Foe

J.M. Coetzee

Fragmento

«Al final me sentí incapaz de seguir remando. Tenía las manos Illenas de ampollas, me ardía la espalda, me dolía todo el cuerpo. Con un suspiro, casi sin salpicar, me deslicé por la borda al agua. Con lentas brazadas, mis largos cabellos flotando en derredor, como una flor marina, una anémona, como una de esas medusas que se ven en los mares del Brasil, empecé a nadar hacia la extraña isla, al principio en contra de la corriente, como había llegado remando, y, luego, libre ya de su garra, dejé que las olas me arrastraran a la bahía y me depositaran en la playa.

»Allí quedé tendida en la ardiente arena, mientras la anaranjada luz del sol doraba mi cabeza, y mis enaguas —lo único con lo que había podido escapar— se secaban sobre mi piel, exhausta y agradecida, como todo superviviente.

»Una negra sombra se proyectó sobre mí, pero no la de una nube, sino la de un hombre cuya silueta se recortaba sobre un halo deslumbrador.

»—Náufraga —dije con mi lengua seca y pastosa—. Soy náufraga. Estoy completamente sola. —Y le enseñé mis manos llagadas.

»El hombre se sentó en cuclillas junto a mí. Era un hombre de raza negra: un negro con una cabeza de pelo ensortijado y lanoso y que, de no ser por unos toscos calzones, iba completamente desnudo. Me incorporé y me puse a estudiar aquel rostro achatado, aquellos pequeños ojos inexpresivos, la ancha nariz, los gruesos labios, aquella piel de un gris oscuro más que negra, seca como si estuviera rebozada en polvo.

»—Agua* —le pedí, probando en portugués, y le hice gestos como si bebiera. En vez de contestarme, me miró como si yo fuera una de esas focas o marsopas arrojadas a la playa por las olas, que no tardan en expirar y pueden ser troceadas y comidas. Al costado llevaba una lanza. He ido a parar a la isla menos indicada, pensé, y dejé caer la cabeza. He ido a parar a una isla de caníbales.

»Extendió la mano y con el dorso me tocó el brazo. Está reconociendo mi carne, me dije. Pero, poco a poco, mi respiración fue recobrando su ritmo normal y me sentí más tranquila. Olía a pescado y a lana de oveja en un día caluroso.

»Luego, como no podíamos seguir así eternamente, me puse derecha y volví a hacerle gestos de beber. Había remado toda la mañana. No había bebido ni una gota desde la noche anterior, con tal de que me diera agua, poco me importaba que después me matase.

»El negro se levantó y me hizo una seña para que le siguiera. Y, agarrotada y dolorida, me condujo a través de las dunas hasta un sendero que ascendía al escarpado interior de la isla. Pero apenas habíamos empezado a subir, cuando sentí un dolor agudísimo y tuve que sacarme del tobillo una espina larga de cabeza muy negra. A pesar de frotarlo, el tobillo se hinchó enseguida y pronto el dolor me obligó a ir cojeando. El negro me ofreció su espalda, dándome a entender que podía llevarme a cuestas. Dudé en aceptar, pues el individuo en cuestión era delgado y más bajo que yo. Pero no me quedó otro remedio. Y así, apoyando unas veces una sola pierna, montada otras a su espalda, con mis enaguas remangadas hasta los muslos y rozando con mi barbilla aquel pelo esponjoso, ascendí por la ladera de la colina, mientras el miedo que me inspiraba iba des

* En portugués en el original. (N. del T.)

vaneciéndose en este impensado abrazo de espaldas. Observé que no solo no ponía ningún cuidado en dónde pisaba, sino que con la planta de los pies iba aplastando matas de espinos idénticos al que a mí me había traspasado la piel.

»Al lector aficionado a los relatos de viajes, el término “isla desierta” le sugerirá, sin duda, un lugar de blandas arenas y frondosos árboles, donde los arroyos corren a apagar la sed del náufrago y donde las manos se le llenan de fruta madura con solo extenderlas, donde todo lo que se le pide es que pase los días sesteando hasta que recale algún barco y le devuelva a su patria. Pero la isla a la que yo fui arrojada era un lugar bien distinto: una gran mole rocosa, plana por arriba, que se elevaba bruscamente sobre el mar por todos los lados excepto por uno, y salpicada de arbustos grisáceos que nunca florecían ni nunca daban hojas. A su alrededor se formaban bancos de algas parduscas que, arrojadas por las olas a la playa, despedían un olor nauseabundo y se cubrían de enjambres de enormes pulgas de un color pálido. Había hormigas correteando por todas partes, idénticas a las que teníamos en Bahía, y otra plaga aún peor que infestaba las dunas: un diminuto insecto que se deslizaba entre los dedos de los pies y se abría paso royendo la carne. Ni siquiera la encallecida piel de Viernes estaba a salvo de él: aunque no parecía importarle gran cosa, tenía los pies llenos de pequeñas grietas sangrantes. Serpientes no vi ninguna, pero sí había, en cambio, lagartos, que salían a tomar el sol en las horas de más calor del día, ágiles y pequeños unos, grandes y torpones los otros, con unos collarines azules que les salían de las agallas y que abrían en forma de campana cuando algo les alarmaba, que silbaban también y miraban con ojos feroces. Una vez cogí uno, lo metí en una bolsa e intenté domesticarlo, dándole de comer moscas; pero se negaba a probar carne muerta, y al final lo dejé otra vez en libertad. También había monos (de los que ya hablaré más adelante) y pájaros, había pájaros por todas partes: no solo bandadas de gorriones (o así los llamaba yo al menos) que se pasaban el día gorjeando y revoloteando de arbusto en arbusto, sino también grandes tribus de gaviotas de varias clases, alcatraces y cormoranes que acampaban en lo alto de los acantilados que se alzaban sobre el mar y teñían las rocas de blanco con sus excrementos. Y en el mar marsopas, focas y peces de todo tipo. Así pues, si la compañía de brutos me hubiera bastado, podría haber vivido en mi isla feliz y contenta. Pero ¿quién que esté acostumbrado a la plenitud del lenguaje humano puede conformarse con graznidos, gorjeos, chirridos, los aullidos de las focas y el gemir del viento?

»Llegamos finalmente a lo alto del sendero y mi porteador se detuvo un instante para tomar aliento. Vi que me hallaba en una meseta elevada no lejos de una especie de campamento. Un mar resplandeciente se extendía a nuestro alrededor por todas partes, mientras, al este, el barco que me había llevado hasta allí se alejaba a toda vela.

»Mi única obsesión era el agua. Con tal de poder beber poco me importaba el destino que me aguardase. A la entrada del campamento había un hombre de tez oscura y barba bien poblada.

»—Agua —le pedí haciendo gestos. Hizo una seña al negro y vi que el individuo al que me dirigía era europeo—. Fala inglez? —le pregunté, tal y como había aprendido a decir en el Brasil. Asintió con la cabeza. El negro me trajo un cuenco de agua. Bebí y me trajo más. Era la mejor agua que nunca había bebido.

»Aquel desconocido tenía los ojos verdes y sus cabellos, quemados por el sol, eran de un color pajizo. Calculé que tendría unos sesenta años. Llevaba —si me lo permite, le haré una descripción completa— un justillo, unos calzones que le llegaban por debajo de la rodilla, como los que llevan los barqueros del Támesis, un sombrero de copa muy alta en forma de cono —prendas todas hechas con pieles entrelazadas, con el pelo vuelto hacia fuera— y un par de recias sandalias. Al cinto llevaba un bastón corto y un cuchillo. Un amotinado, fue lo primero que pensé. Sí, otro amotinado abandonado en la playa por algún capitán misericordioso y que había hecho criado suyo a uno de los negros de la isla.

»—Me llamo Susan Barton —le dije—. Ayer la tripulación del barco me abandonó a la deriva. Al capitán lo mataron, y conmigo hiciero

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