Despertar

Anna Hope

Fragmento

DÍA UNO

Domingo, 7 de noviembre de 1920

Tres soldados salen de sus barracones en Arras, en el norte de Francia. Un coronel, un sargento y un soldado raso. Es casi medianoche y hace un frío glacial. Los hombres se dirigen a una ambulancia de campaña aparcada junto a la verja de entrada; el coronel se sienta delante con el sargento, mientras que el soldado sube detrás. El sargento pone en marcha el motor y un centinela soñoliento les manda salir a la carretera.

El joven soldado se agarra de una correa que cuelga del techo mientras la furgoneta da bandazos por la carretera llena de surcos. Está inquieto, y tanto salto no ayuda. La cruda mañana parece un castigo: al despertarle hace escasos minutos le han ordenado que se vistiera y saliera. No ha hecho nada malo, que él sepa, pero el ejército tiene esas cosas. En los seis meses que lleva en Francia ha transgredido las normas en muchas ocasiones y solo después le han explicado el cómo y el porqué.

Cierra los ojos, se aferra con más fuerza mientras la furgoneta avanza y gira.

Tenía la esperanza de ver cosas. La clase de cosas que se perdió porque era demasiado joven para combatir. La clase de cosas que contaban las cartas de su hermano mayor. El hermano héroe que murió tomando una trinchera alemana y cuyo cadáver nunca encontraron.

Pero lo cierto es que no ha visto gran cosa de nada. Ha estado atrapado entre los escombros de Arras una semana sí y otra también, reconstruyendo casas e iglesias, cargando ladrillos.

En la parte delantera de la furgoneta, el sargento se inclina hacia delante, concentrado en la carretera. La conoce bien, pero prefiere conducir de día porque tiene varios hoyos de obús traicioneros. No querría perder una rueda, esta noche no. Tampoco él tiene ni idea de por qué está aquí, tan temprano y sin previo aviso, pero por el silencio tenso del coronel que va a su lado deduce que es mejor no preguntar.

De modo que van sentados con el motor rugiendo bajo sus pies mientras avanzan por campo abierto, aunque nada lo indique, no se ve nada aparte del destello de los faros, solo de vez en cuando un animal espantado cruza la carretera por delante de ellos y regresa corriendo a la oscuridad.

Cuando llevan conduciendo una media hora, el coronel ordena con aspereza: «Aquí. Pare aquí». Golpea el salpicadero. El sargento detiene la ambulancia al borde de la carretera, en la cuneta. El motor se para con una sacudida. Se hace el silencio, los hombres se apean.

El coronel enciende la linterna, busca en la parte de atrás del vehículo. Saca dos palas, entrega una a cada hombre y luego coge un saco grande de arpillera, que carga él.

Trepa por un muro bajo y los hombres le siguen, caminan despacio, con la luz de la linterna cabeceando por delante de ellos.

Como el suelo se ha helado el barro está duro y resulta fácil caminar, pero el soldado va con cuidado; la tierra está cubierta de metales retorcidos y hoyos, algunos bastante hondos. Sabe que el terreno está salpicado de proyectiles sin explotar. En los barracones se celebran muchos funerales por los trabajadores chinos, contratados para limpiar los campos de cadáveres y artillería. Solo la semana pasada murieron cinco, que dispusieron en fila. Acaban enterrados en los cementerios que han venido a cavar.

Pero pese al frío y la incertidumbre, el soldado está empezando a disfrutar. Es emocionante estar fuera en plena oscuridad, donde los árboles destrozados se ciernen sobre uno y se intuye el peligro. Casi puede imaginarse en otra misión. Algo de tipo heroico. Algo sobre lo que poder escribir. Pase lo que pase es mejor que las iglesias y los colegios.

Enseguida el suelo cae en picado y los hombres llegan al borde de una zanja, a los restos de una trinchera. El coronel baja y echa a andar, y los otros le siguen en fila india por el trazado serpenteante de la trinchera.

El soldado se mide comparándose con la pared. No es alto, y la trinchera tampoco. A la derecha, dejan atrás los restos de un refugio subterráneo con la entrada en un ángulo imposible y un soporte desaparecido. Titubea un momento frente al refugio, apunta con la linterna dentro, pero no hay mucho que ver, solo una mesa vieja apoyada en la pared y una lata oxidada y abierta encima. Aparta la luz del húmedo agujero y acelera para no quedar rezagado.

Por delante, el coronel gira a la izquierda hacia una trinchera más recta y más corta y al final, a la derecha, a otra construida en secciones breves y zigzagueantes como la primera.

–El frente –dice el sargento por lo bajo.

A los pocos metros, el rayo del coronel ilumina una escalera oxidada tirada contra la pared de la trinchera. Se para, apoya una bota en el travesaño inferior y empuja una, dos veces, para comprobar su resistencia.

–¿Mi coronel? –El que habla es el sargento.
–¿Qué pasa? –El coronel gira la cabeza.

El sargento carraspea.
–¿Tenemos que subir por ahí, mi coronel?

El soldado mira cómo el coronel traga saliva, la nuez sube y baja lentamente en su cuello.

–¿Alguna idea mejor?

Parece que el sargento no tiene nada que decir.

El coronel se vuelve y sube la escalera con un par de movimientos rápidos.

–La puta –musita el sargento.

Con todo, no se mueve.

Detrás de él, el soldado se muere por subir. Aunque sabe que al otro lado solo habrá más campos destrozados, una parte de él se pregunta si le espera otra cosa, algo más parecido a lo que vino a buscar: esa idea vaga, valiente y maravillosa que no se atreve a verbalizar, ni siquiera para sí. Pero no puede moverse hasta que el sargento se mueva, y el sargento está petrificado.

Las botas del coronel aparecen por encima de sus cabezas y el haz de la linterna les ilumina la cara.

–¿A qué esperamos? Arriba. Ya. –Habla como una ametralladora, escupe palabras.

–Sí, mi coronel.

El sargento cierra los ojos, parece casi como si estuviera rezando, luego se gira y trepa por la escalera de mano. El soldado le sigue con la sangre zumbándole en los oídos. Una vez arriba, recuperan el aliento de pie y barren con la luz de las linternas la escena que se extiende ante ellos: enormes espirales de alambrada oxidada, de entre seis y nueve metros de ancho, como el esqueleto delirante de una serpiente prehistórica, que se extienden en ambas direcciones hasta donde alcanza la vista.

–Mierda –dice el sargento. Luego, un poco más alto–: ¿Cómo vamos a atravesarla?

El coronel se saca un par de cizallas del bolsillo.
–Tenga.

El sargento las coge, calcula el peso. Sabe de alambradas, las ha cortado a menudo. Valla de delantal. También ha montado las suyas. Solían dejar huecos, cuando tenían tiempo para hacerlo bien. Huecos que no se veían desde el otro lado. Pero aquí no hay huecos. El alambre está enredado y aplastado y doblado. Destrozado. Como todo lo demás.

–Está bien. –Le pasa su pala al soldado–. Y tú ilumíname bien. Se agacha y comienza a cortar.

El soldado, que intenta enfocar bien, se queda mirando la alambrada. Hay cosas atrapadas entre las espirales, cosas que parecen llevar ahí mucho tiempo. Hay jirones de ropa tiesos por la helada, y la luz de la linterna revela la palidez de los huesos blancos, aunque no se sabe si humanos o animales. El campo huele raro, más a metal que a ti

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