El eterno

Joann Sfar

Fragmento

1

–Si toco el violín la despertaré.
–¡Qué más da, siempre está durmiendo!
–Necesita dormir, Caïn. Las embarazadas duermen mucho. –¿Quieres verle las tetas, hermanito? Ya las tenía grandes, pero se le están poniendo…

–No es mi novia, Caïn.
–Tampoco es la mía, ¡eso no tiene nada que ver! No es más que una campesina a la que me follo.

–Sí, pero mi hijo es tuyo –murmuró la ucraniana sin abrir los ojos.

Se desperezó con la gracia de un plantígrado, lanzó unos cojines contra la pared de la barcaza y se sentó, desnuda, sin que la presencia de Ionas la turbara. Las calas del navío rebosaban de alimentos robados en la región. Hacía mucho calor y cuando Haydée atravesó la estancia para coger de una vasija algo que picotear, Ionas apartó la vista.

–Parezco un león –repetía ella meneando la cabeza.

Su cabello pelirrojo le caía hasta el culo. Se envolvió en una piel de oso y volvió a la cama, sentada con las piernas cruzadas. Ionas tomó su violín. Se esforzaba para no quedarse mirándole las pecas, los ojazos achinados y verdes, los labios de negra sobre un rostro blanco. Las muchachas de la Pequeña Rusia tienen a menudo esa belleza que tan bien se acomoda con la hierba en el cabello y la desnudez y que soporta los movimientos groseros. De hecho, se movía como un hombre. Caïn le mordió un pie. Ella rió. Le dio un bocado más fuerte en la pantorrilla y la campesina chilló.

–¡No tan fuerte, o vas a despertar a todos esos gilipollas! Desde el fondo de la estancia gruñeron otras muchachas. Los soldados que yacían entre sus brazos no rechistaron debido a lo mucho que habían bebido a lo largo de las horas precedentes. Caïn le puso la mano sobre la boca para que callara y siguió mordiéndola. En el interior de los muslos. En el sexo. Ionas comenzó a frotar doctamente la crin de su arco sobre las cuerdas para disimular su apuro. Con las primeras notas, los durmientes refunfuñaron. Caïn mordía un pecho. Ionas tocó más fuerte y un zapato voló en la noche y fue a aterrizar sobre su cráneo entre una nube de colofonia.

–¡Un respeto a los galones, mierda! –vociferó el joven oficial. –Te respetamos mucho, señorito –masculló uno de los cosacos. –Es la pura verdad –se rió sarcásticamente Caïn–. Debemos de ser los dos únicos judíos a los que no les han arrancado la lengua con unas tenazas.

–Absolutamente, señorito Caïn. Así que, en pago, respetad nuestro sueño.

–Hmm… hmmmm… –añadió Haydée.
–¿Qué? –preguntó Caïn retirando los dedos de la boca de la robusta pelirroja.

–Digo que él también puede morderme el coño, si quiere, pero su violín es una lata.

–¡Ven! Ven, Ionas –susurraba Caïn–. Ya ves que no le molesta. Ionas fue a tumbarse lo más lejos posible de ellos, en un balancín desfondado, con el violín sobre las rodillas. Su hermano se aba lanzaba sobre Haydée. La chica reclamaba dulzura, dado su estado. No había que ponerse encima de ella. Había que andarse con cuidado con el bebé. A Caín le traía sin cuidado. Ionas encendió una pipa de agua y trató de pensar solo en las burbujas dentro del líquido. Al otro extremo del barco, Haydée reclamaba ahora que la arañaran. Caïn también. Reían. Follaban charlando. Él con los dedos en la boca de la giganta, ella rasguñándole la espalda como si quisiera dejar el mayor número posible de señales que significaran «eres mío».

–¿No me abandonarás? ¿Me prometes que no hay nadie en Ode sa? ¿No hay otra chica? Preséntame a tus padres, no me molesta si son judíos.

–¿Estás de guasa? ¡Nada de nada! ¡Chúpamela! Chúpamela y méteme un dedo en el culo.

Haydée le abofeteó ruidosamente. A través del vidrio soplado del narguilé, Ionas percibió la espalda musculosa de su hermano, las marcas de las uñas de Haydée sobre sus mejillas.

–Dime que me amas –suplicaba ella con una voz apenas audible. –Chúpamela.

Con el violín bajo el brazo, el pequeño de los hermanos Fuhrman abandonó la cala del navío. Pasó por encima del cuerpo dormido de un imbécil tirado en la escalera, abrazado a una balalaika y a una cartuchera. Se encorvó para no topar con los otros cazurros que roncaban y se pedorreaban en las numerosas hamacas. Luego accedió al puente de la barcaza. Allí dormían algunos hombres, con sus mantas reglamentarias. El que debería montar guardia se tenía en pie en el lugar habitual. Al pasar junto a él, Ionas se aproximó a su rostro y constató sin sorpresa que dormía, acodado en la borda. Un oficial ordinario le habría echado una bronca. Ionas, en su estado normal, se hubiera divertido arreándole una patada en los pies para hacerlo caer, para enseñarle que el enemigo siempre llega del lugar que uno menos espera. Pero Ionas, como a menudo, llevaba el mundo sobre sus hombros. Amaba a una chica de Odesa. Solo pensaba en ella. La joven le había regalado un colgante de plata que se abría como una ostra y desde el fondo del cual le contemplaba su fotografía: una morena en blanco y negro, de cabello recogido, muy guapa. No excesivamente divertida. Ionas, desde el principio, había decidido que ese asunto sería grave, doloroso y difícil de sobrellevar. Esa novia nunca le había dado nada más que ese colgante que contenía su foto. Cualquier ser sensato habría interpretado ese regalo como: «Trata de que no te maten, así, eventualmente, a tu regreso nos casaremos y te ofreceré una vida banal dándote órdenes imposibles y torciendo el gesto cuando no las ejecutes de manera satisfactoria». Ionas, sin embargo, era un buen judío y creía cuanto le decían: Dios, el amor, los proyectos. Gracias a ese colgante y a la vida infernal que le prometía, la guerra se convertía en una formalidad que podía capearse con bastante facilidad. Por descontado, no disfrutaba de nada. No miraba a las otras chicas, no se masturbaba pensando en las otras chicas. Tampoco se la meneaba pensando en Hiéléna puesto que su novia era sagrada y no se podían arrojar a la naturaleza diez millones de espermatozoides mentando en vano su nombre que valía por lo menos tantos rublos como el del Creador. Y, en esos períodos de hambruna, cuando su regimiento conseguía partirle la cabeza a una vaca para alimentarse, cuando se asesinaban lechones para llenarse la panza, Ionas no obtenía de ello placer alguno. No era por cuestiones religiosas. El Talmud autoriza consumir comida que no sea kosher, no kosherizada, que nadie ha bendecido y llena de sangre, si se trata de una cuestión de supervivencia. Así que el cerdo, el cangrejo o la carne humana si la hubieran conseguido, estaban autorizados. Pero como a Ionas le gustaba lamentarse, a menudo se le veía mascar tristemente su carne taref desolado porque la bella Hiéléna no pudiera compartir ese manjar. «Tengo suerte –pensaba en esas ocasiones– de poder comer cerdo, porque hay guerra, porque nuestros antepasados lo permiten cuando es para sobrevivir. Tengo el placer, gracias a la guerra, de llenarme los órganos digestivos con ese caballo reventado y lleno de sangre ilícita que descubrimos medio comido por los gusanos en un granero donde sus antiguos propietarios se amojamaban, colgados de la viga más alta, e Hiéléna nunca probará esto. Tengo que acordarme de todo, para explicárselo bien.» Con semejantes bobadas aquel joven que creía en Dios, y también en el amor, se malograba los años de guerra.

Cruzó pesadamente la pasarela basculante que conducía a tierra firme. Allí dormía el grueso de sus tropas. Unos sobre otros, sus pobres cosacos trataban de darse calor. Los fuegos se habían quedado encendidos. Se veían tam

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