Prins

César Aira

Fragmento

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Condenado de toda la vida a la laboriosa redacción de novelas góticas, encadenado al gusto decadente de un público inculto… La fatiga se apoderaba de mí. No podía ni siquiera terminar una oración. Quiero decir… Una sintaxis decente… No es que no pudiera escribir, siempre podría, era parte de los automatismos adquiridos por mi sistema nervioso, pero hubo un momento en que las sombras se espesaron sobre mí… Los gustos refinados de mi juventud letrada quedaron sepultados bajo los imperativos de las apolilladas convenciones de la novela gótica. Y además sufrieron la devaluación de la cantidad. Ya había perdido la cuenta de mi producción, esa parva inicua. La literatura de género promueve, y hasta obliga a la cantidad. Para empezar, se le exige poca calidad, porque la densidad de la calidad literaria dificulta la lectura, y en los géneros la idea es que se lea sin esfuerzo, con placer (dentro de todo, el razonamiento tiene algo de atendible). Siendo así, se puede escribir rápido. Y los lectores consiguientemente leen rápido, terminan pronto el libro y quieren otro. Se establece un círculo, no sé si vicioso o virtuoso, la demanda se satisface, el negocio prospera, y el autor queda preso en la máquina infernal.

Cuando se dignaban ocuparse de mí, los críticos no tenían más que palabras desdeñosas. No los culpaba. La novela gótica que yo practicaba era una gastada combinatoria de elementos siempre los mismos. Ya me los sabía de memoria: el manuscrito medieval encontrado en un baúl en el desván de un convento, escrito en griego o arameo y traducido por un providencial monje errante; el castillo en lo alto del monte, rodeado de un profundo foso, con el puente levadizo, las salas ruinosas, los arcos en los que se perdían los murciélagos; el malvado conde dueño y señor del castillo, en lo posible usurpador del dominio; la hermosa doncella huérfana secuestrada en las mazmorras hasta que cediera a los requerimientos lascivos del señor feudal; el joven criado por campesinos que lo encontraron abandonado en el bosque junto con un anillo con un sello de extraño dibujo, y en lo posible una marca de nacimiento en el hombro, en forma de flecha o cruz o estrella; el viejo sacerdote que ha guardado durante cuarenta años el secreto que le confió en su lecho de muerte la reina o duquesa; el espectro que no dejará de rondar las almenas hasta que se vierta la sangre del último descendiente de los usurpadores; la estatua que cobra vida, la rosa que sangra, las prolongadas catalepsias, los ruidos inexplicables; y como vía de circulación entre todas esas zarandajas, las puertas secretas, los pasadizos subterráneos, los túneles, los largos corredores a la medianoche en los que una súbita corriente de aire apaga la única vela…

Todo era pasto seco para las llamas del escarnio que se abatía sobre mí: lo chabacano y adocenado del raquítico producto de mi imaginación, de la que además se dudaba, por la perenne sospecha del plagio; el daño que le hacía a la promoción de la lectura en la que se empeñaba el gobierno para elevar el nivel cultural, pues al promover la lectura me estaban promoviendo también a mí, lo que les parecía tan criminal que teñía de desaliento sus campañas; y muy especialmente el número de libros con mi nombre en la tapa, que era algo así como la multiplicación del horror. Yo no sólo le hacía mal a mis contemporáneos, sino que se lo hacía en gran cantidad. En fin, había motivos de todo género para deplorarme. No debería haberme importado. El artista, lo mismo que el demonio, se satisface solo, cierra la curva del apetito sobre sí mismo, y tal era mi caso; pero aun así algo de la opinión ajena me penetraba, y se sumaba al inmenso cansancio que me propinaban la edad, mi pasado y el agobio de la obra deleznable en forma de monte de libros. Como la cuestión de la calidad no podía remediarla, pensé que podía remediar la de la cantidad, no escribiendo más. Dejar de escribir. Me di cuenta, a posteriori, que de ese modo remediaba también lo cualitativo: en efecto, si no había nada, no se lo podía calificar ni de bueno ni de malo, la nada es inerte en ese sentido.

Puede parecer una decisión extrema, pero debo hacer notar que mi estado de ánimo era extremo; me había hundido en la amargura y en la anomia. De modo que no escribir más era lo menos que podía hacer. Hice como el miembro de la familia que en el extremo del hartazgo ante la animadversión de sus parientes les dice que si tanto les molesta va a librarlos de su presencia, y se pega un tiro delante de ellos, sin importarle la presencia de los niños, a los que salpica con la sangre. No es un símil tan exagerado, porque para mí escribir era vivir. Claro que en el caso del suicida el efecto sería más fuerte, produciría un sentimiento de culpa sin precedentes en la familia, les amargaría la vida al menos por un buen tiempo. Mi renuncia, en cambio, por más que fuera a su modo una renuncia a la vida, o a lo más valioso de mi vida, pasaría inadvertida. El único amargado sería yo, que ya estaba amargado.

Pero ¿era realmente «lo más valioso de mi vida»? ¿Escribir esa basura? Estoy dramatizando. Aunque tengo motivos para el drama. Escribir no era sólo mi modo de ganarme la vida sino el trabajo que me mantenía ocupado y mantenía a raya al tiempo, que siempre ha sido mi gran enemigo. Si dejaba de escribir se abría un vacío… Aunque el vacío ya estaba ahí, en las interminables jornadas de tedio gótico, cuando contaminado por la temática que invadía mi cerebro como una melaza espesa me paseaba, con una impaciencia no justificada por nada, por los salones oscuros de la casa. Retratos ceñudos de antepasados dudosos me contemplaban desde los paños de roble. Escudos de armas, herrumbradas armaduras con la visera baja, enormes espadas cruzadas en la pared, tan grandes que era difícil imaginar la contextura inhumana de quien hubiera podido blandirlas en un pasado de leyenda. Y en los espejos mi figura envuelta en la luz crepuscular de las vidrieras historiadas con hechos sangrientos. Un vitral sobre todo me atraía, mis pasos me llevaban a él sin auxilio de la voluntad y podía quedarme horas (en realidad perdía la noción del tiempo; podían ser segundos) absorto en su contemplación. Representaba la partida de un guerrero a las Cruzadas, la esposa se aferraba a él queriendo retenerlo y vertía lágrimas que en el vitral eran gotitas de epoxy con un cristalito adentro, pero del ruedo de su falda asomaba la cabeza de un zorro, inexplicable y tanto más fascinante por ello. La luz roja del poniente al pasar por las manos unidas de los cónyuges las proyectaba sobre mi rostro, como una bofetada de amor perdido.

Más que una casa era una escenografía, un teatro. Ni siquiera respondía a mi gusto. Me avine a vivir ahí por recomendación de los editores: ayudaría a las ventas, recibir en ese marco a los periodistas que me entrevistaban, vestido con mi traje de terciopelo y la capa con forro de seda roja. Al principio lo encontraba divertido, pensando que era una forma de tomarle el pelo al público ignorante que consumía ese material seudoliterario. Después me di cuenta de mi error. Mi genuflexión ante las exigencias del mercado, que yo creía irónica, era todo lo genuina y humillante que podía ser. Se necesita mucha ingenuidad para creer que puede haber ironía cuando hay plata de por medio.

Como no tenía intenciones de amargarme demasiado, porque justamente dejaba de escribir para ahorrarme la amargura de ser

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