La mujer del pelo rojo

Orhan Pamuk

Fragmento

cap-1

1

Yo, en realidad, quería ser escritor. Pero, a raíz de los hechos que voy a contar, me hice ingeniero geólogo y contratista. Que no se piensen mis lectores que, como ahora estoy narrando esta historia, esos hechos ya han concluido y quedan lejos en el pasado. Cuanto más lo recuerdo, más me sumerjo en lo que he vivido. Por esta misma razón presiento que el torbellino de misterios de ser padre y ser hijo va a arrastraros, tras de mí, a vosotros también.

Año 1985. Vivíamos en un piso en la parte de atrás de Beşiktaş, cerca del palacete de Ihlamur. Mi padre regentaba una farmacia pequeñita que se llamaba Hayat. Una vez a la semana, la farmacia permanecía abierta durante la noche, y a mi padre le tocaba hacer guardia. Y esas noches era yo el que le llevaba la cena. Mi padre, alto, delgado y apuesto, se ponía a cenar junto a la caja registradora y, mientras, me gustaba quedarme allí respirando el olor de los medicamentos. Hoy, treinta años después, a mis cuarenta y cinco, sigue encantándome el aroma de las viejas farmacias con armaritos de madera.

La farmacia Hayat no tenía demasiados clientes. Las noches que estaba de guardia, mi padre solía matar el tiempo con una de esas televisiones pequeñitas portátiles que, por aquel entonces, se habían puesto de moda. A veces también me lo encontraba charlando en voz baja con los amigos que se pasaban a verlo. En cuanto me veían llegar, sus amigos de politiqueo cambiaban de tema, me decían que era tan guapo y simpático como mi padre y me preguntaban cosas: ¿A qué curso iba? ¿Me gustaba el colegio? ¿Qué quería ser de mayor?

Yo, por mi parte, notaba a mi padre intranquilo en presencia de esos amigos, por lo que no solía quedarme demasiado; recogía la tartera vacía y me volvía a casa dando un paseo bajo los plátanos y la pálida luz de las farolas. Ya en casa, evitaba contarle a mi madre que en la farmacia estaban algunos de los compañeros de política de mi padre. Porque entonces ella se preocupaba pensando que el hombre iba a volver a meterse en líos o a abandonarnos otra vez de improviso, y se ponía furiosa con él y con sus amistades.

No obstante, yo era consciente de que la política no constituía el único detonante de las peleas silenciosas de mis padres. De vez en cuando, se pasaban buenas temporadas enfadados sin apenas dirigirse la palabra. Y puede que no se quisieran. Yo intuía que mi padre quería a otras mujeres, y que muchas otras mujeres lo querían a él. A veces mi madre hablaba de otra mujer que había por ahí, y lo hacía además de modo que yo me enterara. Las peleas de mis padres me ponían verdaderamente triste, razón por la cual me había prohibido a mí mismo pensar en ellas.

La última vez que vi a mi padre fue en la farmacia, una noche en que le llevé la cena. Era una noche de otoño cualquiera, yo estaba en primero de instituto. Mi padre estaba viendo las noticias de la tele. Mientras él se tomaba la cena, que había dispuesto sobre el mostrador, yo atendí a dos clientes que pidieron, uno, aspirinas, y el otro, vitamina C y antibióticos, y guardé el dinero en la caja registradora, que se abría con el alegre tintineo de una campanilla. Al emprender la vuelta a casa, le lancé a mi padre una última mirada; él me despidió desde la puerta agitando la mano y sonriendo.

Al parecer, a la mañana siguiente mi padre no había regresado a casa. Me lo contó mi madre por la tarde, cuando volví de clase. Tenía los párpados hinchados, había estado llorando. Se me ocurrió que lo habrían detenido en el trabajo y se lo habrían llevado los de Asuntos Políticos, como ya había pasado antes. Allí lo torturarían, le fustigarían los pies, le aplicarían descargas eléctricas.

Unos siete u ocho años atrás, el hombre había desaparecido de la misma forma y había regresado a casa al cabo de un par de años. Pero en esta ocasión mi madre no reaccionó como si en efecto lo estuvieran interrogando y torturando en comisaría. Estaba furiosa. «¡Él sabrá lo que ha hecho!», dijo refiriéndose a mi padre.

Aquella noche en que los soldados se lo llevaron de la farmacia, justo después del golpe militar, mi madre sí que lo ha­bía sentido profundamente; había dicho que mi padre era un héroe, que debía estar orgulloso de él, y se había encargado ella misma de las guardias de la farmacia junto con Macit, el mancebo. Yo a veces me ponía la bata blanca de Macit. Claro que yo de mayor no iba a ser mancebo de farmacia, sino científico, como quería mi padre.

Sin embargo, tras esta última desaparición, mi madre no se preocupó lo más mínimo por la farmacia. No mencionó a Macit ni a ningún otro ayudante, ni tampoco dijo qué iba a pasar con el negocio. En esta ocasión mi padre había desaparecido por otro motivo, o eso al menos me hacían pensar las circunstancias. Aunque, al fin y al cabo, ¿qué era eso a lo que llamamos pensar?

Ya por aquel entonces había comprendido que los pensamientos, unas veces, nos vienen a la mente con palabras, y otras con imágenes. En ocasiones era incapaz de pensar en algo mediante palabras… Sin embargo, la imagen de esa cosa se me aparecía de repente ante los ojos; por ejemplo, me veía a mí mismo corriendo bajo una fuerte lluvia y veía incluso lo que sentía en ese momento. Y en ocasiones sí que podía pensar en algo mediante palabras, pero me era imposible verlo en forma de imagen: como la luz negra, como la muerte de mi madre, o como el infinito.

Quizá también fuera porque todavía no era más que un niño: a veces conseguía no pensar en temas que no quería. Y otras veces pasaba al revés, que era incapaz de sacarme de la cabeza una imagen o una palabra en la que no quería pensar.

Mi padre se pasó mucho tiempo sin llamarnos. Había momentos en que no conseguía acordarme de su cara. Y entonces sentía como si de pronto hubieran saltado los plomos y todo cuanto me rodeaba se esfumara.

Una noche me fui solo dando un paseo en dirección al palacete de Ihlamur. La farmacia Hayat tenía la reja echada, asegurada con un candado negro, como si ya no fuera a abrir jamás. Una neblina llegaba desde el jardín del palacete.

No había pasado mucho tiempo cuando mi madre anunció que no había que esperar nada de mi padre ni de la farmacia, y que nuestra situación económica era mala. Yo no gastaba más que en el cine, en mis bocadillos de carne y en mis novelas ilustradas. Solía ir caminando tanto a la ida como a la vuelta de casa al instituto de Kabataş. Y tenía amigos que se dedicaban a comprar, vender y prestar números viejos de esas novelas. Pero yo no quería pasarme los fines de semana como ellos, aguardando pacientemente a posibles clientes en las callejuelas y en las puertas de los cines de Beşiktaş.

El verano de 1985 lo pasé trabajando en la tienda de un librero que se llamaba Deniz, en el mercado mismo de Be­şiktaş. Una parte importante de mi trabajo consistía en echar a los ladrones de libros, en su gran mayoría estudiantes. De vez en cuando también íbamos con el coche de Deniz a comprar libros al barrio de Çağaloğlu. Yo siempre me acordaba de los nombres de los escritores y de las editoriales, y mi jefe, consciente de ello, fue cogiéndome cariño y me dejaba llevarme libros y devolvérselos cuando los hubiera leído. Ese verano leí una barbaridad: novelas infantiles, Viaje al centro de la Tierra de Julio Verne, una selección de cuentos de Edgar Allan Poe, libros de poesía, novelas

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos