NUEVO DESTINO
Disparábamos a los perros. No era por accidente. Lo hacíamos a propósito y lo llamábamos «Operación Scooby». Yo soy muy de perros, así que pensaba mucho en ello.
La primera vez fue por reflejo. Oigo que O’Leary suelta «¡Dios!», y veo un perro flacucho y marrón lamiendo sangre como lamería agua de un bol. No es sangre americana, pero aun así, ahí está el perro, dando lengüetazos. Y esa es la gota que colma el vaso, supongo, y comienza la temporada de perros.
En el momento no le das muchas vueltas. Estás pensando en quién habrá en esa casa, qué armas llevará, que va a matarte a ti, a tus colegas. Vas bloque por bloque, con fusiles de 550 metros de alcance y matando a la gente a cinco en un cubo de hormigón.
Lo piensas después, cuando te dejan tiempo. Es decir, no es que uno vuelva de golpe, directo de la guerra al centro comercial de Jacksonville. Cuando se terminó nuestro despliegue nos pusieron en TQ, esa base logística en pleno desierto, para que nos despresurizáramos un poco. No estoy seguro de lo que querían decir con eso. Despresurizarnos. Nosotros entendimos que consistía en matarnos a pajas en las duchas, fumar un montón de cigarros y jugar a las cartas sin parar. Y luego nos llevaron a Kuwait y nos pusieron en un vuelo comercial de vuelta a casa.
Y ahí estás. Sales de una zona de guerra jodidísima, y al momento vas sentado en un asiento tapizado de felpa, mirando cómo suelta aire acondicionado la valvulita del techo y pensando ¿qué cojones? Tienes un fusil sujeto entre las rodillas, igual que todos los demás. Algunos marines llevan pistolas M9, pero las bayonetas te las quitan, porque no está permitido subir cuchillos a un avión. Aunque nos hemos duchado, estamos todos mugrientos y flacos. Todo el mundo tiene los ojos hundidos, y los uniformes de camuflaje están hechos mierda. Y te sientas ahí, y cierras los ojos, y te pones a pensar.
El problema es que tus pensamientos no siguen ningún tipo de orden lógico. No piensas: ah, hice A, luego B, luego C y luego D. Intentas pensar en tu casa, y al momento estás en las celdas de tortura. Ves aquellos trozos de cuerpo en las cámaras y al tipo retrasado en la jaula. Chillaba como un pollo. Tenía la cabeza encogida al tamaño de un coco. Tardas un momento en recordar que el médico dijo que le habían inyectado mercurio en el cráneo, pero aun así sigue sin tener ningún sentido.
Ves las cosas que viste las veces que te faltó poco para morir. El televisor roto y el cadáver del moro aquel. A Eicholtz cubierto de sangre. Al teniente por la radio.
Ves a aquella niñita, las fotos que encontró Curtis en un escritorio. Primero una niña iraquí preciosa, puede que de siete u ocho años, descalza y con un vestido blanco muy bonito, como si fuera su primera comunión. Luego sale con un vestido rojo, tacones altos, un dedo de maquillaje. Foto siguiente: el mismo vestido, pero tiene la cara emborronada y sostiene una pistola con la que se apunta a la cabeza.
Intenté pensar en otras cosas, como en mi mujer, Cheryl. Tiene la piel pálida y unos pelitos finos y oscuros en los brazos. A ella le dan vergüenza, pero son suaves. Delicados.
Pero pensar en Cheryl me hacía sentir culpable, y entonces empezaba a pensar en el cabo segundo Hernandez, en el cabo Smith y en Eicholtz. Éramos como hermanos, Eicholtz y yo. Le salvamos la vida a un marine una vez. Pocas semanas después, Eicholtz está escalando una pared. Un insurgente asoma por una ventana y le dispara en la espalda cuando está a medio camino.
Pienso en esas cosas. Y veo al retrasado, y a la niña, y la pared en la que murió Eicholtz. Pero el tema es este: pienso un montón, y me refiero a un montón, en aquellos putos perros.
Y pienso en el mío. Vicar. En el refugio de animales del que lo sacamos. Cheryl dijo que teníamos que quedarnos con un perro viejo porque nadie se queda con los perros viejos. Y pienso en que nunca conseguimos enseñarle nada. Que vomitaba porquerías que, para empezar, no tendría que haberse comido. En cómo se escabullía, todo culpable, con la cola caída y la cabeza gacha y medio agazapado. En cómo se le comenzó a poner el pelo gris dos años después de tenerlo, y que tenía tantos pelos blancos en la cara que parecía que tuviese bigote.
Así estaba la cosa. Vicar y la Operación Scooby, todo el camino de vuelta.
A lo mejor, no lo sé, es que vamos preparados para matar personas. Hacemos prácticas con dianas en forma de hombre, así que para eso estamos listos. Tenemos también esas dianas que llaman «perros», claro. En forma de triángulo. Pero no se parecen en nada a un puto perro.
Y tampoco es fácil matar gente. Cuando salen del campo de adiestramiento, los marines actúan como si fueran a hacer de Rambo, pero esto es serio de cojones, es profesional. Normalmente. Una vez nos encontramos con un insurgente en pleno estertor, soltando espumarajos y retorciéndose, jodido, ¿sabes? Le han dado con un 7,62 en el pecho y en la pelvis; estará muerto en un segundo, pero el oficial ejecutivo de la compañía se acerca, coge su Ka-Bar y le corta la garganta. Dice «Está bien matar a un hombre con un cuchillo». Todos los marines se miran entre ellos en plan «¿Qué cojones?». No nos esperábamos eso de un oficial ejecutivo. Ese rollo es más de soldados de primera.
En el vuelo, pensaba en eso también.
Es gracioso. Estás ahí sentado con un fusil entre las manos pero nada de munición. Y entonces aterrizas en Irlanda para repostar. Y está todo nublado y no se ve una mierda, pero, ya sabes, esto es Irlanda, tiene que haber cerveza. Y el capitán del avión, un puto civil, lee un mensaje de que si las órdenes generales siguen vigentes hasta que lleguemos a Estados Unidos y que se sigue considerando que estamos de servicio. Así que nada de alcohol.
Bueno, nuestro oficial al mando saltó y dijo «Eso no hay por dónde pillarlo. Muy bien, marines, tenéis tres horas. He oído que sirven Guinness». ¡Ooh-rah, joder! El cabo Weissert pidió cinco cervezas de golpe y las puso todas en fila delante de él. Durante un momento ni siquiera bebió, se quedó ahí sentado sin más, mirándolas, feliz. O’Leary le dijo «Mírate, sonriendo como un maricón delante de un árbol de pollas», que es una expresión típica de los instructores de adiestramiento que a Curtis le encanta. Así que Curtis se ríe y dice «Qué espanto de árbol», y todos empezamos a partirnos, felices simplemente de saber que podemos ponernos hasta el culo, bajar la guardia.
Enseguida nos pusimos como locos. La mayoría de nosotros habíamos perdido unos diez kilos, y hacía meses que no probábamos una gota de alcohol. MacManigan, soldado de primera con dos medallas, iba dando vueltas por el bar con los huevos colgando por fuera de los pantalones de camuflaje diciéndoles a los marines «Deja de mirarme las pelotas, maricón». El cabo segundo Slaughter se pasó media hora entera en el baño hasta que vomitó, mientras el cabo Craig, el mormón sobrio, lo ayudaba, y el cabo segundo Greeley, el mormón borracho, vomitaba en el retrete de al lado. Hasta el sargento de artillería de la compañía acabó por los suelos.
Estuvo bien. Volvimos al avión y caímos redondos. Nos despertamos en América.
Solo que, cuando aterrizamos en Cherry Point, allí no había nadie. Era noche cerrada y hacía frío, y la mitad de nosotros tenía encima la primera resaca en meses, una mierda que en ese momento sentaba bien de cojones. Y bajamos del avión y nos encontramos una gran pista de aterrizaje vacía, con una media docena de parches rojos* y un montón de camiones militares puestos en fila. Ni una sola familia.
El sargento de artillería dijo que nos estaban esperando en Lejeune. Cuanto antes cargásemos el equipo en los camiones, antes los veríamos.
Recibido. Organizamos grupos de trabajo y subimos nuestras mochilas y petates. Era un trabajo pesado, hizo que se nos activara la circulación en pleno frío. Y que sudáramos un poco de alcohol, también.
Entonces un montón de autobuses pararon ahí delante y subimos a bordo, apretujados, con los M16 que se quedaban clavados en todas partes, y apuntando sin control, las precauciones a tomar por culo, pero daba igual.
De Cherry Point a Lejeune hay una hora. El primer trozo está rodeado de árboles. No se ve gran cosa de noche. Y tampoco cuando coges la 24. Tiendas que todavía no han abierto. Letreros de neón apagados en los bares y las gasolineras. Mientras miraba por la ventana, sabía más o menos dónde estaba, pero no sentía que estuviese en casa. Supuse que me sentiría en casa cuando besara a mi mujer y acariciara a mi perro.
Cruzamos la verja de la entrada lateral de Lejeune, que está a unos diez minutos del área de nuestro batallón. Quince, me dije, al paso que lleva este cabrón. Cuando llegamos a McHugh, todo el mundo se puso un poco nervioso. Y entonces el conductor torció por la calle A. El área del batallón está en la A, y vi los barracones y pensé, ya estamos. Pero entonces se paró, a unos cuatrocientos metros. Justo enfrente del depósito de armas. Echando una carrera, podría haber llegado hasta donde estaban las familias. Vi que había una zona detrás de uno de los barracones en la que habían colocado luces. Y había coches aparcados por todas partes. Oía el gentío más abajo. Pensaba en Cheryl y en Vicar. Esperamos.
Cuando llegué a la ventanilla y entregué mi fusil, sin embargo, me quedé clavado. Era la primera vez que me separaba de él en meses. No sabía qué hacer con las manos. Primero me las metí en los bolsillos, luego las saqué y crucé los brazos, y al final simplemente las dejé colgando, inútiles, a los lados.
Cuando todos hubimos entregado los fusiles, el sargento primero nos hizo ponernos en una formación de desfile de mil cojones. Se nos puso al frente un puto abanderado y bajamos marchando por la calle A. Cuando llegamos a la altura de los primeros barracones, la gente empezó a vitorear. No vi a nadie hasta que volvimos la esquina, y entonces, ahí estaba, un gran muro de gente con pancartas bajo un puñado de focos, y los focos deslumbraban y apuntaban directamente hacia nosotros, por lo que era difícil mirar a la multitud y distinguir quién era quién. A un lado había mesas de picnic y un marine con el uniforme de camuflaje boscoso estaba asando perritos calientes. Y había un castillo inflable. Un puto castillo inflable.
Seguimos marchando. Otro par de marines, también con el uniforme de camuflaje verde, contenía a la multitud, y seguimos marchando hasta que quedamos en fila enfrente de las familias, y entonces el sargento primero gritó alto.
Vi algunas cámaras de televisión. Había un montón de banderas estadounidenses. El clan MacManigan al completo estaba en primera línea, justo en el centro, con una pancarta que decía: HURRA, SOLDADO DE PRIMERA CLASE BRADLEY MACMANIGAN. ESTAMOS MUY ORGULLOSOS DE TI.
Inspeccioné a la multitud de una punta a otra. Había hablado por teléfono con Cheryl desde Kuwait, no mucho rato, solo «Eh, estoy bien» y «Sí, antes de cuarenta y ocho horas, llama al oficial de atención a las familias, él te dirá cuándo venir». Y ella dijo que allí estaría, pero fue raro, por teléfono. Hacía tiempo que no oía su voz.
Entonces vi al padre de Eicholtz. También llevaba una pancarta. Decía: BIENVENIDOS A CASA HÉROES DE LA COMPAÑÍA BRAVO. Lo miré directamente y lo recordé de cuando nos fuimos, y pensé «Ese es el padre de Eicholtz». Y entonces fue cuando nos dejaron ir. Y dejaron ir a la gente, también.
Yo me quedé quieto, y los marines que estaban a mi lado, Curtis, O’Leary, MacManigan, Craig y Weissert, corrían hacia la multitud. Y la multitud avanzaba. El padre de Eicholtz avanzaba.
Estrechaba la mano de todo marine con el que se cruzaba. No creo que muchos de ellos lo reconociesen, y yo sabía que tenía que decirle algo, pero no lo hice. Me aparté. Eché un vistazo alrededor en busca de mi mujer. Y entonces vi mi nombre en una pancarta. sargento price, decía, pero el resto quedaba tapado por la gente y no podía ver quién la sostenía. Y comencé a moverme hacia ella, alejándome del padre de Eicholtz, que estaba abrazando a Curtis, y vi el resto de la pancarta. Decía: SARGENTO PRICE, AHORA QUE HAS VUELTO A CASA PODRÁS ENCARGARTE DE ALGUNAS TAREAS DOMÉSTICAS. ESTA ES LA LISTA DE COSAS QUE TIENES QUE PONER A PUNTO: 1) A MÍ. 2) REPETIR NÚMERO 1.
Y ahí, sosteniendo la pancarta, estaba Cheryl.
Llevaba unos pantalones de camuflaje y una camiseta ajustada de tirantes, aunque hacía frío. Debía de haberse vestido así para mí. Estaba más delgada de lo que recordaba. Y también iba más maquillada. Yo estaba nervioso y cansado, y Cheryl parecía algo cambiada. Pero era ella.
Por todas partes nos rodeaban familias y sonrisas enormes y marines agotados. Caminé hacia ella, me vio y se le iluminó la cara. Ninguna mujer me había sonreído así en meses. Me acerqué y la besé. Imaginaba que eso era lo que se suponía que tenía que hacer. Pero había pasado mucho tiempo y los dos estábamos demasiado nerviosos y fue como apretar los labios unos con otros y nada más, no sé. Ella dio un paso atrás, me miró, me puso las manos sobre los hombros y se echó a llorar. Se secó los ojos, y entonces me rodeó con los brazos y me aferró contra ella.
Su cuerpo era blando y encajaba en el mío. Yo había dormido en el suelo durante toda la campaña, o en catres de lona. Con el chaleco antibalas y un fusil encima. No había sentido nada que se pareciera a ella en siete meses. Era casi como si hubiera olvidado esa sensación, o como si nunca la hubiera conocido realmente, y ahora, aquí, me encontraba con ese sentimiento nuevo que hacía que todo lo demás pareciese en blanco y negro y se desvaneciera en contraste con el color. Entonces Cheryl me soltó y yo la tomé de la mano, recogimos mis cosas y salimos de allí.
Me preguntó si quería conducir y, joder, vaya si quería, así que me senté al volante. Eso también llevaba mucho tiempo sin hacerlo. Metí la marcha atrás, arranqué, y emprendí el camino a casa. Iba pensando que quería aparcar en algún sitio oscuro y acurrucarme con ella en el asiento de atrás, como en el instituto. Pero saqué el coche del aparcamiento y bajé por McHugh. Y bajar por McHugh conduciendo no era igual que hacerlo en autobús. O sea, esto es Lejeune. Así es como iba siempre al trabajo. Y estaba tan oscuro. Y tan silencioso.
Cheryl me preguntó «¿Cómo estás?», lo que quería decir ¿Cómo ha sido? ¿Ahora estás loco?
Yo le respondí: «Bien, estoy bien».
Y todo quedó en silencio de nuevo y torcimos por Holcomb. Me alegraba de conducir. Me proporcionaba algo en lo que concentrarme. Coge esta calle, gira el volante, baja por aquella. Un paso detrás de otro. Se puede superar cualquier cosa, dando un paso detrás de otro.
Me dijo: «Estoy tan contenta de que estés en casa».
Y luego: «Te quiero tanto».
Y luego: «Estoy orgullosa de ti».
«Yo también te quiero», le dije.
Cuando llegamos a casa me abrió la puerta. Ni siquiera sabía dónde estaban mis llaves. Vicar no vino a recibirme. Pasé adentro y miré alrededor y ahí estaba, en el sofá. Cuando me vio se levantó lentamente.
Tenía el pelo más gris, y extraños bultos de grasa en las piernas, esos pequeños tumores que les salen a los labradores, solo que Vicar tenía un montón. Meneó la cola. Bajó del sofá con sumo cuidado, como si le doliera.
—Se acuerda de ti —dijo Cheryl.
—¿Por qué está tan flaco? —pregunté, y me arrodillé para rascarle detrás de las orejas.
—El veterinario me dijo que teníamos que controlarle el peso. Y últimamente devuelve mucho.
Cheryl me estaba tirando del brazo. Apartándome de Vicar. La dejé hacer.
—¿No es genial estar en casa?
Le temblaba la voz, como si no estuviera segura de la respuesta. «Sí, sí que lo es», le contesté, y ella me besó con fuerza. La cogí en brazos y la llevé al dormitorio. Me puse una sonrisa enorme en la cara, pero no sirvió de mucho. Parecía algo asustada de mí, en aquel momento. Imagino que todas las esposas debían de estar algo asustadas.
Y así fue mi vuelta a casa. Estuvo bien, supongo. La sensación de volver a casa es como la de dar la primera bocanada de aire después de haber estado a punto de ahogarte. Duele, pero está bien.
No me puedo quejar. Cheryl lo llevó bien. Vi a la mujer del cabo segundo Curtis en Jacksonville. Se había gastado toda la paga de combate antes de que él volviera, y estaba embarazada de cinco meses, lo que, para un marine que volvía de un despliegue de siete, no era lo bastante embarazada.
La mujer del cabo Weissert no lo estaba esperando cuando volvimos. Él se rió, dijo que seguramente se había confundido de hora, y O’Leary lo llevó a casa. Y cuando llegan se la encuentran vacía. No solo de gente, sino de todo: los muebles, los adornos de las paredes, todo. Weissert ve esa mierda y niega con la cabeza. Empieza a reír. Salen, compran algo de whisky y se ponen ciegos ahí mismo, en la casa vacía.
Weissert bebió hasta caer dormido, y cuando se despertó MacManigan estaba a su lado, sentado en el suelo. Y fue MacManigan, nada menos, el que lo vistió y lo arregló y lo llevó a la base a tiempo para esas clases a las que te obligan a ir, en plan: no te suicides, no pegues a tu mujer. Y Weissert: «Yo no puedo pegarle a mi mujer. No sé dónde cojones está».
Ese fin de semana nos dieron un 96, y yo me ocupé de Weissert el viernes. Estaba en mitad de una borrachera de tres días, y salir con él era como ir a una barraca de monstruos de feria llena de whisky y bailarinas eróticas. No llegué a casa hasta las cuatro, después de dejarlo en el barracón de Slaughter, y desperté a Cheryl al entrar. No dijo una sola palabra. Supuse que estaría enfadada, y lo parecía, pero cuando me metí en la cama rodó hacía mí y me dio un pequeño abrazo, a pesar de que apestaba a alcohol.
Slaughter se ocupó de Weissert y luego se lo pasó a Addis, Addis se lo pasó a Greely, y así. Tuvimos a alguien con él todo el fin de semana, hasta que nos aseguramos de que estaba bien.
Cuando no estaba con Weissert y el resto del escuadrón, me sentaba en el sofá con Vicar y veía los partidos de béisbol que Cheryl había grabado para mí. A veces hablábamos de cómo habían sido esos siete meses para ella, de las esposas que habían quedado allí, de su familia, su trabajo, su jefe. A veces me hacía preguntas. A veces las respondía. Y contento como estaba de encontrarme en Estados Unidos, y a pesar de que odiaba los últimos siete meses y de que lo único que me había hecho seguir adelante eran los marines con los que servía y la idea de regresar a casa, empecé a sentir ganas de volver. Porque, joder, estaba harto.
La semana siguiente, en el trabajo, era todo media jornada y chorradas. Visitas médicas para tratar las heridas que los chicos habían estado ocultando o aguantando sin decir nada. Visitas al dentista. Administración. Y por las noches, Vicar y yo veíamos la tele en el sofá y esperábamos a que Cheryl volviera de hacer su turno en Texas Roadhouse.
Vicar se quedaba dormido con la cabeza en mi regazo y se despertaba cada vez que me inclinaba para darle un trocito de salami. El veterinario le había dicho a Cheryl que no le convenía, pero se merecía algo bueno. La mitad de las veces, cuando lo acariciaba, le daba en alguno de los tumores, y debía de doler. Parecía que todo le hiciera sufrir: menear la cola, tragar comida. Caminar. Sentarse. Y cuando vomitaba, lo que ocurría día sí día no, tosía convulsivamente como si se estuviera asfixiando, y la cosa iba a más durante unos buenos veinte segundos hasta que salía algo. Era ese sonido lo que me molestaba. Limpiar la alfombra no me importaba.
Y entonces Cheryl llegaba a casa, nos miraba, negaba con la cabeza sonriendo y nos decía: «Estáis hechos una pena».
Quería a Vicar cerca, pero no soportaba mirarlo. Supongo que por eso dejé que Cheryl me sacara de casa aquel fin de semana. Cogimos mi paga de combate e hicimos un montón de compras, que es como Estados Unidos contraataca frente a los terroristas.
Ahí va una experiencia. Tu mujer te lleva a Wilmington de compras. La última vez que caminaste por la calle de una ciudad, el marine en cabeza bajó por un lado, inspeccionando el frente y las azoteas del lado opuesto. El marine que viene detrás controla las ventanas de los pisos más altos de los edificios, el que viene detrás de este se encarga de las ventanas un poco más abajo, y así sucesivamente, hasta que los muchachos tienen cubierto el nivel de calle y el último marine vigila la retaguardia. En una ciudad hay un millón de rincones desde los que pueden matarte. Al principio te pone de los nervios. Pero avanzas tal como te enseñaron y funciona.
En Wilmington no tienes escuadrón, ni compañero de combate, ni siquiera tienes un fusil. Te sobresaltas diez veces y te pones a buscarlo y no está ahí. Estás a salvo, así que tendrías que estar en alerta blanca, pero no.
Lo que estás es atrapado en una tienda de American Eagle Outfitters. Tu mujer te da algunas prendas de ropa para ver cómo te quedan y entras en un probador diminuto. Cierras la puerta y no quieres volver a abrirla.
Fuera, hay gente paseando y mirando escaparates como si nada. Gente que no tiene ni idea de dónde está Faluya, la ciudad en la que murieron tres miembros de tu pelotón. Gente que ha vivido toda su vida en alerta blanca.
Nunca se acercan siquiera a la alerta naranja. Tampoco tú, hasta que te encuentras por primera vez en un tiroteo, o la primera vez que estalla un IED que se te pasó y te das cuenta de que la vida de todo el mundo, de todo el mundo, depende de que tú no la jodas. Y que tú dependes de ellos.
Algunos tíos pasan directamente a alerta roja. Se quedan así un tiempo y luego se desploman, bajan más allá de la alerta blanca, más allá de lo que sea que haya por debajo de «Me importa una mierda si muero». De los demás, la mayoría se queda en la naranja, todo el tiempo.
La naranja consiste en esto. No ves ni oyes como antes. Tu química cerebral cambia. Te quedas con cada elemento del entorno, con todo. Yo era capaz de detectar una moneda de diez centavos en mitad de la calle a veinte metros de distancia. Tenía antenas que se extendían por toda la manzana. Hasta cuesta recordar exactamente la sensación. Creo que te quedas con más información de la que puedes almacenar, así que la vas olvidando, vas liberando espacio en tu cerebro para recoger toda la información del momento siguiente que pueda servir para mantenerte con vida. Y luego olvidas también ese momento y te concentras en el siguiente. Y en el siguiente. Y en el siguiente. Y así durante siete meses.
Eso es la naranja. Y entonces vas a Wilmington de compras, desarmado, ¿y crees que puedes volver a la alerta blanca? Pasará un cojón de tiempo antes de que vuelvas a la blanca.
Para cuando terminamos, yo ya estaba revolucionado. Cheryl no me dejó llevar el coche. Lo habría puesto a ciento sesenta. Y cuando llegamos vi que Vicar había vuelto a vomitar, justo al lado de la puerta. Lo busqué y estaba en el sofá, intentando incorporarse sobre sus patas temblorosas.
—Maldita sea, Cheryl. Hay que hacer algo ya.
—¿Crees que no lo sé?
Miré a Vicar.
—Mañana lo llevaré al veterinario —dijo ella.
—No.
Negó con la cabeza.
—Yo me ocupo.
—Quieres decir que le pagarás cien dólares a un gilipollas para que mate a mi perro.
Cheryl no dijo nada.
—Así no es como se hacen las cosas. Yo me encargo.
Ella me miraba de ese modo que soy incapaz de aguantar. Indulgente. Miré por la ventana hacia la nada.
—¿Quieres que vaya contigo?
—No, no —le respondí.
—Vale. Pero sería mejor.
Se acercó a Vicar, se puso de rodillas y lo abrazó. El pelo le caía por la cara y no podía ver si estaba llorando. Luego se levantó, fue hacia el dormitorio y cerró la puerta con suavidad.
Yo me senté en el sofá y rasqué a Vicar detrás de las orejas y pensé un plan. No demasiado bueno, pero un plan. A veces con eso basta.
Cerca de casa hay un camino de tierra y, al lado, un riachuelo en el que se filtra la luz al atardecer. Es bonito. Solía ir a correr por allí a veces. Pensé que sería un buen sitio para hacerlo.
En coche no está muy lejos. Llegamos allí justo cuando se ponía el sol. Aparqué a un lado del camino, salí, saqué el fusil del maletero, me lo colgué al hombro y fui a la puerta del copiloto. Abrí la portezuela, cogí a Vicar en brazos y lo llevé cuesta abajo hasta el riachuelo. Pesaba, y era cálido, y me lamía la cara mientras lo llevaba; los lametones lentos, perezosos, de un perro que ha sido feliz toda la vida. Cuando lo bajé y di un paso atrás me miró. Meneó la cola. Y yo me quedé paralizado.
Solo había dudado así en otra ocasión. A medio camino, mientras atravesábamos Faluya, un insurgente se coló en nuestro perímetro. Cuando lanzamos la alarma desapareció. Nos pusimos de los nervios y empezamos a inspeccionarlo todo, hasta que Curtis echó un vistazo a un depósito de agua que habían usado como pozo negro, básicamente un gran contenedor redondo lleno hasta un cuarto de su altura de mierda líquida.
El insurgente estaba flotando dentro, oculto bajo el líquido, y salía solo a por aire. Como un pez asomando para atrapar una mosca posada sobre el agua. Su boca rompía la superficie, se abría para respirar y luego se cerraba de golpe y se sumergía. No me lo podía imaginar. Solo el olor ya era asqueroso. Unos cuatro o cinco marines apuntaron abajo y dispararon contra la mierda. Menos yo.
Mirando a Vicar pasó lo mismo. Esa sensación, como: algo se va a romper dentro de mí si hago esto. Pero pensé en Cheryl llevando a Vicar al veterinario, en un extraño poniéndole las manos encima a mi perro, y me dije: Tengo que hacer esto.
No llevaba escopeta, llevaba un AR-15. Lo mismo, básicamente, que un M16, que era con el que me habían entrenado, y me habían entrenado bien. Alineación de la mira, control del gatillo, control de la respiración. Centrarse en las miras metálicas, no en el objetivo. El blanco tiene que verse borroso.
Me centré en Vicar, luego en las miras. Vicar desapareció en un borrón gris. Quité el seguro. Tenían que ser tres disparos. No consiste solo en apretar el gatillo y listos. Hay que hacerlo bien. Dos disparos al cuerpo. Un último disparo certero a la cabeza.
Los dos primeros tienen que ser rápidos, eso es importante. Nuestro cuerpo es sobre todo agua, así que atravesarlo con una bala es como lanzar una piedra en un estanque. Genera ondas. Si lanzas una segunda piedra justo después de la primera, el agua que queda entre una y otra se pica. Eso pasa en el cuerpo, especialmente si son dos cartuchos de 5,56 a velocidad supersónica. Esas ondas pueden destrozar órganos.
Si te disparase a un lado del corazón, un tiro…, y luego en el otro, te dejaría los dos pulmones perforados, dos heridas aspirantes en el pecho. Estarías jodido y bien jodido. Pero aún vivirías lo suficiente para sentir cómo se te llenan de sangre los pulmones.
Si te disparo esos dos tiros más rápido, no hay problema. Las ondas te destrozan el corazón y los pulmones y no tienes estertores, simplemente te mueres. Sufres un shock, pero sin dolor.
Apreté el gatillo, absorbí el retroceso y me concentré en las miras, no en Vicar, tres veces. Dos balas le atravesaron el pecho, otra el cráneo, y las balas fueron rápidas, demasiado rápidas como para notarlas. Así es como debería hacerse, cada disparo justo después del anterior para que ni siquiera puedas tratar de recuperarte, que es cuando duele.
Me quedé allí plantado un momento observando las miras. Vicar era un borrón de gris y negro. La luz se estaba apagando. Era incapaz de recordar qué era lo que iba a hacer con el cuerpo.
ÓRDENES FRAGMENTARIAS
El teniente dice que echemos abajo esa puta casa. Recibido. Vamos a echar abajo esa puta casa.
Reúno a mis chicos, hago un diagrama en la mesa de arena. Escupo dentro mientras doy instrucciones y la saliva empieza a evaporarse tan pronto toca el suelo.
El HUMINT dice que es una fábrica de IED plagada de moros hijoputas de los gordos, incluido uno que aparece en un puesto bastante alto en la lista BOLO. El informe SALUTE dice que hay una especie de equipo de asalto armado con AK, RPK, RPG y puede que un fusil Dragunov.
Nombro al 2.º Equipo de Asalto la fuerza principal. Es el equipo del cabo Sweet, y Sweet es una puta estrella del rock. Un suboficial estelar. La SAW está a cargo del soldado de primera Dyer, y Dyer está exaltado, porque esta es su oportunidad de estrenarse por fin y cargarse a alguien. Tiene diecinueve años, es uno de nuestros asesinos pipiolos, y lo único a lo que ha disparado hasta ahora en el Cuerpo es a las dianas.
Pongo al 1.er Equipo de Asalto de apoyo. El equipo del cabo Moore. Moore va un poco flipado con los Marines y siempre cree que su equipo tendría que ser la fuerza principal, como si esto fuera un puto concurso. Podría ser un poco menos hurra, hurra, pero siempre está listo para la acción.
Dejo al 3.er Equipo de Asalto de reserva, como de costumbre. Son los chicos de Malrosio, y Malrosio es más tonto que Fabio con dos botellas de jarabe para la tos encima. Los del 3.º han tenido una campaña bastante fácil hasta el momento, porque nunca les encargo nada demasiado complicado. A veces ayuda que tu mando sea un imbécil.
Cuando llegamos a la casa el resto de los escuadrones acordonan la zona, y nosotros bajamos embalados por el camino y nos cargamos la puerta de atrás. M870 con cartuchos para volar cerraduras. Bum, y ahí vamos.
La puerta trasera lleva a la cocina. Derecha, despejado. Izquierda, despejado. Al frente, despejado. Atrás, despejado. Cocina, despejada. Nos desplegamos hacia delante, sin amontonarnos, con fluidez. Despacio y buena letra. El equipo de asalto del cabo Sweet despeja casas como el agua de un riachuelo.
En la siguiente habitación hay disparos de AK tan pronto como cruzamos la puerta, pero nosotros somos mejores tiradores. El balance es de dos moros con heridas mortales y ningún herido en nuestro bando: otro día en el paraíso. Entonces el cabo Sweet guía al 2.º Equipo de Asalto al dormitorio, y aparece un moro disparando a ciegas a la altura de la cadera y le da de casualidad. Dos las para la placa, pero otra atraviesa la huevera antibalas y penetra en el muslo. El soldado de primera Dyer va pegado a su culo, es el segundo en entrar por la puerta, y le dispara al moro una ráfaga de 5,56 en la cara. Despejamos la habitación, damos el aviso, ¡sanitario aquí!, y Dyer se echa al suelo para vendarle la herida a Sweet. La sangre es de un rojo brillante, tal vez le haya dado en la femoral.
Seguimos avanzando. Entra el 1.er Equipo de Asalto y el doctor P se pone con Dyer a atender al cabo Sweet pero, oh, el moro sigue respirando, así que Doc le dice a Dyer, ve y véndale la herida de la cara al moro, haz los cuatro pasos de primeros auxilios, restablece la respiración, detén la hemorragia, protege la herida, prevén el shock. Mientras, yo contacto por radio interna con el teniente para pedir una CASEVAC.
Seguimos avanzando. Dormitorio, despejado. Retrete, despejado. Despensa, despejada. Lo que mierda sea este cuarto, despejado. Primer piso, despejado.
El teniente contacta y dice que tienen un CH-46 en el aire que viene a salvarle la vida a Sweet. Pregunta cuál es la situación, así que le lanzo una mirada a Doc P, en plan, ¿WIA o KIA? Doc responde, urgente, es serio, y se lo digo al teniente mientras nos apiñamos frente a la puerta que lleva al sótano.
Lanzamos una granada de luz y cuando estalla bajamos en tromba por las escaleras. Hay tres abajo. Uno es de Al Qaeda, pero está aturdido por la granada y no lleva ninguna arma en las manos. Parece tener unos diecisiete años y se le ve asustado, y cuando le ponemos las esposas de plástico y le soltamos todo el rollo del prisioner