Sin palabras

Edward St. Aubyn

Fragmento

cap-1

1

Cuando aquella reliquia de la Guerra Fría llamada sir David Hampshire le había propuesto presidir el comité del Premio Elysian, Malcolm Craig pidió veinticuatro horas para meditarlo. Le desagradaba visceralmente Hampshire, epítome del mandarín de colegio privado, que todavía era secretario permanente del Ministerio de Asuntos Exteriores cuando Malcolm acababa de entrar en el Parlamento. Después de jubilarse, Hampshire aceptó el habitual cúmulo de direcciones no ejecutivas que se ofrecía a la gente de su clase, entre ellas un puesto en el consejo del Grupo Elysian, donde había terminado ocupándose de seleccionar el jurado del premio literario. Siempre se citaban a modo de justificación su amplia experiencia y sus numerosos contactos, pero lo cierto era que a David le agradaba el poder de todo tipo: el poder de la influencia, el poder del dinero y el poder del mecenazgo.

Las dudas de Malcolm no se limitaban a Hampshire. Elysian era una compañía agrícola puntera, pero controvertida. Entre sus productos se contaban algunos de los herbicidas y pesticidas más innovadores y lideraba el campo de los cultivos transgénicos, cruzaba trigo con bacalao del Ártico para que resistiera a las heladas o limones con hormigas bala para endurecer la piel. Las zanahorias Jirafa habían sido de gran ayuda para el ama de casa, permitiéndole pelar una sola zanahoria para el almuerzo del domingo en lugar de un manojo o un paquete enteros.

No obstante, los ecologistas habían atacado un producto de Elysian tras otro, asegurando que causaban cáncer, alteraban la cadena alimenticia, destruían la población de abejas o convertían al ganado en caníbal. Conforme el cerco de las legislaciones británica, europea y estadounidense se estrechaba alrededor de la compañía, Elysian había tenido que afrontar el reto de buscar nuevos mercados en países de África, Asia y Latinoamérica con regulaciones menos histéricas. Y ahí había entrado en escena el Ministerio de Asuntos Exteriores, de la mano de Industria y Comercio, con su experiencia en exportaciones y diplomacia. Esta última había pasado a primer plano tras los lamentables suicidios de algunos granjeros indios que habían perdido la cosecha cuando les vendieron trigo Bacalao, diseñado para soportar los rigores del frío canadiense y noruego en lugar del yunque abrasador de la planicie india. Aunque la empresa negó toda responsabilidad, y una remesa inusualmente generosa de trigo Salamandra obtuvo tal éxito que Elysian pudo utilizar para una de sus campañas publicitarias una fotografía de los aldeanos saludando agradecidos, con sus coloridas vestimentas pegadas a sus esbeltos cuerpos por el viento que levantaba el despegue de un helicóptero.

Los agentes agrícolas con fines militares de Elysian habían captado la atención de Malcolm cuando le pidieron incorporarse al comité gubernamental responsable de la «Lista Checkout». El Checkout, de dispersión aérea, incendiaba instantáneamente cualquier tipo de vegetación, obligando a los soldados enemigos a salir a campo abierto donde podrían ser destruidos por medios más convencionales. Por supuesto, las deliberaciones sobre la Lista Checkout se habían mantenido en secreto y, para el público general, el nombre de Elysian continuaba asociado casi exclusivamente con su premio literario.

Al final fue el aburrimiento de no tener un cargo específico lo que persuadió a Malcolm para aceptar la presidencia del comité. Un gris diputado de la oposición necesitaba abundantes actividades extracurriculares para ganarse un grado de atención pública respetable. A saber las oportunidades que podía granjearle su nueva función. Su efímero éxito caledonio como subsecretario de Estado para Escocia había supuesto el clímax de su carrera hasta la fecha, así como, confiaba Malcolm, el clímax del autosabotaje. Había perdido el empleo por un imprudente discurso sobre la independencia escocesa que contradecía frontalmente la política oficial de su partido y que le obligó a dimitir. Esperaba poder regresar algún día a su antiguo trabajo, pero de momento tenía que aparcar los asuntos de Estado y ocuparse de niñerías, ver la vida como a través de un espejo opaco, durante un almuerzo interminable. Cuando telefoneó a Hampshire para comunicarle la feliz noticia, no pudo resistirse a preguntar por qué el premio se circunscribía al montón de cenizas imperiales de la Commonwealth.

—Son los términos de la donación —dijo escuetamente Hampshire—. En cuanto a la cuestión más amplia de por qué sigue existiendo una institución tan vacua e incoherente como la Commonwealth, mi respuesta es la siguiente: agrada a la reina y eso es razón suficiente para conservarla.

—Bueno, a mí me basta —dijo Malcolm, esperando con tacto a que Hampshire colgara el teléfono para añadir—: Viejo idiota.

En general, no lamentaba su decisión. Hacía bastante tiempo que su secretaria no estaba tan atareada, recopilando recortes de prensa y grabaciones de entrevistas radiofónicas. Malcolm captó un incremento del efecto que causaba su presencia en el bar de los Comunes y una mayor viveza en sus conversaciones durante las cenas. El único aspecto molesto del proceso era la negativa de Hampshire a consultarle sobre el resto de integrantes del comité.

En su calidad de conocida columnista y personalidad de los medios de comunicación, Jo Cross, la primera elegida, tenía sentido puesto que elevaba el perfil público del premio. Jo Cross resultó ser un auténtico géiser de opiniones, pero en cuanto Malcolm consiguió que se centrara, quedó claro que su pasión dominante era la «relevancia».

—La pregunta que me planteo al leer un libro —explicó Jo Cross— es: ¿qué relevancia tiene para mis lectores?

—¿Tus lectores? —preguntó Malcolm.

—Sí, son la gente que entiendo y a la que soy ferozmente leal. Supongo que podrías llamarlos mis electores.

—Gracias por expresarlo en términos que me resulten comprensibles —dijo Malcolm, sin dejar entrever la más leve ironía a aquella zorra paternalista.

La presencia de una académica de Oxbridge, en la figura de Vanessa Shaw, la segunda reclutada, probablemente era inevitable. En último término, Malcolm consideraba que, si así se tranquilizaba al público, no podía perjudicarles contar con una experta en historia de la literatura. Cuando la invitó al Parlamento a tomar el té, la mujer no paró de repetir que le interesaba «la buena literatura».

—Estoy seguro de que a todos nos interesa la buena literatura —dijo Malcolm—, pero ¿te interesa algo en particular?

—La literatura particularmente buena —respondió, tozuda, Vanessa.

La integrante que más contrariaba a Malcolm era una de las ex novias de Hampshire del Ministerio de Exteriores, Penny Feathers. Feathers carecía de la recomendación de cierta notoriedad o una carrera pública y una breve búsqueda en Google bastó para confirmar la vacuidad de la afirmación de Hampshire cuando la calificaba de escritora «de primera clase» por méritos propios. Malcolm no podía mirarla sin pensar: «¿Qué pintas tú en mi comité, por Dios?». Tenía que recordarse que Feathers suponía un voto de cinco y que su misión consistía en asegurarse de que lo ejerciera a gusto de él.

El último elegido fue un actor al que Malcolm no conocía. Tobias Benedict era un ahijado de Hampshire «fanático de la lectura desde niño». Se saltó las dos primeras reuniones d

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