Tres cuentos

J.M. Coetzee

Fragmento

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Si se hiciera un mapa de la obra de Coetzee, ficciones y crítica incluidas, las tres historias de este volumen estarían repartidas en zonas de tránsito entre barrios diferentes. La primera es el repaso que un escritor hace del amor casi matrimonial por una vieja casa que una vez compró lejos de su país, en un pueblo catalán donde, por lo demás, ninguna buena voluntad lo alivió de cierta asfixia habitacional ni lo eximió de ser un cuerpo extraño. La segunda aprieta en una anécdota más o menos turística el turbulento, vitalicio vínculo de Coetzee con el Karoo —la inmensa meseta esteparia de Sudáfrica—, y es una mirada ácida a la perversión de las relaciones del hombre con la tierra por la caída de la economía de granjas y la especulación inmobiliaria. En la tercera, una elegía cervantina por la vida real de los personajes de ficción, de la vejez del héroe de una inmortal novela de aventuras rezuma el escritor que una vez lo imaginó, como si el héroe lo hubiera asimilado.

Claro que un mapa es una forma de unidad, o un conjunto de conjuntos. Más allá de los distintos tonos, hay tanta pérdida, ferocidades del progreso, formas de la distancia e incertidumbre en Esperando a los bárbaros como en Desgracia o en Verano. Coetzee no tiene un solo registro. Pero si Pavese tenía razón, si todo auténtico escritor es espléndidamente monótono, cada esplendor pide indagar en qué radica su monotonía. En estos tres argumentos heterogéneos, escritos en diversos momentos, la distancia es un asunto a la vez espacial, temporal y temperamental. Los tres narran experiencias de la vida fuera de lugar; más todavía: tratan de cómo la privación de lugar identificable puede llevar, no a establecerse en un domicilio, sino a improvisarse una posición: un punto y una postura desde donde mirar. No se trata de desalojo, desposesión ni de la manida intemperie absoluta (al contrario, en una de las historias hubo un rescate). Lo que sienten los personajes, aun bajo techo y a salvo, aun con una morada, es la misma especie de desplazamiento irreparable y un anhelo de afecto.

Coetzee, un escritor de imaginación nada restringida, es pródigo en recursos, en tratamientos, y discreto en usarlos. Lo espléndidamente monótono en él es la agudeza de la percepción, la suficiencia de las descripciones, la atención a la materia y sus mecanismos, la escritura flemática que solo a veces trasluce cierta ironía y aborrece del alarde persuasivo, del sarcasmo y la falsa piedad, pero no del arranque de amor o de cólera. La lengua de Coetzee es un ojo indefectible para la fatalidad, la realimentación de la desdicha, la dañina ridiculez del deseo de dominio (de sí mismo, de la naturaleza, de los otros), la falta de escrúpulos, la inventiva de algunos humanos para la conquista, la terca buena voluntad de algunos otros, el literal escepticismo de los desvelados, pero también para la verdadera atención y la compasión.

En «Él y su hombre», como motivos de una pieza minimalista, se repiten la palabra «figura» como cosa que significa o representa otra y el verbo «figurar» (to figure) en los sentidos de dar figura o de ser figura de alguien o algo. Preguntarse de qué es figura uno o alguien no es solo querer saber qué representa. Para Coetzee la figura (digámoslo: aquí Robinson Crusoe, muchos años después de que lo rescataran, leyendo los informes que le manda alguien, «su hombre», a medida que recorre Inglaterra) participa de la alegoría, el símbolo, la pintura y la actuación.

¿Cómo figurar a este hombre y a él? ¿Como amo y esclavo? ¿Como hermanos, hermanos gemelos? ¿Como camaradas de armas? ¿O como enemigos, adversarios? ¿Cómo llamará él a este individuo sin nombre con el que comparte los anocheceres y a veces también las noches, que solo está ausente de día, cuando él, Robin, recorre los muelles pasando revista a los nuevos atraques y su hombre galopa por el reino haciendo sus inspecciones?

¿Alguna vez vendrá este hombre a Bristol, en el transcurso de sus viajes? Anhela conocer al individuo en carne y hueso, darle la mano, caminar con él por el muelle y escucharlo contar la visita que hizo al sombrío norte de la isla o sus aventuras en el oficio de escribir. Pero teme que no habrá ningún encuentro, no en esta vida.

Coetzee es un gran creador de figuras por sus voces; puede escribir en el tono de Elizabeth Costello, de versiones de sí mismo y si hiciera falta entonaría la voz de Crusoe. Pero en estas historias usa el indirecto libre; y así todo está impregnado de una dicción que sería la suya, la voz que Coetzee adopta para escribir en su posición, a igual distancia o igual alcance que Robinson y Defoe, una alabanza del desencuentro sin fin entre personaje y autor.

Conocemos esa dicción: templada, no desdeñosa de la improvisación práctica, adversa a la facundia, sumaria sin llegar al laconismo, abierta a grandes tradiciones y a la minucia corriente: una dicción punzante para un pensamiento sin condiciones. Para precisar un poco: hay escritores que dudan hasta que la agitación sintetiza la palabra justa y otros que se confían a la corriente de su lenguaje; con Coetzee nunca se sabe siquiera si está en el medio. Las historias, tramadas con mucho cuidado, ensamblan frases de apariencia desmembrada, con modificadores o complementos añadidos al final como posdatas, una puntuación peculiar, innegociable, y una emisión muy suelta.

¿Cómo se traduce eso al español sin hacer un estropicio gramatical? Más que bandearse entre alternativas, uno tiene que escuchar: el orden de las partes como pulsos, las voces filtradas o recogidas por la voz del narrador, las pausas como inhalaciones, la rabia, la elegía, la atención, la mordacidad o el juicio murmurado en las comas y en los dos puntos. Después intenta impostar la escritura. Poco a poco se da cuenta de que eso que está emitiendo es una forma de desplazamiento, y que uno se ha quedado fuera de lugar. Traducir a Coetzee obra un cambio en el ángulo de mirada y en el régimen de escucha. Solapadamente, también en el modo de hablar. Esperemos que al lector de esta traducción le pase.

MARCELO COHEN

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TRES CUENTOS

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