La escuela de música (Mapa de las lenguas)

Pablo Montoya

Fragmento

La llegada

Pedro Cadavid abrió los ojos. En la penumbra vio al hombre que avisaba la llegada a Tunja. Se bajó del bus con un morral y una mochila que le colgaba en bandolera. Un viento frío le golpeó el rostro. El aire olía a una mezcla de cigarrillo, orín y gasolina. El muchacho estaba cansado por las horas del viaje. Tenía los pies mojados y las manos amoratadas.

La terminal daba la impresión de ser un sitio enclaustrado, aunque entradas y salidas se veían por todas partes. Cadavid preguntó por dónde se iba al centro. Un hombre señaló unas escaleras. ¿Por allá está la Plaza de Bolívar?, insistió el joven. Con un sí, sumercé, la voz del otro lo tranquilizó. Al subir el primer peldaño, sin embargo, reac­cionó asustado. Un bulto negro estaba a sus pies. Era un perro y el fulgor de sus ojos lo miró con ansiedad. Entre asqueado y compasivo, Cadavid lo esquivó y siguió ascendiendo.

La calle se prolongaba en un allá indeterminado. Si subía dos o tres cuadras, tal vez hallaría un hotel en los alrededores de la plaza. La fatiga se le acumulaba en las piernas y en la nuca. Había viajado muchas horas desde Medellín. La continuidad de las curvas, subiendo o bajando las montañas de las cordilleras, y el sopor de las tierras del río Magdalena le impidieron cerrar los ojos. Pero cuando el nuevo bus, tomado en Bogotá, empezó a recorrer el altiplano, entró en un sueño pesado del cual salió con una aguja clavada en el cuello.

Dos sombras emergieron de la bruma. No era raro, en esa ciudad desconocida, que un par de figuras, vestidas con ruanas y sombreros, estuviesen conversando en la calle. Él se atemorizó porque le parecieron espectrales. La pendiente se hizo más pronunciada, las sienes le palpitaban al mirar hacia atrás, pero constató que no lo seguían. Sus pasos, ya zigzagueantes, fueron disminuyendo el ritmo. En la siguiente esquina, sin desalojar la incertidumbre, buscó el papel. Estaba en la calle diecisiete y tenía que subir una cuadra para llegar al cruce de la escuela. En ese punto la neblina se instalaba con espesor y el alumbrado público hacía que asumiera la forma de un vigía inexpugnable.

Se detuvo frente a la puerta para escrutar en derredor. Pensó que Tunja estaba despojada de sus habitantes y que todos habían escapado por una razón que él ignoraba. La puerta era inmensa y una serie de ventanales se extendía a lo largo de la casa. Es como la entrada a un infierno, pensó Cadavid, y pronunció el verso: “Pierdan toda esperanza quienes entren aquí”. Con todo, en ese aquí no había ningún aviso. Quizás un celador, como una sombra enorme, le abriría si tocaba la puerta y podría orientarlo. Supuso que, en medio del silencio y la soledad, al modo de un ensalmo, los golpes adquirirían el poder de hacer regresar a los habitantes a sus viviendas respectivas.

Cadavid avanzó hacia la esquina. La Plaza de Bolívar, según las palabras del hombre de la terminal, estaba a la derecha. ¿Y si la indicación era errónea? Vaciló sobre qué rumbo tomar. Recordó al perro. Podría volver sobre sus pasos y hacer lo mismo que él: acomodarse en cualquier sitio para tratar de dormir. Pero el frío no solo era penetrante, sino que aumentaría con la llegada del alba. Entonces escuchó el ruido de un motor. Las farolas despedían una luz más agónica que la del alumbrado público. El carro mermó la velocidad. Cadavid se acercó con cautela. La ventanilla dejó ver a un hombre de barba espesa y negra.

—¿Necesita ayuda? —dijo.

—Busco un lugar para dormir —respondió el muchacho.

El hombre abrió la puerta.

—Suba. Puedo llevarlo a un hotel.

Algo enigmático salía de los ojos del conductor y, a la vez, un halo de confianza envolvía el tono grave de su conversación. El recelo de Cadavid se fue amainando. Al cabo de unos minutos, tuvo la impresión de que el recorrido se prolongaba más de la cuenta y de que daban vueltas en torno a un lugar abierto. ¿Era la Plaza de Bolívar?, se preguntó. La neblina impedía ver bien. Al rato, al despedirse, el conductor le dio una tarjeta. Se llamaba Lorenzo Cifuentes y era profesor de literatura en la universidad. Le contó que tenía la costumbre de trabajar en su casa hasta tarde en la noche y después salía a dar una vuelta en su carro.

—Se conoce mejor a Tunja en la noche —explicó—. Mire nomás, nunca me había topado con un músico.

Cadavid sonrió con vergüenza, pues solo había dicho que venía a estudiar música. Supuso, además, que con un frío así lo mejor era estar bajo las cobijas. Cifuentes explicó que la ciudad, a pesar de su clima, o gracias a él, era un lugar acogedor. El auto se detuvo por fin. Cadavid agradeció y dijo, con la tarjeta en la mano, que lo buscaría.

—Usted es la primera persona que conozco aquí —aclaró.

—Buen comienzo. —Y estrecharon sus manos.

Más tarde, Cadavid se arropó con las cobijas. La sensación de humedad en los pies seguía. Se encogió como una culebra y no demoró en dormirse.

La prueba

Cifuentes lo había dejado en un lugar que tenía perfiles de antro. El hotel estaba detrás de la terminal de transporte. Metros más allá, una cantina exhibía un par de mujeres pintarrajeadas que esperaban a sus clientes. Al tomar el camino hacia la escuela, Cadavid pasó al lado del hotel antes de toparse con las dos sombras enruanadas. La neblina había cubierto el nombre que ahora sobresalía: “El prinsipe”.

Durmió profundamente y no recordaba ningún sueño. Cuando le pasaba esto, enfrentaba la jornada nueva con entusiasmo. La experiencia del baño, en cambio, había sido traumática. El espacio estrecho se avenía mal con el agua helada. El cuerpo pedía a gritos que se brincara y las extremidades urgían extenderse a como diera lugar. Hacerlo, empero, era estrellarse con el techo y las paredes. Y eso fue lo que pasó ante el ímpetu del chorro que salió del hueco. Cadavid cerró de inmediato la llave, respiró tembloroso y pateó el piso con desesperación. Cauteloso, fue mojándose a pedazos hasta que metió la cara en el centro del frío.

El dolor en el cuello, por lo demás, había desaparecido, y eso era tan milagroso como el hecho de que a una noche tan cerrada la siguiera una mañana así. El firmamento, en efecto, se veía despejado y su amplitud reconfortaba el ánimo. Unas pocas nubes blancas flotaban encima de las colinas. Frente a esa luminosidad rotunda, Cadavid recordó un pasaje de las Memorias de Berlioz que había leído recientemente: “Me desanimo en la noche,

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