Los monstruos que ríen

Denis Johnson

Fragmento

cap-2

 

Hacía once años de mi última visita y el aeropuerto de Freetown seguía siendo un desastre, uno de esos sitios donde empujan una escalera con ruedas hasta el costado del avión y sales de la climatización europea directamente a la sauna que es África Occidental. El autobús que llevaba a la terminal no estaba mal, pero no tenía aire acondicionado.

Dentro del edificio, la habitual aglomeración de idiotas. Examiné las caras negras y relucientes, pero no vi la de Michael.

Alguien dijo algo por megafonía. Solo se oyeron las vocales. Yo levanté la voz por encima de las cabezas de la gente que hacía cola ante el mostrador.

—¿He oído que llamaban al señor Nair?

—No, señor. No —me contestó el empleado.

—¿El señor Nair?

—Nada para ese nombre.

Un hombre con traje oscuro y corbata me dijo «Bienvenido a Sierra Leona, señor Naylor», me ayudó a salir de aquel jaleo y se puso a charlar conmigo hasta llegar al otro lado de la aduana, lo cual fue rápido, porque yo solo llevaba equipaje de mano. A continuación me llevó hasta un coche blanco y limpio que había aparcado fuera, un Honda Prelude.

—Y para mí —me dijo con una sonrisa de aspecto indispuesto—, doscientos dólares.

Le di un par de monedas de un euro.

—Pero, señor… Eso no bastante hoy, señor.

Le dije que se callara.

El conductor del Honda quería algo tirando a un millón de dólares. Yo le dije «¡Muchos dineroos!» y a él se le demudó la cara al ver que yo hablaba krio. Finalmente lo dejamos en unas docenas de euros. Él no podía bajar más, me contó, porque el precio criminal de la gasolina le rompía el corazón.

En el ferry hubo problemas: un grupo de policías le tiró la mercancía a la bahía a una mujer que llevaba un carro de fruta mientras ella chillaba como si estuvieran ahogando a sus hijos. Hicieron falta tres policías para sacarla de en medio a rastras y que nuestro coche pudiera subir traqueteando por la rampa. Yo salí y me acerqué a la baranda para que me diera la brisa. En la orilla los policías uniformados estaban de brazos cruzados. Uno de ellos volcó de una patada el carro ya vacío de la mujer. Ella iba de un lado al otro, chillando. La escena se fue haciendo más y más pequeña a medida que el ferry se adentraba en la bahía; a continuación crucé la cubierta para mirar cómo se nos acercaba Freetown, una masa de edificios, muchos ruinosos, rodeada de una multitud de sombras y despojos enfangados que se alejaban cansinamente hacia Dios sabe dónde, encorvados sobre sus panzas vacías.

En los muelles de Freetown reconocí a un hombre, un europeo viejo y flaco llamado Horst, plantado junto a un coche de alquiler y usando la mano de visera para protegerse del sol vespertino y examinar a los recién llegados. Al pasar nuestro vehículo junto a él, yo me hundí un poco en mi asiento y aparté la cara. En cuanto lo dejamos atrás, me lo quedé mirando. Él se volvió a meter en su coche sin coger a ningún pasajero.

Horst… Su nombre de pila era algo parecido a Cosmo, pero no era Cosmo. Leo, Rollo. No me acordaba.

Le di a Emil, mi chófer, indicaciones para llegar al Papa Leone, que por lo que yo sabía era el único hotel donde tenían suministro eléctrico continuo y una piscina. Mientras estábamos parados bajo el toldo del hotel vi otro coche que se nos acercaba, viraba bruscamente, retomaba el rumbo y pasaba a toda velocidad a nuestro lado con un letrero en la ventanilla: AUTOESCUELA ESPLÉNDIDA. Aquello tenía visos mercantiles, pero yo todavía no sentía la Nueva África. Le aguanté la mirada a una chica que merodeaba en la acera de enfrente, vendiéndose. Pobre y sucia y muy guapa. Y muy joven. Le pregunté a Emil cuántos hijos tenía. Él me dijo que había tenido diez pero se le habían muerto seis.

Emil trató de hacerme cambiar de opinión sobre el hotel, diciéndome que el Papa Leone se había puesto «muy por los suelos». Pero las luces eléctricas del edificio estaban encendidas, y el espacioso vestíbulo olía a limpio, o bien a veneno, dependiendo de qué opinión tuvieras sobre ciertas sustancias químicas, y todo se veía bien. Yo había oído que los rebeldes se habían liado a tiros en sus pasillos con las autoridades, pero de aquello ya hacía una década, había sido justo después de que yo escapara, y ahora pude ver que lo habían arreglado todo.

Me registré en el hotel sin reserva y luego el recepcionista me sorprendió:

—Señor Nair, tiene un mensaje.

Pero no era de Michael, sino de la dirección, una nota escrita con tinta púrpura y caligrafía muy bonita, que me daba la bienvenida a «la solución a todos sus problemas». Iba dirigido «a las personas interesadas». También llevaba sujeto con un clip un papel con instrucciones para conectarse a internet. El recepcionista me dijo que ahora mismo internet no funcionaba, pero que a veces sí. Tal vez por la noche.

Yo tenía un teléfono Nokia y suponía que podía conseguir una tarjeta SIM local en alguna parte, pero no en el hotel, me dijo el recepcionista. De momento me tocaba estar desconectado.

Ningún problema. Todavía no me sentía preparado para Michael Adriko. Seguramente estaba allí mismo, en el Papa, en alguna habitación por encima de la mía, aunque de hecho no me constaba que hubiera vuelto al continente africano ni que fuera a hacerlo; simplemente me habría hecho venir como parte de uno de sus intentos incomprensibles de ser gracioso.

La habitación era pequeña y tenía ese mismo aroma que decía: «Hemos matado todo lo que te pueda dar miedo». La cama no estaba mal. En un platillo sobre la mesilla de noche había una vela blanca junto a una caja de cerillas.

Yo había ido en avión desde Amsterdam con escala en Heathrow, Londres. No había perdido más que una hora y no sentía jet lag, únicamente la necesidad de descansar un poco. Me lavé la cara, colgué unas cuantas cosas, cogí el ordenador guardado en su funda de lona amarilla y me lo llevé abajo, a la terraza de la piscina.

Por el camino me paré para negociar con el barman que me sirviera un whisky doble. Luego, en una mesa de la terraza de la piscina, rodeado de elaboradas plantas y rocas, me pedí un bocadillo y otra copa.

Una mujer que se sentaba sola a un par de mesas de distancia juntó las manos, inclinó la cara hacia las yemas de los dedos y sonrió. La saludé:

—¿Cómo va la cosa?

—La cosa mal. La cosa quiere a ti.

Yo abrí el portátil y la pantalla se iluminó.

—Esta noche no.

No tenía pinta de puta para nada. Seguramente era una mujer normal y corriente que se había parado allí a descansar los pies y ahora aprovechaba la oportunidad para vender su cuerpo. Entretanto, al borde mismo de la piscina, un grupo de bailarines y un percusionista se habían colocado en sus puestos y ahora los clientes guardaban silencio. De pronto olí el mar. El cielo nocturno estaba negro y no se veía ni una estrella. Empezó un redoblar frenético de tambores.

Sin conexión a internet, escribí a Tina:

Estoy en el hotel Papa Leone de Freetown. No hay ni rastro de nuestro viejo amigo Michael.

Estoy en el restaurante junto a la piscina, es de noche y hay un grupo de danza africana. Creo que son de la tribu kissi (parecen gente de la calle) y están haciendo un baile que incluye caerse, pegar

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