El camino estrecho al norte profundo

Richard Flanagan

Fragmento

cap-1

 

1

¿Por qué en el principio de las cosas siempre hay luz? Los primeros recuerdos de Dorrigo Evans eran del sol entrando a raudales en una iglesia en la que estaba con su madre y su abuela. Una humilde iglesia de madera. La luz deslumbrante y él caminando en un torpe vaivén, entrando y saliendo de aquella luminosidad acogedora y trascendente para arrojarse en brazos de las mujeres. Mujeres que lo querían. Como quien se adentra en el mar y regresa a la orilla. Una y otra vez.

Dios te bendiga, dice su madre, abrazándolo y soltándolo de nuevo. Dios te bendiga, hijo.

Debía de ser 1915 o 1916. Dorrigo Evans tendría uno o dos años. Las sombras llegaron más tarde, en forma de un antebrazo erguido cuyo contorno negro se agitaba en la grasienta luz de una lámpara de queroseno. Jackie Maguire estaba sentado en la pequeña y oscura cocina de los Evans, llorando. Entonces nadie lloraba, excepto los bebés. Jackie Maguire era un hombre viejo, tendría cuarenta años, quizá más, y barría con el dorso de la mano las lágrimas que surcaban su rostro picado de viruela. ¿O sería con los dedos?

Solo su llanto había quedado fijado en la memoria de Dorrigo Evans. Era un sonido como de algo resquebrajándose. Su ritmo decreciente le recordaba el golpeteo en el suelo de las patas traseras de un conejo que se debatía en una trampa, el único sonido similar a ese que había oído jamás. Tenía nueve años, había entrado en casa para enseñar a su madre la ampolla sanguinolenta que se había hecho en el pulgar y no tenía mucho más con qué compararlo. Hasta entonces solo había visto llorar a un hombre una vez, una escena asombrosa, cuando su hermano Tom había vuelto de Francia al finalizar la Primera Guerra Mundial. Se apeó del tren, dejó el petate que llevaba al hombro en la tierra caliente del apartadero y rompió a llorar sin más.

Viendo a su hermano, Dorrigo Evans se había preguntado qué podía hacer llorar a un hombre hecho y derecho. Más tarde, el llanto se convirtió sencillamente en la afirmación de un sentimiento, y el sentimiento en la única brújula vital. Sentir se puso de moda y las emociones se convirtieron en un teatro cuyos actores ya no sabían quiénes eran más allá del escenario. Dorrigo Evans viviría lo bastante para presenciar todos esos cambios. Y recordaría un tiempo en que las personas se avergonzaban de que las vieran llorar, en que temían la debilidad que denotaba el llanto, los problemas a los que conducía. Viviría lo bastante para ver cómo se alababa a alguien por algo que no era digno de alabanza, solo porque la verdad se consideraba dañina para sus sentimientos.

La noche que Tom volvió a casa quemaron al káiser en una hoguera. Tom no dijo ni una palabra sobre la guerra, los alemanes, el gas, los tanques y las trincheras de los que tanto habían oído hablar. No dijo nada en absoluto. Aquello que siente un hombre no siempre equivale a todo lo que encierra una vida. A veces no equivale a apenas nada. Tom se había limitado a contemplar las llamas.

2

Un hombre feliz no tiene pasado; un hombre infeliz no tiene nada más. Cuando llegara a viejo, Dorrigo Evans no sabría decir si había leído esa frase o la había inventado él mismo. Inventado, mezclado y despedazado. Despedazado sin piedad. De la piedra a la grava, de la grava al polvo, del polvo al barro, del barro a la piedra, y así siempre porque así es el mundo, como solía decir su madre cuando él le pedía razones. El mundo es, solía decir ella. Es y punto, niño. Dorrigo Evans estaba intentando sacar una piedra de un roquedal para construir un fuerte con el que jugar cuando otra piedra más grande le había caído sobre el pulgar, provocando una ampolla, grande y dolorosa, de sangre coagulada bajo la uña.

Su madre lo cogió en volandas y lo sentó en la mesa de la cocina, donde la lámpara alumbraba con más fuerza. Rehuyendo la extraña mirada de Jackie Maguire, sostuvo el pulgar de su hijo bajo la luz. Entre sollozos, Jackie Maguire dijo algunas cosas. Su mujer se había ido en tren a Launceston la semana anterior con el hijo más pequeño de ambos y no había regresado.

La madre de Dorrigo cogió el cuchillo de trinchar, cuyo filo estaba pringado de sebo blanquecino de cordero, y hundió la punta entre las ascuas de la cocina económica. Una pequeña voluta de humo se elevó en el aire e impregnó la estancia de olor a carne chamuscada. Entonces la mujer sacó el cuchillo, cuya punta roja resplandecía entre diminutas centellas incandescentes, una imagen que a Dorrigo se le antojó mágica y aterradora a la vez.

Estate quieto, le ordenó su madre, sujetándole la mano con tanta fuerza que el niño se quedó inmóvil de puro miedo.

Mientras, Jackie Maguire iba contando que había cogido el tren correo hasta Launceston para ir en busca de su mujer pero no había podido dar con ella. Dorrigo Evans vio que la punta ardiente del cuchillo le tocaba la uña y que esta empezaba a humear mientras su madre le quemaba la cutícula. Oyó a Jackie Maguire decir:

Se ha desvanecido de la faz de la Tierra, señora Evans.

El humo dio paso a un pequeño borbotón de sangre oscura, y el dolor de la ampolla y el pánico al cuchillo incandescente desaparecieron a la vez.

Ahora largo, dijo la madre de Dorrigo, apeándolo de la mesa con un suave empujón. Largo de aquí, niño.

¡Se ha desvanecido!, se lamentó Jackie Maguire.

Todo esto había ocurrido en los tiempos en que el mundo era ancho y la isla de Tasmania seguía siendo el mundo. Y entre sus muchos lugares remotos y dejados de la mano de Dios, pocos había más remotos y dejados de la mano de Dios que Cleveland, el caserío de unas cuarenta almas donde vivía Dorrigo Evans. Antaño posta frecuentada por los coches que transportaban presidiarios, la aldea había caído en declive y en el olvido, y por entonces no quedaba de ella más que el apartadero ferroviario, un puñado de edificios georgianos al borde de la ruina y unas pocas casuchas de madera con porche delantero, desperdigadas entre sí, que cobijaban a quienes habían sufrido un siglo de pérdida y exilio.

Sobre el telón de fondo de un bosque de serpenteantes eucaliptos negros y mimosas que parecían bailar mecidos por el aire caliente, los veranos eran calurosos y duros. Los inviernos eran duros, sin más. Corrían los años veinte –aunque bien podrían haber sido las últimas décadas del siglo XIX– y la electricidad y la radio estaban aún por llegar. Muchos años después Tom, un hombre poco dado a las metáforas pero acaso movido, o eso había supuesto Dorrigo, por su propia e inminente muerte y el terror inherente a la vejez –que toda vida se reduce a una alegoría y que la verdadera historia se nos escapa–, dijo que aquello era como el largo otoño de un mundo agonizante.

El padre de ambos trabajaba como ferroviario y la familia vivía en una casa de madera levantada a pie de vía, propiedad de la Compañía de Ferrocarriles de Tasmania. En verano, cuando el suministro de agua se veía interrumpido, la extraían con cubos del depósito destinado a las locomotoras a vapor. Dormían tapados con las pieles de las zarigüeyas que cazaban y se alimentaban sobre todo de los conejos que caían en sus trampas, los ualabíes que abatían a tiros, las patatas que cultivaban y el pan que amasaban. Su padre, que había sobrevivido a la depresión de 1890 y había visto morir de hambre a más de un hombre en la

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