(1)
—La novela es buena —dijo el Gordo, e hizo una pausa significativa—. Pero...
Podía habérmelo imaginado, porque sé desde hace unos cuantos años que mis novelas pertenecen a esa clase; buenas, pero... Los críticos se esfuerzan por clasificar mi literatura como perteneciente a tal o cual categoría, pero los editores son más realistas, y unánimes; hay una sola categoría posible para mi literatura: buena, pero...
Levanté una mano como para detener el tránsito. —Perfecto —dije—. Ya entendí. Ahorrate el discurso. Eso, desde luego, no era posible. El Gordo debía forzosamente vomitar su discurso culpable, y yo lo debía soportar, pues forma parte del ser nacional. Hay algo terriblemente culpable en el hecho mismo de ser uruguayo, y por lo tanto nos resulta imposible decir no clara, franca y definitivamente. Es preciso agregar un enorme palabrerío para justificar ese no, siempre y cuando lleguemos a pronunciarlo; más a menudo nos enredamos en transacciones complicadas, viciadas de irrealidad, que suelen conducir a desastres monumentales.
Escuché, pues, con resignación, sobre las actuales dificultades de la industria editorial en nuestro país, como si fuera un tema novedoso, como si el Gordo lo hubiera descubierto tras profundas meditaciones y encuestas. Como si en nuestro país existiera una industria editorial. Como si nuestro país fuera un país.
Y después venía la demostración de buena voluntad; él me apreciaba y la editorial me recibía con los brazos abiertos.
—Si tuvieras algo...
—Cortala, Gordo —interrumpí, más con humor que
con fastidio—. Lo sabés muy bien: si tuviera «algo» no se lo
traería a ustedes; intentaría colocárselo a los españoles, o
por lo menos a los argentinos.
No agregué mi discurso ideológico; ya me tiene un poco harto: si yo tuviera «algo», no sería yo mismo, y me odiaría tanto que abandonaría la literatura. Siempre consideré preferible picar piedras, con una pesada bola de hierro unida al tobillo por una gruesa cadena, a matar el libre acto creativo pensando en el público. Pero es cierto que no tengo experiencia en picar piedras.
—Dejámela —insistió el Gordo, devorado por la culpa.
Además, lo sé buen lector, y me constaba que la novela le había gustado verdaderamente y le daba auténtica lástima no publicarla. Llegábamos, pues, a la etapa de las transacciones desastrosas. (Dejámela. En la próxima feria, tal vez...)
—Gordo —expliqué pacientemente—, te traje la novela porque necesito dinero, y tardaste mucho tiempo en leerla, y mi necesidad es abrumadora. Tengo los bolsillos vacíos. Necesito algo ya mismo. Dame un adelanto de mil dólares y quedate con los derechos. La publicás o no; eso no me interesa. Lo que sí me interesa es conseguir billetes, ahora.
—Sabés que no soy yo quien resuelve. Debería consultar con el viejo.
No dijo «debo», sino «debería», pero decidí oír mal, y dije «bueno», y me volví a sentar, y me puse cómodo, echado hacia atrás, con la cabeza reclinada contra el borde superior del respaldo como para dormir.
—Te espero —agregué.
Se levantó con pocas ganas y fue hasta el despacho contiguo a representar la comedia. Desde luego, todo era inútil, pero quería hacerlo sufrir un poco y, por otra parte, me sentía cómodo. En mi casa no hay sillones. Debo haberme quedado dormido durante un minuto o dos, porque apareció un hombre con una gran nariz roja, de payaso, y me dijo en francés una frase incomprensible de seis sílabas.
Cuando volvió el Gordo tuve un pequeño sobresalto. Ocupó otra vez su lugar en un sillón frente al mío, y habló. O yo seguía soñando, o bien se había producido un gravísimo desajuste cósmico.
—Dos mil —dijo, muy sonriente—. Te conseguí dos mil dólares.
(2)
—Dejemos momentáneamente aparte el asunto novela; eso es como ya te expliqué, y según el viejo ahora no podemos hacer nada. Pero... —la pausa dramática, con el índice levantado— necesitamos un trabajito. Podés hacerlo fácilmente, y te ganás dos mil. Sería una pequeña investigación.
Pensé, desde luego: «La Biblioteca Nacional». Me preparé mentalmente para tres o cuatro meses entre libros y revistas viejas, y diarios que se hacen polvo entre los dedos. Podía ser. No es mi fuerte, no es mi pasión, pero podía ser. Ya había terminado aquella novela y no tenía ningún proyecto especial.
Pero el asunto era otro.
—Recibimos un sobre con un original escrito a mano.
Una novela más bien corta. Lo tuve unos dos meses medio traspapelado, y un día apareció y quise echarle un vistazo.
Vos sabés, no obstante la letra manuscrita, no lo pude soltar
hasta el final.
El Gordo clavaba en mí una mirada hipnótica, los ojos agrandados por los gruesos anteojos pero también un poco por la reverencia, un tanto mística, ante el recuerdo de la novela. Los ojos parecían dos huevos duros flotando en una pecera, si se me permite la comparación.
—Le hice sacar una copia a máquina y después fotocopias —continuó con fervor—, se la hice leer al viejo, y el viejo la envió rápidamente a los suecos. Los suecos mandaron un fax: están enloquecidos.
«Los suecos» debían ser alguna fundación. Fundaciones suecas, entre otras, reparten dinero a manos llenas para cualquier cosa, si la creen apropiada no sé bien para qué; el Gordo no me dio explicaciones, y a mí no me interesaban.
Pero no podía imaginar cuál era mi papel en ese negocio. ¿Corrección de estilo? Muy improbable; el Gordo hace pocas cosas mejor que yo, entre ellas la corrección; y el sueldo que le paga el viejo incluye ese trabajo, entre muchos otros, y el viejo no es famoso por gastar dinero cuando puede evitarlo. Pero no quise mostrarme ansioso, entre otras razones porque no lo estaba. Siempre me ofrecen trabajos poco interesantes.
—Enloquecidos —repitió, y se quedó esperando. No me gusta que me escriban los diálogos ni que me marquen las entradas, y hubiera querido seguir callado, pero dos mil dólares son dos mil dólares y le debía al Gordo alguna satisfacción.
—¿Y entonces? —pregunté, aparentando sentirme genuinamente interesado—. ¿Dónde está el problema?
—El problema es el siguiente —respondió, adoptando otra vez un aire grave y un tono sentencioso—: no podemos encontrar al autor. —Cruzó las manos sobre el vientre y se echó hacia atrás.
Empezaba a interesarme.
Según explicó, el sobre no traía remitente. El matasellos correspondía a una pequeña ciudad del interior que llamaré Penurias (y lo digo al pasar: he cambiado todos los nombres y apodos de personas, lugares y países, para no lesionar a nadie), y la novela estaba firmada por Juan Pérez. Increíblemente, no se había podido ubicar a ningún Juan Pérez en aquella progresista ciudad. Y sin un contrato formal con Juan Pérez, los suecos no soltarían ni un centavo.
Me pareció un trabajo fácil: comprar un pasaje a Penurias —hora y media de viaje, aproximadamente—, bajarse del ómnibus en la agencia, pararse en la principal y única avenida —seguramente se llamaría Artigas—, y preguntar por Juan Pérez a los amables peatones.
—¿Cuál es el truco? —pregunté.
Como si me hubiera leído la mente, respondió:
—Por supuesto, el sábado a mediodía me tomé el ómnibus, me bajé en la agencia, me paré en la avenida José Gervasio Artigas y empecé a preguntar por Juan Pérez. Seguí
preguntando hasta el domingo a la noche, y me volví tal
como me había ido. Juan Pérez es un seudónimo. Es preciso
investigar más a fondo, pero yo estoy clavado aquí. —E hizo
un gesto dolorido, y con los ojos y los brazos me dio a entender su condición de prisionero entre esas cuatro paredes
y un techo pintados de color claro.
En ese momento debí agradecerle al Gordo toda su amabilidad, recoger la carpeta con mi novela y salir disparado hacia mi apartamento y su tibia soledad. Soy un escritor. No soy Phillip Marlowe. Ni siquiera debería aceptar una investigación tipo Biblioteca Nacional. Pero aquí no existe la profesión de escritor, y el escritor está obligado a hacer cualquier cosa, excepto —naturalmente— escribir, si quiere continuar sobreviviendo.
Por otra parte, si bien dos mil dólares no son objetivamente gran cosa, para mí lo eran en ese momento, y lo siguen siendo, objetiva y subjetivamente. Ahorrando aquí y allá, un poco en esto y otro poco en aquello, me podían durar bastante. En los períodos difíciles, y he conocido unos cuantos, puedo volverme bastante frugal.
El pasaje a Penurias, ida y vuelta, cuesta unos cinco dólares. Ganancia neta, mil novecientos noventa y cinco. Lo pensé, y fingí pensarlo un rato más.
—Muy bien —dije al fin, y le pedí un adelanto de quinientos porque yo no tenía absolutamente nada en el bolsillo—. Y además —agregué—, si tengo éxito me dan otros quinientos como adelanto por la novela y me la publican este año.
—¿Y si no tenés éxito?
Me temía esa pregunta, pero estaba preparado: —Bueno —respondí—, algún riesgo deberán correr ustedes. Los suecos...
—Voy a consultar.
Esta vez no soñé nada. Tampoco pude pensar nada; el Gordo volvió casi enseguida.
—Doscientos —dijo, y los sacó de la billetera. Yo había contado con doscientos cincuenta, pero siempre he sido un soñador. Me puse los tristes retratos de Benjamín Franklin en el bolsillo, y pedí el sobre con los matasellos de Penurias, una fotocopia de la novela mecanografiada y una fotocopia del original manuscrito.
—¿Para qué? —preguntó el Gordo, y me parece apropiado decir ahora que no es gordo; lo fue hace tiempo pero, cuando se casó, misteriosamente le fue pasando poco a poco la gordura a su mujer. Ella, hoy, es un fenómeno de circo.
—No tengo nada para leer esta noche —respondí cínicamente, fortalecido por los dos crujientes billetes verdes y ya completamente sumergido en mi papel—. Vamos, Gordo. Vos dejá todo en mis manos.
(3)
Aunque tenía mis prejuicios hacia las fundaciones suecas, esa noche fui atrapado como el Gordo por la novela —cuyo título me fue imposible encontrar— desde el primer párrafo y no pude soltarla hasta el final. Tenía un estilo llano, muy sencillo, y vigoroso, y colorido.
El argumento estaba construido en torno a un protagonista más bien contemplativo; y esa contemplación se refería mayormente al progresivo derrumbe de nuestras instituciones, nuestros valores, nuestra economía y nuestra cultura. Abarcaba, aunque en un tiempo no lineal, el período que iba desde la lucha armada, pasaba por la dictadura y desembocaba en una nueva democracia más bien formal. En esos conceptos estaría la razón de la locura sueca.
Pero había mucho más, una visión profunda del mundo y del ser humano, e incluía piedad por el ser humano, reafirmación del individuo y exaltación del espíritu, todo ello expresado con rigor, convicción y ternura al mismo tiempo. Era una obra maestra, probablemente la mayor escrita sobre este suelo.
Mi compromiso iba creciendo; ya no eran los doscientos dólares adelantados ni el resto a ganar con mi investigación; ahora se me había creado una necesidad personal: esa novela debía publicarse y llegar a muchos que la necesitaban tanto como yo, porque allí estaba el germen de los nuevos valores, y allí había razones de vivir para muchos.
Cuando estaba entrando en el sueño, se me ocurrió que tal vez Juan Pérez se había ocultado precisamente por la prudencia ante esa democracia un tanto engañosa denunciada en su libro. Creí entender esa actitud. El mensaje más claro quizás era: no nos hacen falta mártires; los mártires, a la larga, nunca sirvieron mucho. Según Juan Pérez, o según yo había creído comprender, democracia y dictadura militar eran dos caras de una misma moneda, y la vida, la vida real y verdadera, transcurría en otros lugares, en otros niveles. Aplausos para Juan Pérez. No era la novela que yo había escrito, hubiera escrito o hubiera querido escribir, pero sin duda Juan Pérez era mejor escritor y mejor persona que yo.
Me dormí sintiendo un estado espiritual parecido al éxtasis, no perturbado por la subyacente preocupación de encontrar al autor escondido.
Siempre me fascinó que, cuando duermo, parece