Al final de la tarde

Kent Haruf

Fragmento

cap-1

1

Llegaron de la cuadra con la luz oblicua de primera hora de la mañana. Los hermanos McPheron, Harold y Raymond. Viejos aproximándose a una casa vieja a finales del verano. Llegaron por el camino de grava dejando atrás la camioneta y el coche aparcados junto a la valla y entraron uno detrás del otro por la puerta de la alambrada. En el porche se limpiaron las botas contra la hoja de sierra clavada en la tierra, rodeada por un suelo duro y brillante a causa del uso constante y mezclado con estiércol de establo, y subieron los escalones de tablones hasta el porche cerrado con mosquiteras y pasaron a la cocina, donde la chica de diecinueve años, Victoria Roubideaux, estaba sentada a la mesa de pino dándole gachas a su hijita.

En la cocina se quitaron el sombrero y lo colgaron de los ganchos clavados en un tablón junto a la puerta y de inmediato empezaron a asearse. Bajo la frente blanca, tenían la cara enrojecida y curtida por los elementos, y el pelo áspero de las redondeadas cabezas se había vuelto entrecano y rígido como las crines de un caballo. En cuanto terminaron en el fregadero se secaron uno detrás del otro con el trapo de la cocina, pero cuando se disponían a servirse el desayuno en los platos la chica les pidió que se sentaran.

No tiene sentido que nos esperes, dijo Raymond.

Quiero esperar, dijo ella. Mañana ya no estaré.

Se levantó con la niña a horcajadas en la cadera y llevó dos tazas de café y dos tazones de gachas y un plato de tostadas con mantequilla a la mesa y luego volvió a sentarse.

Harold se sentó mirando las gachas. Por una vez podría servirnos un bistec con huevos, dijo. Es una ocasión especial. Pues no, señor, solo este puré caliente. Que sabe a la última página de un periódico mojado. Repartido ayer.

En cuanto me vaya podrás comer lo que quieras. Sé que lo harás.

Sí, señora, probablemente. Entonces la miró. Pero no me corre prisa que te vayas. Solo intentaba bromear un poco.

Ya lo sé. Le sonrió. Se le veían los dientes blanquísimos contra la tez morena y tenía el pelo negro denso y brillante y cortado muy recto por debajo de los hombros. Ya casi estoy, dijo la chica. Primero quiero dar de comer a Katie y vestirla, y luego podemos empezar.

Déjamela, pidió Raymond. ¿Ya ha terminado de comer?

No, todavía no. Aunque a lo mejor contigo come. A mí me aparta la cara.

Raymond se levantó y rodeó la mesa y cogió a la niña y regresó a su asiento y se la sentó en el regazo y echó azúcar en las gachas de su cuenco y vertió leche de la jarra que había en la mesa y empezó a comer, mientras la niña mofletuda de pelo negro lo observaba como si le fascinara lo que hacía. Él la asía cómodamente, con naturalidad, rodeándola con un brazo, y cogió una cucharadita y sopló y se la ofreció. Ella aceptó. Él también comió. Luego sopló otra cucharada y se la ofreció a la niña. Harold sirvió un vaso de leche y la cría se inclinó sobre la mesa y bebió un buen rato, sujetando el vaso con ambas manos, hasta que tuvo que parar a respirar.

¿Qué haré en Fort Collins cuando no quiera comer?, dijo Victoria.

Avísanos, contestó Harold. Pasaremos a ver a esta cosita en menos de dos minutos. A que sí, Katie.

La niña lo miró sin parpadear desde el otro lado de la mesa. Tenía los ojos tan negros como su madre, como botones o grosellas negras. No dijo nada, pero cogió la callosa mano de Raymond y la acercó al cuenco de cereales. Cuando él tendió la cuchara, ella la empujó hacia su boca. Oh, dijo Raymond. Muy bien. Sopló exageradamente, hinchando los carrillos, adelantando y retrasando la cara enrojecida, y entonces la niña volvió a comer.

Cuando terminaron Victoria se llevó a su hija al baño que había junto al comedor para lavarle la cara y cambiarla de ropa. Los hermanos McPheron subieron a sus habitaciones y se vistieron, con pantalones oscuros y camisas claras con broches nacarados y los sombreros Bailey buenos, blancos y acabados a mano. De vuelta abajo cargaron las maletas de Victoria hasta el coche y las metieron en el maletero. El asiento trasero estaba ocupado por cajas con ropa y mantas y sábanas y juguetes de la niña, además de una sillita infantil para coche. Detrás del coche estaba la camioneta, y en la plataforma, junto con la rueda de recambio y el gato y media docena de latas de aceite vacías y briznas resecas de bromo y un trozo de alambre de espino oxidado, estaban la trona de la cría y su cama de día, con el colchón enrollado en una lona nueva, todo ello sujeto con cordel naranja.

Regresaron a la casa y salieron con Victoria y la niñita. Victoria se detuvo un instante en el porche, con los ojos negros rebosantes de lágrimas repentinas.

¿Qué pasa?, preguntó Harold. ¿Hay algún problema?

Ella negó con la cabeza.

Ya sabes que puedes volver cuando quieras. Esperamos que regreses. Contamos con ello. Quizá te ayude tenerlo presente.

No es eso, dijo la chica.

¿Es que estás asustada?, apuntó Raymond.

Es solo que os echaré de menos, dijo ella. Nunca me había ido de este modo. De la otra vez, con Dwayne, ni me acuerdo ni quiero acordarme. Se cambió a la niñita de brazo y se secó los ojos. Es solo que voy a echaros de menos, nada más.

Llama para cualquier cosa que necesites, dijo Harold. Nosotros siempre estaremos aquí.

Pero os echaré de menos de todos modos.

Sí, admitió Raymond. Desvió la vista del porche, hacia el corral y los pastos marrones de detrás. Las lomas azules a lo lejos en el horizonte bajo, el cielo claro y vacío, el aire seco. Nosotros también te echaremos de menos, dijo. Cuando te vayas seremos como caballos de tiro viejos y exhaustos. Rondaremos solos por ahí, mirando siempre por encima de la cerca. Se volvió para observar la cara de la chica. Un rostro que ahora le resultaba familiar y querido, el bebé y los tres adultos vivían en el mismo campo abierto, en la misma casa vieja y destartalada. Pero ¿no podrías apurar?, preguntó. Si vamos a hacerlo sería mejor empezar.

Raymond conducía el coche de Victoria con la chica sentada a su lado para poder volverse y atender a Katie, en la sillita acolchada. Harold los siguió en la camioneta, del sendero al camino comarcal de grava en dirección oeste, hacia la pista asfaltada de doble sentido y luego al norte hacia Holt. El paisaje a ambos lados de la carretera era plano y sin árboles, de terreno arenoso, los rastrojos de trigo todavía brillaban y relucían en los campos llanos tras la siega de julio. Detrás de las acequias, el maíz regado crecía hasta una altura de dos metros y medio, verde oscuro y denso. A lo lejos descollaban los silos altos y blancos del pueblo, junto a las vías del tren. El día era cálido y luminoso, con un viento caliente del sur.

En Holt giraron por la US34 y pararon en la gasolinera del cruce de la carretera con la calle Main. Los McPheron se apearon y se plantaron junto a los surtidores, a llenar los depósitos de los dos vehículos mientras Victoria iba a por dos cafés para ellos, una Coca-Cola para ella y un botellín de zumo de naranja para la cría. Delante de ella, en la cola de la caja, esperaban un gordo de pelo moreno con su mujer, una niña y un crío pequeño. Victoria los había visto pasearse a todas horas por las calles de Holt y le habían llegado rumores. Pensaba que de no haber sido por los hermanos McPheron podría

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos