1
Pronto habrá acabado todo. Julia Cates había perdido la cuenta de las veces que se había dicho eso, pero hoy —finalmente— sería cierto. Dentro de unas horas el mundo conocería la verdad sobre ella.
Si conseguía llegar al centro de la ciudad, claro. Por desgracia, la Pacific Coast Highway semejaba un aparcamiento más que una carretera. Las colinas que asomaban por detrás de Malibú echaban fuego una vez más; un manto de humo flotaba sobre las azoteas y convertía el por lo general límpido aire de la costa en un denso lodo marrón. Por toda la ciudad, bebés aterrorizados se despertaban en mitad de la noche derramando lágrimas grises y respirando con dificultad. Incluso las olas, como si estuvieran agotadas por el calor impropio de esa estación, parecían haber amainado.
Julia Cates avanzaba con el tráfico renqueante y malhumorado haciendo caso omiso a los conductores que le enseñaban el dedo y se le colaban. Era de esperar; en esta peligrosísima estación del Sur de California los ánimos se incendiaban con la misma facilidad que los jardines de las casas. El calor alteraba los nervios de la gente.
Finalmente salió de la carretera y puso rumbo a los juzgados.
Había furgonetas de televisión por todas partes. Decenas de reporteros se apiñaban en los escalones de los juzgados, con los micrófonos y las cámaras a punto, aguardando la primicia. En Los Ángeles, al parecer, estaba convirtiéndose en un evento cotidiano; las acciones judiciales como producto de entretenimiento. Michael Jackson. Courtney Love. Robert Blake.
Julia giró por una calle en dirección a una entrada lateral, donde la esperaban sus abogados.
Estacionó y bajó del coche esperando poder avanzar con paso firme, pero durante un segundo aterrador fue incapaz de andar. «Eres inocente —se recordó a sí misma—. Ellos lo verán. El sistema funcionará». Se obligó a dar un paso, luego otro. Tenía la sensación de estar moviéndose entre cables invisibles por una cuesta empinada. Cuando llegó junto al grupo tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano por sonreír, pero de una cosa estaba segura: su sonrisa parecía auténtica. Los psiquiatras sabían cómo hacer que pareciera genuina.
—Hola, doctora Cates —la saludó Frank Williams, el abogado principal del equipo a cargo de su defensa—. ¿Cómo está?
—Entremos —dijo ella, preguntándose si era la única que podía oír el temblor en su voz. Detestaba esa evidencia de su miedo. Hoy, más que nunca, necesitaba ser fuerte, demostrarle al mundo que era la psiquiatra que siempre habían creído que era, que no había hecho nada malo.
El equipo la rodeó con actitud protectora. Julia agradeció el apoyo. Aunque estaba poniendo todo su empeño en mostrarse profesional y segura de sí misma, era una fachada frágil. Una palabra inadecuada podría derribarla.
Cruzaron las puertas y entraron en los juzgados.
Los flashes lanzaron una ráfaga de destellos blanquiazules. Las cámaras dispararon; las cintas giraron. Gritando todos a la vez, los reporteros corrieron hacia ella.
—¡Doctora Cates! ¿Cómo se siente por lo ocurrido?
—¿Por qué no salvó a esos niños?
—¿Sabía lo de la pistola?
Frank la rodeó por la cintura y la apretó contra su costado. Julia hundió la cara en su solapa y se dejó conducir.
Una vez en la sala, ocupó su lugar en la mesa del acusado. Uno a uno, los miembros de su equipo se congregaron a su alrededor. Detrás de ella, en la primera fila de los bancos destinados al público, tomaron asiento varios pasantes y socios subalternos.
Julia trató de ignorar el barullo que tenía lugar a su espalda; puertas que se abrían y se cerraban, pasos apresurados contra el suelo de mármol, voces susurrantes. Los bancos estaban llenándose con rapidez; lo sabía sin necesidad de darse la vuelta. Esa sala era el lugar que hoy acaparaba el protagonismo en Los Ángeles, y dado que la jueza había rechazado la presencia de cámaras en la sala, seguro que los periodistas y los dibujantes se apretujaban en los bancos lápiz en mano.
En el último año se había escrito una ristra interminable de historias sobre ella. Los fotógrafos le habían hecho miles de fotos: sacando la basura, asomándose a su terraza, entrando y saliendo de la consulta. Las instantáneas menos favorecedoras siempre conseguían ser portada.
Los reporteros prácticamente habían acampado delante de su apartamento, y aunque Julia nunca había hablado con ellos, poco importaba. Las historias seguían llegando. Informaban sobre su procedencia de un pueblo pequeño, su excelente educación, su caro apartamento frente a la playa, su dolorosa separación de Philip. Incluso especulaban con que desde hacía no mucho se había vuelto anoréxica o adicta a las liposucciones. De lo que no informaban era de la única parte de ella que importaba: su amor por su trabajo. Julia había sido una muchacha solitaria y retraída y recordaba hasta el último matiz de ese dolor. Su propia adolescencia la había convertido en una psiquiatra excepcional.
Ese trocito de verdad, naturalmente, nunca aparecía en la prensa. Tampoco la larga lista de niños y adolescentes a los que había ayudado.
La sala guardó silencio cuando la jueza Carol Myerson tomó asiento en el estrado. De aspecto severo, la mujer lucía un pelo de color caoba con un brillo artificial y una gafas pasadas de moda.
El alguacil anunció el caso.
Julia lamentó de repente no haber pedido a un amigo o a un pariente que la acompañara, alguien que estuviera a su lado e incluso le cogiera la mano cuando todo terminara, pero siempre había antepuesto el trabajo a las relaciones sociales. Apenas le había quedado tiempo para dedicarlo a los amigos. Su terapeuta le había señalado a menudo esa carencia en su vida; ella nunca había estado de acuerdo con él, hasta ahora.
A su lado, Frank se puso en pie. Era un hombre alto e imponente, de una delgadez casi elegante y un pelo que estaba pasando del negro al gris en perfecto orden, empezando por las sienes. Julia lo había elegido por su mente brillante, pero probablemente su porte acabaría teniendo más peso. Muchas veces, en salas como esa la forma importaba más que el contenido.
—Señoría —comenzó en un tono de lo más suave y persuasivo—, la mención de la doctora Julia Cates como acusada en esta causa es absurda. Aunque los límites precisos de la confidencialidad en las situaciones psiquiátricas suelen ser controvertidos, existen ciertos precedentes, en concreto el caso Tarasoff contra los regentes de la Universidad de California. La doctora Cates no tenía conocimiento de las tendencias violentas de su paciente y tampoco información referente a amenazas concretas hechas a individuos identificados. De hecho, en la denuncia ni siquiera se alega que poseyera dicho conocimiento. Por tanto, con el debido respeto, solicitamos el sobreseimiento de la causa. Gracias. —Frank tomó asiento.
En la mesa del demandante, un hombre con traje negro se puso en pie.
—Cuatro niños han muerto, señoría. Nunca se harán mayores, nunca irán a la universidad, nunca tendrán hijos. La doctora Cates era la psiquiatra de Amber Zuniga. Durante tres años, la doctora Cates pasó dos horas a la semana con Amber, escuchando sus problemas y recetándole medicación para su creciente depresión. Sin embargo, pese a toda esa intimidad, ahora debemos creer que la doctora Cates no sabía que Amber tenía un comportamiento cada vez más violento y estaba deprimida. Debemos creer que no tenía indicios para sospechar que su paciente se disponía a comprar un arma automática, irrumpir en una reunión de su grupo de la iglesia y ponerse a disparar.
El abogado salió de detrás de la mesa y caminó hasta el centro de la sala. Se volvió despacio hacia Julia. Era el momento culminante, la imagen que todos los dibujantes de la sala plasmarían y mostrarían al mundo.
—Ella es la experta, señoría. Tendría que haber visto venir la tragedia y tendría que haberla impedido alertando a las víctimas o internando a la señorita Zuniga para que recibiera tratamiento. Si es cierto que no estaba al tanto de las tendencias violentas de la señorita Zuniga, habría sido su responsabilidad estarlo. Por tanto, con el debido respeto, pedimos que la doctora Cates permanezca como acusada en este caso. Es una cuestión de justicia. Las familias de los niños asesinados merecen una compensación por parte de la persona que tendría que haber previsto e impedido el asesinato de sus hijos.
—No es cierto —susurró Julia, sabedora de que su voz no podía oírse. Pero necesitaba decirlo en alto. Amber jamás había dado muestras de violencia. Todos los adolescentes con depresión decían que odiaban a los chicos del colegio. De ahí a comprar una pistola y abrir fuego había un abismo.
¿Cómo era posible que no lo vieran?
La jueza Myerson echó un vistazo a la documentación que tenía delante. Acto seguido, se quitó las gafas y las dejó sobre la superficie de madera de su mesa.
El silencio se adueñó de la sala. Julia sabía que los periodistas estaban listos para empezar a escribir. Fuera había más, preparados para salir corriendo con dos artículos. Ambos titulares estaban ya escritos. Solo necesitaban una señal de sus colegas de dentro.
Agolpados en las últimas filas, los afligidos padres de los niños esperaban oír que la tragedia podría haberse evitado, que alguien en una posición de autoridad podría haber mantenido a sus hijos con vida. Habían demandado a todos por homicidio imprudente: a la policía, a los paramédicos, a los fabricantes de medicamentos, a los médicos y a la familia Zuniga. El mundo moderno ya no creía en las tragedias sin sentido. A la gente no podían pasarle cosas malas sin más; alguien tenía que pagar. Las familias de las víctimas confiaban en que ese juicio fuera la respuesta, pero Julia sabía que únicamente les daría otra cosa en la que pensar durante un tiempo, en la que repartir parte de su dolor. Pero no lo aliviaría. El dolor los sobreviviría a todos.
La jueza miró a los padres.
—No hay duda de que lo que sucedió el 19 de febrero en la iglesia bautista de Silverwood fue una terrible tragedia. Como madre, no puedo imaginar el mundo en el que han vivido los últimos meses. No obstante, la cuestión que se plantea ante este tribunal es si la doctora Cates debe seguir como inculpada en este caso. —Cruzó las manos sobre la mesa—. Estoy convencida de que, de acuerdo con la ley, no era deber de la doctora Cates advertir o proteger a las víctimas en este escenario. He llegado a esta conclusión por varias razones. En primer lugar, los hechos no afirman y los demandantes no alegan que la doctora Cates tuviera un conocimiento específico sobre potenciales víctimas identificables; en segundo lugar, la ley no impone el deber de advertir salvo a víctimas claramente identificables; por último, de acuerdo con la política pública, debemos mantener la confidencialidad de la relación entre psiquiatra y paciente a menos que exista una amenaza específica e identificable que justifique la ruptura de dicha confidencialidad. La doctora Cates, por su testimonio y sus expedientes, y de acuerdo con las propias afirmaciones de los demandantes, no tenía el deber de advertir o proteger a las víctimas en este caso. Por tanto, desestimo la demanda con derecho a apelación.
La sala enloqueció. Antes de que pudiera darse cuenta, Julia estaba recibiendo abrazos de su equipo de abogados. Detrás de ella podía oír a los periodistas correr hacia las puertas y bajar al vestíbulo de mármol.
—¡Está libre! —gritó alguien.
Julia sintió una oleada de alivio. «Gracias a Dios».
Entonces oyó a los padres de los niños sollozar a su espalda.
—¿Cómo es posible? —dijo en alto uno de ellos—. Ella debería haberlo sabido.
Frank le puso una mano en el brazo.
—Tendrías que estar sonriendo. Hemos ganado.
Julia lanzó una mirada rauda a los padres y sus pensamientos se adentraron en los bosques sombríos del remordimiento. ¿Tenían razón? ¿Debería haberlo sabido?
—No fue culpa tuya y ha llegado el momento de que se lo digas a la gente. Esta es tu oportunidad para hacerte oír, para…
Una avalancha de reporteros los rodeó.
—¡Doctora Cates! ¿Qué tiene que decir a los padres que la consideran responsable…?
—¿Cree que otros padres le confiarán a sus hijos…?
—¿Tiene algo que decir sobre el hecho de que la Fiscalía de Los Ángeles haya retirado su nombre del listado de psiquiatras forenses?
Buscando la mano de Julia, Frank entró en liza.
—La demanda contra mi clienta ha sido desestimada…
—Por un tecnicismo —gritó alguien.
Mientras los periodistas seguían concentrados en Frank, Julia se escabulló entre el gentío y echó a correr hacia la salida. Sabía que Frank quería que hiciera unas declaraciones, pero le daba igual. No se sentía victoriosa. Solo deseaba alejarse de todo eso…, volver a su vida real.
Los Zuniga estaban de pie frente a la puerta, bloqueándole el paso. Eran una versión consumida de la pareja que Julia había conocido en otros tiempos. El dolor los había avejentado y les había arrebatado el color de la cara.
La señora Zuniga la miró a través de las lágrimas.
—Su hija les quería mucho —dijo Julia en voz baja, sabedora de que eso no era suficiente—. Y ustedes fueron unos buenos padres. No permitan que nadie les convenza de lo contrario. Amber estaba enferma. Habría deseado…
—No —la interrumpió el señor Zuniga—. Desear es lo que más daño hace. —Pasó el brazo por los hombros de su esposa y la estrechó contra él.
Entre ellos se hizo el silencio. Julia buscó algo más que decir, pero solo quedaba «Lo siento», lo que había dicho más veces de las que podía recordar, así que se limitó a despedirse de ellos. Aferrándose al bolso, rodeó al matrimonio y abandonó los juzgados.
Fuera el mundo era lúgubre y marrón. Una gruesa capa de niebla oscurecía el cielo y ocultaba el sol, haciendo juego con su ánimo.
Subió al coche y se alejó. Mientras se sumaba al tráfico, se preguntó si Frank habría reparado siquiera en su ausencia. Aunque de alto riesgo, para él esto era un juego y, como ganador del día, estaría eufórico. Pensaría en las víctimas y sus familias, probablemente esa noche en su sala de estar, después de unos cuantos Dewar’s con hielo. También pensaría en ella, quizá se preguntaría qué sería de una psiquiatra que, por un fracaso, había visto tan dañada su reputación. Pero no les dedicaría mucho tiempo. No se atrevía.
También ella iba a tener que pasar página. Esa noche yacería sola en su cama escuchando el oleaje, pensando en lo mucho que sonaba como el latido de su corazón, y una vez más intentaría superar la pena y el sentimiento de culpa. Tenía que descubrir qué indicio había pasado por alto, qué señal no había alcanzado a ver. Sería doloroso —recordar—, pero al final ese dolor la haría mejor terapeuta. Y luego, a las siete de la mañana, se vestiría y regresaría al trabajo.
Para ayudar a la gente.
Esa era la manera en que saldría adelante.
Niña se sienta de cuclillas en el borde de la cueva y observa cómo el agua cae del cielo. Quiere coger una de las latas vacías que hay a su alrededor, puede que volver a lamerla por dentro, pero ya lo ha hecho demasiadas veces. Se ha acabado la comida. Se acabó hace más lunas de las que puede contar. Detrás de ella, los lobos están inquietos, hambrientos.
El cielo protesta y ruge. Los árboles se agitan atemorizados y el agua sigue cayendo.
Se duerme.
Se despierta bruscamente y mira en derredor, olfateando el aire. Hay un olor extraño en la oscuridad. Debería asustarla, enviarla de nuevo al fondo del profundo agujero negro, pero no puede moverse. Tiene el estómago tan tenso y vacío que le duele.
El agua ya no cae con tanta rabia ahora; es más un leve goteo. Le gustaría poder ver el sol. La vida es mejor cuando hay luz. Su cueva es tan oscura…
Se rompe una ramita.
Seguida de otra.
Se queda muy quieta, instando a su cuerpo a desaparecer contra la pared de la cueva. Se convierte en su propia sombra, plana y estática. Sabe lo importante que puede ser a veces la inmovilidad.
Él no tardará en venir. Lleva fuera mucho tiempo. Ya no hay comida. Se acabaron los días soleados y, aunque se alegra de que Él no esté, sin Él tiene miedo. Hace un tiempo —mucho ya— Ella le habría ayudado un poco, pero está MUERTA.
Cuando el silencio regresa al bosque, se inclina hacia delante para sacar la cara a la luz gris de Ahí Fuera. La oscuridad de la noche se está acercando; pronto el negro lo invadirá todo. El agua cae dulce y amable. Le gusta su sabor.
¿Qué debería hacer?
Baja la vista hacia el cachorro que tiene a su lado. Él también está en guardia, olisqueando el aire. Le acaricia el suave pelaje y nota el temblor en su cuerpecillo. Se está preguntando lo mismo: ¿va a volver Él?
Antes Él siempre se ausentaba una o dos lunas como mucho, pero todo cambió cuando Ella murió. Cuando Él se marchó, le habló a Niña.
PÓRTATEBIENMIENTRASESTOYFUERAOYAVERÁS.
No entiende todas las palabras, pero sí «O ya verás».
Aun así, hace demasiado tiempo que se fue. No hay nada que comer. Niña se ha soltado y se ha adentrado en el bosque en busca de bayas y frutos secos, pero es la estación oscura. Pronto estará demasiado débil para buscar alimento, y en cualquier caso ya no habrá nada cuando el blanco empiece a caer y convierta su aliento en niebla. Aunque tiene miedo, aunque le aterran los Extraños que viven Ahí Fuera, tiene hambre, y si Él vuelve y ve que se ha soltado, se enfadará. Tiene que marcharse.
El pueblo de Rain Valley, enclavado entre el Parque Nacional Olympic y el bravo oleaje gris del océano Pacífico, era el último bastión de civilización antes del comienzo de los bosques profundos.
No lejos del pueblo había lugares que jamás habían sido acariciados por los rayos del sol, lugares donde a lo largo de todo el año, sobre la tierra negra y margosa, yacían sombras de formas tan densas y sólidas que los escasos senderistas que se internaban en los bosques pensaban a menudo que habían tropezado con una guarida de osos hibernando. Incluso hoy, en esta era de milagros científicos, tales bosques permanecían inexplorados por el hombre.
Menos de cien años atrás, un grupo de colonos llegó a este hermoso lugar situado entre los bosques húmedos y el mar y echó abajo los árboles justos para plantar sus cultivos. Con el tiempo aprendieron lo que los indios americanos habían aprendido antes que ellos: que la zona era indomable. Así pues, abandonaron los utensilios de labranza y se dedicaron a la pesca. El salmón y la madera se convirtieron en las industrias locales y durante algunas décadas el pueblo prosperó. Pero en los años noventa los ecologistas descubrieron Rain Valley y se propusieron salvar las aves y los peces, así como los árboles centenarios. Los hombres que vivían de la tierra fueron olvidados en esa lucha y con el paso de los años el pueblo cayó en una suerte de abandono silencioso. Uno a uno, los ambiciosos proyectos de los habitantes prominentes del pueblo se desvanecieron. Las ansiadas farolas jamás fueron instaladas; la carretera que llevaba al lago Mystic continuó siendo una azarosa y fina lengua de asfalto llena de baches; el cableado telefónico y eléctrico se quedó donde estaba —en el aire—, columpiándose perezosamente de poste en poste e invitando a las ramas de los árboles a dejar al pueblo a oscuras en cada vendaval.
Puede que en otras partes del mundo, en enclaves donde el hombre hacía tiempo que había plantado su bandera, semejante deterioro de un pueblo hubiera supuesto un golpe mortal para el sentido de comunidad de sus habitantes, pero no aquí. Las gentes de Rain Valley eran almas robustas y capaces, decididas a vivir en un lugar donde llovía más de doscientos días al año y donde se trataba al sol como al tío ricachón que los visitaba muy de tanto en tanto. Soportaban días grises, tierras mullidas y formas obsoletas de ganarse la vida. Y ahí seguían, todos los hijos y las hijas de los pioneros que se habían atrevido a vivir entre los imponentes árboles.
Hoy, sin embargo, sentían que su buen ánimo estaba siendo puesto a prueba. Era un 17 de octubre y el otoño estaba perdiendo la carrera contra el invierno. Oh, los árboles seguían luciendo sus colores festivos y los campos habían recuperado su verdor después de los días marrones del verano, pero no había duda: se acercaba el invierno. El cielo llevaba una semana bajo y plomizo, tapado por inquietantes nubarrones. Había llovido siete días sin parar.
En la esquina de Wheaton Way con Cates Avenue se encontraba la comisaría, un edificio achaparrado de piedra gris con una cúpula en lo alto y un mástil en el frondoso césped de delante. Dentro del austero edificio, la vieja iluminación fluorescente apenas conseguía mantener el gris a raya. Eran las cuatro de la tarde, pero el mal tiempo hacía que parecieran las seis.
La gente que trabajaba dentro de la comisaría procuraba no reparar en ello. Si les hubieran preguntado —que no era el caso—, habrían reconocido que cuatro o cinco días seguidos de lluvia eran aceptables. Más si se trataba de una mera llovizna. Pero esa prolongación del mal tiempo se les antojaba extraña. No estaban en enero, después de todo. Los primeros días, sentados a sus mesas, se quejaban con buen talante del tramo a pie entre el coche y la comisaría. Ahora tales conversaciones habían sido aniquiladas por el martilleo constante de la lluvia contra el tejado.
Ellen Barton —Ellie para los amigos, que eran todos los del pueblo— se encontraba de pie frente a la ventana contemplando la calle. La lluvia confería un aire insustancial a todo. Vislumbró su imagen en el vidrio veteado de agua; no era exactamente un reflejo, sino más bien una impresión representada de forma momentánea en el cristal. Se vio como se veía siempre, como la joven que había sido en otros tiempos: larga cabellera morena, ojos azul aciano y una alegre sonrisa siempre a punto. La chica elegida reina del baile del instituto y jefa del equipo de animadoras. Como siempre que evocaba su juventud, se recordó vestida de blanco. El color de las novias, de la esperanza en el futuro, de las familias esperando nacer.
—Tengo que fumar, Ellie. Me he portado muy bien, pero estoy alcanzando un momento crítico. Si no enciendo un cigarro ahora mismo, atacaré la nevera.
—No le dejes —dijo Cal desde la mesa de la centralita. Estaba encorvado sobre el teléfono con un mechón de pelo negro caído sobre los ojos. En el instituto, Ellie y sus amigas lo llamaban el Cuervo por su pelo negro y sus rasgos fuertes y marcados. Siempre había tenido un físico huesudo y desgarbado, como si no estuviera del todo a gusto en su cuerpo. Cercano a los cuarenta, Cal seguía pareciendo un chiquillo. Solo sus ojos, oscuros e intensos, dejaban entrever los muchos kilómetros que había recorrido a lo largo de su vida—. Hay que tener mano dura, es lo único que funciona.
—Que te den —respondió Peanut.
Ellie suspiró. Habían tenido esa misma conversación hacía solo quince minutos y otros diez antes de eso. Se llevó las manos a la cintura, descansando los dedos en el pesado cinturón de cartucheras que le colgaba de las caderas, y se volvió hacia su mejor amiga.
—Peanut, ya sabes lo que voy a decirte. Este es un edificio público y yo soy la jefa de policía. ¿Cómo voy a permitir que quebrantes la ley?
—Exacto —la secundó Cal. Abrió la boca para decir algo más, pero le entró una llamada—. Policía de Rain Valley.
—Así que de repente eres miss Ley y Orden —dijo Peanut—. ¿Qué pasa entonces con Sven Morgenstern? Siempre aparca enfrente de su tienda, justo delante de la boca de incendios. ¿Cuándo fue la última vez que te llevaste su coche? Y Large Marge roba dos cajas de polos y un pintaúñas del súper todos los domingos después de misa. Hace siglos que no tramito su arresto. Supongo que mientras su marido pague la cuenta no importa… —Dejó la frase en el aire.
Las dos sabían que Peanut podía citar otros diez ejemplos. Estaban en Rain Valley, después de todo, no en Seattle. Ellie era jefa de policía desde hacía cuatro años, y antes de eso había sido patrullera durante ocho. Aunque estaba preparada para cualquier cosa, el delito más peligroso al que se había enfrentado hasta la fecha era un allanamiento de morada.
—O dejas que me fume un piti o me voy a buscar un dónut y un Red Bull.
—Ambas cosas te matarán.
—A ella sí, pero a nosotros no —señaló Cal, poniendo fin a la llamada—. Mantente firme, El. Peanut es la agente de patrulla, no debería fumar dentro de un edificio público.
—Estás fumando demasiado —dijo finalmente Ellie.
—Sí, pero estoy comiendo menos.
—¿Por qué no vuelves a la dieta del salmón seco? ¿O a la del pomelo? Eran más saludables.
—Déjate de rollos y contesta. Necesito un cigarrillo.
—Solo hace cuatro días que empezaste a fumar, Peanut —dijo Cal—. Dudo mucho que necesites un cigarrillo.
Ellie meneó la cabeza. Si no intervenía, esos dos se pasarían el día discutiendo.
—Deberías volver a tus reuniones —dijo con un suspiro—. Eso del Weight Watchers estaba funcionando.
—¿Seis meses a base de sopa de col para perder siete kilos? No, gracias. Venga, Ellie, sabes que estoy en un tris de agarrar un dónut.
Ellie sabía que había perdido la batalla. Ella y Peanut —Penelope Nutter— llevaban más de una década trabajando codo con codo en esa oficina y eran amigas íntimas desde el instituto. A lo largo de los años su amistad había capeado todos los temporales, desde la ruptura de los dos frágiles matrimonios de Ellie hasta la reciente decisión de Peanut de que fumar era la clave para adelgazar. La llamaba la dieta de Hollywood y enumeraba a todos los famosos escuálidos que fumaban.
—Está bien, pero solo uno.
Obsequiando a Cal con una sonrisita, Peanut plantó las manos en la mesa y se impulsó hacia arriba. Los veinte kilos que había ganado en los últimos años ralentizaban ligeramente sus movimientos. Fue hasta la puerta y la abrió, si bien todos sabían que no habría brisa alguna que se llevara el humo en un día tan húmedo y plomizo.
Ellie recorrió el pasillo hasta la habitación del fondo. Teóricamente era su despacho, aunque apenas lo usaba. En pueblos como ese eran pocas las visitas oficiales y Ellie prefería pasar sus días en la oficina principal con Cal y Peanut. Apartó las huellas del desayuno de tortitas del mes pasado y encontró una máscara antigás. Se la puso y regresó a la sala.
Cal estalló en carcajadas.
Peanut se esforzó por no reír.
—Muy graciosa.
Ellie se levantó la máscara para declarar:
—Puede que algún día quiera hijos. Estoy protegiendo mi útero.
—Yo de ti me preocuparía menos por el humo indirecto y más por conseguir una cita.
—Ha probado con todos desde Mystic hasta Aberdeen —dijo Cal—. El mes pasado incluso salió con el tío de UPS, ese guaperas que siempre se olvida de dónde ha dejado el camión.
Peanut exhaló una bocanada de humo y tosió.
—Creo que deberías bajar el listón, Ellie.
—Se nota que estás disfrutando de tu pitillo —dijo Cal con una sonrisita.
Peanut le enseñó el dedo corazón.
—Estamos hablando de la vida amorosa de Ellie.
—Es de lo único que habláis vosotras dos —señaló Cal.
Era verdad.
Ellie no podía evitarlo: le encantaban los hombres. Por lo general —vale, siempre— los que menos le convenían.
Peanut lo llamaba «la maldición de la reina de la belleza de un pueblo pequeño». Ojalá Ellie hubiese sido como su hermana y hubiese aprendido a depender de su cerebro y no de su belleza. Pero el destino no lo había querido así. A Ellie le gustaba divertirse; le gustaban los romances. El problema era que ninguno había conducido aún a un amor verdadero. Según Peanut, eso era porque Ellie no sabía comprometerse, pero no era del todo así. Sus matrimonios —los dos— habían fracasado porque se había casado con hombres guapos de culo inquieto con ojos para todas. La experiencia con su primer marido, Al Torees, ex capitán del equipo de fútbol del instituto, tendría que haberle bastado para pasar de los hombres durante unos cuantos años, pero Ellie tenía mala memoria y al poco de divorciarse se casó con otro perdedor bien parecido. Malas elecciones, la verdad sea dicha, pero los divorcios no le habían hecho perder la esperanza. Todavía creía en el amor verdadero y estaba esperando a dejarse llevar por él. Sabía que era posible; había visto ese amor en sus padres.
—Como siga bajando el listón, Pea, acabaré saliendo con alguien fuera de mi especie. A lo mejor Cal podría arreglarme una cita con uno de sus amigos frikis de los congresos de cómics.
Cal se mostró dolido por el comentario.
—No somos frikis.
—Por supuesto que no —dijo Peanut exhalando el humo—. Sois hombres hechos y derechos que creen que los hombres con mallas son atractivos.
—Hablas como si fuéramos gais.
—Qué va. —Peanut rio—. Los gais tienen sexo. Tus amigos llevan disfraces de Matrix en público. Nunca entenderé cómo Lisa y tú acabasteis juntos.
Al mencionar a la esposa de Cal, un silencio incómodo se apropió de la sala. Todo el pueblo sabía que Lisa le era infiel. Siempre corrían rumores sobre ella; cuando se mencionaba su nombre, los hombres sonreían y las mujeres fruncían el ceño y sacudían la cabeza. Pero allí, en la comisaría, jamás se hablaba de ello.
Cal regresó a su cómic y a los garabatos en su libreta de dibujo. Los tres sabían que estaría un rato callado.
Ellie se sentó frente a su mesa y puso los pies en alto.
Peanut se apoyó en la pared y la miró a través de una nube de humo.
—Ayer vi a Julia en las noticias.
Cal levantó la vista.
—¿En serio? He de poner la tele más a menudo.
Ellie se quitó la máscara antigás y la dejó sobre la mesa.
—La causa fue desestimada.
—¿La has llamado?
—Pues claro. El contestador tenía una música muy bonita. Creo que me está evitando.
Peanut dio un paso adelante. Los viejos tablones de roble, clavados a comienzos de siglo, cuando Bill Whipman era el jefe de policía del pueblo, temblaron, pero como todo en Rain Valley, eran más fuertes de lo que parecían. En el West End las cosas —y las personas— estaban hechas para durar.
—Deberías probar de nuevo.
—Ya sabes la envidia que me tiene Julia. Dudo mucho que quiera hablar conmigo justo ahora.
—Tú crees que todo el mundo te tiene envidia.
—No es cierto.
Peanut le lanzó una de esas miradas de «¿A quién pretendes engañar?» que constituían el pilar de su amistad.
—Vamos, Ellie, tu hermana pequeña tenía pinta de estar pasándolo mal. ¿Vas a fingir que no puedes hablar con ella porque hace veinte años tú fuiste la reina del baile y ella pertenecía al club de matemáticas?
A decir verdad, Ellie también la había visto —la mirada angustiada, atormentada, de su hermana pequeña— y había deseado tenderle la mano y ayudarla. Julia siempre había sentido las cosas con demasiada intensidad; era lo que la hacía una gran psiquiatra.
—No me escucharía y lo sabes, Peanut. Julia cree que tengo la inteligencia de un mosquito. Puede que…
La interrumpieron unos pasos.
Alguien estaba corriendo hacia la comisaría.
Ellie se levantó justo cuando la puerta se abría bruscamente y golpeaba la pared.
Lori Forman irrumpió en la oficina. Estaba empapada y muerta de frío; le temblaba todo el cuerpo. Sus hijos —Bailey, Felicia y Jeremy— se apiñaban a su alrededor.
—Tienes que venir —le dijo a Ellie.
—Tranquilízate, Lori. Cuéntame qué ha pasado.
—No te lo vas a creer. Caray, si yo que lo he visto todavía no me lo creo. Ven conmigo, hay algo en Magnolia Street.
—Al fin sucede algo en este pueblo. —Peanut agarró el abrigo del perchero situado junto a su mesa—. Cal, espabila y desvía las llamadas a tu móvil. No queremos perdernos el espectáculo.
Ellie fue la primera en salir por la puerta.
2
Ellie estacionó el coche patrulla en una plaza libre en la esquina de Magnolia con Woodland y apagó el motor. Este espurreó varias veces, tosiendo como un viejo, y luego calló.
En ese preciso instante la lluvia paró y el sol asomó entre las nubes.
Incluso a Ellie, que llevaba toda su vida allí, le sorprendió el repentino cambio de tiempo. Era la hora mágica, el momento en que todas las hojas y briznas parecían independientes, en que la luz del sol, lustrada por la lluvia y atenuada por el inminente anochecer, ofrecía al mundo un resplandor asombrosamente bello.
Peanut se inclinó hacia delante y el asiento de vinilo crujió.
—No veo nada.
—Yo tampoco —dijo Cal, que estaba sentado muy recto en el asiento de atrás, con el larguirucho cuerpo doblado en tres partes bien definidas. Sus dedos, largos y huesudos, formaban un triángulo.
Ellie paseó la mirada por la plaza del pueblo. Nubes del color de clavos viejos surcaban el cielo tratando de difuminar la debilitada luz, pero el sol, ahora que había aparecido, no tenía intención de dejarse arrinconar. Rain Valley —sus cinco manzanas al completo— parecía brillar con una luz de otro mundo. Las fachadas de ladrillo, construidas una tras otra en los tiempos prósperos del salmón y la madera de la década de los setenta, refulgían como el cobre martillado.
Delante de la droguería de Swain había una multitud, y otra cruzando la calle, frente a la peluquería de Lulu. Sin duda, los clientes de The Pour House no tardarían en salir a trompicones exigiendo saber qué miraba toda esa gente.
—¿Estás ahí, jefa? —dijo una voz por la radio.
Ellie apretó el botón y respondió:
—Estoy aquí, Earl.
—Ven hasta el árbol de Sealth Park. —Hubo una interferencia, tras la cual Earl añadió—: Acércate despacio. No estoy bromeando.
—Quédate aquí, Peanut, y tú también, Cal —ordenó Ellie mientras bajaba del coche.
El corazón le iba a mil. Era el aviso más emocionante que había recibido nunca. Básicamente, su trabajo consistía en acompañar a casa a tipos que habían bebido demasiado y en hablar a los niños de la escuela local sobre los peligros de las drogas. Pero ella se había preparado para cualquier contingencia. Había aprendido esa lección de su tío Joe, que había sido el jefe de policía del pueblo durante tres décadas. «Nunca des por sentada la tranquilidad —solía decirle—. En cualquier momento puede hacerse añicos como el cristal».
Ellie le creyó, y aunque se había convertido en policía casi por inercia, le había cogido el gusto a su trabajo. Ahora estaba al día de la actualidad, mantenía afilada su puntería en el campo de tiro y vigilaba su pueblo con ojo de lince. Era lo único que se le había dado realmente bien en la vida, además de sacar partido a su belleza, lo que se tomaba igual de en serio.
Echó a andar por la calle mientras se percataba del silencio ensordecedor.
Podría haber oído la caída de una aguja. Era una quietud antinatural para un pueblo tan aficionado al parloteo.
Abrió la cartuchera y empuñó el arma. Era la primera vez que la sacaba en el terreno.
El martilleo de sus tacones retumbaba contra la calzada. A sendos lados de la calle, las cunetas eran ríos de hirviente agua plateada. Al llegar al cruce, escuchó murmullos y vio a la gente señalar con el dedo el Chief Sealth City Park.
—Ya la tenemos aquí —dijo alguien.
—La jefa Barton sabrá qué hacer.
Ellie se detuvo en la esquina y Earl corrió a su encuentro. Los tacones de sus botas de vaquero sonaban como disparos sobre el resbaladizo asfalto. Se movía como una marioneta con las cuerdas flojas, como si tuviera las piernas torcidas y desarticuladas. Tenía el uniforme cubierto de lluvia.
—¡Chis! —susurró Ellie.
El rostro rubicundo de Earl Huff se arrugó como una pasa. Contaba sesenta y cuatro años y era policía desde antes de que Ellie naciera, pero siempre la trataba con el máximo respeto.
—Lo siento, jefa.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Ellie—. Yo no veo nada.
—Apareció hace unos diez minutos, justo después de aquel trueno descomunal. ¿Lo oísteis?
—Lo oímos —respondió Peanut, corta de resuello. Cal estaba a su lado.
Ellie se volvió rauda hacia ellos.
—Os dije que os quedarais en el coche.
—¿Iba en serio? —le preguntó Peanut con cara de incredulidad—. Pensé que era una de esas órdenes dichas sin pensar. Vamos, Ellie, ¿no esperarás que nos perdamos la primera emergencia real en años?
Cal asintió con una sonrisita. A Ellie le entraron ganas de abofetearlo. Se preguntó si el capitán del Departamento de Policía de Los Ángeles tenía problemas similares con sus amigos. Con un suspiro, se volvió hacia Earl.
—Habla.
—Después del trueno, la lluvia paró de golpe. Estaba diluviando y de repente dejó de llover. Luego salió aquel sol increíble. Fue en ese momento cuando el viejo doctor Fischer escuchó el aullido de un lobo.
Peanut se estremeció.
—Como esa escena de Buffy, cazavampiros en que…
—Continúa, Earl —la interrumpió secamente Ellie.
—Fue la señora Grimm la que reparó en la niña. Yo me estaba cortando el pelo, y no me salgas con lo de «¿Qué pelo?». —Se volvió despacio y apuntó con el dedo—. Cuando la niña trepó al árbol, te llamamos.
Ellie clavó la mirada en el árbol. Lo había visto cada día de su vida, había jugado en él de niña, se había apoyado en su tronco para fumar cigarrillos mentolados y había recibido su primer beso —nada menos que de Cal— bajo su verde copa. No veía nada fuera de lo normal ahora.
—¿Es una broma, Earl?
—Por lo que más quieras, El, ponte las gafas.
Ellie se llevó la mano al bolsillo superior y sacó las gafas de farmacia que seguía sin reconocer que necesitaba. Las sentía extrañas y pesadas en su cara. Entrecerrando los ojos tras los cristales ovalados, avanzó hacia el árbol.
—¿Eso de ahí es…?
—Lo es —confirmó Peanut.
Había una niña oculta entre las hojas otoñales del arce. ¿Cómo había conseguido trepar tan alto por las empapadas ramas?
—¿Cómo sabes que es una niña? —le susurró Cal a Earl.
—Yo solo sé que lleva un vestido y tiene el pelo largo. Lo demás es pura suposición.
Ellie dio un paso hacia delante para verla mejor.
La niña era pequeña, probablemente de unos cinco o seis años. Podía ver lo flaca que estaba incluso desde esa distancia. Su pelo largo y moreno era una sucia maraña llena de hojas y mugre. Tenía un cachorrillo acurrucado en los brazos.
Ellie enfundó la pistola.
—Quedaos aquí. —Echó a andar hacia el árbol. Luego se detuvo y se volvió hacia Peanut y Cal—. Lo digo en serio. No me obliguéis a dispararos.
—Somos estatuas —dijo Peanut.
—De piedra —añadió Cal.
Ellie pudo oír una oleada de murmullos cuando procedió a atravesar el cruce. Mientras se aproximaba a su destino se quitó las gafas. No había llegado a la fase de fiarse del mundo visto a través de una lente.
Cuando se encontraba a un metro y medio del árbol, levantó la vista. El cuerpecillo seguía allí, encogido sobre una rama asombrosamente alta. Era, sin duda, una niña. Parecía muy cómoda en lo alto, con el cachorro en los brazos, pero tenía los ojos muy abiertos y vigilaba cada movimiento. La pobrecilla estaba aterrorizada.
Que la colgaran si lo que tenía en los brazos no era un lobezno.
—Hola, pequeña —dijo Ellie en un tono tranquilizador. Era una de las muchas veces en que lamentaba no haber tenido hijos. La voz de una madre les habría ido muy bien ahora—. ¿Qué haces ahí arriba?
El lobo gruñó y enseñó los dientes.
La mirada de Ellie se clavó en la de la niña.
—No voy a hacerte daño, en serio.
No obtuvo respuesta; ni siquiera un parpadeo o el movimiento de un dedo.
—Empecemos de cero. Yo soy Ellen Barton. ¿Quién eres tú?
De nuevo, nada.
—Imagino que estás huyendo de algo. O puede que simplemente estés jugando. Mi hermana y yo jugábamos a los piratas en el bosque cuando éramos pequeñas. Y a la Cenicienta. Ese era mi juego favorito, porque Julia tenía que limpiar el cuarto mientras yo me probaba vestidos bonitos para el baile. Ser la hermana mayor mola mucho más.
Era como hablarle a una fotografía.
—¿Por qué no bajas de ahí antes de que te caigas? Me aseguraré de que estés bien.
Ellie habló durante quince minutos, diciendo todo lo que se le pasaba por la cabeza, hasta que se le acabaron las palabras. Ni una sola vez había respondido o reaccionado la niña. De hecho, parecía como si ni siquiera respirara.
Volvió junto a Earl, Peanut y Cal.
—¿Cómo vamos a bajarla, jefa? —le preguntó Earl con preocupación. En su frente pálida y sudorienta aparecieron unos surcos profundos. Se frotó con nerviosismo la cabeza casi calva, acentuando el emparrado pelirrojo que lucía desde hacía más años de los que nadie podía recordar.
Ellie no tenía ni idea de qué hacer. En la comisaría guardaba toda clase de manuales y libros de consulta y había memorizado la mayoría para el examen de capitana. Había capítulos sobre asesinatos, tumultos, robos y secuestros, pero ni un solo párrafo sobre cómo conseguir que una niña muda y su lobezno gruñón bajaran de un árbol de Main Street.
—¿Alguien la vio subir?
—La señora Grimm. Dijo que la chiquilla no andaba en nada bueno, que a lo mejor quería robar manzanas de los barriles del mercado. Cuando el doctor Fischer le gritó, la niña cruzó corriendo la calle y subió al árbol de un salto.
—¿De un salto? —dijo Ellie—. Por todos los santos, esa rama está a seis metros del suelo.
—Yo tampoco me lo creí, jefa, pero otros testigos lo han confirmado. También dicen que corría como el viento. La señora Grimm se santiguó mientras me lo contaba.
Ellie notó el comienzo de un dolor de cabeza. Para la hora de la cena el pueblo entero habría oído la historia de una niña que corría como el viento y se subía de un salto a las ramas más altas de los arces. Seguro que para entonces contarían que le salía fuego de los dedos y volaba de rama en rama.
—Necesitamos un plan —dijo Ellie, más para sí que para los demás.
—El cuerpo de bomberos voluntarios rescató a Scamper de aquel abeto de Peninsula Road.
—Scamper es un gato, Earl —señaló Peanut cruzando los brazos.
—Ya lo sé, Penelope, pero no tenemos un protocolo para niños atrapados en los árboles. Acompañados de lobos —añadió para rematar.
Ellie posó una mano en el brazo del agente.
—Es una buena idea, Earl, pero la niña está muerta de miedo. Si ve esa enorme escalera roja acercándose a ella, podría caerse.
Peanut se dio unos golpecitos en los dientes con la larga uña púrpura tachonada de estrellas, señal inequívoca de que estaba cavilando. Finalmente dijo:
—Apuesto a que tiene hambre.
—Tú crees que todo el mundo tiene hambre —añadió Cal.
—Eso no es cierto.
—Ya lo creo