Los revolucionarios lo intentan de nuevo

Mauro Javier Cárdenas

Fragmento

cap-1

I LEOPOLDO LLAMA A ANTONIO

Dicen que al teléfono le cayó un rayo en Domingo de Ramos, don Leopoldo. Al único teléfono del Calderón que no se tragaba las monedas. Al menos no todas. Que la gente comenzó a peregrinar hacia el teléfono para llamar a sus ausentes. Que el único testigo del supuesto milagro rayofónico, ese que es guardián del parque Calderón – ¿conoce usted ese parque? El que está por la gasolinera esa que pillaron echándole agua al diésel y arrojando Pennzoil quemado al estero Salado, imagínese, como si el Salado necesitara más mugre, un poco más y lo hediondo no nos dejará respirar, por suerte usted no vive cerca del Salado como yo, por suerte León está a cargo y enviará a su gente para que lo restrieguen pronto. Por eso voté por su jefe, don Leopoldo, usted sabe que siempre he votado por León. Así que el guardián ese oyó truenos y vio rayos y se espeluznó. Peor aún porque andaba repleto de licor Patito, don Leopoldo. Parece que ya tenía fama de pluto y cantautor. En el Guasmo le dicen Julito por Jaramillo. Dicen que en el Calderón le daba serenatas a su segunda esposa y que aún lleva en hombros su guitarra para cantarles a las empleadas domésticas que se pasean por el parque los domingos. Cuando tú / te hayas ido / me envolverán / ¿se acuerda de ese pasillo de Julio Jaramillo?

Una respuesta solo alentará a que Pascacio siga pero ninguna no lo desanimará. No es que a Leopoldo le moleste escucharlo. O que Pascacio no sepa que a Leopoldo no le molesta escucharlo.

Quién no, Pascacio.

Mi abuelo Lucho la cantaba con voz de dos Panchos mientras freía sus famosos yapingachos. Dios lo tenga en su gloria. Él nunca olvidará lo que usted hizo por él. Entonces mientras llovía a cántaros nuestro Julito se puso a correr para buscar refugio con la guitarra metida en su camisa, pero claro que el manubrio de la guitarra todavía le sobresalía de la camisa y le raspaba la barbilla con las clavijas. Aunque la vecina de mi hermana dice que él corría porque vio sombras raras que lo perseguían, sombras que querían darle su merecido por mujeriego, aunque mi hermana dice que la vecina es una vieja santurrona que a lo mejor se inventó esa parte, en lo demás todos concuerdan. Esa es la vecina de la que le he estado hablando, don Leopoldo. La que piensa que sus frascos tienen espíritus distintos a los de sus latas. Dicen que por las noches practica la ouija con cucharas. Que sus alacenas son como marimbas de ultratumba. Con o sin sombras, nuestro Julito estaba corriendo para buscar refugio cuando oyó el estruendo más fuerte de su vida. Debajo del ceibo cerca del teléfono público se escondió y esperó a que los rayos no lo tronaran. Si usted le pregunta sobre eso, hasta es capaz de mostrarle las manchas de lodo de sus pantalones. Incluso lo llevaría hasta ese ceibo reseco y haría que usted se acuclille. Desde aquí mismito vi un relámpago como con ramas, diría nuestro Julito con esa voz masca chicle tururú con la que habla esa gente, don Leopoldo, usted sabe lo vulgar que es esa gente. Era como una mano caída del cielo para chorearse el techo de la cabina, ñaño. Y así todo chamuscado, el teléfono todavía funciona. Lo sé porque después de la tormenta lo primero que hice fue llamar a Conchita para contarle cómo el rayo le cayó al teléfono pero no a mí. Yo le repetía los timbres y Conchita seguía ruca, y cuando al final la man contesta me doy cuenta que el teléfono está funcionando sin monedas y le digo Conchita, te estoy llamando gratis, por fin nos sacamos la gorda. Y antes de que me hiciera relajo por haberla despertado, le colgué y marqué a mi hermano en El Paso. La llamada de larga distancia entró y yo empecé a gritar Jorgito, ñaño, ni te imaginas lo que acaba de suceder.

¿El teléfono aún anda dañado?

No lo va a reportar, don Leopoldo, ¿verdad?

Claro que no, Pascacio. No.

Ahí sigue. Mañana regreso a llamar a mi prima Jacinta en Jacksonville, y mi hermana, ¿usted conoce a mi hermana menor? Ella va a llamar a nuestra tía Rosalía en Jersey. Las dos tuvieron que irse después del último paquetazo. Oiga, si usted necesita hacer unas llamaditas, me avisa nomás, ¿eh?

Leopoldo sí necesita hacerlas. Pero admitirlo revelaría que su familia también es vulnerable a las recesiones y esas medidas de shock que todos conocen como Los Paquetazos. Gracias por la información, le dice Leopoldo, terminando su conversación mientras llegan hasta la oficina de León con el escritorio de guayacán que han estado empujando a lo largo del pasillo. El único escritorio que queda en el tercer piso. O en cualquiera de los cinco pisos. Un recordatorio de los tiempos cuando El Loco y sus secuaces vaciaron el municipio de todo menos los picaportes, el papel tapiz, el escritorio de guayacán porque era demasiado pesado.

Después de que Pascacio recoge su cubeta y su trapeador, después de que se despide de Leopoldo, después de que el sonido oscilante de su cubeta metálica se pierde por las escaleras, Leopoldo examina su reloj por si tiene algún rayón, aunque en la oscuridad no se puede examinar nada, así que debería acercarse al poste de luz, al final del pasillo, hacia donde el que era economista y ahora es secretaria camina furtivamente con el pecho inflado, burlándose de la postura servil que siempre adopta cuando aparece León, oyendo el enjambre de luciérnagas y polillas, esos parásitos de luz, de­sintegrándose contra la incandescencia. Pascacio lo ayuda a empujar el escritorio para cobrarle favores después. Don Leopoldo, a mi hermana le están pidiendo una coima que no puede pagar. Don Leopoldo, no le quieren pagar la jubilación a mi abuelo en el Seguro. Con una llamada Leopoldo puede solucionarlo todo. Él es el secretario personal de León Martín Cordero. Él tiene ese tipo de palancas. Pero pese a ellas aún tiene ese reloj digital que viene usando desde la secundaria, un regalo de cuando su padrino le consiguió a su padre un cargo menor en la prefectura, un reloj con botoncitos blip que parecen de juguete pero que eran lo máximo en su época, antes de que su padre huyera en medio de un escándalo de malversación de fondos. El reloj sigue intacto. Bien.

Aunque Leopoldo está cansado no esperará la buseta en el paradero cercano, aunque a esa hora Pascacio sea el único compañero de trabajo que quizás alcance a verlo ahí, en lugar de eso recorrerá Pedro Carbo, Chimborazo, Boyacá, y en la intersección de Sucre y Rumichaca cogerá otra buseta que irá largo por Víctor Manuel Rendón, Junín, Urdaneta, por la gasolinera que botaba el Pennzoil quemado al Salado, por la Atarazana y la Garzota, subiendo la cuesta de la Alcívar, donde al chofer se le trabará la palanca de cambios y la buseta traqueteará como una lata atada a otras latas arrastradas sobre el asfalto de esta ciudad atrasada por

(Leopoldo cenará frejoles en lata esta noche)

y a lo largo de la Alcívar la gente atestada dentro del bus tendrá que aguantar la presencia de más albañiles, empleadas domésticas, vendedores de fruta, siga que al fondo hay puesto, y al menos uno de ellos fingirá un ataque de pánico para que le den asiento, y se armará el relajo porque los que no se comen el cuento del ataque empujarán a los que están tratando de darle paso a la viejita que sí está sufriendo un ataque de pánico, y el sudor de esta gente no goteará en el piso pero será absorbido por miles de poros que terminarán expulsando los olores de s

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