Arenas blancas

Geoff Dyer

Fragmento

cap-2

1

Cerca de mis colegios de primaria y secundaria, en la pequeña ciudad donde crecí (Cheltenham, Gloucestershire), había un gran parque de recreo. Durante el período escolar jugábamos allí a la hora del almuerzo; en las vacaciones estivales, nos pasábamos tardes enteras jugando al fútbol. En un rincón del parque se levantaba lo que nosotros llamábamos la Chepa: un montículo de tierra compacta con varios árboles (lo único que quedaba, presumiblemente, del terreno que se había despejado y allanado para crear el parque; eso o, poco probable dado el tamaño de los árboles, el lugar donde se habían amontonando los detritos del proceso de construcción). La Chepa era el centro de todos los juegos salvo el fútbol y el críquet. Fue el primer lugar de mi paisaje personal con una importancia especial. Era el lugar al que nos dirigíamos en toda clase de juegos: la fortaleza que asaltar, la cabeza de playa que tomar (por entonces, todos los juegos eran bélicos). Era más de lo que era, más de lo que lo llamábamos. Si hubiéramos decidido tomar peyote o prenderle fuego a un compañero de clase, lo habríamos hecho allí.

¿DÓNDE? ¿QUÉ? ¿DÓNDE?

En el curso de una escala aérea en el aeropuerto de Los Ángeles, entre dos vuelos de larga distancia de Londres a la Polinesia Francesa, adonde viajaba para escribir sobre Gauguin y el atractivo de lo exótico en conmemoración del centenario de su muerte, perdí mi principal fuente de información y referencia: la biografía del pintor escrita por David Sweetman. El pánico en el que me sumió esta pérdida aciaga, irreparable e inexplicable, fue remitiendo gradualmente, dando paso a un ánimo de húmeda resignación que amenazaba con empañar todo el viaje. Privado de esta obra esencial —y en ocasiones la pérdida es una forma de robo, incluso cuando es pura culpa del perjudicado—, dediqué gran parte del tiempo libre que pasé en Tahití a tratar de sacar algo bueno de dicha pérdida, anotando cuanto recordaba de la vida y la obra de Gauguin a partir de mis lecturas de Sweetman y otros historiadores del arte.

Gauguin era todo un personaje, escribí, pero por encima de todo era artista. Su vida fue tan colorida como sus cuadros, que influyeron a todos los artistas posteriores, incluido el gran colorista Matisse, que viajó a Tahití «para ver su luz»,[1] para comprobar si los colores de los cuadros de Gauguin existían de verdad (sí y no). Gauguin había nacido en París en 1848, pero se consideraba un salvaje del Perú, donde había pasado sus primeros años. El hecho de ser un salvaje no le impidió convertirse en agente de Bolsa con esposa y familia, a las que abandonó al irse a Tahití. En parte se marchó a Tahití para entrar en contacto con sus raíces salvajes y desprenderse del barniz de la civilización al tiempo que disfrutaba de todas las ventajas del protectorado francés. El nombre delata el juego colonial: al estilo gángster clásico, los franceses ofrecían protección plenamente conscientes de que era de ellos de quienes necesitaban protegerse los tahitianos. Antes de viajar a Tahití, Gauguin vivió un tiempo en Arlés con el genio atormentado Vincent van Gogh y más o menos se volvieron locos mutuamente, aunque, de los dos, Gauguin volvió más loco a Van Gogh que este al primero, pero tampoco es decir gran cosa porque Van Gogh estaba tan al límite que de todas formas habría enloquecido; ya estaba medio loco antes de enloquecer del todo. Las constantes borracheras de absenta no contribuyeron a mejorar una situación intrínsecamente volátil con los dos artistas viviendo tan cerca —situación inmortalizada por Kirk Douglas y Anthony Quinn— y, aunque pilló a todos por sorpresa, quizá no fuera tan sorprendente que Van Gogh se cortara la oreja para fastidiarse la cara. Otro problema era el egotismo de Gauguin. La verdad es que Gauguin tenía un ego enorme y no paraba de ponerse a prueba y al final decidió que la única manera de demostrar su valía era yéndose a Tahití a vivir con los salvajes, entre los cuales gustaba de contarse. Tenía cuarenta y tres años cuando llegó.

La vai taamu noa to outou hatua

 

«¿De dónde viene? —me preguntó el funcionario de inmigración en Papeete—. ¿Adónde va?» ¿Le habrían ordenado que hiciera esas preguntas —las preguntas que planteó Gauguin en su épico cuadro de 1897, las preguntas que yo buscaba responder en Tahití— como parte de las celebraciones del centenario?

Cuando Gauguin desembarcó en 1891, las lugareñas se habían congregado para reírse de aquel protohippie con sombrero de Buffalo Bill y melena por los hombros. Cuando yo crucé la aduana, no se reían, sino que sonreían dulcemente en la húmeda oscuridad de antes del amanecer y nos daban la bienvenida, a mí y a los otros turistas, con collares de flores que olían tan frescos como el primer día de la creación. Siempre es agradable que te reciban con aromáticas flores tropicales, pero al mismo tiempo tiene algo desmoralizador. Una bonita tradición de bienvenida se había mercantilizado y empaquetado tan a conciencia que, a pesar de que las flores eran naturales, silvestres y preciosas, parecían de plástico. Había algo que te minaba el alma en los conductores de los autobuses que esperaban para trasladar a los turistas al lujo brutal de los hoteles: con constitución de delanteros, programados biológicamente para aplastar a los ingleses en el rugby, habían quedado reducidos al papel de portamaletas supereducados.

Para cuando entré en mi habitación de lujo comenzaba a clarear con la rapidez propia del trópico, de modo que abrí las cristaleras, salí al balcón y contemplé la prístina vista. La maravillosa isla de Moorea se perfilaba contra el cielo a medio despertar. Una vista magnífica, siempre y cuando no girases la cabeza a la derecha y vieras los otros balcones geométricamente boquiabiertos y gurskyando al mar. Era un hotel grande y lujoso y, aunque la vista era fantástica, hasta el océano parecía arreglado, como si en realidad formara parte de un campo de golf acuático de acceso exclusivo para los clientes del hotel.

Antes de que la relación entre ambos se torciera, Gauguin y Van Gogh planearon montar en Tahití «el Taller de los Trópicos». Hoy día Papeete, la capital, recuerda a la clase de lugar adonde iría Eric Rohmer si decidiera rodar una película en los trópicos: una película en la que no pasa nada, en un lugar que recuerda a una pequeña ciudad francesa adonde jamás irías de vacaciones, que existe principalmente para conseguir que otros lugares resulten atractivos (en especial si tienes la mala fortuna de llegar en domingo, cuando todo está cerrado). De todos modos no hay mucho que ver, y en domingo, nada. Habría sido maravilloso visitarla en las postrimerías del siglo XIX, cuando Gauguin llegó por primera vez… o eso pensamos. Pero el propio Gauguin llegó demasiado tarde. Para cuando desembarcó, Tahití «tenía fama entre todas las islas de los mares del Sur,[2] de ser la más tristemente degradada por la “Civilización”»: un emblema, recordé que había escrito algún historiador del arte, «del paraíso y del paraíso perdido». Solo en el arte de Gauguin devendría el paraíso recobrado y reinventado.

Cuando llegó el capitán Cook, Tahití era asombroso: una premonición de la fotografía de un folleto turístico. Fui al lugar donde Cook —y el Bou

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