Bendición

Kent Haruf

Fragmento

cap-1

1

Cuando llegaron los resultados de la prueba la enfermera los convocó en la sala de reconocimiento y el médico, cuando entró, se limitó a mirarlos y pedirles que se sentaran.

Adelante, dijo Papá Lewis, suéltelo.

Me temo que no les traigo buenas noticias, dijo el médico.

Cuando regresaron al aparcamiento terminaba la tarde.

Conduce tú, dijo Papá. Yo no quiero.

¿Tan mal estás, cariño?

No. No me siento mucho peor. Simplemente quiero contemplar el paisaje. Ya no volveré por aquí.

No me importa conducir. Y podemos volver por aquí cuando quieras.

Salieron de Denver alejándose de las montañas, de vuelta a las altas llanuras: artemisa y jabonera y navajita y hierba de búfalo en los pastizales, trigo y maíz en los campos. A ambos lados de la carretera se perdían las pistas comarcales de grava bajo un cielo azul puro, rectas como los renglones de un libro, con algunos pueblos aislados dispersos por la planicie.

Llegaron a casa con la puesta de sol. Para entonces empezaba a refrescar. Ella aparcó enfrente de casa, en el límite occidental de Holt, en una calle de grava y Papá se apeó y se quedó un momento contemplándola. La vieja casa blanca edificada en 1904, la primera de una calle que por entonces no era tal, y todavía una de las únicas tres o cuatro que había cuando él la compró en 1948, el año en que Mary y él se casaron. Él tenía veintidós años y trabajaba en la ferretería de la calle Main, después el propietario, un viejo cojo, decidió mudarse a casa de su hija y le ofreció a Papá la opción de comprarla, y para entonces ya era conocido en el pueblo, los banqueros lo conocían y le concedieron el crédito sin problemas. De modo que se convirtió en el dueño de la ferretería local.

Era una casa de madera con paredes hechas de tablas, dos plantas con una cubierta de tejas rojas, una verja anticuada de hierro forjado negro y puerta de rejas rematadas por puntas de lanza y lazadas. Detrás se levantaban un viejo granero rojo y un corral de troncos invadido por altas hierbas y más allá ya no había nada salvo campo abierto.

Entró en el dormitorio de la planta baja y se puso unos pantalones y un suéter viejos y volvió a salir y se sentó en una de las sillas del porche.

Ella salió a buscarlo. ¿Te apetece cenar ya? Podría prepararte un sándwich.

No. No quiero nada. Tal vez, si me trajeras una cerveza…

¿No quieres nada de comer?

Come, no me esperes.

¿Quieres vaso?

No.

Ella entró y regresó con un botellín frío.

Gracias, dijo él.

Ella volvió a entrar. Él bebió a morro y se sentó a contemplar la tranquila calle vacía al anochecer estival. La casa amarilla de la vecina de al lado, Berta May, y el resto de casas hasta la carretera y el solar vacío justo enfrente y las vías del tren tres manzanas más allá en dirección opuesta, toda esa parte del pueblo, entre su finca y las vías, seguía vacía y sin explotar. En los árboles de delante de casa las hojas se mecían un poco.

Ella sacó una bandeja de galletas saladas y queso y una manzana a cuartos y un vaso de té helado. ¿Te apetece algo? Le ofreció la bandeja. Él cogió un trozo de manzana y ella se sentó a su lado en la otra silla del porche.

Bien. Ya está, dijo él. Está todo dicho, ¿no?

Podría equivocarse. A veces se equivocan, dijo ella. No pueden estar seguros del todo.

No quiero permitirme pensarlo. Noto dentro de mí que aciertan. No me queda mucho.

No quiero creerlo.

Ya. Pero estoy bastante seguro de que es así.

No quiero perderte todavía. Le cogió de la mano. No. Tenía los ojos llorosos. No estoy preparada.

Lo sé… Será mejor que no tardemos en llamar a Lorraine.

Ya la llamaré yo.

Dile que todavía no hace falta que venga. Concédele algo de tiempo.

Él miró el botellín de cerveza y lo sostuvo delante y bebió un sorbo.

Puede que consiga una cerveza mejor antes de irme. El otro día un tipo estuvo hablando de la cerveza belga. Quizá la pruebe. Si es que puedo conseguirla por aquí.

Siguió sentado y bebiendo cerveza y cogiendo la mano de su mujer en el porche de casa. Así pues, estaba muriéndose. Eso decían. Moriría antes de que acabara el verano. A principios de septiembre la tierra cubriría lo que quedara de él en el cementerio, a escasos cinco kilómetros al este del pueblo. Alguien grabaría su nombre en la cara de una lápida y sería como si nunca hubiera existido.

cap-2

2

Nueve en punto de la mañana, estaba sentado en la silla de la ventana del salón mirando al patio lateral y la sombra negra debajo del árbol y la verja de hierro forjado de detrás. Había desayunado. No tenía hambre, pero había desayunado y estaba pensando que no comería nada más que no le apeteciera, estaba pensando que no iba a volver a pintar la verja en esta vida, y entonces entró Mary.

Llevaba una regadera. Había lavado y secado los platos del desayuno y los había guardado en el armario y había salido a encender los aspersores del césped de atrás y ahora se disponía a regar las plantas de interior. El día era caluroso y soleado. No había ni una nube. Pero mientras cruzaba la estancia de pronto Mary cayó al suelo como un pequeño fardo de ropa. Tiró la regadera al caer. El agua salpicó las rosas del papel pintado y en la pared empezó a crecer una mancha.

Cariño, dijo Papá. ¿Estás bien? ¿Qué te pasa?

Ella no se movió, no respondió.

Mary. Por Dios. ¿Qué ocurre?

Él se levantó y se inclinó sobre su mujer. Mary tenía los ojos cerrados y la cara sudada y muy colorada. Pero respiraba.

Mary. Corazón.

Él se arrodilló al lado y le palpó la cabeza. Estaba caliente. La atrajo hacia él y le pasó los brazos por debajo, recostándola en el sofá. ¿Me oyes? Tengo que avisar a alguien. Enseguida vuelvo. Ella no reaccionó. ¿Te parece bien que te deje un minuto? Vuelvo enseguida. Corrió a la cocina y telefoneó a urgencias del hospital. Luego volvió y regresó al suelo y la cogió y le habló con delicadeza y la besó en la mejilla y le peinó las canas mojadas y le dio palmaditas en el brazo y esperó. Al poco rato oyó la sirena fuera y luego cómo se callaba y se acercaba gente al porche delantero y llamaban a la puerta.

Pasen, dijo Papá. Dios Santo. ¿Por qué llaman a la puerta? Vengan.

Entraron en la casa, dos hombres con camisa y pantalones blancos, y miraron a Papá y a su mujer en el suelo y se arrodillaron y comenzaron a atenderla. ¿Qué ha pasado?

Se ha desmayado. Estaba cruzando la habitación. Y se ha derrumbado sin más.

El más joven de los dos hombres se levantó y se dirigió a la ambulancia y trajo una camilla.

¿Puede apartarse, por favor?, pidió el joven.

¿Qué?, preguntó Papá. ¿Cómo dice?

Tendrá que apartarse un poco para que podamos atenderla, señor. ¿Usted se encuentra bien? No tiene buen aspecto.

Sí, estoy bien. Hagan lo que tengan que hacer, y rápido.

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