Génesis

Félix de Azúa

Fragmento

GÉNESIS

Después de mucho luchar, finalmente los dioses fueron dándose muerte unos a otros hasta que (y ése fue el final del final) sólo quedó uno en el ilimitado vacío.

Uno solo frente a sí mismo y a punto de darse muerte él también, habituado como estaba a aniquilar cualquier presencia que se le enfrentara. No obstante, ahora miraba a su alrededor y sólo veía las enormes sombras de los dioses vencidos. Los ventrudos dragones marinos habían sido los últimos. Quería seguir matando, pero sólo podía acabar ya consigo mismo. Quizás consideró que era mejor eso, acabar también consigo mismo, que resignarse a los recuerdos, una eternidad rodeado por solemnes sombras ahora ya fúnebres.

Antes, cada uno de los grandes dioses había ocupado un cosmos a la medida de su grandeza y de su poder, fuera colosal o diminuto, pero ahora ya no había nada, no había ya realmente nada, sólo un dios único con todos sus brazos arrojando fuego y maldición. Sólo el dios único atento a las sombras de los dioses muertos disipándose en la nada, un dios único señor de la nada.

Podía en verdad darse muerte, así, como si nada hubiera habido nunca y nada volviera nunca a ser. Consideró la posibilidad de dar por terminado el ser.

Nada habría nunca sido, nada más sería.

Se estremeció el último dios, tiritó de espanto. Y entonces comenzó un temblor titánico, un mudo grito, un aullido inaudible en el vacío. La nada se sacudió con nerviosas ondas sucesivas. Con violento furor, el dios partió su espíritu, descerrajó su ser.

Se abrieron simas en la nada, dábanse la vuelta uno tras otro todos los abismos de la nada. La nada se hundía en sí misma y de sus hondonadas brotaban colosales surtidores, espirales luminosas se alzaban como inacabables columnas giradoras.

Con crispado dolor fue apareciendo también la piel de la nada, la nada vomitaba masas inmensas de agua, cegadores haces de luz, alfombras sobre la nada, su aparecer.

Interminables océanos, imperfectas extensiones líquidas, torbellinos de estrellas, nubes de galaxias, soles ardientes y astros muertos, todo lo vomitaba la nada descerrajada. Aquella masa deforme e inabarcable fluía y se depositaba como en el estuario de un río.

Chocaban entre sí las nubes de estrellas con resplandores rojizos, emergían inconcebibles rocas de los océanos como tratando de aplastarlos pero entonces los océanos se abalanzaban sobre las rocas y las devoraban, toda la cólera del dios contra sí mismo violentaba los fuegos, los huracanes estelares, el alma única de la nada se devoraba a dentelladas en las heridas del dios.

Tan poderosos eran la lucha y el cataclismo que el dios creyó que quizás había, en efecto, traído la destrucción final, otra nada arrasadora de la nada, pero de ser así, esta vez sería para siempre.

Miró su espíritu abierto en simas, vio como en él pululaban ya infinitas formas en una agitación enloquecida, enjambres de seres inquietos y pugnaces se empujaban enardecidos y producían remolinos singulares de los que emergían nuevas y variadas formas.

Respiró profundamente. Constató que respiraba. Abrió su boca. Constató que ahora tenía boca. Y dijo, sea. El universo respondió con eco imponente, sea.

De ese modo el último dios creo el mundo. El último mundo.

EL SONIDO

Sólo puedo decir que el aire era azul, a pesar de que debían de ser las dos o las tres de la madrugada. La niña había oído, como tantas otras noches, la música que ascendía del salón, una estancia alejada a la que sólo podía acceder si bajaba las escaleras y eso le daba mucho miedo porque estaban oscuras y debía orientarse por el resplandor azulado que llegaba desde el fondo, así que comenzaba a poner sus pies descalzos y diminutos en los primeros escalones y agarrándose a la barandilla iba tanteando el descenso como en la playa, aunque sin el flotador. Le parecía hundirse en el agua del mar, a la que nunca había temido, pero al revés, es decir, que cuanto más avanzaba hacia el fondo, más alto emergía su cuerpo y eso le daba mucho miedo. A pesar de que sus pequeños miembros temblaban, no por eso dejaba de buscar el origen de aquellos sonidos amados, impenetrables.

A medida que dejaba atrás un escalón tras otro iba sosegándose y ya no le resbalaban lágrimas por las mejillas. Eso se debía a que paso a paso el sonido se hacía más presente y aunque no podía saber que tenía un orden, sí reconocía en aquel suave rumor, siempre igual y repetido, lo que mucho más tarde llamaría «una melodía» y que ahora le recordaba a algunos muñecos que había visto en el parque, siempre en las manos de unos señores de espantosas cabezas. En particular, le recordaban el peluche de un conejo al que llamaba Caracoliflor. Si Caracoliflor hablara, lo haría con esos sonidos.

También la oscuridad se diluía a medida que dejaba atrás los escalones más altos, de modo que al llegar al rellano no sólo podía oír con mayor claridad los sonidos sino que también veía la luz azul de aquel salón que a ella le parecía inmenso (muchos años más tarde entendería que no era mayor que su propio cuarto de juegos, pero ese recuerdo vendría envuelto siempre por la piel de la amargura y la desolación) y, al fondo, aquella figura que le llenaba de gozo y de inquietud, sentada delante de un mueble negro con las manos extendidas sobre una gran mesa de la que salían los sonidos. Lo veía siempre a contraluz y le parecía una de las sombras recortables que alguien le había regalado y que ella había pegado en las paredes de su habitación.

Avanzaba entonces muy decidida, diminuta figura vestida con un pijama de loros y papagayos estampados, aroma de jabón francés y de leche agria, los ojos muy abiertos y una fina sonrisa que (eso ya lo sabía entonces) la podía salvar siempre y en todo momento de cualquier contrariedad.

El hombre del piano simulaba no verla hasta que la niñita alzaba una mano y le tocaba la pierna. Entonces el hombre mostraba una gran sorpresa, alzaba las manos exclamando oh qué hada del bosque viene a visitarme, interrumpía la música y la cogía por las axilas hasta sentarla en sus rodillas. ¡Vaya horas de andar por la casa!, decía, o bien, ¡como te vea tu madre!, o quizás, ¿pero no tendrías que estar durmiendo?, todo ello dicho con mucha suavidad y abrazándola como nunca nadie más iba a abrazarla, con la convicción de que aquello era lo que le permitía vivir en este mundo. El hombre cerraba los ojos abrazado a la niñita.

Enseguida le mostraba el teclado y ponía los dedos diminutos sobre las teclas. Presionaba con cuidado y salía uno de aquellos sonidos que tanto le gustaban a la niña. ¡Más!, decía, ¡otra vez! El hombre entonces volvía a empezar la sonata de Mozart, una de las más sencillas, pero tenía que interrumpirla al poco de empezar porque se le contraía el rostro de dolor y entonces se llevaba a la niña en volandas hasta la escalera, subía agarrada al cuello de su padre y cuando éste la dejaba de nuevo en su cama, la niña sentía que el día se vaciaba lentamente, como una muñeca de serrín que había tenido y a la que había cortado un pie. Así se vaciaba el día hasta hacerse nada.

El aire del salón era azul, la música era azul, su padre la subía por la escalera oscura con tanta dulzura que a ella le parecía volar en brazos de un mago azul. Y a pesar de que el serrín se escapaba muy deprisa, cuando la dejaba sobre la cama y la cubría con una ligera sábana no sentía ninguna tristeza. La seguridad de que mañana todo volvería a ser igual, la música, su paseo, el salón de aire azul,

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