Cuentos de las orillas del Rin

Erckmann-Chatrian

Fragmento

cap-1

 

Supongo que la casi única razón para dar este libro a la imprenta es de tipo autobiográfico y tiene que ver con el deseo de ser agradecido y el afán por saldar viejas deudas literarias.

En los veranos de mi infancia, transcurridos en su mayoría en la pequeña y fría ciudad de Soria, pasaba yo muchas tardes en la casa de unos amigos de mis padres: Don Heliodoro Carpintero, sus hermanas solteras Carmen y Mercedes y su hijo Helio, que me llevaba doce años. Don Heliodoro era viudo desde joven, inspector de escuelas «desterrado» a la nieve invernal por republicano, fumaba en pipa con gran parsimonia, era cariñosamente zumbón y, como he contado en algún artículo, una de las personas más amables y encantadoras que he conocido. Su casa era acogedora y agradable (mucho más que la que ocupaba mi familia), con un mirador y balcones al delicioso parque de la ciudad, conocido como la Dehesa, y tenía una biblioteca bastante buena. Como los veraneos duraban por entonces casi tres meses, y el de septiembre con frecuencia era fresco y lluvioso, muchas tardes que no invitaban a pasear ni a jugar me aprovechaba de su hospitalidad y saqueaba sus estanterías. La única condición que nos ponía a mis hermanos y a mí, a la hora de dejarnos alguno de sus volúmenes, era que los forrásemos durante la lectura, con un recio papel marrón claro que él mismo nos proporcionaba.

Entre los muchos libros que leí en ese piso que ahora tengo alquilado y en el que me refugio algunas semanas del año, uno de los que más me gustó fue Cuentos de las orillas del Rin, de Erckmann-Chatrian, un tomito azul de la Colección Austral. Según hemos comprobado ahora, estaba incompleto y la traducción era muy deficiente, con numerosas inexactitudes y algún disparate, pero a un niño de diez u once años eso no le importaba mucho o apenas si se percataba de ello. Durante décadas, lo único que he recordado de esos cuentos ha sido mi disfrute de aquella época y el miedo que me daba uno de los relatos. Es fácil imaginar que las dos cosas iban unidas, el disfrute y el miedo, pues a pocas sensaciones se resisten menos los niños que a la del temor ficticio (o pocas los cautivan más), esto es, el temor que les permite descubrir los peligros y las maldades del mundo sin exponerse a ellos directa ni verdaderamente, sin padecerlos, sintiéndose más o menos a salvo en la práctica y en lo cotidiano y concreto, y amenazados sólo en la teoría y en lo futurizo y abstracto.

Tras releer estos cuentos en la nueva y excelente traducción que Mercedes López-Ballesteros ha realizado para la presente edición, no me cabe duda de que la pieza en cuestión era «La ladrona de niños», por razones tan obvias que hasta el propio título ya da una idea.

Émile Erckmann (1822-1899) y Louis Alexandre Chatrian (1826-1890) sólo son recordados hoy por sus cuentos macabros, que despertaron la admiración y el reconocimiento de dos de los mayores maestros del género, M R James y H P Lovecraft. Gracias a esos elogios se publican de vez en cuando sus Contes fantastiques (1860) o se incluye alguno de éstos en una antología, tanto en España como en Inglaterra y Francia. Pero de esta otra colección, Cuentos de las orillas del Rin (1862), nadie se acuerda si no es para rescatar el ya mencionado o el titulado «Lo blanco y lo negro», que, lo mismo que «Hans Weinland el cabalista», también tiene una vena fantástica. En realidad casi todos poseen algún elemento misterioso o turbio, cuando no directamente sobrenatural, pero, con excepción de los señalados, no podría decirse que sean de terror ni de fantasmas ni cabalmente fantásticos. Y sin embargo, al terminar la breve lectura, uno tiene la sensación de haber visitado un lugar de ensueño, y siente añoranza de esas modestas ciudades alemanas, holandesas o alsacianas (mitad reales, mitad fabuladas) dominadas por la presencia del río, llenas de tabernas, fortalezas e iglesias que van soltando sus campanadas, de grandes bebedores y de fumadores de pipa, sin apenas padres y con muchos tíos y tías, con profesores de metafísica, científicos aficionados, pintores sublimes, bodegueros, músicos, burgomaestres y militares, judíos encubiertos, libreros, médicos estrafalarios, nobles, campesinos y menestrales, hoteleros y criados, mozas desdichadas, cocheros y no pocos animales: el gallo, el cuervo, el gato, el caballo. Casi lo que más cuenta es la atmósfera unitaria que sobrevuela todas las historias, aunque cada una tenga lugar en un sitio distinto, transmitida por una prosa nada desdeñable y que ya nadie cultiva en nuestros días, con sus breves apuntes descriptivos que aparecen de vez en cuando como pinceladas líricas.

Es una atmósfera llena de suave humor (o no tan suave: «Mi ilustre amigo Selsam» me ha hecho reír a carcajadas) y en la que, por así decir, uno se quedaría a vivir, o en la que uno desearía pasar parte del año, y esa sensación también la tuve sin duda en mi vieja lectura de infancia. Hay lugares que permanecen en nuestra memoria para siempre, aunque uno sólo los haya visitado —y a lo mejor sólo existan— en las páginas de un libro: sea como sea, pasan a formar parte de nuestro imaginario. Es el caso de estas poblaciones pequeñas, ordenadas pero palpitantes, que viven junto al gran río navegable, en el corazón de Europa y en pleno siglo XIX. Al releer estos relatos me he dado cuenta de por qué compré, en parte, el cuadro que desde hace años preside el salón de mi casa, del pintor alemán Paul Keller Reutlingen (1854-1920): en él se ve un río nocturno con algunas diminutas figuras en su orilla; detrás de ésta, unas casas de tejados increíblemente picudos con sus ventanitas encendidas y reflejadas en el agua, que permiten figurarse sosegadas o inquietas vidas enteras; al fondo, unos montes oscuros y misteriosos y vagamente amenazantes, y sobre ellos un trozo de cielo que anochece con sus agitadas nubes. Es exactamente la atmósfera de estos cuentos de Erckmann-Chatrian, aunque el río no sea el Rin y quizá ni siquiera sea un río.

Seguramente no haya más motivos para dar a la imprenta este volumen de unos escritores que fueron popularísimos en su tiempo (se los llamaba «los gemelos») y que, tras cuarenta años de colaboración fructífera (al parecer era Erckmann quien más inventaba y Chatrian quien más revisaba), acabaron peleados. Los dos habían nacido en Alsacia-Lorena, en unas poblaciones (Phalsbourg y Soldatenthal, respectivamente) que uno imagina muy parecidas a las que albergan sus historias. Son historias antiguas de un tiempo desaparecido, pero que aún procuran diversión y —lo que es más sorprendente— una especie de consuelo.

XAVIER MARÍAS

2009

cap

Cuentos de las orillas del Rin

cap

El tesoro del viejo duque

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