Don Juan

Tirso de Molina
Molière
Lorenzo da Ponte

Fragmento

cap

INTRODUCCIÓN

"DON JUAN": LA PRIMERA FRANQUICIA DEL TEATRO EUROPEO

Una serie de romances sobre un personaje blasfemo y temerario inspiraron el primer Don Juan de la escena teatral, estrenado en 1630, y atribuido a Tirso de Molina. El momento clave de esos textos preliminares es el desafío que propone un caballero al espíritu de un muerto al que invita a cenar en su casa. Cuando el espectro se presenta, esa noche, invita, a su vez, al galán, a cenar en su sepulcro. En estos romances primerizos, el caballero se salva de las penas del infierno, bien sea por un arrepentimiento, bien por haber comulgado antes del festín lúgubre.

Son inciertas las razones que pudieron llevar a Tirso de Molina a adaptar esa moralizante tradición a un formato de revolucionaria obra teatral, El burlador de Sevilla y convidado de piedra, cuyo carácter episódico, fuera de todo progreso aristotélico, sólo es comparable al anterior Fausto (1592) de Christopher Marlowe, otra súbita aparición sobre las tablas europeas de un arquetipo cercano a Don Juan. La libertad extraordinaria que se aprecia en la dramaturgia de El burlador no corresponde del todo, sin embargo, al ideario normativo que cabe deducir de una obra atribuida al espíritu moral de la Contrarreforma. De esa contradicción flagrante surge la fascinación del mito. Se trata, es verdad, de una historia con desenlace moral claro. Don Juan es castigado por sus transgresiones, en un clima de defensa del orden religioso monógamo que capitaliza el Comendador Y, sin embargo, la capacidad seductora del protagonista sobrepasa el territorio de las mujeres conquistadas para señorear en el corazón de todo su público. Don Juan es el héroe trágico de la obra y toda descalificación de éste como simple villano no hace justicia a su interés dramático, ni a su fascinante capacidad de presidir la escena. Pues ése es el hallazgo, tal vez involuntario, del drama atribuido a Tirso: la creación de un personaje serial e infinito. Claro está que en la última escena le llega la muerte: el autor debe cumplir el protocolo inexcusable de la caída trágica. Sin embargo, toda la vitalidad episódica de los lances que preceden su encuentro con el Comendador podría dilatarse tanto como se quisiera. Don Juan es el primer mito serial de las tablas, el primer personaje que podría existir con un aplazamiento completo del final, aunque dicho final marque un límite racional y liberador a sus andanzas.

De esa libertad escénica se servirán, en seguida, las múltiples versiones que se benefician, dentro y fuera de España, de la súbita popularidad que adopta el personaje desde su primera aparición en el teatro. En la Europa del Barroco, la propagación de los éxitos dramáticos, ya sea a partir de traducciones fieles o de libres refritos, está al orden del día. El Don Juan de Tirso pronto se difunde en Italia y en Francia, donde diversas compañías observan el poder de seducción que los diversos elementos de la obra operan sobre el público: los lances del héroe disfrazado e impune, el cómico engarce con su criado Catalinón, suerte de Sancho Panza sometido a las arbitrarias ilusiones de su amo; la espiral de mujeres engañadas y el reencuentro final con todas ellas; la estatua del Comendador y la doble invitación que acaba por truncar la altivez herética del protagonista. La contagiosa efervescencia comercial de ese Don Juan que está llenando las arcas de las primeras compañías que han tenido la sagacidad de traducir de inmediato la obra de Tirso dejan perplejo y algo molesto al amo de la escena francesa, Jean-Baptiste Poquelin, Molière, que decide, sólo treinta años después del estreno español de El burlador, reescribir por completo la historia, hasta conseguir una obra original y perdurable que se estrena en Francia en 1665. Que Don Juan ya tiene un cuerpo mítico previo lo deja claro el autor francés al omitir episodios centrales de la obra de Tirso, dándolos por hechos. Así, el asesinato del Comendador se supone que ha tenido lugar ya antes de que se alce el telón, como si el hecho de empezar in media res proyectase la figura de Don Juan hacia percances nuevos que complementen los que el público puede ya conocer. Y aparece, también, en la obra de Molière, una figura que será clave para la evolución del mito: doña Elvira, la monja seducida y luego abandonada, planteará una cierta progresión argumental, inexistente en Tirso, al aparecer, ante los ojos de Don Juan, como una oportunidad, naturalmente truncada, para el arrepentimiento.

El Don Juan de Molière, mucho más matizado psicológicamente que su antecesor, se permite filosofar con su criado acerca del libertinaje, defiende y justifica sus acciones apelando al derecho de las damas a satisfacer su instinto, y sirve, como no podía ser de otra manera en una obra de Molière, para ejercer una gran crítica sobre la hipocresía social de la época. Si la obra derrochase moralismo en aras de la castidad, no habría suscitado las reacciones negativas ni el deseo de prohibición que surgieron de inmediato en el entorno del dramaturgo. Por suerte para Molière, al rey le debió de divertir tanto la obra que se limitó a tranquilizar a los inquisidores afirmando que bastante castigo tenía Don Juan al final de la pieza para que hubiera que prohibir, además, sus apariciones previas.

La fascinación por ese personaje tan inaprensible como hipnótico también había hecho mella en los cómicos italianos del siglo que lo vio nacer, pero no fue hasta 1730 cuando el dramaturgo esencial del país, Carlo Goldoni, decidió, siguiendo los pasos de Molière, remendar a su manera al personaje en su Don Juan Tenorio o El disoluto, representada por primera vez en Venecia durante los carnavales de 1736. Que esta obra tenga una trascendencia muy menor no deja de tener su justicia poética. Goldoni, en la introducción al texto publicado,[1] se propone, vanidosamente, enmendar los errores del primer Burlador (que, por cierto, atribuye a Calderón de la Barca), cuya popularidad no deja de sorprenderle, pues encuentra la obra llena de «impropiedades y de inconveniencias», con una estructura dramática aleatoria y caprichosa («es digna de admiración la velocidad con que el héroe pasa de un reino a otro») y cuya conclusión, a partir de la estatua animada del Comendador, le parece un verdadero desafío a toda credibilidad escénica. Fascinado, sin embargo, por el hecho de que «nunca se ha visto en escena una representación con tan continuado aplauso popular», Goldoni decide proponer una versión con unidad espacio-temporal, trama centrípeta y no episódica, una marcada evolución hacia el clímax, y un final en el cual Don Juan muere aniquilado por un rayo, sustituto mucho más decoroso que el caprichosamente terrorífico revenant de piedra.

Que la obra de Goldoni, apenas representada, constituya un singular fracaso dramático en una trayectoria creativa por otro lado impecable, ayuda a entender hasta qué punto el mito de Don Juan se resiste a toda normativa reductora. Episódicos, caprichosos, felizmente inverosímiles, triunfadores sobre el espacio y el tiempo, los Don Juanes de Tirso y de Molière suponen un triunfo de la libertad creativa, y una demostración de que su modelo prevalece sobre la orientación aristotélica del texto de Goldoni.

Esa misma libertad se respira en el libreto de Lorenzo da Ponte para la ópera

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos