Tres cuentos fáciles
por GIANCARLO DE CATALDO
No siempre, y no necesariamente, quien brilla en el arte de la novela despunta también en el del relato, y viceversa. Camilleri podía pasar tan tranquilo de uno a otro con resultados igual de logrados. Esta radiante recopilación lo demuestra. Personalmente, yo soy (y así lo proclamo) orgulloso corresponsable de dos de los tres episodios narrativos que la componen y que ilustran a la perfección una de las dotes del Maestro reconocidas y apreciadas de forma universal: su generosidad sin par. Todo empezó hacia el año 2005. Carlo Lucarelli y yo tuvimos la idea de una antología de relatos de trasfondo policíaco que pudieran, al mismo tiempo, dar lugar a sendas adaptaciones televisivas. Les pedíamos a los autores que escribieran una historia que estuviera pensada, ya desde su concepción, para trasladarla a la pequeña pantalla. Además, se preveía implicar en la adaptación al propio autor del texto literario. Se trataba de un experimento indudablemente original que surgía de la oleada de prestigio (y de éxito) que experimentaba en aquellos años el asentamiento del género policíaco a la italiana. No era concebible un plan de esa naturaleza sin la participación de Andrea Camilleri, el gran artífice, desde hacía una década, de la consagración del género, incluso desde el punto de vista de la crítica convencional más desconfiada. Y era asimismo evidente que, también desde el punto de vista del medio televisivo, un proyecto tan ambicioso se vería redimensionado, cuando no descartado, si no estaba incluido Camilleri. Tuvimos la suerte de que la idea le gustó. Había sido hombre de televisión durante muchos años, nos contó. Y nunca había caído en el esnobismo que contamina en ocasiones la relación entre el autor literario y la adaptación en imágenes de su obra. Puso una única condición: que en el relato no apareciera la figura del comisario Montalbano, reservada, literariamente, nos dijo, a Sellerio: el vínculo que lo unía con esa editorial era de profunda estima y auténtica lealtad, e igual de notorio era el afecto que dejaba traslucir la gente que trabajaba allí. Así nació «Demasiadas confusiones», que se incluyó en la antología Crimini, publicada por la editorial Einaudi. Es un cuento contemporáneo de ritmo trepidante que se desarrolla a partir de una cita metalingüística con aire de guiño ingenioso —Bruno contesta en broma a una llamada telefónica y lo confunden con quien no es, de manera que se lanza a una aventura llena de confusiones, como si fuera el Cary Grant de Con la muerte en los talones— y prosigue con un crescendo de golpes de efecto, ágiles y vigorosos, en los que el azar desempeña un papel determinante. La antología funcionó y del relato de Camilleri salió el telefilme del mismo título, dirigido por Andrea Manni e interpretado, entre otros, por Beppe Fiorello y Claudia Zanella.
Pero ésa es sólo una parte de la historia.
Dado que el culpable, como es bien sabido, siente una atracción irrefrenable por el lugar del crimen, unos años después volví a importunar al Maestro con una nueva propuesta. Se trataba de otra antología. En esa ocasión el tema estaba más acotado: si Crimini había pretendido ofrecer un tour ideal de Italia a base de historias policíacas —ya que todos los episodios estaban vinculados a un territorio en concreto—, el nuevo proyecto se centraba en la figura y el papel de los jueces. Corría el año 2010. El país vivía una fase aguda de su endémica disputa entre el poder político y el judicial. Se alzaban fuertes protestas contra lo que se definía como «el partido de los jueces», acusado de sabotear a las fuerzas gubernamentales en nombre de una estrecha afinidad, cultural pero también operativa, con la oposición de izquierdas. Nuestra idea para la antología (seguía trabajando con Lucarelli) era recopilar tres historias representativas en las que los jueces no desempeñasen, según la norma dominante, el papel de los malos, sino que, por el contrario, fueran protagonistas positivos. Y de ahí que acudiese de nuevo a Camilleri, que en distintas ocasiones había mostrado en público posturas equilibradas a la vez que firmes para defender no tanto a jueces en particular, sino su función institucional. Me recibió en su histórica casa de Prati una tarde de otoño. Hacía un día de perros que parecía desmentir todos los lugares comunes sobre las joviales ottobrate romanas. Camilleri, envuelto en una nube de humo, se mostró vagamente polémico contra el «prohibicionismo saludable» que se abría paso por entonces a marchas forzadas. Le recordé un pasaje de un Montalbano de algún tiempo antes, el brindis de un padrino (en el sentido de Michael Corleone) ante el anuncio de la matanza de Capaci. Me habló de la estima que había sentido siempre por los leales servidores del Estado. Me contó de su amistad con el juez Suriano, agudo jurista y todavía más agudo autor (yo mismo, por otro lado, había conocido a Camilleri gracias a su hijo, Francesco). Luego, de pronto, después de la enésima bocanada de humo, me dijo: «En Sicilia hay una mala hierba que se llama “surra”. Es una hierba tenaz que no hay forma de erradicar. Siempre he considerado que la tenacidad era una cualidad esencial. Así pues, voy a escribir un cuento que se titulará “El juez Surra”, por el nombre de la hierba. Será un relato histórico. Constará de cuarenta y ocho páginas. Te lo entregaré el...» Y soltó una fecha, al cabo de unos meses. «Pero, si ya lo has escrito —objeté—, ¿por qué no me lo das ya? Luego ya lo compaginaremos a su debido tiempo.» Se puso tenso. Entendí, por su respuesta, que había estado a punto de provocar un incidente diplomático:
Todavía no he escrito el relato —puntualizó, muy serio de repente—; de haberlo escrito, lógicamente, te lo habría dado. Sé cómo lo escribiré porque lo veo ya. Ésa es mi forma de proceder. Cuando tengo que escribir, se impone una racionalidad que adopta la forma de una especie de metrónomo interno. Es un regulador del ritmo con el que veo de antemano cómo va a ser la historia que tengo en mente y cuándo estará lista.
Afortunadamente, se me perdonó. El relato se entregó exactamente en la fecha prevista. Y acabó en la antología Giudici. Puede comprobarse fácilmente su extensión —cuarenta y ocho páginas, que pasaron a ser cuarenta y nueve por la compaginación— y en la página 83 puede leerse la irresistible charla de los notables de la localidad sobre el nombre del juez Surra. Don Agatino Smecca recuerda que la surra es la ventresca del atún, a lo que don Clemente Sommatino, hombre «de tierra adentro y campesino», precisa: «[L]a surra es también una hierba amarga e ingrata que, si se la comen las gallinas, los huevos cogen un sabor tan repulsivo que hay que tirarlos. De modo que, por el apellido, para mí, no promete nada bueno.» El cuento se encargará de confirmar que don Clemente tiene buen ojo: para los mafiosos, que precisamente empezaban a llamarse así en aquella Italia posterior a la unificación, el juez Surra se revelará muy pronto como una bestia negra. En fin, Camilleri había cumplido su palabra y además con una precisión asombrosa. Ahora, releído una docena de años después, este relato muestra matices inéditos y, si cabe, todavía más ingeniosos. El juez Surra se antoja, en un primer nivel, indiferente a las amenazas mafiosas, sencillamente porque, como un nuevo Mr. Magoo, no parece darse cuenta de nada. Al leer, piensas: «Le falta el algoritmo para interpretar determinados códigos territoriales.» Sin embargo, después se te ocurre otra idea (que Camilleri, por otro lado, apunta): Surra se comporta como si no los entendiera, pero en realidad actúa de la mejor manera para neutralizarlos. No les hace caso y tira por el camino de la justicia. Es surra, tenaz e imposible de erradicar, porque ésa es su naturaleza. Y en esa tenacidad, en esa resistencia, está la fuerza que lo convierte en un magistrado sumamente íntegro. Es una señal sutil, y sutilmente «política», de esas que tan sólo Camilleri, con la ligereza de su fluir narrativo, sabía comunicar.
Por último, «El medallón» es una historia profundamente camilleriana, un cuento amable en el que el Maestro demuestra, una vez más, esa destreza suya tan personal, en cierto sentido única, para desplegar el género poli