El día que mamá rompió un plato

Nicolás Muñoz Avia
Nicolás Muñoz Avia

Fragmento

Aurora

Aurora

Qué maña tiene Elsa; siempre se le han dado bien los trabajos manuales, menudo arte se gasta liando porros. En las Salesianas, y mira que han pasado años, hizo un portal de Belén que parecía comprado en una tienda. Le puso pilila al Niño Jesús, eso sí, ahí se veía ya su lado gamberro.

—Qué dedos tan bonitos tienes —le dice Carmen.

Ni Elsa ni yo contestamos, aunque seguro que las dos pensamos lo mismo, que Carmen se fija en eso porque ella los tiene retorcidos como las ramas de un olivo por culpa de la artrosis.

—¿Quién lo enciende? —pregunta Elsa mientras da toquecitos con la uña en un extremo del porro.

Yo no voy a fumar; lo primero porque no sé, me atraganto y toso, y lo segundo porque lo mío no lo cura ni un camión de marihuana. Nos quedamos calladas y al final es la propia Elsa quien lo prende. Para algo ha sido idea suya intentar curar los dolores de Carmen, acabar con sus suspiros y quejas cada vez que cambia el tiempo. El tema es ya motivo de pitorreo entre nosotras, en cuanto anuncian borrascas empieza el wasap con las tonterías. Ahora no hay casi hombres del tiempo, son todo chicas, y bien monas, con la de tíos feos que nos hemos tenido que tragar las de nuestra generación. Nos reímos lo suyo en el wasap; todavía me pongo de vez en cuando los vídeos de cuando anunciaron la última ciclogénesis explosiva, unos esqueletos que bailaban a la vez que iban perdiendo huesos. Elsa da unas caladas lentas y se deleita mientras gira el porro. Me recuerda a Alfredo cuando vamos de boda. Menos mal que solo fuma puros en esos saraos, luego tengo que ponerlo todo a lavar, hasta la corbata apestaba la última vez. La marihuana tampoco huele bien. Me levanto y abro un poco la ventana.

—Tienes que mantener el humo en los pulmones un ratito —recomienda Elsa a Carmen a la vez que le pasa el porro.

En el fondo solo pretendemos divertirnos, siempre hemos envidiado el lado hippy de Elsa, la única que ha tenido la valentía de no cambiar, de no dejar que los demás marquen su camino. Aunque yo ahora he espabilado, y si no que se lo pregunten al ruso, esa sí que ha sido buena, peor que si me hubiese pinchado heroína. Ay Señor, qué loca estoy. Carmen, al coger el porro, deja caer un poco de ceniza sobre un cojín y lo sacude sin ningún cuidado encima de la alfombra. Ella tiene una ecuatoriana que le va a limpiar tres veces por semana; así yo también. Aquí, en casa de Elsa, la alfombra está desgastada, la mesita de bambú de la tele no hace juego con ningún otro mueble, las telas de colores no consiguen ocultar lo cochambrosos que están los sofás, con el armazón peor que nuestros esqueletos. Lo mismo que los cajones de la cocina, que hay que cerrar a golpes de cadera, o esa encimera hinchada alrededor de la pila. La mía aún aguanta, y eso que también es de formica. A los cajones hubo que cambiarles las guías, yo creo que es lo último que Alfredo se dignó hacerme, y ya han pasado unos años. Me siento de nuevo junto a ellas. Carmen lleva cuatro caladas, le está cogiendo el gusto; al fin y al cabo se mete para el cuerpo un gin-tonic todas las tardes. Mira que si termina convirtiéndose en una fumeta…, al marido le da algo. Me entra la risa tonta.

—Aurora se ha colocado solo con el olor —se ríe Carmen.

Me miran las dos con gesto divertido. Elsa, a mi lado, me da un achuchón. Son mis amigas, son las roqueras.

—Os quiero mucho —confieso.

Se ve que los líos con el ruso me han puesto sentimental. Rompen a reír, debemos de estar de foto, las tres aquí sentadas en el sofá.

—Que circule ese canuto —pide Elsa.

Carmen da una última calada y me lo pasa. Sus anillos de oro no pueden pegar menos con un porro.

—No pongas esa cara de susto —me suelta con una carcajada.

Tenía que haberles dicho desde el principio que no lo quiero probar, parezco una adolescente siguiendo la corriente solo por miedo a perder a sus amigas. Agarro el canuto, le doy una calada con cuidado, entornando los párpados, y aun así empiezo a toser como una loca. Me escuecen los ojos, me los froto, me entra la taquicardia mientras Carmen sigue muerta de risa. De pronto, no sé por qué, su cara me da miedo, parece que su dentadura fuese a salir disparada, a morderme sin soltar como hacen los perros de presa. Es imposible que esta angustia sea por la marihuana, así que para hacerme la valiente, o para intentar ahuyentar el miedo, doy otra calada con todas mis fuerzas. El humo me quema la garganta, araña mi tráquea, abrasa mis pulmones. No entiendo cómo es posible que a alguien le pueda gustar esto. Cuando logro contener la tos el sonido parece desaparecer, el mundo pararse. Elsa me quita el porro, se lo pasa a Carmen y vuelve a achucharme.

—Respira por la nariz —me pide.

Obedezco, pero no consigo calmarme. Me da un pañuelo de papel, me seco las lágrimas. Carmen, con el porro entre los dedos y la boca a medio abrir, me observa con preocupación. La ceniza ha vuelto a caer sobre la alfombra. La sosa de la Aurora siempre chafando la fiesta. Elsa va a la cocina y me trae un vaso de agua. En cuanto lo bebo me recupero un poco, ha debido de ser una bajada de tensión. Se me ha puesto hasta dolor de cabeza. El canuto se ha apagado y nadie quiere volver a encenderlo. Definitivamente, esto de la droga no es lo nuestro.

Alfredo

Llego a casa, me encuentro a Aurora metida en la cama, solo asoma su nariz. La cena no está hecha. Le pregunto qué le pasa y me dice que le duele la cabeza. Me enfado, estoy cansado, hoy hemos tenido un día duro en el taller; por otra parte me preocupo, es raro verla así. Me siento en el borde del colchón, le acaricio la espalda.

—Ahora te preparo algo —me dice.

Contesto que no pasa nada, que ya me hago yo cualquier cosa, y le pregunto si ella quiere cenar. Dice que no. Voy a la nevera. Hay unos muslos de pollo en un plato cubierto con film transparente. Me abro una cerveza, una bolsa de patatas fritas y una lata de sardinas picantes, y me siento frente al televisor. Me bebo el botellín de un par de tragos y me levanto a por otro. Esta tarde he sudado lo suyo. El mecánico polaco nuevo es muy bueno para la electrónica, pero no tanto cuando se trata de extraer una caja de cambios. No hay más que ver sus manos de pianista. No quedan botellines en el estante bajo de la nevera, Aurora los ha colocado en la puerta para así hacer sitio y meter una cacerola con lentejas. La cerveza no está tan fría como me gusta. Devoro patatas para que los crujidos me impidan oír las tonterías que dicen en la televisión. La bolsa se termina, abro la lata de sardinas. No me apetece levantarme a por un tenedor y agarro una con los dedos. El aceite se escurre hasta el corte que me he hecho en los nudillos, me escuece. Lo chupo. Aparece Aurora y no me regaña. Esto me preocupa aún más que las ojeras y la cara de cansancio que tiene.

—Voy a freír el pollo —dice.

Asiento. Le queda como a Dios, crujientito por fuera y jugoso por dentro.

—¿Te has comido todas las patatas? —me pregunta a la vez que mira dentro de la bolsa vacía.

Está claro que es una pregunta innecesaria, retórica, que diría Silvia.

—Si me hubieses dicho que te ibas a levantar, no me las habría comido —replico.

Se marcha a la cocina arrastrando las zapatillas. Se las regaló Silvia el año pasado, pero como pisa torcido ya se han roto. Oigo que saca el pollo de la nevera, que coloca una sartén al fuego. Me levanto y me abro un tercer botellín.

—¿Seguro que estás bien? —repito.

Me sonríe con cariño. Saco de la nevera un táper con lechuga ya lavada, la troceo, la echo en un bol y pico un tomate. Vuelve a escocerme la herida. Aurora, pese a estar pendiente del pollo que ya chisporrotea en la sartén, se da cuenta.

—El polaco, que es un inútil —explico.

Me tiene obsesionado ese chaval. En cuanto aprenda se marchará para Mercedes, o para Audi, y me dejará tirado, como todos.

—Siéntate, ahora llevo yo las cosas —me pide Aurora.

Le pregunto si quiere una cerveza, me dice que sí, cojo un par y me contengo de comentar que no están en su sitio. En casa no se puede andar jodiendo a todas horas. Con el polaco es distinto.

El pollo está tan delicioso como siempre. Aurora me pasa la piel churruscada del suyo y se come solo la carne blanca, lleva una temporada alimentándose mal. Se lo dije a Silvia y lo único que se le ocurrió fue traer más infusiones de su herbolario. Según ella, abren el apetito. Según yo, son una engañifa, como casi todo lo que vende allí. Mi miedo es que Aurora pueda estar deprimida. Al principio parecía que la muerte de su madre no le había afectado; estaba metida en un asilo y casi no se podía mover, por más que la cabeza la tuviese bien. Todos dijimos lo mismo: ya ha dejado de sufrir, finalmente descansa, y esas tonterías. Pero una madre es una madre. Yo mismo cuando murió la mía lo pasé mal. A mamá le ocurría lo contrario, tenía la cabeza para allá y el cuerpo como nuevo. No tomaba medicinas, era capaz de andar ocho kilómetros, regaba su pequeño huerto en el pueblo, cuidaba de sus gatos, y luego no sabía cómo nos llamábamos. Ni siquiera se enteró de la enfermedad y la muerte de mi hermana. Ella, cuando le diagnosticaron el cáncer, no quiso hablar del tema. Vivió solo cinco meses. Poco después del entierro intenté contárselo a mi madre y se llevó un disgusto horrendo. Pasó la tarde llorando y al día siguiente me preguntó de nuevo por ella. Si yo hubiese sido un sádico, como me dijo el anterior aprendiz, se lo habría vuelto a contar, y así un día detrás de otro. El caso es que Aurora al principio no pareció afectada por la muerte de su madre, pero unos meses más tarde empezó a estar triste y a comer mal. Ahora no quiere ni su habitual yogur. En cuanto me termino la naranja se levanta, recoge todo y regresa al dormitorio. Me siento de nuevo frente al televisor y me quedo embobado con la locutora del telediario. Qué criatura, qué escote. Aurora y yo hacíamos una buena pareja de jóvenes. Aún hoy día, si nos arreglamos, como aquella Nochevieja en Tenerife, estamos más que presentables. Qué bien le quedaba el vestido negro y qué trabajo me costó subírselo por encima de las caderas en cuanto llegamos a la habitación del hotel. No sé dónde estará, no se lo ha vuelto a poner. Mi móvil, sobre la mesita del recibidor, vibra. No me apetece levantarme, seguro que es para ofrecerme promociones que no me interesan.

—¿Dónde está mamá? —me pregunta asustada Silvia, a modo de saludo, medio minuto más tarde, cuando descuelgo el aparato junto al sofá.

Le explico que no se encuentra bien.

—No me ha contestado a los mensajes que le he enviado.

—Está rara. Habla tú con ella.

Me levanto para llevar el teléfono al dormitorio. Harán el repaso de todas las tardes: lo que han comido, las ventas en el herbolario, lo que haya dicho alguna vecina. Tonterías. Aunque hay que reconocer que a Aurora le hace bien hablar con la hija, a las dos les hace bien. A mí también me gusta hablar con Lorenzo, lo que pasa es que solo lo hacemos cuando tenemos algo que contarnos, cuando le falla algo al coche de algún amigo, o en la casa, o lo que sea. Hablar por hablar no va con los hombres, a no ser que sean argentinos, esos rajan que es horroroso. Tanto hablan que no me quedó más remedio que echar al chapista que tuve antes del polaco. Aún me duele la cabeza solo de recordarlo, y mira que era buen profesional, pero entre los mazazos en las carrocerías y la palabrería casi acaba conmigo.

Aurora está vuelta hacia la pared, arropada hasta la barbilla. Tiene una expresión rara, ausente. Da un respingo al verme.

—Silvia —informo a la vez que le tiendo el teléfono.

Se incorpora con dificultad, lo coge, recompone su expresión y pregunta en el tono cantarín de siempre:

—¿Qué tal, cielo?

Salgo de la habitación un poco turbado. No es fácil observar ese lado íntimo de Aurora, la tienes que pillar en un descuido, o medio enferma, como ahora. Incluso en las peores situaciones muestra una careta de alegría y ganas de vivir. Coloco sobre la mesa el viejo mantel de plástico, manchado de pintura y pegamento, y voy al dormitorio de Lorenzo. En cuanto se marchó de casa lo eché de menos, a nosotros los hijos nos hacían compañía. No entiendo a esa gente que está deseando que salgan por la puerta. Lo único que agradecí fue ganar espacio para almacenar mis aviones; pude pasarme a las maquetas de dos metros, que vuelan mucho mejor. Aunque no me sirvió de gran cosa el domingo; menudo aterrizaje, el timón de cola fisurado. Nada que no pueda arreglar un poco de fibra y epoxi. Tengo que repintar también el pelo del piloto, se lo ve como tiñoso. Ya no está en la tele la presentadora del escote, sino un soldado americano que ametralla árabes. De estos me he librado de momento. Me da igual si suena mal, la realidad es que a mis clientes no les gusta que cualquiera toque en las tripas de sus coches. A no ser que sean vehículos de hace treinta años y piensen que les va a salir más barato. Tampoco les gustaría que una chica mona, con su coleta rubia y sus manos cuidadas, como Silvia, hurgase en sus frenos. En cambio, les encantaba que les sonriera a la vez que les pasaba las facturas durante la temporada en que me estuvo echando una mano con los papeles. La fisura del timón es más leve de lo que parecía. Con un poco de cianocrilato la arreglo en dos minutos. Lijo alrededor, saco el fuselaje a la terraza y le doy una mano de pintura en espray. Mientras se seca miro hacia las casas de enfrente. Los televisores parpadean contra las cortinas, imagino que los americanos siguen matando árabes. En el piso de las dos chicas la colada está sin recoger, como siempre. Usan las cuerdas de armario. Al principio tienen el pudor de colocar la ropa interior cerca de la pared, para que las otras prendas la tapen, pero como luego las van cogiendo, sus tangas de colores terminan expuestos ante todo el vecindario. Hace frío, la pintura no seca bien y hay que esperar; a Aurora no le convienen estos vapores, es un poco asmática. Abajo, en el jardincito entre los edificios, el tipo con traje y corbata pasea a su perro mientras habla por teléfono y deja la habitual caca abandonada. Aplaudo, se hace el loco y dobla la esquina con el móvil aún pegado a la oreja. Tengo la espalda contraída por el frío, entro, apago la tele, dejo el avión en su sitio, me lavo los dientes, me pongo el pijama que me regaló Silvia, y que se ve nuevo, al contrario que las zapatillas de Aurora, y me acuesto junto a ella. Está calentita, aunque no creo que tenga fiebre; su salud es a prueba de bombas. Yo creo que desde que nos casamos no ha estado en cama más que un par de veces. Mañana se habrá recuperado. Subo un poco el edredón para arroparla mejor y me acaricia mis pies fríos con los suyos. Apago la luz, me quedo mirando el techo y poco a poco mi espalda se destensa. Unos minutos más tarde me despierto con mis propios ronquidos. Me giro hacia la pared y vuelvo a dormirme como un bebé.

Aurora

Alfredo ha roncado hoy más que de costumbre, lo cual pone el listón muy alto. Ahora, a punto de sonar el despertador, duerme como una marmota. A mí, tras el lío con el porro, me dio miedo tomarme una pastilla y he pasado la noche dándole al coco, o al ruso, mejor dicho. Como si sirviese de algo; a la mañana siguiente todo lo que veías tan claro resultan ser majaderías. En fin, a lo hecho, pecho. Me incorporo con cuidado para no despertarlo, aún puede descansar diez minutos más. La maniobra no es fácil, el colchón rebota como una pelota. Hace un par de años intentamos cambiarlo por uno de esos nuevos, de látex, «con independencia de lechos», nos dijo la vendedora, pero la verdad es que ninguno de los dos conseguimos acostumbrarnos, te hundías, te quedabas pegado. Lo tuvimos que devolver. Enciendo la calefacción, la casa se ha quedado helada. Está empezando a llover. Pongo la cafetera y tuesto el pan que sobró de ayer. Me encuentro mejor, ya no tengo la taquicardia ni el dolor de cabeza. Me estuvo bien empleado, de relajante y medicinal tiene poco la marihuana, por mucho que diga Elsa. Quito el mantel de los aviones y coloco el nuestro. Si por Alfredo fuese comeríamos encima de la pintura y las manchas. Suena el despertador en el dormitorio, entra en el cuarto de baño y se choca con la puerta a medio abrir. Es increíble lo que tarda en espabilarse este hombre. Yo creo que le pasa lo contrario que a todo el mundo: cuantos más años cumple, mejor duerme. Corro a llenar el cazo para mi manzanilla antes de que abra la ducha, tenemos muy poca presión. Casi todos los vecinos han cambiado las tuberías, pero a él le da pereza meterse en obras. Parece mentira, con lo resuelto que es para las reparaciones. Mejor que la manzanilla, una tila; el runrún de los nervios no se me ha pasado. Mientras espera a que le salga agua caliente se afeita. Hace unos meses Silvia le pintó barba con un programa del teléfono y casi me dio un ataque de tanto reír, sobre todo cuando le puso también pelo largo. Parecía Jesucristo. A mí me puso rubia y me gustó. Llevo la cafetera y las tostadas a la mesa. El aceite de oliva y el azúcar en el lado de él, en el mío las galletas y el salvado. Se sienta en su sitio; el pelo blanco repeinado, el olor a colonia, su rebeca gris y sus pantalones con raya. Hace años que no se pone el mono, desde que lo operaron de la espalda y le prohibieron coger peso. Se podría haber jubilado entonces, lo está alargando porque el taller le da la vida. Pero quiera o no el año que viene va a tener que cerrar, con setenta ya no es plan. A mí a veces me reconcome no disfrutar de la vejez. Podríamos aprovechar para viajar o hacer cosas distintas, no tenemos otras diversiones, los nietos se están haciendo esperar. No es que seamos ricos, el taller no deja ya casi nada, pero nuestros ahorrillos siguen ahí. Esos nadie los ha tocado. Estoy en mi derecho de hacer locuras.

—Tienes cara de cansada. ¿Seguro que estás bien? —me pregunta, una vez más, mientras le sirvo el café.

Imagino por un instante la cara que pondría si le cuento lo del porro y me entra hasta miedo.

—Para, para, que se va a salir.

Casi desbordo la taza. Me siento y me sirvo mi tila.

—¿Dónde está la leche?

Se me ha olvidado sacarla de la nevera, no sé dónde tengo la cabeza.

Suspira, se levanta y va a por la botella.

—A ti te pasa algo. ¿Seguro que no estás deprimida?

Y dale con la tontería de la depresión. Un poco triste sí que estuve una temporada. Perder a mamá fue duro por una parte y un alivio por otra. Bastante paciencia tuvo Alfredo mientras la tuvimos en casa, que si la cuña, que si los purés, los llantos a todas horas; bueno, a todas horas no, puede que tuviese razón Alfredo y que llorase más en el momento de sus siestas. Triste, lo que se dice triste, estuve un par de meses; me entraron incluso ganas de vestirme de luto. Lo de ahora es distinto y no me queda más remedio que guardármelo para mí. Esta sensación de culpa, de miedo. Alfredo se termina el café y pasa al cuarto de baño. Qué envidia, a mí el salvado no me hace efecto hasta la tarde, si es que lo hace. Él es como un reloj, café y al retrete. Hasta para eso lleva una vida de rutina. Ahora saldrá, se pondrá el abrigo, me dará un beso en la frente y cogerá las llaves.

—Vuelvo a las dos —me dice a continuación, como si no llevase cuarenta años regresando a esa hora.

—Ten cuidado —le digo, igual que hago desde hace esos mismos cuarenta años.

Abre la puerta, llama al ascensor, cierra. Me quedo quieta hasta que lo oigo bajar. Y no me acerco a la ventana para verlo atravesar el jardincito; por primera vez en años, no me acerco. No lo veo avanzar con esos pasos enérgicos, con esa espalda recta, con esa coronilla de monje; y sin embargo siento la misma presión en la boca del estómago, el mismo miedo a que le pase algo. Recojo la mesa, lavo las tazas en la pila, barro las virutas del avión, toso con el polvillo que se levanta, me fatigo y me siento en una silla. Tenía que haber ido antes al médico, estaba claro que este cansancio no era normal. Mejor no pensar en ello, ya no tiene solución. Comienza a llover a ráfagas, las gotas se estrellan contra la terraza. La ropa de las chicas de enfrente agita las mangas como si quisiese asustarme. No ha cogido paraguas. Hace quince años habría corrido tras él para dárselo. Qué pena lo que hace el tiempo con nosotros. Ayer Silvia me contó que había quedado con un chico que conoció por internet. A mí me da miedo, aunque las roqueras aseguran que eso ahora es normal, que todo el mundo usa los teléfonos para ligar. Carmen, de hecho, dice que se va a buscar un nuevo marido, que el bueno de Salva cada día le aburre más. El caso es que Silvia ha quedado ya con un porrón de chicos y no encuentra quien le guste. Imagino que para darse un revolcón alguno le habrá servido, parece que poco más. A este paso se le va a pasar el arroz, si es que no lo ha hecho ya; antes, a su edad, nadie era madre. Eso por no hablar de las tonterías que se traían las familias. Me pongo tan triste al recordar a David Pereira confesándome, cincuenta años más tarde, que fueron sus padres quienes le apartaron de mí, que tengo que contener un sollozo. Me entra el hipo. Me levanto y pongo en el tocadiscos la canción El balandro dorado, «El mecer de las olas, los reflejos del sol en tu piel, la sal del verano en tus lágrimas». Más sollozos y más hipo. Apago el amplificador. Saco del congelador unos filetes de pescado. Tendré que freír unas patatas de guarnición, ayer Alfredo gastó la lechuga que tenía pensada para hoy. Todavía me quedan dos horas, podría bajar al mercado a por la comida de mañana, pero no me apetece. Dudo si meterme otra vez en la cama y decido una locura. Me cuesta encontrar el tapón, hace un siglo que no usamos la bañera. La limpio con lejía, no sea que el guarro de Alfredo siga con la manía de mearse en el desagüe, y abro el agua caliente. Aún tengo las tetas firmes, de eso no me puedo quejar. La tripa es otro tema, fue llegarme la menopausia y engordar y ensanchar caderas como una mesa camilla. El agua está tan caliente que casi se me corta el aliento. Meto el telefonillo, abro la fría y refrigero alrededor del cuerpo. Me recuesto. El chorro me da entre las piernas, los pezones se me ponen duros. Acerco más el chorro. Elsa dice que se va a comprar un Satisfyer de esos. El agua comienza a colarse por el sumidero. Cierro. No llevo ni tres minutos aquí y ya tengo los dedos arrugados. Apoyo los pies en el borde y por primera vez en muchos días me invade la felicidad. A lo mejor es porque se me ha pasado ese frío que se me había metido en los huesos. Suena mi móvil en el dormitorio. No es normal que lo haga a estas horas, tengo el impulso de salir a buscarlo y consigo contenerme. Si ha sucedido algo malo ya no tiene remedio. Además, seguro que es Silvia con algun

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