un ojo a Pável, el portero; dio media vuelta y tendió la mano a los dos guardias que lo seguían.
—Gracias, caballeros, por traerme sano y salvo. Ya no necesitaré más su ayuda.
Aunque eran muchachos fornidos, los dos guardias tuvieron que levantar la cabeza para mirar al conde por debajo de la visera de sus gorras, pues, igual que diez generaciones de varones Rostov, el conde medía su buen metro noventa de estatura.
—Siga caminando —dijo el más bruto de los dos, con una mano en la culata del rifle—. Tenemos órdenes de llevarlo hasta sus habitaciones.
En el vestíbulo, el conde hizo un amplio ademán para saludar a la vez al imperturbable Arkadi (que se ocupaba del mostrador de recepción) y a la dulce Valentina (que le quitaba el polvo a una estatuilla). Aunque el conde los había saludado de aquella manera un centenar de veces, ambos reaccionaron mirándolo con los ojos como platos. Era la clase de recibimiento que podías esperar al llegar a una cena si te habías olvidado de ponerte los pantalones.
Al pasar junto a la niña aficionada al color amarillo, que leía una revista en su butaca favorita del vestíbulo, el conde se paró en seco frente a los tiestos de las palmeras para dirigirse a su escolta.
—¿En ascensor o por la escalera, caballeros?
Los guardias se miraron, miraron al conde y volvieron a mirarse entre ellos, incapaces, por lo visto, de decidirse.
¿Cómo va a imponerse un soldado en el campo de batalla, se preguntó el conde, si es incapaz de decidir cómo quiere subir al piso de arriba?
—Por la escalera —decidió por ellos, y subió los escalones de dos en dos, como solía hacer desde los años del liceo.
En el tercer piso, el conde enfiló por la alfombra roja del pasillo hacia su suite, compuesta de dormitorio, cuarto de baño, comedor y gran salón con ventanas de dos metros y medio, con vistas a los tilos de la Plaza del Teatro. Y allí lo esperaba el momento más desagradable de aquel día. Pues ante la puerta abierta de par en par de sus habitaciones estaba el capitán de los dos guardias con Pasha y Petia, los botones del hotel. Los dos muchachos miraron al conde abochornados; era evidente que los habían reclutado para realizar alguna tarea que ellos consideraban poco grata. El conde se dirigió al oficial.
—¿Qué significa esto, capitán?
El capitán, a quien pareció sorprenderle un poco la pregunta, demostró estar bien entrenado y se mantuvo impasible.
—He venido a enseñarle sus aposentos.
—Éstos son mis aposentos.
El capitán, sin poder disimular la sombra de una sonrisa, replicó:
—Me temo que ya no.
El capitán dejó atrás a Pasha y a Petia y guió al conde y a su escolta hasta una escalera de servicio oculta tras una puerta disimulada en pleno centro del hotel. La escalera, mal iluminada, se retorcía bruscamente cada cinco peldaños, como si ascendiera por un campanario. Subieron tres tramos hasta un descansillo donde una puerta daba al estrecho pasillo por el que se accedía a un cuarto de baño y seis dormitorios con aspecto de celdas monásticas. Aquel desván se había construido en su día para alojar a los mayordomos y las doncellas de los huéspedes del Metropol, pero al abandonarse la costumbre de viajar con los propios sirvientes, las habitaciones en desuso pasaron a servir para cubrir emergencias ocasionales, y desde entonces se almacenaban en ellas trastos viejos, muebles rotos y desechos diversos.
Ese mismo día habían vaciado la que quedaba más cerca de la escalera y sólo habían dejado en ella una cama de hierro, una cómoda con tres patas y una década de polvo. En un rincón, cerca de la puerta, había un pequeño armario que más bien parecía una cabina telefónica, llevado a la habitación en el último momento. El techo, siguiendo la inclinación del tejado, descendía de forma gradual a medida que se alejaba de la puerta, de modo que, en la pared exterior de la habitación, el único sitio donde el conde podía estar completamente erguido era junto a la buhardilla, que tenía un ventanuco del tamaño de un tablero de ajedrez.
Mientras los dos guardias miraban con suficiencia desde el pasillo, el buen capitán explicó que había llamado a los botones para que ayudaran al conde a trasladar los pocos objetos personales que cupieran en sus nuevos aposentos.
—¿Y el resto?
—Pasará a ser propiedad del Pueblo.
«Así que éste es su juego», pensó el conde.
—Muy bien.
Bajó dando saltos por aquella escalera de campanario, y los guardias se apresuraron a seguirlo, repiqueteando los rifles contra la pared. Cuando llegó al tercer piso, enfiló el pasillo y se dirigió a su suite, donde los dos botones lo miraron con gesto acongojado.
—No pasa nada, chicos —los tranquilizó el conde, y empezó a señalar—: Eso. Ésas. Aquello. Todos los libros.
Entre los muebles destinados a sus nuevos aposentos, escogió dos butacas, la mesita de salón oriental de su abuela y una de sus vajillas de porcelana favoritas. También las dos lámparas de mesa hechas con unos elefantes de ébano, y el retrato de su hermana Helena que Serov había pintado en 1908, durante una breve visita a Villa Holganza. No se olvidó del baúl de cuero fabricado especialmente para él por la tienda Asprey de Londres, y que su buen amigo Mishka con tanto acierto había bautizado como «el Embajador».
Alguien había tenido el detalle de hacer que llevaran una de las maletas de viaje del conde a su dormitorio. Así pues, mientras los botones trasladaban los muebles ya mencionados a sus nuevos aposentos, él se dedicó a meter en la maleta su ropa y sus objetos personales. Al reparar en que los guardias miraban las dos botellas de coñac que había encima de la cómoda, las metió también. Y cuando ya se habían llevado la maleta arriba, señaló por último el escritorio.
Los dos botones, que con tanto trajín ya se habían ensuciado el uniforme azul marino, lo levantaron cada uno por un extremo.
—Pero si pesa una tonelada —le dijo uno al otro.
—El rey se fortifica con un castillo —comentó el conde—, y el caballero, con un escritorio.
Mientras los botones sacaban el mueble al pasillo, el reloj de pie de los Rostov, condenado a quedarse atrás, dio las ocho con un sonido plañidero. El capitán ya había regresado a su puesto, y los guardias, cuya agresividad se había transformado en aburrimiento, estaban apoyados en la pared y dejaban que la ceniza de sus cigarrillos cayera en el suelo de parquet, mientras en el gran salón entraba a raudales la luz del solsticio de verano moscovita.
Con espíritu nostálgico, el conde se acercó a las ventanas del rincón noroeste de la suite. ¿Cuántas horas habría pasado ante ellas? ¿Cuántas mañanas, en batín y con un café en la mano, habría observado a los recién llegados de San Petersburgo descender de sus taxis, agotados tras la noche pasada en el tren? ¿Cuántas noches de invierno habría visto caer lentamente la nieve mientras una solitaria silueta achaparrada pasaba por debajo de una farola? En ese preciso instante, en el extremo norte de la plaza, un joven oficial del Ejército Rojo subía presuroso los escalones del Bolshói; ya se había perdido la primera media hora de la función de esa noche.
El conde sonrió al recordar su juvenil preferencia por llegar entr’acte. En el Club Inglés, tras insistir en que sólo podía quedarse a tomar una copa más, se quedaba a tomar otras tres. Luego se metía en el carruaje, que lo esperaba fuera, y volaba por la ciudad; subía a grandes saltos aquellos escalones legendarios y, como joven que era, entraba corriendo por la puerta dorada. Mientras las bailarinas danzaban con elegancia por el escenario, el conde se disculpaba susurrando «Excusez-moi», hasta que llegaba a su asiento de siempre, en la fila veinte, con una vista privilegiada de las damas de los palcos.
«Llegar tarde —pensó con un suspiro—. Un dulce placer de juventud.»
Entonces se dio la vuelta y empezó a recorrer sus habitaciones. Primero admiró las espectaculares dimensiones del salón y sus dos arañas de luces. Los paneles pintados del pequeño comedor y el ornamentado mecanismo de latón que permitía cerrar la puerta de doble hoja del dormitorio. Resumiendo: contempló el interior como lo habría hecho un comprador en potencia al ver aquellas habitaciones por primera vez. Ya en el dormitorio, se detuvo delante de la mesa con tablero de mármol, sobre el que había una colección de curiosidades. Entre ellas, escogió unas tijeras que su hermana había tenido en gran estima. Tenían forma de garceta (las largas hojas de plata representaban el pico, y el pequeño tornillo de oro del eje, el ojo) y eran tan delicadas que a él apenas le cabían el pulgar y el índice en los agujeros.
El conde miró la estancia de un extremo a otro e hizo un rápido inventario de todo lo que se disponía a dejar atrás. Todos los objetos personales, muebles y objets d’art que había llevado a aquella suite cuatro años antes ya habían sido producto de un cuidadoso proceso de selección. Porque al recibir la noticia de la ejecución del zar, el conde había salido de París de inmediato. Durante veinte días había recorrido seis naciones y esquivado ocho batallones que combatían bajo cinco banderas diferentes, y por fin había llegado a Villa Holganza el 7 de agosto de 1918, con una mochila a la espalda por todo equipaje. Pese a que el campo estaba a punto de sublevarse y en la casa había una gran aflicción, encontró a su abuela, la condesa, tan serena como siempre.
—Sasha —le dijo a su nieto sin levantarse de la butaca—, cuánto me alegro de que hayas venido. Debes de estar hambriento. Vamos a tomar el té.
Cuando él le explicó que era necesario que saliera del país y le describió las gestiones que había realizado para que pudiera viajar, la condesa comprendió que no había alternativa. Comprendió que, aunque todos sus sirvientes estuvieran dispuestos a acompañarla, debía viajar sólo con dos. También comprendió por qué su nieto y único heredero, al que había criado desde que tenía diez años, no iba a acompañarla.
Cuando el conde tenía sólo siete años, el hijo de unos vecinos le infligió una derrota tan escandalosa en una partida de damas que, por lo visto, el conde derramó una lágrima, pronunció una maldición y esparció las piezas por el suelo. Semejante falta de deportividad le valió una dura reprimenda de su padre, que lo mandó a la cama sin cenar. Pero cuando el conde, compungido, se agarraba a su manta, recibió la visita de su abuela. La condesa se sentó a los pies de la cama y le expresó cierta compasión: «Perder nunca es agradable —empezó—, y el hijo de los Obolenski es insoportable. Pero, Sasha, querido, ¿cómo se te ocurre darle esa satisfacción?» Con ese mismo espíritu se separaron su abuela y él, sin lágrimas, en los muelles de Peterhof. Acto seguido, el conde regresó a la finca familiar para organizar su cierre.
Deshollinaron las chimeneas, vaciaron las despensas y cubrieron los muebles, todo en rápida sucesión. Era como si la familia fuera a regresar a San Petersburgo una vez concluida la temporada, sólo que liberaron a los perros de las perreras, a los caballos de las cuadras y a los sirvientes de sus deberes. A continuación, tras llenar un solo carromato con algunos de los mejores muebles de los Rostov, el conde cerró la casa a cal y canto y partió hacia Moscú.
«Es curioso —reflexionó antes de abandonar su suite—. Desde una edad muy temprana hemos de aprender a despedirnos de amigos y familiares. Les decimos adiós a nuestros padres y a nuestros hermanos en la estación; visitamos a nuestros primos, vamos a colegios, ingresamos en un regimiento; nos casamos o viajamos al extranjero. Tomar a un ser querido por los hombros y desearle buena suerte mientras nos consolamos pensando que no tardaremos en tener noticias suyas es algo que hacemos constantemente y que forma parte de la experiencia humana.
»Sin embargo, no es muy probable que la experiencia nos enseñe a despedirnos de nuestros objetos más preciados. ¿Y si lo hiciera? No agradeceríamos la lección. Porque muchas veces acabamos por tomarles más cariño a nuestras posesiones favoritas que a nuestros amigos. Nos las llevamos de un sitio a otro, en ocasiones con un coste y una incomodidad considerables; les quitamos el polvo y abrillantamos sus superficies, regañamos a los niños cuando juegan con demasiada brusquedad cerca de ellas y permitimos que nuestros recuerdos les confieran cada vez más importancia. En este mismo armario, tendemos a recordar, me escondía de niño; esos candelabros de plata eran los que adornaban nuestra mesa en Nochebuena; fue con este pañuelo con el que una vez ella se enjugó las lágrimas, etcétera, etcétera. Incluso imaginamos que esas posesiones cuidadosamente conservadas podrían ofrecernos auténtico solaz ante la pérdida de un compañero.
»Y sin embargo, es evidente que un objeto no es más que un objeto.»
Así que, tras guardarse las tijeras de su hermana en el bolsillo, el conde contempló una vez más aquellas últimas reliquias y las desterró para siempre de su nostalgia.
* * *
Al cabo de una hora, después de saltar dos veces en su colchón nuevo para identificar la nota que emitían sus muelles (sol sostenido), el conde examinó los muebles que habían amontonado a su alrededor y se recordó que, de joven, soñaba con viajar a Francia en barco de vapor y a Moscú en el tren nocturno.
¿Y por qué soñaba con esos viajes en concreto?
¡Porque los camarotes y los compartimentos eran muy estrechos!
Era maravilloso descubrir la mesa plegable que desaparecía sin dejar rastro; y los cajones acoplados debajo de la cama; y las lamparitas empotradas, del tamaño justo para iluminar sólo una página. Aquel diseño tan eficaz era música para su joven mente. Atestiguaba claridad de propósito y entrañaba una promesa de aventura. Porque así debían de haber sido las habitaciones del capitán Nemo cuando recorrió las veinte mil leguas submarinas. ¿Y acaso cualquier muchacho con un mínimo sentido común no habría cambiado de buen grado cien noches en un palacio por una sola a bordo del Nautilus?
Pues bien. Allí estaba él, por fin.
Además, dado que la mitad de las habitaciones del segundo piso estaban temporalmente requisadas por los bolcheviques, que las utilizaban para mecanografiar, incansables, sus directrices, al menos en el sexto piso disfrutaría del silencio necesario para pensar.1
El conde se irguió y se golpeó la cabeza contra el techo inclinado.
—¡Eso es! —replicó.
Apartó una de las butacas, acercó las lámparas con forma de elefante a la cama y abrió su baúl. Primero sacó la fotografía de la Delegación y la puso encima del escritorio, donde debía estar. A continuación sacó las dos botellas de coñac y el reloj de dos repiques de su padre. Pero cuando cogió los gemelos de teatro de su abuela y los puso encima del escritorio, le llamó la atención algo que se movía cerca del dormitorio. Aunque la ventana era del tamaño de una invitación para una cena, el conde vio que una paloma se había posado fuera, en el alféizar.
—¡Hombre, hola! —dijo el conde—. Qué detalle que hayas venido a verme.
La paloma lo miró con aire de superioridad. Entonces arañó un poco el remate de cobre del alféizar con las patas y apuntó con el pico hacia la ventana varias veces seguidas.
—Ah, sí —concedió el conde—. Algo de razón tienes.
Se disponía a explicarle a su nueva vecina la causa de su inesperada llegada, cuando oyó un delicado carraspeo a su espalda, proveniente del pasillo. Sin darse la vuelta, supo que se trataba de Andréi, el maître del Boiarski, pues aquélla era su forma característica de interrumpir.
El conde le hizo una seña con la cabeza a la paloma para indicarle que retomarían su conversación en breve, se abrochó la chaqueta, se dio la vuelta y comprobó que Andréi no había ido solo a hacerle una visita: había tres miembros del personal del hotel apretujados en el umbral.
Uno de ellos era el propio Andréi, con su porte impecable y sus manos largas y juiciosas; Vasili, el inimitable conserje del hotel; y Marina, el tímido encanto de mirada errante, recientemente ascendida de camarera a costurera. Los tres tenían la misma expresión de desconcierto que el conde había visto en las caras de Arkadi y Valentina unas horas antes, y finalmente lo entendió: esa mañana, cuando se lo habían llevado en el coche, todos habían dado por hecho que no regresaría nunca. El conde había salido de detrás de los muros del Kremlin como un aviador que saliera de los restos de un avión siniestrado.
—Queridos amigos —dijo—, es lógico que sintáis curiosidad por los sucesos ocurridos hoy. Como quizá ya sepáis, esta mañana me han invitado a un tête-à-tête en el Kremlin. Allí, unos oficiales con la perilla de rigor del régimen han determinado que, por el delito de haber nacido aristócrata, debo ser condenado a pasar el resto de mis días... en este hotel.
En respuesta a los aplausos, el conde estrechó la mano a sus invitados de uno en uno y les expresó su sincero agradecimiento por su compañerismo.
—Pasad, pasad —les dijo.
Los tres empleados entraron en la habitación apretujándose para pasar entre las precarias torres de muebles.
—Si eres tan amable —dijo el conde, y le dio a Andréi una de las botellas de coñac.
A continuación, se arrodilló ante el Embajador, soltó los cierres y lo abrió como si se tratara de un libro gigantesco. En el interior, cuidadosamente aseguradas, había cincuenta y dos copas (o, para ser exactos, veintiséis pares de copas), cada una con la forma adecuada a su propósito: desde la amplia acogida de la copa de Borgoña hasta aquellos deliciosos vasitos pensados para los licores de colores llamativos del sur de Europa. Siguiendo el espíritu del momento, el conde cogió cuatro copas al azar y las repartió, y Andréi, que acababa de descorchar la botella, hizo los honores.
Cuando todos sus invitados ya tenían la copa de coñac en la mano, el conde alzó la suya y dijo:
—Por el Metropol.
—¡Por el Metropol! —replicaron ellos.
El conde era, por decirlo así, un anfitrión nato, y durante una hora, mientras rellenaba una copa aquí y se interesaba por una conversación allá, tuvo una percepción instintiva del carácter de las personas con las que estaba en la habitación. Esa noche, pese a la formalidad que exigía su cargo, Andréi sonreía con facilidad y, de vez en cuando, hasta guiñaba un ojo. Vasili, que hablaba con gran precisión cuando tenía que dar indicaciones para llegar a los monumentos de la ciudad, de pronto lo hacía con el tono cantarín de quien al día siguiente quizá recordara lo que había dicho ese día, o quizá no. Y, tras cada broma que hacían, la tímida Marina reía sin taparse la boca con una mano.
Esa noche el conde agradeció especialmente su buen humor; sin embargo, no era tan vanidoso como para imaginar que se debía sólo a la noticia de que se había salvado por muy poco. Al fin y al cabo, sabía mejor que muchos que los miembros de la Delegación habían firmado el tratado de Portsmouth, que ponía fin a la guerra ruso-japonesa, en septiembre de 1905. En los diecisiete años transcurridos desde aquel tratado de paz (apenas una generación), Rusia había sufrido una guerra mundial, una guerra civil, dos hambrunas y el denominado Terror Rojo. Resumiendo: había vivido una era de sublevaciones de la que no se había librado nadie. Tanto si uno tenía tendencias políticas de izquierdas como de derechas, tanto si era rojo como blanco, tanto si las circunstancias personales habían cambiado para mejor como para peor, sin duda por fin había llegado la hora de brindar por la salud de la nación.
* * *
A las diez en punto, el conde acompañó a sus invitados al campanario y les deseó buenas noches con la misma ceremonia que habría exhibido en la puerta de su residencia familiar de San Petersburgo. Al regresar a sus aposentos, abrió la ventana (pese a que era tan pequeña como un sello de correos), se sirvió el resto del coñac y se sentó al escritorio.
Fabricado en el París de Luis XVI, con los adornos dorados y el tablero de cuero característicos de la época, el escritorio se lo había dejado al conde su padrino, el Gran Duque Demidov. Era un hombre con grandes patillas blancas, ojos azul claro y charreteras doradas, que hablaba cuatro idiomas y leía seis. Soltero empedernido, representaba a su país en Portsmouth, dirigía tres fincas y, en general, valoraba el esfuerzo y despreciaba la frivolidad. Pero antes de todo eso, había servido al lado del padre del conde como despreocupado cadete en la caballería. Así fue como el Gran Duque se convirtió en el atento guardián del conde. Y en 1900, cuando los padres del conde murieron de cólera con escasas horas de diferencia, fue el Gran Duque quien se llevó aparte al joven y le explicó que debía ser fuerte y pensar en su hermana; que la adversidad se presenta adoptando diferentes formas; y que si uno no controla las circunstancias, se expone a que las circunstancias lo controlen a él.
El conde deslizó una mano por la superficie del escritorio, que tenía algunas muescas.
¿Cuántas de aquellas tenues marcas eran reflejo de las palabras del Duque? Allí, a lo largo de cuarenta años, se habían escrito instrucciones concisas para capataces, argumentos persuasivos para hombres de Estado y consejos exquisitos para amigos. Dicho de otro modo: era un escritorio que había que tener en cuenta.
El conde apuró su copa, retiró la silla y se sentó en el suelo. Pasó una mano por detrás de la pata delantera derecha del escritorio hasta que encontró el cierre. Al apretarlo se abrió un compartimento perfectamente disimulado que reveló una cavidad forrada de terciopelo que, al igual que los huecos de las otras tres patas, estaba llena de monedas de oro.
1. De hecho, en la suite que había justo debajo de la del conde, Yakov Sverdlov, el primer presidente del Comité Ejecutivo Central Panruso, había encerrado al comité de redacción del borrador constitucional (y había jurado que no abriría la puerta hasta que hubieran terminado su trabajo). Y así, las máquinas de escribir tableteaban toda la noche, hasta que estuvo redactado aquel documento histórico que garantizaba a todos los rusos libertad de conciencia (artículo 13), libertad de expresión (artículo 14), libertad de reunión (artículo 15) ¡y libertad de que les revocaran cualquiera de esos derechos si se «utilizaban en detrimento de la Revolución socialista» (artículo 23)!
Aquel náufrago anglicano
A las nueve y media, cuando empezó a moverse, en esos momentos confusos inmediatamente anteriores a la recuperación de la conciencia, el conde Aleksandr Ilich Rostov paladeó el día que estaba a punto de comenzar.
Al cabo de una hora, envuelto en el tibio aire primaveral, estaría caminando a grandes zancadas por la calle Tverskaia, con el bigote a toda vela. Por el camino compraría El Mensajero Ruso en el quiosco de callejón Gazetni, pasaría por delante de Filíppov (sólo se detendría brevemente para echar un vistazo a los pasteles expuestos en el escaparate) y seguiría su camino para reunirse con sus banqueros.
Pero al detenerse en el bordillo (hasta que hubieran pasado los coches), el conde repararía en que su almuerzo en el Jockey Club estaba programado para las dos, y en que, si bien sus banqueros lo esperaban a las diez y media, eran a todos los efectos empleados de sus inversionistas, y por lo tanto se les podía hacer esperar. Mientras reflexionara sobre eso, daría media vuelta y, quitándose el sombrero de copa, abriría la puerta de Filíppov.
Al instante, sus sentidos serían recompensados por la incuestionable maestría del pastelero. En el aire flotaría el agradable aroma de los pretzels recién hechos, los panecillos dulces y las hogazas de pan, tan incomparables que las llevaban a diario en tren al Hermitage; mientras, ordenados en hileras perfectas detrás del cristal del expositor principal, habría pasteles recubiertos de colores tan variados como los tulipanes de Ámsterdam. El conde se acercaría al mostrador y le pediría un milhojas (qué nombre tan adecuado) a la joven dependienta del delantal azul claro y, con admiración, la observaría utilizar una cucharilla para trasladar aquella delicadeza, suavemente, de una pala de plata a un plato de porcelana.
Con su refrigerio en la mano, el conde tomaría asiento lo más cerca posible de la mesita del rincón donde las jóvenes damas mundanas se reunían todas las mañanas para repasar las intrigas de la noche anterior. Conscientes de dónde se encontraban, al principio las tres damiselas hablarían en voz baja, como personas refinadas; sin embargo, arrastradas por las corrientes de sus emociones, no podrían evitar subir la voz; de modo que, sobre las once y cuarto, hasta el más discreto cliente de la pastelería se vería obligado a oír los detalles, dispuestos en miles de capas, de las complicaciones que asaltaban sus corazones.
A las doce menos cuarto, después de haber dejado limpio su plato y haberse sacudido las migas del bigote, y tras despedirse con un ademán de la dependienta que atendía el mostrador y saludar tocándose el sombrero a las tres jóvenes damas con las que había conversado brevemente, volvería a la calle Tverskaia y, deteniéndose un momento, se plantearía: «¿Y ahora?» Quizá pasara por la Galerie Bertrand para ver los últimos lienzos llegados de París, o se colara en el vestíbulo del Conservatorio, donde algún joven cuarteto intentaría dominar una pieza de Beethoven; quizá se limitaría a llegar hasta el Jardín Aleksándrovski, donde podría buscar un banco y contemplar las lilas, mientras una paloma arrullaba y arañaba con las patas el remate de cobre del alféizar.
¿El remate de cobre del alféizar?
—Ah, claro —recordó el conde—. Supongo que no habrá nada de eso.
Si cerraba los ojos y se volvía hacia la pared, ¿cabía la posibilidad de que pudiera regresar al banco justo a tiempo para comentar «Qué agradable coincidencia» cuando las tres damiselas de Filíppov pasaran de forma casual a su lado?
Sin duda alguna. Pero imaginar lo que podía suceder si las circunstancias fueran diferentes era el único camino seguro hacia la locura.
El conde se incorporó, plantó los pies en el suelo sin alfombra y retorció las agujas de brújula de su bigote.
En el escritorio del Gran Duque había una flauta de champán y una copa de coñac. Viendo las líneas esbeltas de la primera junto a las formas achaparradas de la segunda era inevitable pensar en don Quijote y Sancho Panza en la meseta castellana. O en Robin Hood y el fraile Tuck en el umbrío bosque de Sherwood. O en el príncipe Hal y Falstaff ante las puertas de...
Pero llamaron a la puerta.
El conde se levantó y se golpeó la cabeza contra el techo.
—Un momento —dijo, frotándose la coronilla y hurgando en su baúl en busca de un batín.
Ya correctamente vestido, abrió la puerta y vio a un joven en el pasillo, con el desayuno de todos los días del conde: una cafetera, dos galletas y una pieza de fruta (ese día, una ciruela).
—¡Muchas gracias, Yuri! Pasa, pasa. Déjalo aquí, déjalo aquí.
Mientras Yuri dejaba el desayuno encima del baúl, el conde se sentó al escritorio del Gran Duque y escribió unas líneas para un tal Konstantín Konstantínovich de la calle Durnovski.
—¿Serías tan amable de entregar esta nota, muchacho?
Yuri, que nunca eludía un deber, cogió la nota de buen grado, prometió entregarla en mano y aceptó una propina con una inclinación de cabeza. Ya en el umbral, se detuvo un momento.
—¿Quiere que deje... la puerta entreabierta?
Era una pregunta razonable. Porque en la habitación faltaba el aire, y en la sexta planta no había mucho riesgo de que la intimidad del conde se viera comprometida.
—Sí, por favor.
Mientras se oían los pasos de Yuri descendiendo por el campanario, el conde se puso la servilleta en el regazo, se sirvió una taza de café y le añadió unas gotas de nata. Tomó el primer sorbo y comprobó, satisfecho, que el joven Yuri debía de haber subido corriendo aquellos tres tramos de escalera de más, porque el café no estaba ni un solo grado más frío de lo habitual.
Pero mientras liberaba una cuña de la ciruela de su hueso con el cuchillo mondador, vio una sombra plateada, incorpórea como una voluta de humo, que se deslizaba por detrás de su baúl. Se inclinó hacia un lado para mirar detrás de una butaca, y descubrió que su espejismo no era otro que el gato del vestíbulo del Metropol. El azul ruso, tuerto, que no dejaba que se le escapara nada de lo que sucedía dentro de las paredes del hotel, había subido al desván, por lo visto, para examinar personalmente los nuevos aposentos del conde. Salió de entre las sombras y saltó del suelo al Embajador, del Embajador a la mesita auxiliar, y de la mesita auxiliar a la cómoda de tres patas, sin hacer ni el más leve ruido. Una vez alcanzado su mirador, recorrió la habitación con una mirada concienzuda y sacudió la cabeza con gesto de felino disgusto.
—Sí —dijo el conde tras realizar él también su inspección—. Ya sé lo que quieres decir.
La caótica mezcolanza de muebles confería al reducido dominio del conde el aspecto de una casa de empeños de la calle Arbat. En una habitación de aquel tamaño, habría podido pasar con una sola silla, una sola mesilla de noche y una sola lámpara. Habría podido pasar perfectamente sin las porcelanas de Limoges de su abuela.
¿Y los libros? «¡Todos!», había dicho con bravuconería. Pero, pensándolo bien, tenía que admitir que no había dado aquellas instrucciones guiado por su sentido común, sino por un impulso bastante infantil de impresionar a los botones y poner a los guardias en su sitio. Porque aquellos libros ni siquiera eran del gusto del conde. Su biblioteca personal de obras narrativas majestuosas de escritores como Balzac, Dickens y Tolstói se había quedado en París. Los libros que los botones habían trasladado al desván eran de su padre y, por tratarse de estudios de filosofía racional y de ciencia de la agricultura moderna, prometían ser muy pesados y amenazaban con resultar impenetrables.
Sin duda alguna, iba a ser necesario un segundo proceso de selección.
Así pues, una vez desayunado, bañado y vestido, el conde se puso manos a la obra. En primer lugar intentó abrir la puerta de la habitación contigua. Debía de estar bloqueada por el otro lado con algo bastante pesado, pues apenas cedió cuando la empujó con el hombro. En las otras tres habitaciones encontró restos y desechos amontonados hasta el techo. Pero en la última, entre tejas de pizarra y tiras de tapajuntas, habían dejado libre un espacio considerable alrededor de un viejo y abollado samovar en el que, en algún momento, unos tejadores habían tomado el té.
De vuelta en su habitación, colgó unas chaquetas en el armario. Desempaquetó unos pantalones y unas camisas y los puso en la esquina trasera derecha de su cómoda (para evitar que aquella bestia de tres patas se cayera). Arrastró por el pasillo su baúl, la mitad de sus muebles y todos los libros de su padre excepto uno. Al cabo de una hora había reducido el contenido de su habitación a lo esencial: un escritorio y una butaca, una cama y una mesilla de noche, otra butaca para los invitados y un camino de tres metros lo bastante ancho para que un caballero se paseara por él mientras reflexionaba.
El conde, satisfecho, miró al felino (que estaba entretenido lamiéndose la nata de las patas, cómodamente instalado en la butaca).
—¿Qué me dices ahora, viejo pirata?
Entonces se sentó a su escritorio y cogió el único volumen que había conservado. Debía de hacer una década que el conde se había prometido por primera vez leer aquella obra aclamada mundialmente que su padre tanto apreciaba. Y sin embargo, cada vez que había señalado su calendario y declarado «¡Este mes me dedicaré a la lectura de los Ensayos de Michel de Montaigne!», algún aspecto diabólico de la vida había asomado por la puerta. De algún rincón inesperado había salido una manifestación de interés romántico que no era sensato ignorar. O lo había llamado su banquero. O había llegado el circo a la ciudad.
La vida nos tienta, qué le vamos a hacer.
Sin embargo, allí, las circunstancias habían conspirado por fin para no distraer al conde y ofrecerle el tiempo y la soledad necesarios para dedicarle al libro la atención que merecía. De modo que, sujetando firmemente el volumen, puso un pie en una esquina del escritorio, se inclinó hacia atrás hasta que la butaca quedó apoyada sólo en las dos patas traseras, y empezó a leer:
Por diversos medios se llega a semejante fin
La forma más habitual de ablandar el corazón de aquellos a quienes hemos ofendido, cuando, sedientos de venganza, nos tienen a su merced, es despertar en ellos lástima y conmiseración mediante la sumisión. Sin embargo, la audacia y la tenacidad (medios completamente opuestos) han servido a veces para obtener los mismos resultados...
Era en Villa Holganza donde el conde se había aficionado a leer con la silla inclinada hacia atrás.
En aquellos días espléndidos de primavera, cuando los huertos de frutales estaban en flor y los abrojos sobresalían en la hierba, Helena y él buscaban un rincón agradable donde pasar las horas. Un día podía ser bajo la pérgola del jardín de arriba y al día siguiente, tras el gran olmo que crecía junto al meandro del río. Mientras Helena bordaba, el conde echaba la silla hacia atrás (y mantenía el equilibrio apoyando un pie en el borde de la fuente o en el tronco del árbol) y le leía en voz alta sus pasajes favoritos de Pushkin. Una hora tras otra, una estrofa tras otra; mientras Helena, con su pequeña aguja, daba una puntada tras otra.
«¿Adónde van todas esas puntadas? —preguntaba él de vez en cuando, al llegar al final de una página—. A estas alturas, seguro que todas las almohadas de la casa ya están embellecidas con una mariposa y todos los pañuelos con un monograma.» Y cuando la acusaba de deshacer las puntadas por la noche, como Penélope, para que él tuviera que leerle otro volumen de poesía, ella sonreía inescrutable.
El conde levantó la vista de las páginas de Montaigne y la posó en el retrato de Helena, que estaba apoyado en la pared. Serov lo había pintado en Villa Holganza en el mes de agosto, y representaba a su hermana en la mesa del comedor, ante un plato de melocotones. Qué bien la había retratado el pintor, con el pelo negro como el azabache, las mejillas ligeramente sonrosadas, la expresión tierna e indulgente. Tal vez hubiera algo en aquellas puntadas, pensó el conde, cierta amable sabiduría que ella iba adquiriendo a medida que completaba una lazada tras otra. Si a los catorce años era tan amable, resultaba fácil imaginar la elegancia y la bondad que habría mostrado a los veinticinco.
Unos débiles golpecitos lo sacaron de su ensueño. Cerró el libro de su padre, volvió la cabeza y vio a un griego de sesenta años en la puerta.
—¡Konstantín Konstantínovich!
Dejó caer de golpe las patas delanteras de la butaca, fue con un par de zancadas hasta el umbral y le estrechó la mano a su visitante.
—Me alegro mucho de que haya podido venir. Sólo hemos coincidido un par de veces, así que quizá no me recuerde, pero soy Aleksandr Rostov.
El griego asintió con la cabeza, dando a entender que no necesitaba que se lo recordara.
—Pase, pase. Siéntese.
El conde amenazó al gato tuerto con la obra maestra de Montaigne (el animal saltó al suelo con un bufido), le ofreció una butaca a su invitado y se sentó en la del escritorio.
A continuación, el griego miró al conde con gesto de curiosidad moderada, lo que quizá fuera de esperar, dado que nunca había tratado ningún asunto de negocios con él. Al fin y al cabo, el conde no solía perder jugando a las cartas. Por tanto, fue Rostov quien se encargó de comenzar.
—Como puede comprobar, Konstantín, mis circunstancias han cambiado.
El invitado se permitió una expresión de sorpresa.
—Se lo aseguro —añadió el conde—. Han cambiado bastante.
El griego recorrió la habitación con la mirada y levantó las manos dando a entender el carácter tristemente efímero de las circunstancias.
—¿Acaso anda buscando acceso a algún... capital? —especuló.
El griego formuló su sugerencia con una pausa brevísima antes de la palabra «capital». Y, en opinión del conde, fue una pausa perfecta, resultado de varias décadas de conversaciones delicadas. Era una pausa con la que expresaba cierta lástima por su interlocutor, pero sin insinuar ni por un instante que hubiera habido cambio alguno en sus respectivos rangos.
—No, no —lo tranquilizó el conde, y negó con la cabeza para subrayar que los Rostov no tenían por costumbre pedir dinero prestado—. Al contrario, Konstantín. Tengo una cosa que creo que le interesará. —Entonces hizo aparecer como por arte de magia una de las monedas del escritorio del Gran Duque y se la mostró sujetándola con la yema del índice y el pulgar.
El griego examinó la moneda un instante y entonces, en señal de apreciación, exhaló lentamente. Pues si bien Konstantín Konstantínovich era prestamista de profesión, su verdadero arte consistía en observar un artículo durante un minuto, sostenerlo durante un segundo y calcular su verdadero valor.
—¿Me permite...? —preguntó.
—Por supuesto.
El griego cogió la moneda, le dio la vuelta y se la devolvió al conde con reverencia. Pues la moneda no sólo tenía valor en el sentido metalúrgico, sino que además la reluciente águila bicéfala del dorso confirmaba a la mirada experta que se trataba de una de las cinco mil monedas acuñadas para conmemorar la coronación de Catalina la Grande. En otras épocas, una pieza como aquélla, obtenida de un caballero en apuros, habría podido venderse con un margen de beneficio razonable en cualquier casa de banca prudente; pero en un período de sublevación... Aunque se hubiera reducido la demanda de artículos de lujo, el valor de un tesoro como aquél no había hecho sino aumentar.
—Disculpe mi curiosidad, Excelencia, pero... ¿es una pieza única?
—¿Única? No, no. —El conde secundó de nuevo su negación con la cabeza—. Vive como un soldado en el cuartel. Como un esclavo en la galera. Me temo que no tiene ni un momento de soledad.
El griego volvió a exhalar.
—Bien, en ese caso...
Y en cuestión de minutos, sin titubear ni un instante, ya habían hecho un trato. Y aún más, el griego declaró que no tenía ningún inconveniente en entregar personalmente tres notas, que el conde procedió a redactar allí mismo. A continuación se dieron la mano como dos buenos amigos y acordaron verse al cabo de tres meses.
Pero cuando el griego se disponía a salir por la puerta, se detuvo.
—Excelencia... ¿puedo hacerle una pregunta personal?
—Por supuesto.
Señaló tímidamente el escritorio del Gran Duque.
—¿Leeremos más versos suyos?
El conde sonrió agradecido.
—Lamento decirle, Konstantín, que he dejado atrás mis días de poeta.
—Si ha dejado atrás sus días de poeta, conde Rostov, somos nosotros los que lo lamentamos.
* * *
Casi escondido en el rincón nordeste del segundo piso del hotel estaba el Boiarski, el restaurante más elegante de Moscú, por no decir de toda Rusia. Con sus techos abovedados y sus paredes pintadas de rojo oscuro, que recordaban al refugio de un boyardo, el Boiarski presumía de tener la decoración más elegante, los camareros más sofisticados y el chef más sutil de la ciudad.
Cenar en el Boiarski era una experiencia tan codiciada que, cualquier noche, sabías que tendrías que abrirte paso a codazos entre una masa de optimistas para llamar la atención de Andréi, que presidía la entrada ante el gran libro negro en el que estaban anotados los nombres de los afortunados; y luego, cuando el maître te hiciera una seña para que pasaras, sabías que te pararían unas cinco veces en cuatro lenguas diferentes hasta que llegaras a tu mesa del rincón, donde te serviría un camarero impecable vestido con esmoquin blanco.
Es decir, eso era lo que cabía esperar hasta 1920, cuando, tras cerrar las fronteras, los bolcheviques decidieron prohibir el uso de rublos en los restaurantes elegantes, con lo que impedían que accediera a ellos el noventa y nueve por ciento de la población. Así pues, esa noche, cuando el conde empezó a comerse su entrante, las copas de agua entrechocaban con los cubiertos, las parejas susurraban cohibidas, y hasta el mejor de los camareros tenía tiempo para contemplar el techo.
Pero todas las épocas tienen sus virtudes, incluidas las etapas de agitación...
En 1912, cuando el Metropol lo sedujo y lo contrató como chef, Emile Zhukovski recibió la dirección de una plantilla experimentada y una cocina de dimensiones considerables. Además, tenía a su disposición la despensa más famosa al este de Viena. En sus especieros había un compendio de las predilecciones del mundo y en su nevera una extensa colección de aves y animales colgados de unos ganchos por las patas. En consecuencia, habría sido lógico extraer la conclusión de que 1912 había sido un año perfecto para medir el talento del chef. Sin embargo, en un período de abundancia cualquier necio con una cuchara puede satisfacer un paladar. Para poner a prueba realmente el ingenio de un chef hay que verlo trabajar en un período de escasez. ¿Y acaso hay algo que provoque más escasez que la guerra?
En el período que siguió a la Revolución, con su declive económico, sus cosechas perdidas y su comercio interrumpido, los ingredientes refinados se volvieron tan escasos en Moscú como las mariposas en el mar. La despensa del Metropol se reducía fanega a fanega, libra a libra, gramo a gramo, y su chef tenía que satisfacer las expectativas de sus clientes con harina de maíz, coliflor y repollo; es decir: con lo primero que encontrara.
Cierto que, para algunos, Emile Zhukovski era un cascarrabias y otros lo tenían por brusco. Había quien decía que tenía demasiado mal genio para ser tan bajito. Pero nadie podía poner en duda su genialidad. Examinemos, por ejemplo, el plato que el conde estaba terminándose en ese momento: un saltimbocca cuyo principal ingrediente era el ingenio. En lugar de una chuleta de ternera, Emile había aplastado una pechuga de pollo. En lugar de prosciutto de Parma, había cortado unas lonchas de jamón ucraniano. ¿Y en lugar de salvia, esa hoja delicada que une los diferentes sabores? Había optado por una hierba tan suave y aromática como la salvia, pero más amarga... No era albahaca ni orégano, de eso estaba seguro el conde, pero también de que ya la había encontrado en algún otro plato.
—¿Cómo está todo esta noche, Excelencia?
—Ah, Andréi. Está todo perfecto, como siempre.
—¿Y el saltimbocca?
—Muy logrado. Pero tengo una pregunta: la hierba que Emile ha puesto debajo del jamón... sé que no es salvia. ¿No será ortiga, por casualidad?
—¿Ortiga? No lo creo. Pero lo preguntaré.
Y entonces, con una inclinación de cabeza, el maître se retiró.
No cabía ninguna duda de que Emile Zhukovski era