El camino oscuro

Ma Jian

Fragmento

cap-1

 

PALABRAS CLAVE: esterilizada, refugio subterráneo, leche materna, brigada de planificación familiar, palmera, relicario de longevidad, cueva de Nuwa.

El espíritu bebé ve a la madre sentada al borde de la cama, agarrándose el vientre hinchado, con las piernas temblando de miedo…

 

Meili deja descansar las manos en el vientre preñado y nota el latido del feto como un reloj bajo una almohada. El fuerte golpeteo en la entrada de la finca se intensifica, la tenue bombilla que cuelga del techo se balancea. Los funcionarios de planificación familiar han venido a por mí, se dice. Saca los pies de la palangana con agua caliente donde los tenía en remojo, se esconde bajo el edredón y espera a que echen la puerta abajo.

Esta tarde, mientras la cálida luz del sol derretía los últimos restos de nieve de los fardos de maíz del patio, su vecina Fang ponía a secar semillas de sésamo con el bebé de tres semanas pegado a la teta cuando de repente tres funcionarios de planificación familiar han entrado por la fuerza y se la han llevado a rastras para esterilizarla. Fang pateaba y aullaba como una puerca camino del matadero. El cuenco de arroz pegajoso para los dumplings que tenía en el suelo se ha volcado y dos patos se han apresurado a picotear los granos. Al final consiguieron maniatarla y meterla en la parte de atrás del furgón. Para entonces se le había rasgado la camiseta blanca y tenía los hombros manchados con la sangre derramada de la nariz del funcionario de cabeza rapada al que había pateado la cara. El hombre estaba agachado a sus pies, atándole las piernas con cuerdas y sujetándola a las barras metálicas. Inmovilizada de cintura para abajo, Fang se ha inclinado hacia un lado y ha gritado: «¡Maldigo a ocho generaciones de vuestros ancestros! ¿Habéis olvidado que a todos vosotros os crió vuestra madre? ¿Y ahora os atrevéis a arrancar a un bebé del pecho de la suya? ¡Que en vuestras familias no nazcan niños durante nueve generaciones!». Meili ha trepado por la pared y ha cogido al bebé en brazos, y le ha suplicado a un funcionario uniformado que soltara a Fang.

—Si la esterilizan, se le cortará la leche. Esperad al menos a que el bebé tenga tres meses.

—No te metas —le ha replicado él, frotándose las manos frías y rojas—. ¿No has leído el comunicado público? Si una mujer se queda preñada sin autorización, se castigará a todos los hogares a cien metros a la redonda. Deberías haberla denunciado antes de que naciera el niño. Al ser la vecina de al lado tendrás que pagar una multa de como mínimo mil yuanes.

Meili no ha reconocido a los funcionarios, así que supone que los habrán reclutado en los condados vecinos. Si no le hubiera dado miedo que se fijaran en el bulto de su barriga, habría corrido hacia Fang con una manta para echársela sobre los hombros. En cambio, se ha quedado clavada en el suelo contemplando cómo se alejaba el furgón con Fang botando dentro y la leche goteándole de los pezones, enrojecidos y desnudos.

Los golpes de la puerta cesan y vuelven a comenzar. «Soy yo: ¡Kongzi!» —oye gritar a su marido—. «¡Abre!» Por fin Meili recuerda que hace un par de horas calzó una pala contra la puerta para que no se abriera desde fuera y sale corriendo al patio para dejarle pasar.

Kongzi entra a trompicones en la casa, despeinado y con la mirada perdida, y camina sin descanso por la habitación. Acaba de volver de una reunión del Partido.

—La brigada de planificación familiar que llegó ayer venía de Hexi. La oficina del Partido del pueblo no es lo bastante grande para sus propósitos, de modo que han requisado un aula de la escuela donde hacen los abortos y las esterilizaciones. Es una campaña sin piedad.

—¿Qué vamos a hacer? —pregunta Meili con el miedo en la mirada.

—No lo sé. Los funcionarios han sido claros: a cualquier embarazada sin permiso le espera el aborto inmediato y una multa de diez mil yuanes.

—¿Diez mil yuanes? No los conseguiríamos ni vendiendo la casa. Menos mal que el mes pasado compramos el permiso de nacimiento falso.

—No los engañará —dice Kongzi, quitándose las gafas y frotándose la cara—. Esta vez examinan los permisos con atención, buscan falsificaciones.

—¿A cuántas han detenido hoy? —pregunta Meili, con náuseas.

—Bueno, delante de la sede del Partido había diez mujeres maniatadas. Entre ellas la mujer del conserje de la escuela, que ha intentado rescatarla. Pero los funcionarios de planificación le han golpeado la cabeza con un martillo, se lo han llevado a la escuela y lo han encerrado en la cocina. La vieja costurera que vive en el sendero de la Acacia ha intentado esconder a su hija embarazada y la han matado a palos.

—¿La han matado?

Meili ahoga un grito. Se acaricia el vientre hinchado y observa cómo Kongzi deambula por la habitación, con los rabillos de los ojos alzados como alas extendidas. Kongzi gesticula y gruñe. Meili nunca le ha visto tan alterado. De repente, Kongzi se desploma a su lado y vuelca la palangana de agua que tenía a sus pies. Un charco oscuro se extiende por el suelo de cemento. Pequeñas plumas se reúnen sobre la superficie, como frágiles botes en un lago.

—¿Por qué no has vaciado la palangana? —dice Kongzi, levantándose de un salto—. ¿Ves? Se me han mojado los zapatos.

—Te guardaba el agua. Ven. Vuelve a sentarte.

Meili coge el termo, vierte un poco de agua caliente en la palangana, luego se arrodilla, le quita los zapatos a Kongzi y le lava los pies sucios. Después de secárselos con una toalla, friega el suelo.

—Se han suspendido las clases. De todos modos, dudo de que se hubieran presentado muchos alumnos. A algunos ya los han mandado con parientes de otras provincias hasta que termine la campaña.

—¿Seguirás cobrando?

—¡Ja! Hace tres meses que no cobro lo que me corresponde. El departamento de educación pagaba unos miserables cien yuanes a la semana, pero ahora ni siquiera eso. La semana pasada solo recibí una lata pequeña de diésel y un fajo de papel de escribir. Y las autoridades comarcales tienen el cuajo de decir que esta campaña contra los infractores de la planificación familiar se ha organizado ¡a fin de recaudar dinero para las escuelas rurales! Bien, ten por seguro que nuestra escuela no recibirá ni un yuan.

Meili mira a la derecha y ve a su hija, Nannan, acuclillada en un rincón cerca de un montón de zapatos, con la vista clavada en el suelo mojado.

—¿Qué haces aquí, Nannan? Vuelve a la cama.

Nannan levanta los ojos adormilados hacia Kongzi.

—Quiero pis, papá.

—Pues ve sola. Ya tienes dos años. No debería darte miedo la oscuridad.

Nannan se dirige de malhumor a la puerta, pero no puede girar el picaporte. Meili lo abre por ella y empuja la puerta. Una ráfaga fría se cuela dentro y le tensa la piel del vientre.

Kongzi tirita y se enciende un cigarrillo. En la pared, detrás de él, hay un enorme mural de mosaico de las montañas verdes y los ríos azules que su amigo Cao el Viejo, un artista local de renombre, le hizo cuando Kongzi construyó la casa, hace tres años. El año pasado, Cao el Viejo se mudó a una ciudad a cincuenta kilómetros de allí para vivir con su hijo y su nuera, un cuadro de bajo

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