Capítulo
Todo empieza con la sangre. Una presión imposible en las fontanelas, el dolor original al que remitirá cualquier dolor futuro, que se libera con un desgarro. Las vías nasales taponadas de fluido espeso. El grito con sabor a óxido. Te llamarás Violeta. La sangre cierra el pacto. Primero con la madre y luego con la amiga de la infancia, si bien de una forma imperfecta. Están sentadas en el pórtico de una iglesia románica, a la sombra de los cedros, presas del aburrimiento en una tarde asfixiante que huele a cereal quemado, y Violeta tiene la idea. Se ha arrancado un padrastro y lo mordisquea con sus dientes de leche y caries.
—Hagamos una pócima de verdad.
—¿De verdad cómo?
—Con lo de siempre y con gotas de nuestra propia sangre.
Lo de siempre es agua, alcohol etílico y pétalos de rosa. Alguien les dijo que así se hacía la colonia y ellas quieren jugar a la alquimia, mezclar lo que está al alcance de sus manos de niñas para obtener lo que nunca alcanzan en las baldas del supermercado, cosas con valor adulto, con valor de dinero.
—Pero eso es una guarrada. Nadie va a querer echarse algo que lleve sangre. No podemos venderlo en el mercadito.
El mercadito es una manta con motivos étnicos que trajeron de alguno de sus viajes Manuela y Juan, los tíos que no tienen hijos y que, en vez de pasar el verano en el pueblo, se van a lugares de esos que aparecen en los documentales de la televisión pública. Las niñas la echan al suelo en una esquina de la plaza y exhiben sobre ella sus productos de fabricación infantil: piedras esmaltadas, pulseras, trenzas de hilos de colores.
—No lo vamos a vender. Nos lo beberemos. Y así seremos jóvenes para siempre. Lo vi en una película sobre brujas.
—¿Brujas buenas o malas?
—No sé, graciosas.
Empujan las cutículas de sus dedos gordos hasta el límite de la uña y tiran de la piel que se acumula en los vértices. La sangre brota antes de lo esperado y la recogen apresuradamente en la cantimplora con dibujos de La Bella y la Bestia que Violeta se obstina en llevar siempre consigo. Salen entonces corriendo hacia el cobertizo que han construido con tablones y atados de sarmientos en la parte posterior de la iglesia. Es una iglesia en la que ya no se dice misa, salvo en verano por la procesión de la Virgen, el día de la Asunción. La oficia el tío de su amiga, que es cura en Estados Unidos y regresa al pueblo durante sus tres semanas de permiso cada año, desde hace treinta. Violeta, que no está bautizada —a pesar de que su abuela la secuestró para sumergirla en la pila bautismal la primera vez que alguien las dejó solas—, siempre espera con los bolsillos cargados de guijarros a que los niños salgan de misa, para arrojárselos como si fueran confeti de boda. Solo ha franqueado una vez la puerta ojival en la que luce la placa a los caídos por Dios y por España. Fue cuando se cumplieron veinte años de la muerte de su abuelo Lolo, al que únicamente llegó a conocer así, en esquela. Se sintió incómoda en aquellos incómodos bancos de madera porque no se sabía la coreografía ni las canciones y porque alguien tiró fuerte de ella cuando quiso ponerse a la cola junto al resto de sus primos y primas, en el momento de comulgar: tú no. Incómoda y avergonzada.
Pero eso importa poco ahora, porque ahora no va a probar la sangre de Cristo, sino la de su amiga, algo que le resulta tan natural como haber grabado en cada árbol de cuantos rodean su cobertizo la inscripción «Julia y Violeta forever». Desconoce las implicaciones ancestrales del pacto de sangre tanto como la liturgia católica. Aún no ha leído el relato del doctor Livingstone sobre aquella mujer a la que operó sin protecciones quirúrgicas de un tumor cuya explosión le alcanzó en un ojo. Ahora somos hermanos de sangre, le dijo la paciente, y estaré obligada a servirte y cocinarte cada vez que pases por mi aldea.
Casi nada.
—Si nos lo vamos a beber, no le eches alcohol.
—¿Cómo que no? Mi abuela me da ginebra cuando se me cae algún diente, porque desinfecta la sangre.
—Dirás la herida.
—La herida está hecha de sangre, así que es lo mismo.
Tapan la cantimplora y agitan la mezcla. A Violeta, el lingotazo le sabe a fuego. Atraviesa su garganta y estalla en su pecho como una pastilla efervescente. Su campo de visión se llena de destellos; cree atisbar algo que permanecía oculto, algo como una carcasa que la envuelve, un velo de agua contra el que rebota la luz y, del otro lado, una presencia, un cuerpo del que solo se revelan partes clave, como en esos pasatiempos que te dan la pieza para que infieras el puzle: la mano que sujeta una espada, el ojo que llora una lágrima radiante, y un tejido azul que parece envolverlo todo, incluso los recodos que no se ven y solo se imaginan. Pero la visión es tan breve que enseguida se olvida; o no se olvida, pero de inmediato se recuerda como una simple ocurrencia. Es posible que ya le haya sucedido antes y sin duda le volverá a suceder muchas veces: un instante de lucidez y extrañeza que se impugna en cuanto se lo narra a sí misma.
—¿Estás bien?
—Sí, sí. Pero te toca.
Su amiga la mira con desconfianza. Violeta intuye la traición que se avecina en el agarre mantequilloso con el que Julia se adueña de la cantimplora, e intenta persuadirla.
—En serio que no es para tanto. Es mucho menos asqueroso que cuando probamos aquella crema de mi madre que parecía helado de fresa.
Pero la niña prueba un sorbo y escupe, o vomita; el matiz no está claro porque Violeta no puede saber si el líquido ha llegado a su estómago o no ha pasado de la faringe. Se impone un silencio ceremonioso entre ellas mientras el suelo de grava engulle el espumarajo, perfectamente blanco, sin hilos de sangre. ¿Será porque lo sustancial se ha absorbido? Esto tampoco puede saberlo, y seguramente sea un deseo más que una realidad. Lo cierto es que, tan pronto como desaparece el rastro, no vuelven a mencionar el tema. Intentan distraerse con otros juegos, las carreras en bici, los equilibrios sobre el bordillo musgoso del pilón, pero el fracaso las deja alicaídas, sin ganas de apurar cada minuto que resta de luz. Vuelven a casa a la hora de la cena sin que sus respectivos padres las tengan que perseguir a gritos por el pueblo, y a la mañana siguiente tampoco sentirán la urgencia de desayunar a toda prisa para verse. Algo se ha abierto y algo se ha cerrado. Algo han aprendido. Julia, sobre su carácter: mira hasta dónde has llegado por darle gusto a tu amiga, qué guarrada, qué vergüenza, qué no estarás dispuesta a hacer para que te acepten. Violeta, por su parte, sobre su destino. Porque se ha sentido traicionada y sola, y abocada, por ser como es, a dicha soledad. Como ya le han enseñado sus lecturas tempranas, no hay forma de embarcarse en la aventura del héroe sin un cómplice que dé la talla, sin aquel que beberá sangre por ti. El día que lo entendió, hace poco más de un año, dijo adiós al amigo invisible que la había acompañado hasta entonces en la aridez de sus tardes sin extraescolares ni hermanos. Los coprotagonistas de novela, ¿dónde se esconden? ¿Habrá alguien en el mundo real que pueda seguirle el ritmo? Los adultos llevan años bromeando sobre la intensidad de sus emociones, sobre su disposición al extremo, sobre su exceso. Y es verdad, no es fácil acompasarse a sus caprichos. Cuando es auténticamente ella, abruma.
El verano se oscurece con el peso de esta carga recién descubierta, pero también queda marcado como el primero de los muchos que Violeta dedicará, hasta hacerse daño, a la búsqueda de alguien que ya desde ahora existe, en algún lugar incierto, con un vacío y una voracidad idénticos, dispuesto a seguir los pasos del otro hasta el mismísimo precipicio.
Capítulo
Violeta siempre enferma de la garganta. Los ganglios del cuello del tamaño de pelotas de golf. La glotis gorda y roja como un colgajo a punto de independizarse del conjunto. Infecciones bacterianas bajo las cuales sus amígdalas adquieren el mismo aspecto que la fruta podrida en los confines de la nevera. Con cada brote, el escenario es ligeramente distinto, pero no cambia el sabor metálico del dolor ni su razón de ser, que no es otra que la de impedir la deglución. Su cuerpo se niega a tragar. Punto. Y orquesta la respuesta inmune que mejor le viene para llevar a cabo su huelga.
—¿Tiene hijos pequeños? —le pregunta la doctora, y resulta obvio que, a pesar de haber abierto su historial, no lo ha leído, porque hace años que no acude al médico y su última visita tuvo que ver con un embarazo primerizo que acabó abruptamente en la séptima semana de gestación. Con el tiempo, ha decidido que se habría llamado Mateo—. ¿Tampoco trabaja con niños?
Violeta dice que no con la cabeza. Trabaja con adolescentes, pero para agregar este detalle tendría que abrir la boca y se le derramaría la saliva que está acopiando a la espera de llegar al aseo y escupir en el lavabo.
—Es que no son habituales estos cuadros en adultos. Le voy a pedir una analítica.
Ella asiente dócilmente mientras la mujer teclea con infinita parsimonia o incompetencia, utilizando solo sus dos dedos índices. Violeta se pregunta si este es el motivo por el que acumulaba tanto retraso y la ha tenido hora y media en la sala de espera junto a otras personas, en su mayoría ancianas, hundidas en las sillas de plástico con forma de huevo hasta parecer inseparables de las mismas, como si hubieran sido víctimas de un accidente de tráfico y llevaran la carrocería ceñida al cuerpo.
—¿Alergia a algún medicamento?
—¿Eh?
A Violeta le cuesta oír. La inflamación la aísla de los estímulos externos y multiplica los sonidos de su propio cuerpo. Escucha su respiración, su corazón, el ruido de los mocos que se fluidifican a través de las vías respiratorias. Piensa en los tanques de privación sensorial. La CIA los utilizaba como método de tortura y ahora han abierto un spa en su calle donde te sumergen en una piscina de flotación con antifaz y tapones para los oídos a cambio de cincuenta euros. ¿Pero para qué? ¿Qué es lo que busca la gente en la intimidad consigo misma? Violeta se ha pasado la vida huyendo del silencio, porque la transporta a lugares que nunca son agradables. Necesita ruido de fondo: la radio, el televisor, la ventana abierta para captar la frecuencia de los vecinos, y siempre una compañera de piso o una pareja o, como mínimo, un libro. Miedo a las noches en la casa del pueblo, tan apartada del rumor de la carretera y tan sensible a las vibraciones del subsuelo, pero jamás a que las cosas vayan demasiado rápido. No en vano se mudó a vivir con Salma a los pocos días de haberse conocido. Salma es su remedio contra el silencio.
—Si la fiebre no remite en tres días, o tiene dificultad para respirar, vuelva a pasarse por aquí. Hay un protocolo especial por el virus este de China.
Pero hoy, cuando llega a casa, Salma no está. O sí está, pero no puede estar con ella. Le ha pedido que se instale en la habitación de invitados para evitar el contagio porque tiene que terminar la obra que inaugurará en pocos días, toda su vida laboral se ha estado dirigiendo hacia ese instante, si lo piensa, y no puede permitirse el riesgo de enfermar. Así que Violeta entra por la puerta con su bolsita de antibióticos y corticoides en la mano sin que nadie la reciba, y se dirige cabizbaja hacia una cama de noventa que, con su colcha de flores y todos esos pañuelos de mocos sucios desperdigados por el suelo, le recuerda demasiado a su infancia, a los tiempos del divorcio en que su madre colonizó su habitación, a la mantita rosa sin la que Violeta era incapaz de dormir y a su madre echada sobre ella, con la ropa sucia, apestando como apestan los que ya no salen a la calle.
—Hija, ¿tú crees que se me ha caído la piel de los papos? Mira, mira la diferencia si me estiro hacia arriba las sienes. Ahora te meten unos hilos que tensan y te dejan así, tal cual. ¿Qué te parece?
Aunque sabe que no está aquí, que no es real, le resulta imposible no contestarle.
—Tú siempre estás guapa, mamá.
Pero no es cierto. No lo era. Igual que entonces, Violeta es incapaz de ignorar su carne fofa, desparramada sobre la colcha como una masa sin cocción, las bolsas de piel bajo los ojos, la papada, el pijama de satén raído. La mira como debió de mirarla su padre antes de abandonarla por otra, recabando motivos y asco, y también con la aprensión que añade el paso del tiempo: ¿es posible que esta madre imaginaria tenga, en el fragmento temporal del que proviene, la misma edad que Violeta ahora? ¿Por qué es o era tan vieja con poco más de treinta años? ¿Por qué no se tiñe las canas? ¿Por qué no se compra ropa nueva? Le gustaría retocarla, manipularla, mejorarla como a una pintura o a una muñeca; al fin y al cabo, es fruto de su imaginación; debería tener algún control sobre ella. Pero sus alucinaciones son productos emancipados que solo se obedecen a sí mismos.
Se mete en la cama con la ropa puesta, vuelve el cuerpo hacia la pared, donde hay un espejo de cuerpo entero, y al contemplar su reflejo, su rostro congestionado y los surcos nasolabiales que empiezan, sutilmente, a aventurar quién será en unos años, reconoce el parecido con la madre del pasado y del presente. Y al instante piensa que está enferma y sola, sola y enferma, y que nadie debería estarlo, no al menos viviendo en pareja. Porque la pareja solo tiene sentido si es un muro de contención contra la enfermedad y la muerte, y ella está enferma y sola, enferma y sola como cuando conoció a Salma, pero qué distintas eran entonces las cosas. Entonces, sin apenas conocerla, Salma cuidaba de Violeta con el mismo esmero con el que hoy reparte pinceladas sobre el lienzo.
—Dejan de querernos. Nos pasa siempre.
Violeta resopla y cierra los ojos.
—Por Dios, cállate, mamá.
Esto es lo que hace el silencio con ella. El silencio, junto con el edema, los oídos taponados por los mocos y los ojos vidriosos de fiebre, anula su principio de realidad, es su tanque de flotación. Para cimentarse en el presente, para alejarse de la fealdad, busca a su novia en los ruidos que se filtran a través de la puerta. La espátula de Salma sumergiéndose en la pintura y golpeando la superficie del marco, un sonido acuoso y percutido; los pasos acolchados de sus zapatillas sobre el parquet flotante; el chasquido de su lengua cuando algo no sale como pretende y tiene que hacer retoques. La visualiza moviéndose frente al cuadro, acometiendo cada pincelada con seguridad y furia, con ese pulso envidiable, y lo desea todo. Su cuerpo, su atención, sus sonidos. ¿De verdad no va a venir a verla? ¿Ni siquiera desde el umbral, a preguntarle qué le ha dicho el médico, cuál es la prognosis, cuán lejos está de la muerte?
—Se cansan de nosotras. Se aburren.
—Mamá, por favor…
Se obliga a recordar que su madre no está aquí porque no puede estar en dos lugares a la vez sin ser, como poco, un fantasma, y lo cierto es que sigue viva, habitando un cuerpo material en Palma de Mallorca, para ser precisas. Hace seis años que se mudó a la isla con un señor al que había conocido a través de una aplicación de citas. Por aquel entonces ella tenía cincuenta y cinco y él setenta y tres, pero estaba en buena forma física, es decir, podía caminar erguido, y la llevaba al teatro, al cine, a los belenes de Navidad, a la sección de perfumería de El Corte Inglés. Ahora es un anciano confinado en su silla de ruedas, y ella, su cuidadora a tiempo completo. Sin sueldo y con una abnegación que nunca ha mostrado hacia su hija, ni hacia su hermana, ni hacia su propia madre. Con la abnegación que las mujeres heterosexuales solo se reservan para los hombres a los que pertenecen. Ay. Siente un pinchazo de dolor en el epicentro de la glotis, que parece crecer por momentos, y empieza a toser. Al abrir los ojos, las patas de gallo, los colgajos de piel flácida en las axilas, el aliento a acetona y los poros como cráteres de su madre holográfica siguen ahí, escrutándola.
—El médico no te ha preguntado qué es lo que no puedes tragar —le dice a su hija mientras juguetea con las puntas amarillentas y rotas de su pelo de estropajo—. Y debería haberlo hecho.
Violeta concede que en eso no le falta razón, y deja que la pregunta desate su tendencia autocompasiva. Con el fluir de las lágrimas, la presión en su garganta remite, como si la nuez hubiera sido desde el principio un pequeño depósito de agua estancada a la que urgía un drenaje. Nada más que eso. Exagera los hipidos del llanto con la esperanza de que Salma la oiga, pero Salma es indemne a los chantajes emocionales. Salma es fuerte y no la necesita. Salma tiene un propósito, una fe que la protege de la enfermedad y la muerte incluso fuera de la pareja. El problema es que Violeta solo la tiene a ella. Esto ha sido así desde el principio, pero ya no están al principio de nada. Están en la meseta pantanosa en la que afloran los miedos.
Capítulo
Leer está veladamente prohibido. Es algo que se hace a escondidas, como acariciarse por encima de las bragas para ver si se soporta esa tensión que crece y crece hasta llegar a un punto crítico en el que solo se intuye el abismo. Después de la hora en la que los niños se van a la cama, a oscuras y con la ayuda de una linterna, el libro se esconde bajo el edredón, y el resto del tiempo, es decir, en el colegio, recae sobre las rodillas, en el hueco que dejan los bajos del pupitre. No se puede leer cuando uno quiera y tampoco lo que se quiera. La saga de El pequeño vampiro sí, pero Drácula, con sus escenas de voluptuosidad lésbica en el sótano de un castillo medieval, no. Para la madre de Violeta, que solo ha visto la película, ese libro contiene el germen de la lascivia, la sospecha de que el sexo tiene que ver con la caza, con la ingesta, con la sangre y con la comunión. Tampoco están permitidas las novelas de Stephen King, por donde asoman monstruos y cosas peores que los monstruos, como ciertos padres de familia, pero se hace la vista gorda con el terror de Poe, en cuyo mundo es más difícil que los prescriptores se sientan reflejados. Violeta se acostumbra a forrar los libros con papel de regalo con la excusa de no estropear los préstamos de la biblioteca, pero lo cierto es que casi siempre se nutre de las colecciones de clásicos que su padre adquiere con el periódico. Ahí está todo lo que no debería leer: elaboradas descripciones de torturas medievales, prostitutas que tosen sangre, asesinatos, venenos, violaciones y suicidios por amor. Cuanto más canónico es el título, menor es la persecución moral de los adultos, que aplauden como una proeza académica su interés por las historias escabrosas.
Comienza a leer Cumbres Borrascosas sin ningún tapujo, a plena luz del día y junto a su padre, tumbados ambos en el sofá del salón de casa con los pies sobre el reposabrazos. No es una historia de vampiros, pero a ratos lo parece. Sin duda, la sangre es importante, porque todo empieza con la llegada de un advenedizo, alguien que será de la familia pero no del linaje. Una mañana, el señor Earnshaw parte hacia Liverpool y su hija Cathy, de apenas seis años, le pide que le traiga una fusta de regalo. En lugar de eso, el hombre regresa con un niño sucio, andrajoso y moreno al que dice haber encontrado en la calle, abandonado y sin saber de quién era. Le dan un nombre que sirve también de apellido, Heathcliff, en honor a otro hijo de la familia muerto en su primera infancia.
—Aquí lo habríamos llamado Expósito —dice el padre de Violeta entre risas.
—Calla, papá, escucha.
Heathcliff y Catherine se vuelven inseparables. Para Cathy es más que un hermano, mientras que su hermano legítimo, Hindley, se comporta como un demonio; mezquino y violento, tras la muerte del señor Earnshaw se dedica a torturar al hijo adoptivo, de quien siempre tuvo celos porque lo mimaban más que a él. Heathcliff aprieta los dientes cada vez que le pegan o le mandan a comer con los perros. Aprieta los dientes y cabalga por los páramos junto a Catherine, dejando que el barro que los salpica asemeje el color de sus pieles. Se hacen mayores juntos. Su apego cambia de nombre. Es difícil distinguir su deseo por la chica de su deseo de legitimidad; su necesidad de poseerla de su venganza de clase. Pero la ama. La ama porque son iguales. A Violeta no le cabe duda de que la pasión auténtica es agreste y fría como el viento que corta a los jinetes por el páramo de Yorkshire.
—¿Pero no eran hermanos?
—No compartían sangre.
—Yo no estaría tan seguro. Esa historia del padre que se encuentra a un niño en la calle me parece floja. Pinta más que fuera un hijo ilegítimo. La típica amante en la ciudad.
—Pero eso te lo estás inventando tú. No está en el libro.
—Vale, vale, tú sigue.
Entonces, cuando llegan a la adolescencia, a Heathcliff le sale un competidor. Una tarde, montando a caballo, Cathy sufre un accidente y la auxilian sus vecinos de la mansión de Los Tordos, con quienes se queda unas semanas, hasta que puede volver a andar. El hijo mayor de la familia, un joven rubio e insulso llamado Edgar Linton, se enamora de ella y Cathy regresa a su casa, al horror de tensión y violencia que es su hogar, profundamente confundida. Es obvio que ama a Heathcliff, pero casarse con él, le cuenta al ama de llaves, sería rebajarse. Heathcliff escucha estas palabras y, herido en su orgullo, se va de Cumbres Borrascosas sin despedirse.
—Es que el dinero es el dinero.
—No digas eso, papá. Es que antes las mujeres no podían elegir.
—¿Cómo que no? Esta lo hace.
Violeta deja de resumirle el libro a su padre y, finalmente, se retira a su habitación para proseguir la lectura. No es que le molesten sus comentarios sarcásticos, a los que está más que acostumbrada porque él ha sido, desde que ella era poco más que un bebé, el encargado de leerle cuentos cada noche, sino que empieza a sentir que hay algo demasiado íntimo en las palpitaciones que le provoca el texto, algo íntimo, incluso, en la historia que narra. ¿Cómo es posible? Por joven que sea, a estas alturas ya se ha visto expuesta a variedad de tragedias amorosas en la ficción, pero nunca había deseado con tanta fuerza ser depositaria de un deseo semejante. Un deseo que es como una fusta, como un maleficio. Y es que, cuando Heathcliff regresa rico y casi un caballero (casi porque sigue siendo moreno) y descubre que Cathy se ha casado con Linton, se convierte en un monstruo. En su venganza, llega a secuestrar, violar y maltratar a la hermana de Edgar. Y, cuando Cathy muere en el parto, su venganza se traslada a la hija de esta.
Violeta está indignada; furiosa, incluso, con la autora, que se atreve a bestializar al héroe con semejante crudeza, pero vuelve una y otra vez a la escena en la que Heathcliff, bajo la ventana en la que ha agonizado y muerto Catherine, se da de cabezazos contra un árbol mientras la maldice para apresarla: «Voy a rezar una plegaria y a repetirla hasta que la lengua se me seque: ¡Catherine Earnshaw, ojalá no encuentres descanso mientras yo siga con vida! Dijiste que yo te había matado, ¡pues entonces, persígueme!». Violeta casi paladea la sangre que mana, aunque no se dice, de la frente magullada de Heathcliff. I put a spell on you… Entiende que el amor y el odio no son antítesis, que la única antítesis es la tibieza. Que el fracaso es ser amada con tibieza y que quizás, por tanto, sus padres se aman fuerte a pesar de la rabia. Las últimas semanas han estado cargadas de ruido, y de una electricidad estática que le erizaba el vello en cuanto entraba por la puerta. Aunque no hubiera nadie. Aunque no se escucharan gritos. Algo se queda a vivir en las casas después de la masacre.
La noche en que se aproxima a los capítulos finales de Cumbres Borrascosas, no tan hechizantes porque bregan con los herederos más templados de Catherine y Heathcliff, algo se rompe. Está encerrada en su habitación, fingiendo que duerme, y escucha un grito y luego un ruido. El grito es de su madre; una nota aguda con el timbre espeso de los mocos, la garganta obstruida por el llanto. El ruido es de algo que se desintegra en pedazos contra el suelo. Violeta se yergue y presta atención. Busca alguna señal que le indique si debe salir o quedarse, si ha pasado algo lo bastante grave para saltarse las normas o si, por el contrario, su intromisión recibirá una reprimenda. Enseguida escucha el sonido de la puerta de entrada al cerrarse y respira tranquila. Nadie ha muerto. Es solo su padre, que se va, como tantas veces, después de una bronca. La distensión que llega después del susto le da sueño. Apaga la linterna y se queda dormida con el libro sobre la almohada.
A la mañana siguiente es domingo y su padre no ha vuelto. Es extraño, porque los domingos es él quien se encarga de ella. Van juntos al quiosco donde siempre compra el periódico y le regala una revista para niñas. Luego caminan hasta el parque, se sientan en un banco y se desentienden el uno del otro con sus respectivas lecturas. A Violeta le gusta estar en silencio junto a su padre. Le gusta esa intimidad en la que se siente acompañada sin tener que hacer o decir gran cosa, pero hoy no va a disponer de ella. En cuanto se levanta de la cama, su madre la apremia a vestirse y la