Lunar Park

Bret Easton Ellis

Fragmento

cap-1

1

LOS COMIENZOS

«Te imitas la mar de bien.»

Esta es la primera frase de Lunar Park, y por su brevedad y simplicidad se suponía que debía de ser un regreso a la forma, un eco, de la línea inicial de mi primera novela, Menos que cero.

«En Los Ángeles la gente tiene miedo de mezclarse en las autopistas.»

Desde entonces las frases iniciales de mis novelas —con indiferencia de lo bien que estén compuestas— se han vuelto demasiado complicadas y elaboradas, cargadas con un énfasis pesado e inútil en las minucias.

Mi segunda novela, Las leyes de la atracción, por ejemplo, empezaba así:

y es una historia que podría aburrirte pero no tienes que escuchar, me dijo, porque ella siempre supo que iba a ser así, y lo fue, cree ella, en su primer año o, en realidad, fin de semana, de hecho, viernes, en septiembre, en Camden, y fue hace tres o cuatro años, y se emborrachó tanto que terminó en la cama, perdió la virginidad (tarde, tenía dieciocho años) en el cuarto de Lorna Slavin, porque iba a primero y tenía compañera de cuarto y Lorna, recuerda, estudiaba último o penúltimo curso y normalmente iba a casa de su novio fuera del campus, con un tipo que creyó estudiante de cerámica pero que en realidad era de la Universidad de Nueva York, un estudiante de cine que había ido a New Hampshire solo para la Fiesta de Disfraces para Follar, o uno de los del pueblo.

Lo que sigue pertenece a mi tercera novela, American Psycho.

«PERDED TODA ESPERANZA AL ENTRAR» está garabateado con letras rojo sangre en el lateral del Chemical Bank cerca de la esquina de la calle Once con la Primera avenida y con caracteres lo bastante grandes como para que se vean desde el asiento trasero del taxi mientras este avanza a sacudidas entre la circulación que deja Wall Street y justo cuando Timothy Price se fija en las palabras se detiene un autobús, con el anuncio de Los miserables en el costado, tapándole la vista, pero a Price, que trabaja con Pierce & Pierce y tiene veintiséis años, no parece importarle porque le dice al taxista que le dará cinco dólares si sube el volumen de la radio —«Be My Baby» suena en la WYNN— y el taxista, negro no norteamericano, así lo hace.

Esto, a mi cuarta novela, Glamourama:

¡Motas! ¡Motas por todo el tercer panel! ¿Las veis? Este no: ese. El segundo empezando por abajo. Y que conste que ayer ya quería sacar el tema pero llegó el fotógrafo y el tal Yaki Nakamari o como coño se llame el diseñador, un chapuzas de mucho cuidado, me tomó por no sé quién y no pude presentar mi queja. En fin, caballeros —y damas—, ahí están: motas, unos puntitos de lo más molestos y no parece que hayan salido de casualidad, sino que más bien parecen hechos con una máquina. Bueno, no quiero la descripción al completo, basta con la historia funcional, sin florituras, lo esencial: quién, qué, dónde, cuándo y, no os olvidéis, por qué, aunque por la cara de desgraciados que ponéis me da la impresión de que el porqué no me lo va a contar nadie. Venga, ya, coño, ¡qué pasa!

(Los confidentes es una colección de cuentos que se publicó entre American Psycho y Glamourama, y puesto que gran parte de ellos los escribí en la universidad —antes de publicar Menos que cero— constituyen un ejemplo del mismo minimalismo desnudo.)

Como podría deducir cualquiera que haya seguido de cerca la evolución de mi carrera —y si la ficción revela inadvertidamente la vida interior del escritor— las cosas estaban escapándoseme de las manos, empezaban a recordar a algo que según el New York Times, y yo hasta podría estar de acuerdo, se había convertido en «extrañamente complicado... inflado y trivial... publicitado a bombo y platillo». Quería recuperar la simplicidad del pasado. Mi vida me abrumaba y esas primeras frases parecían el reflejo de todo lo que se había torcido. Había llegado el momento de regresar a las esencias y aunque confiaba en que una sola frase sencilla —«Te imitas la mar de bien»— iniciara dicho proceso, también comprendía que iba a necesitar más que una ristra de palabras para despejar la confusión y el daño que se habían agolpado a mi alrededor. Pero sería el comienzo.

Cuando estudiaba en la Universidad de Camden, en New Hampshire, me apunté a un taller de escritura de novelas y en el curso del invierno de 1983 escribí un manuscrito que con el tiempo se convertiría en Menos que cero. En el mismo detallaba las vacaciones de Navidad en Los Ángeles —en concreto, Beverly Hills— de un estudiante de una universidad del este, rico, alienado y de sexualidad ambigua, y todas las fiestas a las que acudía, las drogas que consumía, los chicos y las chicas con los que se acostaba y los amigos a los que contemplaba impasible caer en la adicción, la prostitución o la apatía; los días pasaban en relucientes descapotables con rubias despampanantes de camino al club de la playa y colocados de Nembutal; las noches se quemaban en salas VIP de las discotecas de moda y esnifando cocaína de las mesas del Spago. Era una denuncia no solo de un estilo de vida que conocía bien, sino también —creía yo, por presuntuoso— de los años ochenta de Reagan y, de forma más indirecta, del estado de la civilización occidental. Mi profesor opinaba lo mismo, y tras algún trabajo de edición y revisión (lo había escrito rápido, durante un colocón de ocho semanas de cristal en el suelo de mi cuarto de Los Ángeles) se lo pasó a su agente y a su editor, que se avinieron a aceptar el libro (el editor algo a regañadientes, pero un miembro del consejo editorial arguyó: «Si hay un público para una novela sobre zombis chupapollas y cocainómanos, pues se publica como sea y punto») y yo, con una mezcla de miedo y fascinación —unidos a cierta excitación— lo vi transformarse de un trabajo de estudiante en un libro de tapa dura y satinada que se convirtió en éxito de ventas y piedra de toque del Zeitgeist, se tradujo a treinta idiomas y fue adaptado al cine en una producción hollywoodiense de gran presupuesto, todo ello en el espacio de dieciséis meses. Y a principios del otoño de 1985, justo cuatro meses después de su publicación, ocurrieron tres cosas de manera simultánea: devine holgadamente independiente, demencialmente famoso y, lo más importante, huí de mi padre.

Mi padre amasó el grueso de su fortuna mediante negocios inmobiliarios con un alto componente especulativo, la mayoría durante la época Reagan, y la libertad que le proporcionó todo ese dinero lo convirtió en una persona cada vez más inestable. Pero mi padre siempre había sido un problema —despreocupado, grosero, alcohólico, vano, iracundo, paranoico— e incluso tras el divorcio de mis padres en mi adolescencia (a instancias de mi madre) siguió ejerciendo poder y control sobre la familia (que también incluía dos hermanas pequeñas) por medios siempre monetarios (discusiones interminables entre abogados relativas a la pensión alimenticia y la manutención de los hijos). Su misión, su cruzada, consistía en debilitarnos, en hacernos agudamente conscientes de que la culpa de que ya no lo quisiéramos en nuestras vidas era nuestra y no de su comportamiento. Dejó la casa de Sherman Oaks protestando y se mudó a Newport Beach, donde su rabia continuó desentonando con el pacífico entorno del sur de California: los días de desidia junto a la piscina bajo un cielo siempre despejado y soleado, el vagar despreocupado por el paseo comercial, los viajes infinitos en coche con las palmeras guiándonos hacia nuestro destino, las conversaciones fluidas sobre la música de fondo de Fleetwood Mac y los Eagles; la presencia invisible de mi padre oscureció considerablemente todas las ventajas relajantes de crecer en esa época y en ese lugar. Ese estilo de vida lánguido, decadente y disoluto, nunca relajó a mi padre. El hombre siempre permaneció encerrado en una suerte de furia demente por muy apacibles que fueran las circunstancias externas de su vida. Y por eso el mundo nos parecía una amenaza vaga y abstracta de la que no lográbamos escapar: el mapa había desaparecido, habían aplastado el compás, estábamos perdidos. Mis hermanas y yo descubrimos el lado oscuro de la vida a una edad inusualmente temprana. Aprendimos del comportamiento de nuestro padre que el mundo carecía de coherencia y que, en semejante caos, la gente estaba condenada al fracaso; tomar conciencia de todo lo cual empañaba cualquier ambición que pudieses albergar. Y por tanto, mi padre fue la única razón por la que huí a una universidad de New Hampshire en lugar de quedarme en Los Ángeles con mi novia e inscribirme en la USC, como terminaron haciendo la mayoría de mis compañeros de la escuela privada del valle de San Fernando en la que estudiaba. Ese era mi desesperado plan. Pero ya era demasiado tarde. Mi padre había ennegrecido mi visión del mundo y me había contagiado su actitud sarcástica y despectiva hacia todo. Por mucho que quisiera escapar de su influencia, no podía. Había calado en mí, me había moldeado como el hombre en que estaba convirtiéndome. Cualquier optimismo al que pudiera haberme aferrado había sido arrasado por la naturaleza de mi padre. La inutilidad de pensar que escapar de él físicamente cambiaría algo resultaba tan patética que pasé mi primer año en Camden paralizado por la ansiedad y la depresión. Lo que más me fastidiaba de mi padre era que el dolor —verbal y físico— que me infligió fue la razón de que me convirtiera en escritor. (Dato adicional: también pegaba a nuestro perro.)

Puesto que mi padre no albergaba la menor fe en mi talento literario exigió que acudiera a la escuela de empresariales de la USC (yo tenía malas notas pero él tenía enchufe), a pesar de que yo quería inscribirme en algún sitio lo más alejado posible de él: una escuela de arte, insistía yo por encima de sus gritos, que no impartiera cursos de empresariales. Como en Maine no encontré ninguna elegí Camden, una pequeña universidad de letras de espíritu liberal y enclavada en las bucólicas colinas del nordeste de New Hampshire. Mi padre, con su enfado típico, se negó a costearme la matrícula. Sin embargo, mi abuelo —que por entonces se enfrentaba a una demanda de su propio hijo por un asunto monetario tan tortuoso y complejo que sigo sin saber por qué empezó— pagó las cuotas. Estoy bastante seguro de que el motivo por el que mi abuelo pagó aquella matrícula de escándalo tuvo bastante que ver con el hecho de que aquello molestaría muchísimo a mi padre, como así fue. Cuando empecé a estudiar en Camden en el otoño de 1982, mi padre y yo dejamos de hablarnos, lo que para mí fue un alivio. Este silencio por parte de los dos se mantuvo hasta la publicación y el éxito de Menos que cero. Entonces, gracias a la popularidad de la novela, su actitud negativa y de censura hacia mí se metamorfoseó en una curiosa aceptación creciente que todavía intensificó más la aversión que sentía por él. Mi padre me creó, me criticó, me destrozó y después, tras reinventarme yo solo y volver a la vida, se convirtió en un padre orgulloso y fanfarrón que intentó reintroducirse en mi vida, y todo ello en lo que a mí me pareció cuestión de días. Una vez más me sentí derrotado, incluso a pesar de haber ganado el control gracias a mi independencia recién estrenada. No aceptar sus llamadas ni sus visitas —rechazar todo contacto con él— no me producía placer; no vindicaba nada. Había ganado la lotería pero seguía sintiéndome pobre y necesitado. De modo que me lancé a la nueva vida que se me ofrecía aunque, como niño espabilado y curtido de Los Ángeles que era, debería haber sido más inteligente.

La novela se entendió erróneamente como una autobiografía (había escrito tres novelas autobiográficas —todas ellas inéditas— antes que Menos que cero, de modo que esta era mucho más ficción y menos roman à clef que las primeras novelas) y sus escenas sensacionalistas (la película snuff, la violación en grupo de una niña de doce años, el cadáver en descomposición del callejón, el asesinato en el autocine) estaban inspiradas en rumores morbosos que circulaban entre el grupo con el que me movía por Los Ángeles y no en experiencias directas. Pero la prensa se preocupó en extremo por el contenido «espeluznante» del libro y sobre todo por su estilo: escenas muy breves escritas como una especie de haiku cinematográfico controlado. Era un libro corto y fácil de leer (podías devorar «ese caramelo negro» —New York Magazine— en un par de horas), y por el tipo de letra grande (y el hecho de que ningún capítulo sobrepasara el par de páginas) se dio a conocer como «la novela para la generación MTV» (cortesía de USA Today) y de pronto me encontré con que prácticamente todo el mundo me había etiquetado como la voz de una nueva generación. El hecho de que solo tuviera veintiún años y todavía no hubiera más voces no pareció importar. Yo era una historia atractiva y nadie estaba interesado en destacar la escasez de otros líderes. Además de ser diseccionado en todas las revistas y periódicos existentes, me entrevistaron en The Today Show (durante un tiempo récord de doce minutos) y en Good Morning America y por Barbara Walters y por Oprah Winfrey; aparecí en el programa de Letterman. Conversé animadamente con William F. Buckley en Firing Line. Presenté vídeos en la MTV durante toda una semana. De vuelta en Camden salí (brevemente) con cuatro chicas que no se habían mostrado particularmente interesadas en mí antes de que publicara el libro. A la fiesta de graduación que mi padre me organizó en el Carlyle asistieron Madonna, Andy Warhol con Keith Haring y Jean-Michel Basquiat, Molly Ringwald, John McEnroe, Ronald Reagan Jr., John-John Kennedy, el elenco al completo de Saint Elmo, punto de encuentro, varios videojockeys y miembros de mi numeroso club de fans, puesto en marcha por cinco estudiantes de último curso de Vassar, además de un equipo de rodaje del programa 20/20 para cubrir el acontecimiento. También acudió Jay McInerney, que hacía poco había publicado una primera novela similar, Noches de neón, sobre jóvenes y drogas en Nueva York que lo había convertido en la última sensación y mi rival directo en la costa Este; un crítico señaló en uno de los numerosos artículos que compararon ambas novelas que si se sustituía la palabra «cocaína» por «chocolate» en Menos que cero y Noches de neón las dos podrían considerarse libros para niños, y como nos fotografiaban juntos a menudo la gente empezó a confundirnos: para simplificar las cosas la prensa neoyorquina se refería a nosotros como los Gemelos Tóxicos. Tras licenciarme en Camden me mudé a Nueva York y me compré un piso en el edificio donde vivían Cher y Tom Cruise, a una manzana del parque de Union Square. Y a medida que el mundo real iba desvaneciéndose, me convertí en miembro fundador de algo llamado el Brat Pack literario.

En esencia, el Brat Pack era un envoltorio urdido por los medios de comunicación: todo destellos, punk y amenaza ficticios. Consistía en un grupo pequeño y moderno de escritores y editores de éxito por debajo de los treinta años que sencillamente salían juntos por la noche al Nell’s, el Tunnel, el MK o el Au Bar, y las prensas neoyorquina, nacional e internacional enloquecieron. (¿Por qué? Bueno, según Le Monde, «la literatura estadounidense había sido tan joven y sugestiva».) Actualización del Rat Pack cinematográfico de la década de 1950, el Brat Pack se componía de mí (Frank Sinatra), el editor que me descubrió (Morgan Entrekin en el papel de Dean Martin), el editor que descubrió a Jay (Gary Fisketjon/Peter Lawford), el estiloso editor de Random House Erroll McDonald (Sammy Davis Jr.) y McInerney (el Jerry Lewis del grupo). Hasta teníamos a nuestra Shirley MacLaine en la persona de Tama Janowitz, que había escrito una colección de cuentos sobre modernas monas y locas por las drogas atrapadas en Manhattan que permaneció en la lista de ventas del New York Times durante meses. Íbamos disparados. Se nos abrían todas las puertas. Todo el mundo se nos acercaba a estrecharnos la mano con sonrisa reluciente. Posábamos para revistas de moda repantigados los seis en sofás de restaurantes de éxito, vestidos con trajes Armani y en poses sugerentes. Las estrellas del rock que nos admiraban nos invitaban a sus camerinos: Bono, Michael Stipe, DefLeppard, miembros de la E Street Band. Nos tocaba siempre el mejor reservado. Siempre el primer asiento de la montaña rusa. Nunca oímos: «Venga, no saquemos la botella de Cristal». Nunca: «Pasemos de cenar en Le Bernardin», donde nuestras payasadas incluían peleas de comida, lanzamientos de langostas y duchas de Dom Perignon hasta que el personal, que no le veía la gracia, nos pedía que abandonáramos el local. Dado que nuestros editores nos sacaban todo el tiempo a gastos pagados, las editoriales costeaban esa vida disoluta. Era el principio de una época en la que casi parecía que la novela ya no importara: publicar un objeto brillante con aspecto libresco era simplemente una excusa para disfrutar de las fiestas y el glamour y para que atractivos escritores leyeran sus textos de afilado minimalismo a estudiantes que los escuchaban en trance, boquiabiertos de admiración y pensando: yo puedo hacer eso, puedo ser uno de ellos. Pero, claro, si no eras lo bastante fotogénico, la triste verdad era que no podías. Y si no te gustaba el Brat Pack, tenías que aguantarte de todos modos. Estábamos por todas partes. No había forma de evitar nuestras caras mirándote desde las páginas de las revistas y las tertulias de la televisión y los anuncios de whisky y los carteles de los laterales de los autobuses, con nuestras expresiones vacías deslumbradas por el flash de las cámaras mientras sosteníamos un cigarrillo que encendía algún admirador en las columnas de cotilleos de la prensa amarilla. Habíamos invadido el mundo.

Y quedé expuesto. Se escribía sobre todo lo que hacía. Los paparazzi me seguían sin descanso. Una bebida derramada en Nell’s sugería borrachera para un artículo de la página seis del New York Post. Cenar en el Canal Bar con Judd Nelson y Robert Downey Jr., que coprotagonizaban la adaptación cinematográfica de Menos que cero, indicaba «mal comportamiento» (era cierto, pero vamos, hombre). Una inofensiva reunión para tratar del guión con Ally Sheedy mientras almorzábamos en Palio se presentaba como una relación sexual. Pero yo me había puesto en esa situación, no me había escondido, de modo que ¿qué esperaba? Hacía anuncios de Ray-Ban a los veintidós años. Posaba para portadas de revistas inglesas en una cancha de tenis, en un trono, en la terraza de mi piso en batín de color púrpura. Montaba fiestas fastuosas —a veces incluso con la guinda de unas strippers— en mi piso y a mi antojo («¡Porque hoy es jueves!», anuncié en una invitación). Estampé un Ferrari en Southampton y su propietario se limitó a sonreír (por alguna razón, yo iba desnudo). Participé en tres orgías de lo más exclusivas. Aparecí como artista invitado en Family Ties, The Facts ofLife, Melrose Place, Sensación de vivir y Central Park West. En verano de 1986 cené en la Casa Blanca invitado por Jeb y George W. Bush, ambos admiradores míos. Mi vida era un desfile constante cuya magia reforzaba la constante materialización de cocaína, y si querías salir conmigo tenías que llevar al menos tres gramos. Y enseguida me aficioné a fingir que escuchaba cuando en realidad estaba soñando conmigo: con mi carrera, todo el dinero que había ganado, el modo en que había florecido mi fama y cómo me definía, lo temerario que el mundo me permitía ser. Cuando visitaba Los Ángeles por Navidad cometía cuatro o cinco infracciones de tráfico con el 450SL de color crema que había heredado de mi padre, pero vivía en un lugar donde podías comprar a los polis, un lugar donde podías conducir de noche sin luces, un lugar donde podías esnifar cocaína mientras te la mamaba una actriz de segunda fila, un lugar donde se permitían las juergas de heroína de tres días con la próxima supermodelo en un hotel de cuatro estrellas. Era un mundo que estaba convirtiéndose a marchas forzadas en un lugar sin límites. Era Dilaudid a mediodía. Era no hablar con nadie de la familia durante cinco meses.

Los dos acontecimientos principales de la siguiente fase de mi vida fueron la publicación apresurada de una segunda novela, Las leyes de la atracción, y mi aventura amorosa con la actriz Jayne Dennis. Escribí Las leyes de la atracción durante el último curso en Camden y en ella narraba la vida sexual de un reducido grupo de estudiantes ricos, alienados y sexualmente ambiguos de una pequeña universidad de letras de Nueva Inglaterra de enfoque liberal (tan parecida a Camden que esta es la que yo llamaba universidad ficticia) en plena década Reagan de los ochenta. Seguíamos a los universitarios en sus correrías de fiesta orgiástica en fiesta orgiástica, de la cama de un desconocido a otra, y el texto catalogaba todas las drogas que devoraban, los licores que tragaban, lo fácil que acababan abortando, hundidos en la apatía o saltándose las clases, y se suponía que constituía una crítica indirecta a, bueno, en realidad a nada, pero en ese punto de mi carrera podría haber entregado las notas tomadas en el seminario de primer curso sobre Virginia Woolfy habría recibido igualmente un adelanto impresionante y cantidades ingentes de publicidad. El libro también fue un éxito de ventas, aunque no tanto como Menos que cero, y la prensa se fascinó todavía más con mi persona y la decadencia retratada en el libro y el modo en que reflejaba mi estilo de vida pública, así como la década en la que todos estábamos atrapados. El libro cimentó mi autoridad como portavoz de una generación y mi fama creció en proporción directa al número de ejemplares vendidos. Todo iba llegando sin parar: las cajas de champán, los trajes de Armani, los cócteles en primera clase, la inclusión en varias listas de poderosos, las localidades de tribuna en los partidos de los Lakers, las compras fuera de horas en Barneys, las grupis, las demandas de paternidad, las órdenes de alejamiento para «determinadas fans», el primer millón, el segundo, el tercer millón. Iba a sacar mi propia línea de mobiliario. Iba a montar mi propia productora. Y el destello blanco de los focos siguió intensificándose, en especial en cuanto empecé a salir con Jayne Dennis.

Jayne Dennis era una joven modelo que había superado a la perfección la transición a actriz seria con cada vez mayor reconocimiento por sus interpretaciones en proyectos de primera categoría. Nuestros caminos se habían cruzado en diversas recepciones para famosos y ella siempre se había mostrado extremadamente insinuante, pero dado que en ese momento todo el mundo se me insinuaba, apenas me fijé en su interés hasta la fiesta de Navidad que organicé en 1988 y en la que, básicamente, se me tiró encima (así de irresistible era yo). Después de la fiesta acabé confraternizando con ella en uno de los reservados del Nell’s antes de llevármela a mi suite del Carlyle (costó dos días decorar mi apartamento y tres recogerlo todo —acudieron quinientos invitados—, de modo que la semana de la fiesta me mudé al hotel), donde disfrutamos del sexo toda la noche y a la mañana siguiente cogí un avión para pasar las vacaciones en Los Ángeles. Cuando regresé a Nueva York nos convertimos en la pareja de moda oficial. Se nos vio en el concierto benéfico que Elton John dio en el Madison Square Garden para recaudar fondos contra el sida, nos fotografiaron en un partido de polo en los Hamptons, nos entrevistaron para Entertainment Tonight en la alfombra roja de la premiere en el Ziegfeld de la nueva comedia de Eddie Murphy, nos sentamos en primera fila del desfile de Versace, los paparazzi nos siguieron hasta la villa de un amigo en Niza. Aunque Jayne se había enamorado de mí y quería casarse, yo estaba demasiado ocupado conmigo mismo e intuía que la relación, de seguir su curso, terminaría con el final del verano. Además del desprecio que Jayne se tenía a sí misma y su dependencia de mí, se planteaban otros dos obstáculos insalvables, a saber: las drogas y en menor medida el consumo excesivo de alcohol; había otras chicas, había otros chicos; siempre había otra fiesta en la que perderse. Jayne y yo rompimos de forma amistosa en mayo de 1989 y mantuvimos el contacto entre tristes y divertidos; siempre hubo una gran añoranza por su parte y un elevado interés sexual por la mía. Pero yo necesitaba mi espacio. Necesitaba estar solo. Una mujer no iba a interferir en mi creatividad (además, Jayne tampoco le aportaba nada). Había empezado una novela nueva que absorbía la mayor parte de mi tiempo.

¿Qué queda por decir sobre American Psycho que no se haya dicho ya? Además, no siento la necesidad de entrar en detalles. Para quienes no lo vivieran en su momento, adjunto la versión de las CliffsNotes: escribí una novela sobre un joven yuppie de Wall Street rico y alienado llamado Patrick Bateman que resulta que también era un asesino en serie hundido en una gran apatía en plena década Reagan de los ochenta. La novela era pornográfica y extremadamente violenta, tanto que la editorial Simon & Schuster rechazó el libro por decoro y perdió con ello la mitad de una cantidad de seis cifras en concepto de adelanto. Sonny Mehta, jefe de Knopf, no dejó escapar los derechos e incluso antes de la publicación la novela ya había provocado un escándalo y una controversia enormes. No concedía entrevistas a la prensa porque carecía de sentido: tanto llanto indignado habría ahogado mi voz. Se acusó al libro de presentar al asesino en serie como alguien chic. Tres meses antes de que la novela saliera al mercado el New York Times publicó una reseña con el siguiente titular: «No compre este libro». Norman Mailer le dedicó diez mil palabras en Vanity Fair: «La primera novela en años en abordar temas de hondura y oscuridad dostoievskianas: ¡cómo desea uno que el autor careciera de talento!». Fui objeto de editoriales desdeñosos y debates en la CNN, la Organización Nacional de la Mujer llamó al boicot feminista y recibí las inevitables amenazas de muerte (que provocaron que se cancelara una gira). PEN y el sindicato de escritores se negaron a defenderme. Me vilipendiaban incluso a pesar de que el libro había vendido millones de ejemplares y elevado mi coeficiente de fama hasta cotas tan altas que mi nombre se reconocía con la misma facilidad que el de una estrella del cine o del deporte. Me tomaban en serio. Me tomaban a broma. Era vanguardista. Era tradicionalista. Estaba infravalorado. Estaba sobrevalorado. Era inocente. Era culpable en parte. Había orquestado la polémica. Era incapaz de orquestar nada. Se me consideraba el escritor americano vivo más misógino. Era víctima de la cultura aburguesadora de lo políticamente correcto. Las discusiones siguieron sin cesar y ni siquiera la guerra del Golfo de la primavera de 1991 distrajo al público del miedo, la preocupación y la fascinación que despertaba la figura de Patrick Bateman y su vida retorcida. Gané más dinero del que podía gastar. Fue el año de ser odiado.

Lo que no le conté a nadie —no pude— fue que escribir el libro me había resultado una experiencia muy perturbadora. Que incluso aunque había planeado basar a Patrick Bateman en mi padre, alguien —algo— tomó el control y convirtió a este nuevo personaje en mi único punto de referencia durante los tres años que tardé en completar la novela. Lo que no le conté a nadie fue que escribí el libro sobre todo de noche, cuando solía visitarme el espíritu de ese loco, despertándome a veces de un sueño profundo conciliado mediante Xanax. Cuando comprendí aterrorizado lo que el personaje quería de mí, traté de resistirme, pero la novela se obligaba sola a escribirse. A menudo entraba en una especie de oscuro trance durante varias horas seguidas para luego descubrir que había garabateado otras diez páginas. La cuestión —y no estoy seguro de qué otro modo podría explicarlo— es que el libro quería que lo escribiera otra persona. Se escribió solo sin importarle lo que a mí me pareciera. Yo me contemplaba la mano con miedo mientras el bolígrafo resbalaba por los blocs de notas amarillos en los que escribí el primer borrador. Aquella creación me repugnaba y no quería que me reconocieran ningún mérito por ella: el mérito era de Patrick Bateman. En cuanto se publicó el libro fue casi como si él se sintiera aliviado y, sobre todo, satisfecho. Dejó de aparecer pasada la medianoche para regodearse perturbando mis sueños y por fin pude relajarme y dejar de prepararme para sus visitas nocturnas. Pero incluso al cabo de varios años seguía sin poder mirar el libro, no digamos ya tocarlo o releerlo: tenía algo... bueno, algo maligno. Mi padre nunca me comentó nada de American Psycho. Aunque, curiosamente, después de leer la mitad de la novela esa primavera, le mandó a mi madre un ejemplar del Newsweek, cuya portada, sobre el rostro de un bebé angelical, rezaba «¿Su hijo es gay?» sin ninguna nota ni explicación.

Mi padre murió en agosto de 1992. Por entonces yo vivía en los Hamptons en una casa de la playa de Wainscott que costaba veinte mil dólares mensuales, donde intentaba superar mi bloqueo creativo mientras me preparaba para recibir invitados el fin de semana (Ron Galotti, Campion Platt, Susan Minot, mi editor italiano y McInerney), encargaba tartas de ciruela de cuarenta dólares en la pastelería de East Hampton y pasaba a recoger un par de cajas de Domaines Ott. Trataba de mantenerme sobrio pero empezaba a descorchar botellas de chardonnay a las diez de la mañana, y si la noche anterior me lo había bebido todo me sentaba en el aparcamiento en el Porsche que había alquilado para el verano a esperar que abrieran la licorería, por lo general fumando un cigarrillo con Peter Maas, que también esperaba. Yo acababa de romper con una modelo después de una extraña discusión durante una barbacoa a base de caballa: ella se quejó de la bebida, mi distanciamiento, el exhibicionismo, el rollo gay, mi sobrepeso y la paranoia. Pero fue el verano de Jeffrey Dahmer, el infame asesino en serie caníbal y homosexual de Wisconsin, y me convencí de que había actuado influido por American Psycho, porque sus crímenes eran tan horripilantes y truculentos como los de Patrick Bateman. Y como había habido un puto asesino en serie en todas partes —hasta en Toronto, por Dios— que había leído el libro y basado como mínimo un par de sus asesinatos en algunas escenas de la novela, realicé toda una serie de llamadas alcoholizadas y desesperadas a mi agente de ICM, así como a los publicistas de Knopf para asegurarme de que ese no era el caso (que no lo era). Y sí, era cierto, había engordado dieciocho kilos: estaba tan gordo y bronceado que si hubieras dibujado una cara en un bombón y lo hubieras dejado caer frente a un ordenador portátil no se nos habría distinguido a uno del otro. Y, claro, aun estando en tan baja forma solía bañarme desnudo en el Atlántico a menos de cincuenta metros de mi casa de veinte mil dólares mensuales y, sí, también me había encaprichado de un adolescente que trabajaba en Loaves and Fishes. Por tanto, resultaba casi comprensible que Trisha me dejara. Pero que me llamara «puto lunático» y se largara a toda velocidad en mi Porsche alquilado, no.

Y entonces una llamada telefónica en mitad de la noche interrumpió el verano. La novia de veintidós años de mi padre le había encontrado desnudo en el suelo del cuarto de baño de su casa vacía de Newport Beach. No se sabía nada más.

No tenía ni idea de qué hacer, a quién llamar, cómo superarlo. Me vine abajo. Alguien tenía que rescatarme de la casa de la playa y devolverme a California. Al final solo existía una persona que pudiese hacer todo eso por mí o, mejor dicho, que estuviese dispuesta a hacerlo. De modo que Jayne abandonó el rodaje de una película que estaba protagonizando con Keanu Reeves en Pensilvania, reservó unos billetes de avión en MGM Grand, arrastró los restos temblorosos de mi persona lejos de los Hamptons y voló conmigo a Los Ángeles: todo ello cuando todavía no hacía ni veinticuatro horas que me había enterado de la muerte de mi padre. Y esa noche, en la casa de Sherman Oaks donde había crecido, borracho y aterrado, le hice brutalmente el amor a Jayne en mi cuarto de infancia mientras los dos llorábamos. Jayne regresó al rodaje de Pensilvania al día siguiente. Keanu me mandó unas flores.

Mi padre me había nombrado fiduciario de su patrimonio, que carecía de valor, y también de varios millones de deudas en impuestos atrasados, de modo que estalló una prolongada batalla legal con Hacienda (no entendían que alguien que había ganado veinte millones de dólares en los últimos seis años de su vida se hubiera gastado todo el dinero: pero eso fue antes de enterarnos de lo del Learjet de alquiler y todas las obras de arte de mala calidad) que me retuvo varios meses en Los Ángeles, encerrado en una oficina de Century City con tres abogados y media docena de contables, hasta que conseguimos aclarar todas las cuestiones financieras. Al final me quedaron dos relojes de pulsera Patek Philippe y una caja llena de trajes Armani demasiado grandes, así como el alivio monumental de perder a mi padre de vista. (A mi madre y mis hermanas, nada.) La autopsia reveló que había sufrido una apoplejía masiva a las tres menos veinte de la madrugada, aunque al juez de instrucción le desconcertaron ciertas irregularidades. Nadie quería entrar a fondo en dichas irregularidades y lo incineramos de inmediato. Sus cenizas se recogieron en una bolsa y, a pesar de que su testamento (carente de validez legal) especificaba que quería que sus hijos esparcieran sus cenizas en el mar frente al cabo San Lucas, donde veraneaba con frecuencia, fueron almacenadas en una caja de seguridad del Bank of America del bulevar Ventura junto a un ruinoso McDonald’s. Cuando llevé algunos de los trajes Armani a un sastre para que los arreglara (en cuestión de semanas había perdido todo el peso acumulado durante el verano), me asqueó descubrir que la mayoría de las entrepiernas estaban manchadas de sangre, y más tarde nos enteramos de que las manchas eran el resultado de un implante de pene chapucero practicado en Mineápolis. En sus últimos años de vida, mi padre, a causa de la venenosa combinación de la diabetes y el alcoholismo, se había quedado impotente. Dejé los trajes en el sastre y volví a Sherman Oaks en el coche, llorando y gritando mientras golpeaba el techo del Mercedes y zigzagueaba de forma temeraria por los cañones.

Y cuando regresé a Nueva York, Jayne me dijo que estaba embarazada, que quería tener el niño y que yo era el padre. Le supliqué que abortara. («¡Cámbialo! ¡Arréglalo! ¡Haz algo! —grité—. ¡Yo no puedo pasar por esto! ¡Moriré en menos de dos años! ¡No me mires como si estuviera loco!») Los niños tenían voces, querían explicarse, querían contarte dónde estaba todo: y yo podía pasar la mar de bien sin presenciar esas habilidades especiales. Ya había visto lo que quería y no tenía nada que ver con niños. Como para todo soltero, mi carrera era prioritaria. Llevaba una vida de soltero de ensueño y quería conservarla. Me encarnicé con Jayne, la acusé de tenderme una trampa, insistí en que el niño no era mío. Pero ella aseguró que no esperaba otra cosa de mí y tuvo al bebé, prematuro, al marzo siguiente en el Cedars-Sinai de Los Ángeles, donde residía por entonces. Vi al niño una vez durante su primer año de vida: Jayne me lo trajo al piso de la calle Trece en un intento patético por crear un vínculo afectivo cuando vino al estreno de la película que había rodado con Keanu Reeves el verano anterior. Le había puesto de nombre Robert: Robby. Una vez más me enfadé con ella y le dije que el niño no era mío. A lo que ella me preguntó: «Y entonces, ¿de quién coño crees que es?». Establecí la conexión al instante y me aferré a ella. «¡De Keanu Reeves!», grité. (Keanu había sido amigo mío desde que lo seleccionaron para el reparto de Menos que cero, aunque luego lo sustituyeron por Andrew McCarthy cuando el estudio que producía la película —Twentieth Century Fox— consiguió un éxito en la primavera de 1987 con Maniquí, un taquillazo sorpresa de bajo presupuesto protagonizado por McCarthy y producido, irónicamente, por el padre de la chica en la que se basaba el personaje de Blair —la heroína de Menos que cero—; así de pequeño era mi mundo.) Amenacé a Jayne con demandarla si me pedía una manutención para el niño. Dado que me negué a realizarme cualquier tipo de prueba, Jayne contrató a un abogado. Yo contraté a un abogado. Su abogado argüía que «el niño» guardaba «un asombroso parecido con el señor Ellis», mientras que el mío rebatía, de mala gana y a instancias mías, con un «¡Yo diría que guarda un asombroso parecido con un tal señor Reeves!» (los signos de admiración eran idea mía; cargarme mi relación con Keanu a causa de esto, no). Las pruebas a las que me obligaron a someterme por ley demostraron que era el padre, pero insistí en que Jayne había tergiversado los hechos al asegurarme que tomaba anticonceptivos. «La señorita Dennis y el señor Ellis mantenían una relación abierta —argumentó mi abogado—. Con indiferencia de que el señor Ellis sea el padre, ha sido decisión de la señorita Dennis convertirse en madre soltera.» Aprendí en casos como este que la eyaculación es el punto legal de no retorno. Pero una mañana, tras una llamada particularmente enconada entre mi abogado y el de Jayne, Marty colgó el teléfono, atónito, y me miró. Jayne se había rendido. Ya no esperaba recibir ayuda para mantener al niño y retiró la demanda. Fue en ese momento en el despacho de mi abogado del One World Trade Center cuando caí en la cuenta de que Jayne había bautizado al niño en honor a mi padre, pero cuando se lo planteé ese mismo día algo más tarde, después de perdonarnos mutuamente de manera provisional, me juró que nunca se le había ocurrido. (Cosa que sigo sin creer y que, estoy convencido, es la razón de que ocurrieran los acontecimientos que se relatan a continuación en Lunar Park: fue el catalizador.) ¿Qué más? Sus padres me odiaban. Incluso después de que quedara demostrada mi paternidad, en la partida de nacimiento se mantuvo el apellido de Jayne. Empecé a vestir camisas hawaianas y a fumar puros. Jayne tuvo una niña al cabo de cinco años —de nombre Sarah— y la relación con el padre tampoco funcionó. (Yo conocía vagamente al tipo, un famoso ejecutivo musical de Los Ángeles, un tío majo.) Al final, Jayne se comportó de forma práctica, maternal y estable. Nos mantuvimos en contacto de forma amistosa. Ella seguía enamorada de mí. Y yo pasé página.

Jayne siempre pedía que el nombre de Robby no apareciera relacionado conmigo en la prensa y por supuesto yo estaba de acuerdo con ella, pero en agosto de 1994, cuando Vanity Fair encargó un perfil a propósito de la publicación en Knopf de Los confidentes, esa colección de cuentos que escribí estando todavía en Camden, el periodista insinuó quién podía ser el padre de Robby y en el primer borrador —al que ICM echó un vistazo desconfiado— citaba «una fuente fiable» según la cual Bret Easton Ellis era, en efecto, el padre de Robby. Transmití la información a Jayne, que llamó a mi agente, Binky Urban, y al jefe de Knopf, Sonny Mehta, para exigir que se eliminara el «dato», a lo que Graydon Carter —director de Vanity Fair y amigo— se avino sin problemas para disgusto del periodista que había «soportado» una semana conmigo en Richmond (Virginia), donde supuestamente yo me escondía en casa de un amigo. En realidad, acudía en secreto al Canyon Ranch que acababa de inaugurarse en la zona con el fin de prepararme para la pequeña gira de promoción que le había prometido a Knopf para apoyar la publicación de Los confidentes. Esta otra información tampoco llegó nunca a la prensa.

Muy pocas personas (ni siquiera amigos íntimos) sabían lo de mi hijo secreto y —a excepción de Jay McInerney y mi editor, Gary Fisketjon, que conocieron a Robby cuando Jayne y yo asistimos a la boda de un amigo común en Nashville— ninguno de mis conocidos lo había visto jamás, ni siquiera mi madre y mis hermanas. En la boda de Nashville, Jayne me informó de que Robby había preguntado quién era su padre, por qué no vivía con ellos y por qué nunca iba a visitarlos. Se suponía que los llantos y los silencios prolongados del niño habían ido en aumento; así como las ansiedades, los miedos irracionales, los desórdenes afectivos y los berrinches en la escuela. Robby no dejaba que nadie le tocara. Sin embargo, en la boda de Nashville había buscado instintivamente mi mano —yo era un desconocido, un amigo de su madre, nadie— para mostrarme una lagartija que creía haber visto tras un arbusto frente al hotel donde permanecían un gran número de invitados. Fingí que el detalle no me preocupaba y me abstuve de mencionar a mi hijo en los miles de cócteles a los que asistí en los años que siguieron. Pero en ese momento de la noche en que alguien sacaba la cocaína (cosa que por entonces se admitía como algo habitual todas las noches), fragmentos de esta vida oculta fueron escapando de mis labios socarrones. Sin embargo, cuando veía la expresión triste y asombrada de quienes captaban el anhelo que se escondía tras la máscara, enseguida me callaba y repetía mi nuevo tantra —«Es broma, bromeo»— y procedía a presentar a la chica nueva con la que saliera en ese momento a personas que la conocían desde hacía años. La chica solía levantar la vista de un espejo cargado de cocaína e interrogarme con la mirada, encogerse de hombros y volver a inclinarse al efecto de hacer desaparecer otra raya por un billete de veinte dólares cuidadosamente enrollado. La boda —desde que Robby me cogió de la mano por primera vez— marcó el comienzo. En ese instante el hijo se hizo real para el padre. También fue el primer año en que gasté cerca de cien mil dólares en drogas. Dinero que, supongo, podría haber destinado a Robby. Pero Jayne estaba ganando cuatro y cinco millones por película y yo estaba colocado todo el tiempo, así que el tema no me preocupaba.

Pero mucha gente pensaba que era gay, de modo que pronto olvidaron que Bret Easton Ellis había mencionado —de fiesta, encocado, bebiéndose otro Stoli— que había sido padre de un niño. El tema gay era consecuencia de una entrevista borracha que estaba haciendo para promocionar el documental que la BBC había rodado sobre mi vida hasta los treinta y tres años con un título sacado de la frase final de American Psycho: Esto no es una salida: La historia de Bret Easton Ellis (la fama, el exceso, la caída, la disfunción, el desengaño, la conducción bajo los efectos del alcohol o las drogas, el incidente del hurto en una tienda, el arresto en el parque de Washington Square, el regreso, el caminar cansino a cámara lenta por un gimnasio con «Creep» de Radiohead de fondo). Apuntando como de casualidad que en muchas ocasiones se me veía bastante «amanerado» y en lugar de preguntarme si estaba drogado, el periodista quiso saber si yo era homosexual. Y yo dije «Sí, pues claro que sí. ¡Segurísimo!», además de añadir lo que consideré un comentario desenfadado y obviamente sarcástico acerca del hecho de salir del armario: «¡Gracias a Dios que alguien me saca por fin del armario!». Había hablado con innumerables entrevistadores acerca de mis experiencias sexuales con hombres —e incluso había entrado en detalles sobre los tríos en que había participado en Camden en un perfil para Rolling Stone—, pero esta vez di en la llaga. Paul Bogaards, mi publicista en Knopf, después de leer el artículo en el Independent me llamó «marica bocazas» al tiempo que saboreaba la tormenta de polémica desencadenada por mi confesión, por no mencionar el incremento de ventas de mis obras publicadas. El creador de Patrick Bateman, autor de American Psycho, la novela más misógina jamás escrita, en realidad era —¡oh!— ¿¡homosexual!? Y el rollo gay cuajó. Tras la publicación de la entrevista incluso me nombraron uno de los cien gays más interesantes del año según Advocate, con lo que conseguí volver locos a mis amigos gays de verdad y varias llamadas confusas y llorosas de Jayne. Pero solo estaba siendo «bravucón». Solo estaba siendo «travieso». Solo estaba siendo «Bret». Con los años siguieron apareciendo fotografías mías en el jacuzzi de la mansión Playboy (que visitaba con regularidad cuando estaba en Los Ángeles) en la sección «De juerga con Hef» de la revista, de modo que mi sexualidad era fuente de «consternación». El National Enquirer decía que salía con Julianna Margulies o Christy Turlington o Marina Rust. Decían que me veía con Candace Bushnell, Rupert Everett, Donna Tartt, Sherry Stringfield. Se suponía que salía con George Michael. Salía incluso con Diane von Furstenberg y Barry Diller a la vez. No era hetero, no era gay, no era bi, no sabía lo que era. Pero todo era culpa mía y disfrutaba del hecho de que a la gente le interesara con quién me acostaba. ¿Importaba? Yo era un misterio, un enigma, eso era lo importante: eso era lo que vendía libros, lo que me granjeaba todavía más fama. Propaganda diseñada para reforzar la imagen ya extremadamente chic del escritor como joven y atractivo playboy.

Colocado de heroína pensaba que todo lo que hacía era inocente y lleno de amor y anhelaba establecer lazos afectivos con la humanidad y me sentía relajado y sereno y centrado y era franco y era afectuoso y firmaba muchísimos autógrafos y hacía muchísimas amistades nuevas (que cada vez eran menos y, además, no salían adelante). Por la época en que descubrí la heroína inicié también un proceso de toda una década (la de los noventa) dedicada a pensar, escribir y promocionar una novela de quinientas páginas titulada Glamourama sobre una banda de terrorismo internacional que se escuda en el mundo de la moda como tapadera. Y, como era de esperar, el libro prometía convertirme de nuevo en millonario y hacerme todavía más famoso. Pero tenía que realizar una gira mundial. Es lo que prometí al firmar el contrato; era lo que se me pedía para volver a ser millonario; era en lo que la agencia ICM insistía para poder recolectar sus comisiones del millonario. Pero estaba muy metido en el caballo y la editorial consideró que una gira de dieciséis meses podría desencadenar situaciones «precarias» puesto que, en opinión de Sonny Mehta, yo iba «colocado todo el tiempo». No obstante, transigieron. Necesitaban que hiciera la gira para recuperar el cuantioso adelanto que me habían pagado. (Les sugerí que enviaran a Jay McInerney en mi lugar, nadie notaría la diferencia y, además, estaba seguro de que Jay aceptaría. A nadie en Knopf le pareció una opción viable, ni siquiera remotamente.) Además, yo quería volver a ser millonario, de modo que les prometí desengancharme y, por una breve temporada, lo conseguí. Un especialista en medicina interna al que me mandaron se mostró convencido de que si no me andaba con cuidado a los cuarenta necesitaría un hígado nuevo, cosa que ayudó. Pero no lo bastante.

Para asegurarse de que no me drogaría durante la primera etapa de la gira de Glamourama, Knopf contrató un guardaespaldas jamaicano para que me vigilara. A veces resultaba fácil esquivarlo, otras no. Como muchos consumidores de droga que se precien (y sean descuidados), solía salir del lavabo con la americana cubierta de polvo de cocaína, las solapas blanquecinas y los pantalones de mis nuevos trajes Cerruti salpicados de motas blancas, de manera que en ocasiones resultaba evidente que todavía no estaba limpio y ello conducía a registros diarios por parte de Terence, que encontraba las papelinas de metadrina, cocaína y caballo escondidas en mis abrigos Armani, que entonces él enviaba a la tintorería. Y además, estaban los efectos secundarios más graves de drogarse durante una gira larga y agotadora: el ataque de Raleigh y el primer coma que pudo haberme costado la vida en San Luis. Terence tardó poco en despreocuparse («Tío, si te quieres colocar, te colocas —me decía cansinamente mientras se toqueteaba una rasta—. Terence prefiere no saberlo. ¿Terence? Terence está harto, tío»), y pronto empecé a colocarme cada diez minutos en mitad de las entrevistas en un bar de hotel de Cincinnati mientras engullía Cosmopolitans dobles a las dos de la tarde. Metía de contrabando en los vuelos de Delta mechas de propano y grandes cantidades de crack. Sufrí una sobredosis en una bañera en Seattle (estuve técnicamente muerto durante tres minutos en el Sorrento). Y entonces fue cuando empezaron las preocupaciones serias. Si el número creciente de cuidadores designados en cada ciudad no daban conmigo a la hora del almuerzo, tenían instrucciones de la editorial de ordenar al detective del hotel donde me alojase que abriera la puerta de mi habitación —y si había pasado la cadena o colocado una silla contra el picaporte, debía «entrar a patadas»— para asegurarse de que seguía vivo y, por supuesto, yo siempre seguía con vida (literal, no figuradamente) pero tan hecho polvo que los relaciones públicas tenían que llevarme a cuestas de la limusina a la emisora de radio y a la librería, donde iniciaba la lectura desmoronado sobre una silla, farfullando ante un micrófono, mientras el empleado de turno permanecía de pie junto a mí, muy nervioso, listo para chasquear los dedos ante mis narices si me dormía (y a veces, mientras dedicaba libros, el empleado me sostenía la mano guiándola para hacer una firma reconocible cuando yo lo único que quería escribir era una X). Y si no había drogas disponibles, mi dedicación a la causa se tambaleaba. Por ejemplo, como el traficante que conocía en Denver había muerto apuñalado en la cabeza con un destornillador —hecho que yo desconocía antes de llegar—, tuve que cancelar una aparición en el Tattered Cover por falta de suministro. (Me escapé del Brown Palace y me encontraron en el jardín de enfrente del piso de otro traficante, gimiendo, con los pantalones en los tobillos y sin cartera ni zapatos porque me los habían robado.) Sin drogas no podía ducharme porque tenía miedo de lo que pudiera salir de la alcachofa. De vez en cuando alguna cazadora de autógrafos que había dejado entrever que tenía drogas era conducida a mi habitación de hotel e intentaba reanimarme con algo de química y sexo oral (cosa que requería mucha paciencia por parte de la admiradora). «Basta con una semana para desengancharse de la heroína», me comentó esperanzada una de esas muchachas mientras intentaba arrancarse el brazo a mordiscos al darse cuenta de que me había cepillado sus seis dosis de caballo. Sin drogas me convencía de que el dueño de una librería de Baltimore era un puma. En semejantes condiciones, ¿cómo iba a soportar sobrio las seis horas de avión hasta Portland? ¿Solución? Encontrar más drogas. De modo que seguía proveyéndome de caballo y durmiéndome en las entrevistas en los bares de hotel. Perdía la conciencia en los aviones, espatarrado e inconsciente en primera clase hasta que me empujaban por los aeropuertos en una silla de ruedas acompañado de un asistente para evitar que resbalara y cayera al suelo. Paul Bogaards, por entonces jefe de publicidad de Knopf, lo atribuía a una intoxicación alimentaria ante la prensa: «Se ha intoxicado con... mmm... bueno, comida».

Y la gira continuó.

Me desperté en Milán. Me desperté en Singapur. Me desperté en Moscú. Me desperté en Helsinki. Me desperté en Colonia. Me desperté en varias ciudades de la costa oriental. Me desperté aferrado a una botella de tequila en una limusina blanca que recorría Texas con megáfonos en el guardabarros delantero. La prensa le preguntaba constantemente a Paul Bogaards por qué Bret no se había presentado a una lectura. Paul, tras una pausa, contestaba con su por entonces acostumbrada vaguedad: «Hum, agotamiento...». Táctica nueva: «¿Por qué ha pospuesto Bret toda esta etapa de la gira?». Otra pausa larga y: «Hum, alergias». Y después se hacía otra pausa todavía más larga hasta que el desconcertado periodista mencionaba dubitativo: «Pero si estamos en enero, señor Bogaards». Al final, tras otra pausa interminable por parte de Bogaards, contestaba con la boca pequeña: «Agotamiento...». A lo que seguían una pausa todavía más larga y un susurro casi inaudible: «Intoxicación alimentaria». Pero la gente estaba ganando tanto dinero (como había pornografía y desmembramientos suficientes para apaciguar a mis seguidores, pese a las reseñas negativas que solían terminar con la palabra «puaj», el libro se coló prácticamente en todas las listas de bestsellers) que se reajustaban los horarios porque, de lo contrario, mi editorial sufriría grandes pérdidas económicas. Todo lo relativo a mi carrera se medía en términos económicos y había que mandar ramos de flores gigantescos a las suites de hotel para aplacar mis «ataques de inseguridad». Todos los hoteles por los que pasé en la gira de Glamourama tuvieron que proveerme con «diez velas votivas, un paquete de vitamina C masticable, un surtido de pastillas Ricola para la garganta, raíz de jengibre fresca, tres bolsas grandes de Doritos Cool Ranch, una botella helada de Cristal y una línea telefónica solo de salida que no figurara en los listines» y en todas las lecturas la iluminación tenía que ser en tonos naranjas para resaltar mi bronceado. Si no se atendía a estas exigencias estipuladas por contrato, Knopf y yo nos repartíamos el importe de la indemnización. Nadie dijo que fuera fácil ser fan de Bret Easton Ellis.

Para la segunda gira estadounidense se contrató a un poli de narcóticos de verdad; no sé cómo, mientras ocurría todo lo anterior, se publicó la edición de bolsillo (tanto tiempo llevaba en la carretera). Terence había desaparecido de escena hacía meses y ahora yo tenía siempre a mano a una mujer joven y lozana —animadora o niñera de famosos o compañera sobria o lo que fuera— que básicamente se encargaba de que no esnifara heroína antes de una lectura. Pero, claro, la habían contratado para proteger los intereses de la editorial, no los míos. A ellos no les importaban las razones subyacentes de mi adicción (aunque a mí tampoco), solo les interesaban las ventas de libros que generaba la gira. Yo me veía «frágil pero operativo», pero según los informes que el poli enviaba por correo electrónico al departamento de prensa de Knopf quedaba claro que, de operativo, nada.

Informe electrónico n.º 6: «Veinticinco kilómetros al suroeste de Detroit se encontró al escritor escondido en la parte de atrás de una furgoneta parada en la mediana de una carretera de doble sentido rascándose costras inexistentes».

Informe electrónico n.º 9: «No se sabe cómo, el escritor fue rociado con gas lacrimógeno durante una manifestación antiglobalización en Chicago».

Informe electrónico n.º 13: «Berkeley; se encontró a un traficante de drogas enfadado tratando de estrangular al escritor por “falta de pago” en un callejón detrás de la librería Barnes & Noble».

Informe electrónico n.º 18: «Cleveland; el escritor durmió hasta las tres de la tarde y se saltó todas las entrevistas de la mañana y el mediodía; después se le encontró “dándose un atracón de comida bas

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