A solas conmigo

Vanesa Romero

Fragmento

Prólogo. La carta

1

Dimes y diretes

CATA

Llevábamos una semana un tanto complicada. Todos los que estábamos en la redacción no sabíamos muy bien qué iba a pasar tras el fallecimiento de Cristóbal Suarch, el dueño de Voces. Cristóbal había sido un hombre muy peculiar y su muerte nos había desconcertado a todos, porque no la esperábamos para nada.

Cuando Cristóbal estaba vivo, todo el mundo del mundillo le respetaba, caía muy bien y allá por donde iba transmitía un halo de poder, una energía que a nadie le dejaba indiferente. No era ese jefe que todo el mundo odiaba. Al contrario, era una persona paciente, se hacía querer y sabía escuchar. Supo darnos nuestro sitio a cada uno de nosotros y nos hizo sentir que éramos importantes para la empresa y para él. ¿A quién no le iba a gustar esa sensación? Eso sí, cuando tenía que decirte algo, lo hacía de frente, sin tapujos. Era directo y sabía comunicar. Particularmente, a mí me encantaba como persona.

Diría que era un gran líder, porque intentaba sacar lo mejor de cada uno de nosotros. Él siempre parecía que estaba bien, que no pasaba nada, pero la situación en la empresa era un tanto compleja desde hacía tiempo. En los pasillos se rumoreaba que la revista llevaba un año con una fuerte crisis, con grandes pérdidas de dinero y que no se cubrían los objetivos. Los inversores y accionistas ya no creían en el proyecto y no estaban dispuestos a seguir invirtiendo en algo que no les resultaba rentable. Es más, durante las últimas semanas la junta directiva había tenido más reuniones de lo normal, porque muchos estaban a punto de abandonar el barco. Y ya sabemos que cuando uno abandona se produce una reac­ción en cadena.

En realidad, no se había producido ningún comunicado oficial, todo eran habladurías que no llevaban a ninguna parte. Cada semana corría un bulo diferente, que si nos iban a absorber los chinos, también se hablaba de los americanos, que si nos iban a hacer un ERE, y, por supuesto, podía ocurrir la gran hecatombe del cierre y que todos terminásemos en la calle. Hasta se había rumoreado sobre conspiraciones masónicas, pero lo ines­perado fue que Cristóbal muriese. Ciertos dimes y diretes dijeron que quizá había sido asesinado por un ajuste de cuentas, incluso la mafia también entró en juego en los bulos de pasillo.

Ante aquella noticia inesperada, la cuestión era hablar, decir, opinar, como si lo que soltara por su boca la gente fuera realmente importante, como si todos fueran expertos en la materia, como si ellos estuvieran presentes en reuniones secretas a altas horas de la madrugada, como si esos cotilleos fueran a cambiar las cosas. Aquí solo había una única realidad, Cristóbal Suarch había muerto y ahora mismo nadie, ni siquiera su familia, sabía de verdad qué iba a pasar con la empresa y con todos sus trabajadores.

Pronto nos tendrían que decir algo. El rumor que cobraba más fuerza era que su hijo Patrick se haría cargo de todo, pero nadie tenía claro que este chico se pudiese dedicar a ello. Su vida no tenía nada que ver con dirigir una empresa, y eso que había estudiado en los mejores colegios. Sus padres se habían encargado de que tuviese una gran educación, acorde con su estatus social. Pero, hasta ese momento, su día a día se basaba en otras cosas: viajaba sin parar, organizaba o acudía a fiestas una y otra vez siempre rodeado de chicas guapas y gente muy exclusiva. Su vida a simple vista parecía una frivolidad. Las revistas del corazón le sacaban cada dos por tres entre sus páginas en las más variadas y peculiares situaciones dejando al descubierto que su máxima era «living la vida loca», como decía aquella famosa canción de Ricky Martin. Organizaba fiestas para la jet set y en ellas no faltaba ni un solo futbolista, modelo o influencer del momento. Sus veranos ya eran todo un clásico, como los posados de ciertas famosas. Siempre le fotografiaban en su yate en Ibiza rodeado de mucha gente en un ambiente donde se intuía que no faltaban el alcohol y otras sustancias. Los titulares eran de todo tipo como, por ejemplo: «El Suarch descarrilado se divierte en Ibiza, sus fiestas ya son un clásico en las islas Pitiusas». Durante el resto del año, los titulares seguían más o menos la misma línea: «Patrick, el soltero de oro que quema la noche madrileña», «Patrick, el heredero del imperio Suarch, se funde el dinero familiar»… Nadie sabía cuál era su trabajo, si desempeñaba algún tipo de actividad productiva o función laboral en la empresa de su padre. En televisión, en los programas del corazón, se hablaba de ello, incluso había debates sobre el tipo de vida que llevaba ese chico, que si tenía nueva novia, que si no…

Lo cierto es que la familia Suarch siempre estaba muy expuesta públicamente, era un clásico en la prensa rosa. Quizá era un precio que tenían que pagar por ser quienes eran. Tal vez a él le daban igual todos esos reportajes, porque si no hubiese llevado otro tipo de vida o se hubiese ocultado para que nadie lo viese. Lo que estaba claro es que, con el dinero que tenía su familia, no le hacía falta mover ni un solo dedo, solo pasar la tarjeta de crédito y comprarse cualquier capricho absurdo y banal para el resto de los humanos.

Tenía la sensación de que Patrick no sabía lo que era pelear por un trabajo, que nunca sentiría en sus propias carnes un no por respuesta, que no se agobiaría por tener que pagar el alquiler o por no llegar a final de mes. Su vida era otra totalmente distinta a la del resto de los mortales. Era un niño de papá, un niño al que nunca le había faltado de nada. Económicamente estaba servido para esta vida y unas cuantas más, pero la pregunta clave era: ¿sería un hombre feliz? ¿El dinero, como dicen, daba realmente la felicidad?

El mundo estaba lleno de contrastes: había ricos y pobres, buenos y malos…, y también existían las personas que habían sido tocadas por una varita mágica (la del dinero) y que ya nacían con los bolsillos llenos mientras les llovían billetes desde el cielo… Y otras que teníamos que ir en busca de esos destellos de magia.

Hablando de suerte, la mía empezó hace siete años cuando entré a trabajar en esta redacción. Me acuerdo de la ilusión que me hizo que Cristóbal me dijese: «Cata, bienvenida a la familia Voces. El puesto es tuyo». Creo que fue uno de los días más felices de mi vida. Me curré mucho la entrevista y le prometí que, si me daba ese puesto, iba a dar siempre el mil por mil.

Si hay algo que me caracteriza es que soy una chica de palabra. Y, si me comprometo, lo cumplo. Soy muy responsable con mis actos, tanto que para mí la palabra tiene más validez que un contrato. Por eso, suelo medir mucho lo que digo y cómo lo digo. Me gusta ser sincera y directa, odio las tonterías, porque me parecen una pérdida de tiempo. Huyo de las personas que no van de cara, nunca traen nada bueno. La gente que no va de frente no me gusta tenerla en mi vida. Y, si no me queda más remedio que tenerlas cerca, mantengo las distancias todo lo que puedo. Las personas con dobleces no van conmigo. No me gustan los malentendidos y si los hay intento solucionarlos rápidamente.

Presiento que mi manera de ser y de comunicarme fue precisamente lo que le gustó de mí a Cristóbal. También es cierto que me encantaba mi profesión, me apasiona desde que era una niña, y creo que se lo transmití, que lo supo captar y se dio cuenta de que dejarme escapar no era una opción. La culpa de esta pasión por el periodismo se lo debía a mi abuela materna, Carmen, que me hizo prometerle que llegaría muy lejos. Y si algo tengo claro es que las promesas están para cumplirlas. Como tampoco hay ni un solo día que no la eche de menos o que no me acuerde de ella en cada artículo que escribo, porque mis palabras están envueltas en su aroma.

La abuela Carmen vivió con nosotros una larga temporada en nuestro piso de Madrid. Parece que fue ayer cuando llegaba del colegio y ella me esperaba en casa. Me abría la puerta disfrazada y empezábamos a jugar. Me maravillaban esos momentos de complicidad entre nosotras. Mi mami me contó que mi abuela fue una actriz frustrada. A mi abuela Carmen le hubiese encantado subirse a los escenarios, pero su padre nunca la dejó, pues pensaba que era una pasión indigna y no quería que la gente hablase mal de ella. Eran otros tiempos. Afortunadamente las cosas han cambiado. Y, aunque nadie apoyó su sueño, ella nunca se olvidó de ellos y convirtió su pasión en un hob­by. Era un don, actuar le salía de una manera natural y orgánica. Ella fluía a través de los personajes que se inventaba. Se dejaba llevar tanto que convencía a su público (o sea, yo) de que era esa persona que estaba interpretando. Me encantaba cómo se transformaba, mi abuela desaparecía y surgía el personaje que había decidido interpretar. Sus ojos se iluminaban más todavía, porque era muy feliz actuando.

Nuestra dinámica era muy sencilla: me abría la puerta y ya se había transformado en el personaje que iba a representar ese día y que iba a ser protagonista en nuestro juego. Lo sorprendente es que cada vez era uno diferente. Y mi rol era hacerle una entrevista… Pero no una entrevista cualquiera, tenía que hacerle «la entrevista». Era muy exigente. Me acuerdo perfectamente del día que se hizo pasar por una científica muy prestigiosa que acababan de anunciarle que iba a ser galardonada con el premio Nobel. Me recibió esa tarde con una bata blanca, con unas probetas en la mano, unas gafas de pasta y hablándome con un particular acento ruso. Me sorprendía su capacidad de imitar acentos, lo hacía superbién. La vestimenta la ayudaba a alejarse de quien era ella realmente. Nunca le pregunté de dónde sacaba todos esos atuendos tan divertidos. Supongo que serían de la tienda de los chinos que estaba cerca de nuestra casa. Lo que no encontrara allí no lo encontraría en ningún sitio. Aquel establecimiento era el paraíso de los disfraces y de los cachivaches. En nuestro juego, la única regla que me había marcado era que no aceptaba preguntas insulsas, tenían que ser interesantes, distintas, curiosas…, preguntas que la hiciesen pensar. Ella las llamaba «las preguntas con alma». Por eso nuestro juego se llamaba así.

Siempre que jugábamos tenía el gran reto de improvisar in situ, nunca sabía qué personaje me iba a abrir la puerta cada vez que llegaba del colegio. Era una manera muy divertida de entrenar la imaginación y la agilidad mental. Y no siempre era fácil, muchas veces tenía que enfrentarme a algún que otro bloqueo mental. Cuando eso pasaba, mi abuela me decía:

—Cata, no vayas en busca del resultado, más bien tienes que intentar conectar con el momento presente, conecta conmigo. Mírame a los ojos. Conecta con lo que estamos viviendo en este momento tú y yo. Estamos jugando, no hay más. Vamos a centrarnos en eso, en jugar. Nada es tan importante. Da igual que salga bien o mal. Este es nuestro particular laboratorio. Respira. Confía en ti.

Sus palabras siempre me relajaban. Me sentía cómoda y tranquila, como si me embadurnara de todas las inseguridades que brotaban de mi interior con una crema que las calmaba. Estar a su lado era como una sesión de reiki. Una vez leí en Instagram una frase que decía que todos hemos venido al mundo con un don y según mi abuela el mío era conectar con la gente y hacer entrevistas especiales. Yo no lo tenía muy claro, pero ella veía algo que quizá yo no era capaz de captar. Me lo repitió tantas veces que me lo acabé creyendo.

—Lo haces muy bien. Te sale de una manera natural. Tienes una sensibilidad, Cata, que pocas personas tienen a la hora de entrevistar. Da igual la persona que tengas delante de ti, te sabes amoldar a ella. Cariño, haces que la persona se sienta como en casa, no invades, consigues conectar con su alma con gran sutileza y sensibilidad. Tocas a la puerta de su corazón con tanto respeto y de una manera tan especial que se abre para ti. Y que alguien se abra no es fácil. Prométeme una cosa: cuando seas mayor seguirás haciendo entrevistas con alma. Sé que te convertirás en una gran periodista y que no dejarás indiferente a las personas que trabajen contigo, dejarás tu huella, tu estilo, tu sello particular… Cuando entrevistes a gente importante, espero que te acuerdes de estos momentos que hemos pasado tú y yo. Donde nuestra única pretensión ha sido jugar para divertirnos, y la diversión es una parte fundamental de la vida y a veces nos olvidamos de eso.

No dudé en darle mi palabra de que cumpliría esa promesa.

—Te lo prometo, abuela —se lo dije mirándola a los ojos.

Y acto seguido la abracé. Me encantaban sus abrazos, porque eran de verdad, de corazón a corazón. Pero ahí no quedó la cosa, me volvió a mirar a los ojos y quiso que le prometiese algo más.

—Una promesa más, Cata. Tienes que disfrutar siempre haciéndolas. Si no, no tiene sentido que te enfrentes a ellas. Porque en ese momento dejarás de ser tú y de disfrutar de tu máximo esplendor. Por eso te pido que, si no te diviertes entrevistando, lo dejes o analices el motivo de tu descontento, porque seguro que algo no va bien dentro de ti.

Se hizo un silencio entre nosotras… Tardé un poco en contestar. Quería pensar bien en lo que me acababa de decir.

—Te lo prometo. Así será.

Y la abracé otra vez. Aquel día me fui a la cama con dos grandes promesas, con dos grandes pilares que marcarían el rumbo de mi vida. Ya sabía a lo que me iba a dedicar cuando fuese mayor y debía divertirme con mi profesión.

Y precisamente en estos instantes de mi vida no estaba cumpliendo una de mis promesas, porque no disfrutaba de mi trabajo. Y, aunque había aprendido mucho en Voces durante estos siete años, ya no me levantaba cada mañana con la ilusión de seguir dando lo mejor de mí. Estaba apagada y había perdido la motivación. ¿Dónde había dejado las ganas de divertirme? ¿En qué momento me perdí? Llevaba una temporada que mis días estaban teñidos por la tristeza y la desilusión. Me daba mucha pena estar así, pues no me reconocía ni yo. Me encontraba en una especie de callejón sin salida en Voces, pero sentía que no debía tirar la toalla todavía, aunque estaba bastante bloqueada. Sabía que a nivel profesional podía seguir creciendo más. Todavía me quedaba mucho camino que recorrer a mis treinta y cuatro años. Todavía no ha­bía realizado esa entrevista que marcase un antes y un después en mi carrera profesional, esa entrevista que le debía a mi abuela y a mí misma. Y, para ser honesta y aunque me doliese, en Voces resultaba difícil cumplir mi sueño. No lo tenía nada fácil.

Las entrevistas importantes, es decir, las que salían en portada y de las que todo el mundo hablaba, las hacía siempre Susana, la redactora jefa. Y mi relación con ella no es que fuese mala, era malísima. No nos aguantábamos. No había nada de feeling entre nosotras. Ella entró en la redacción dos años más tarde que yo. Pero desde el primer momento no conectamos. Durante estos dos años, nuestra relación ya era imposible, estaba totalmente rota. Era una arpía, de esa clase de personas que, cuanto más lejos la tienes en tu vida, mucho mejor. No podía sostener mucho más esa situación y, además, para más inri, ella era mi jefa. Y llevarse mal con la jefa no traía nada bueno.

Desde que trabajaba allí, habíamos tenido varios encontronazos, algunos a solas y otros delante de todos mis compañeros. Mi sola presencia la crispaba y en realidad no sabía muy bien por qué. Nunca he sabido qué le había hecho para que me tuviese esa tirria y me tratase así de mal. Nuestra comunicación era mala y nuestros caracteres chocaban mucho. Éramos dos polos opuestos. La noche y el día. Mi honestidad al parecer no le gustaba, pero, si había cosas que yo no veía, las tenía que decir…, y ella lo sentía como un acto de rebelión. Mis compañeros se callaban y no expresaban lo que pensaban, para no tener problemas, pero yo no podía, eso era superior a mis fuerzas. La tensión entre nosotras era bastante evidente, saltaban chispas y todo el mundo era testigo del cortocircuito. Desde hacía tiempo, nos habíamos convertido en el supercotilleo de la redacción.

Trabajábamos unas veinte personas en los distintos departamentos y todo el mundo sabía que Susana me tenía entre ceja y ceja. Vamos, que el gordo de la lotería me ha­bía tocado a mí. En realidad, no entendía por qué me tenía tanta manía, ¿tal vez porque le llevaba la contraria? Yo tan solo le decía lo que opinaba. Además, es bueno y enriquecedor exponer diferentes puntos de vista. Me negaba rotundamente a ser una persona sumisa, porque no estaba dispuesta a dejar de ser yo por un puesto de trabajo. Esa no era la solución. Y, como dejar de ser yo no entraba dentro de mi ruta de vida, decidí, después de un par de situaciones muy desagradables entre nosotras, que siempre que pudiese hablaría con Cristóbal, que para eso era el director. Hasta cierto punto, él era consciente de la situación, pero creo que no veía que fuese un problema grave o que me estuviese directamente perjudicando. Me escuchaba cuando le planteaba algunos temas que podían ser interesantes para tratar en la revista, los debatíamos, hablábamos de los pros y de los contras, y aunque luego mi propuesta no llegase a buen puerto las consideraba. No era un no porque sí, sino que escuchaba mis argumentos. Con Susana era frustrante y desesperante, porque antes de hablar ya tenía el no por delante.

—Mira, Susana, que he pensado que…

—No.

—Pero si no me has dejado…

—No.

Este era el tipo de conversación que había entre nosotras. No tuve más remedio que acudir a Cristóbal y saltármela, porque ya estaba harta y muy molesta. Este hecho agravó aún más nuestras discrepancias. A ella le sentaba fatal lo que estaba haciendo. Pero habíamos llegado a un punto que sentí que era lo mejor para todos. Intenté buscar una solución para estar motivada y ser honesta con mi trabajo.

Al hablar más con Cristóbal, pude acercarme a él más que otros compañeros.

Tuvimos nuestra última reunión dos días antes de su fallecimiento. Quise reunirme con él para plantearle que me marchaba. Ya no aguantaba más mi situación con Susana. Durante el último mes me había relegado a escribir los horóscopos de la revista. Esa era mi mera función allí. Lo único que no se atrevía a quitarme era mi blog, A solas conmigo, porque iba bastante bien, si no, no hubiese dudado en apartarme también.

Me fue quitando los reportajes, me impedía escribir sobre cualquier tema que se tocase en las distintas secciones de la revista digital y su culminación final y maquiavélica fue comunicarme delante de todos mis compañeros que me iba a ofrecer una nueva función, iba a ser la encargada de escribir diariamente los horóscopos. Cuando esas palabras salieron por su boca, no daba crédito. Me quedé muda, sin poder articular ni un solo sonido. Mi cara era un cuadro. Y el resto de mis compañeros se quedaron con la misma cara que yo, aunque alguno que otro esbozó una ligera sonrisa. Yo no tenía nada en contra de escribir los horóscopos, pero esa tarea la solían hacer los nuevos redactores que iban llegando, no alguien que llevaba ya siete años en ella. Qué hacía yo hablando de Géminis, Cáncer, Escorpio… o de cómo afectaban las lunas a nuestro estado de ánimo. Qué golpe más bajo me acababa de dar, me había condenado en Voces, porque no valoraba mi valía. Y no me lo merecía después de todos estos años entregándome en cuerpo y alma. Quise darme un margen de una semana por si decidía cambiar de opinión, pero no, llevaba ya cuatro semanas redactando horóscopos. Sin duda me estaba castigando porque había tratado de saltármela en la cadena de mando. No pude más y fui a hablar con ella.

—Susana, ya está bien. Llevo un mes escribiendo sobre Acuario, Tauro, Capricornio…

—Y lo que te queda, Catalina. Y, si me disculpas, tengo que terminar este reportaje.

Odiaba que me llamase así. Nadie me llamaba así, solo ella. Y se quedó tan pancha. No dijo más. No le tembló el pulso. Salí de allí hecha una fiera. La justicia cósmica no la veía por ningún lado, así que decidí dar un paso más allá.

En aquella reunión dos días antes de su fallecimiento, le dije a Cristóbal que no estaba a gusto y que quería marcharme. Por primera vez le conté todo con pelos y señales, vomité todas las injusticias que había acumulado durante estos años. Ya no podía más. El vaso había rebosado.

—Cristóbal, lo siento mucho, pero no estoy bien. No puedo sostener más esta situación. Todo esto me está afectando mucho y lo que más me duele es que mi trabajo no está siendo honesto, porque no estoy concentrada. Me duele, porque te dije cuando me diste este puesto que siempre daría lo mejor de mí. Pero esta situación me está superando y necesito ser honesta conmigo y contigo. Y créeme que esta conversación no está siendo nada fácil para mí. Susana me ha mandado escribir los horóscopos, por eso no he venido a plantearte nuevos reportajes que se me hayan ocurrido, pues estoy totalmente bloqueada. Sabes cómo funciona esta redacción y quién se dedica a escribirlos. Te prometo que he intentado gestionarlo por mi cuenta para no molestarte con esta historia; es más, le he dado un margen por si era un simple castigo, pero no, es una situación que se está perpetuando en el tiempo. Lo siento, si esto no se arregla, me voy. Estoy muy triste y ya no tengo ilusión por venir a trabajar. No me reconozco. Me duele decírtelo, pero siento que Susana me está acosando. Me hace la vida imposible.

Cristóbal me miró y asintió.

—Cata, tranquila…, buscaremos la mejor solución. Te voy a hablar con sinceridad, siempre me has parecido una chica muy responsable, trabajadora y, créeme, sé que tienes un gran talento. Soy consciente y valoro todo lo que haces por Voces. Aprecio tu honestidad. Siempre he estado muy contento contigo. He visto que has peleado y peleas por esta revista, y eso te honra. Y, aunque te parezca curioso o te resulte extraño, me has demostrado durante todo este tiempo que quizá seas una de las pocas personas en quien puedo confiar en esta redacción. Si algo tengo claro es que no quiero que te vayas. Deseo que sigas trabajando en esta empresa. Déjame que le dé una vuelta a todo lo que me acabas de contar y buscaré la mejor manera de solucionar esta historia. Quiero recuperar a la Cata que contraté, llena de fuerza, ilusión y creatividad. Para mí es importante tenerte al cien por cien. Dame unas semanas para que encuentre la mejor solución para todos. Ya sabes que esta empresa es mi vida.

Me gustó todo lo que me dijo Cristóbal y me demostró que era un gran tipo. Me reconfortaron sus palabras y me llenaron de esperanza, porque quizá encontrase la solución para que pudiese seguir en Voces y aprovechar mi potencial sin que nadie me frenase.

Aquel día salí de su despacho con una sonrisa de oreja a oreja. Hacía tiempo que no me sentía así. Mi psicóloga se hubiese sentido orgullosa de mí. Llevaba muchas sesiones intentando gestionar todo lo que me estaba pasando en el trabajo. No había sido fácil sentarme delante de él y contarle que Susana, su mano derecha, me hacia bul­lying en el trabajo. Era un tema un tanto delicado y muy desagradable. Pero ese día toqué fondo, recogí mi dignidad del suelo y llamé a su puerta para comunicarle que me marchaba. Perdí el miedo a abandonar lo que más me gustaba en la vida, el trabajo. Total, trabajar así era peor que estar sin él. Me había pasado demasiadas noches sin dormir preguntándome por qué Susana me hacía la vida imposible. Le daba vueltas a todo, por si había hecho algo que le hubiese podido molestar, pero no había nada. Cada noche pensaba si había sido por esto o por lo otro, pero siempre llegaba a la misma conclusión, no había nada, le molestaba yo. Y no iba a dejar de ser yo misma para encajar con ella. Susana era una mujer de carácter fuerte y aparentemente muy segura de sí misma. Físicamente era una mujer muy guapa, alta, ojos marrones verdosos y pelo largo de color castaño. Además era una buena profesional, hacía bien su trabajo. No me encajaba nada lo que me decía Isa, mi compañera de despacho y mi mejor amiga de la redacción.

—Isa, es imposible que esa mujer me tenga envidia, ¿envidia de qué?

—Amiga, es obvio, ¿no lo ves? Planteas ideas interesantes y tu manera de enfocar las entrevistas es mucho mejor, más top. Las haces más actuales y naturales. Y no nos olvidemos de que el santo grial de esta revista desde hace tiempo es tu blog A solas conmigo, ¿te parece poco o sigo? A mí me parece más que suficiente para no tragarte. Eres su mosca cojonera.

—Ella también tiene ideas buenas.

—Sí, pero no son tan espontáneas e innovadoras. Y ya sabemos que ahora el mundo digital reclama frescura. Y ella a mi parecer se ha quedado un poquito antigua para los tiempos que corren. Y te llevas muy bien con Cristóbal, él siempre ha apostado por ti.

Quizá podía tener algo de razón. Intentaba buscar una explicación a nuestra tensión, pues de momento solo encontraba motivos abstractos. Era verdad que mi blog era el que más visitas tenía de toda la revista, pero no me entraba en la cabeza que no se alegrase de ello. Por lo menos había algo de contenido que llamaba la atención a los lectores. La competencia en la parte digital cada vez era más dura, había demasiados contenidos por todos los lados. Demasiados estímulos por todos los sitios.

Isa tenía razón, mi blog había conseguido atrapar a un cierto público preocupado por el desarrollo personal. Las encuestas hablaban y si había un tema en auge ahora mismo era el de la salud mental. Consideraba que era fundamental en la vida de una persona. A mí siempre me había gustado mucho trabajar mi interior y hurgar en mi mente. Por eso iba al psicólogo desde hacía tiempo, sobre todo tras mi separación. Ese era un buen momento para ordenar mi cabeza. U

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