La idiota

Elif Batuman

Fragmento

cap-1

OTOÑO

Antes de ir a la universidad, no sabía lo que era el correo electrónico. Había oído hablar del email y sabía que, en cierto modo, «tendría» uno. «Estarás a la última —dijo la hermana de mi madre, que estaba casada con un informático— cuando envíes tus e… mails.» Recalcó la primera vocal e hizo una pausa antes de «mails».

Ese verano oí hablar cada vez más de los emails. «Todo está cambiando a una velocidad pasmosa —me comentó mi padre—. Hoy en el trabajo he estado navegando por la red. Estaba en el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York y, un segundo después, en Anıtkabir.» Anıtkabir, el mausoleo de Atatürk, se encuentra en Ankara. No tenía ni idea de a qué se refería mi padre, pero sabía que era imposible que ese día hubiera estado en Ankara, así que no le hice caso.

El primer día de universidad me puse en la cola detrás de una mesita plegable y finalmente obtuve una dirección de correo electrónico y una contraseña temporal. La «dirección» contenía mi apellido, Karadağ, pero con todas las letras en minúscula y sin la ğ turca, que es muda. Ya desde muy pequeña había entendido que una g muda era algo gracioso. Cuando lo explicaba con tono hastiado —«La ğ es muda»—, a los demás les parecía muy divertido. No entendía, sin embargo, en qué sentido la dirección de correo electrónico era una dirección, o de qué cosa era una abreviatura.

—¿Y qué hacemos con esto? ¿Colgarnos? —pregunté mientras sostenía en alto el cable de Ethernet.

—Conéctalo a la toma de la pared —respondió la chica de detrás de la mesita.

Aunque no tenía la menor idea de cómo funcionaba, me había figurado que el correo electrónico se parecería al fax y que se necesitaría una impresora. Pero no, nada de impresoras. Era otro mundo. Se accedía a él desde ciertos ordenadores que estaban repartidos por el paisaje cotidiano y cuya apariencia no se diferenciaba de los ordenadores normales. Siempre ahí, inalterable, con una configuración que nadie más podía ver, aparecía una resplandeciente lista de mensajes tanto de personas que conocías como de desconocidos, todos con la misma letra, como si se tratara de la caligrafía universal del pensamiento o del mundo. Algunos mensajes mantenían la forma epistolar tradicional, con sus «Querida» y «Un cordial saludo»; otros, de estilo telegráfico, completamente en minúscula y sin puntuación, parecían enviados directamente desde el cerebro de sus emisores. Y cada mensaje contenía el anterior, así que lo que escribías regresaba a ti: todas las palabras que lanzabas al exterior volvían. Era como si la historia de tu relación con los demás, la historia de la intersección de tu vida con otras vidas, se estuviera grabando y actualizando constantemente y se pudiera recuperar en cualquier momento.

Había que hacer muchas colas para recoger un montón de documentos impresos, sobre todo circulares informativas: cómo reaccionar ante un acoso sexual, cómo informar de un trastorno alimenticio, cómo solicitar préstamos estudiantiles. Te enseñaban un vídeo sobre un alumno recién licenciado que se había roto una pierna y no había podido devolver su crédito, lo cual demostraba que no había elaborado correctamente el presupuesto: de haberlo hecho bien, hubiese previsto una lesión incapacitante. El banco nadaba en la abundancia, a juzgar por las colas y los documentos impresos. Te regalaban un diccionario. El diccionario no incluía «ratatouille» ni «demonio de Tasmania».

Mientras iba por la escalera hacia mi cuarto, oí un canturreo desafinado y el chancleteo de unas zapatillas de plástico. Mi nueva compañera de habitación, Hannah, estaba de pie sobre una silla pegando con cinta adhesiva sobre su escritorio un letrero en que se leía ESCRITORIO DE HANNA PARK, mientras tarareaba en tono monótono una canción de Blues Traveler que escuchaba en su reproductor de cedés portátil. Cuando entré, se dio la vuelta y se balanceó de un lado a otro haciendo una pantomima de sorpresa; luego saltó con estrépito al suelo y se quitó los auriculares.

—¿Te has planteado alguna vez el mimo como salida profesional? —pregunté.

—¿Mimo? No, querida, me temo que mis padres me enviaron a Harvard para que fuera cirujana, no mimo. —Se sonó ruidosamente la nariz—. ¡Eh, a mí mi banco no me ha regalado un diccionario!

—Ni siquiera aparece «demonio de Tasmania» —observé.

Me quitó el diccionario de las manos y se puso a hojearlo.

—Hay que ver, cuántas palabras.

Le dije que se lo podía quedar. Lo puso en la estantería al lado del diccionario que le habían dado en el instituto por ser la mejor alumna de su promoción.

—Hacen muy buena pareja —comentó.

Le pregunté si en su otro diccionario figuraba «demonio de Tasmania». Resultó que no.

—Ese tal demonio de Tasmania, ¿no es un personaje de dibujos animados? —preguntó con aire desconfiado.

Tomé mi otro diccionario y le enseñé la página en que no solo aparecía «demonio de Tasmania», sino también «lobo de Tasmania», con una fotografía de un lobezno que, un tanto compungido, miraba por encima de su hombro izquierdo.

Hannah se arrimó a mí y miró fijamente la página. Luego echó un vistazo a derecha e izquierda y me susurró con vehemencia al oído:

—Esa música lleva todo el día sonando.

—¿Qué música?

—¡Chsss…! No te muevas.

Nos quedamos inmóviles. Una tenue y romántica música de cuerda salía de debajo de la puerta de Angela, nuestra otra compañera de habitación.

—Es la banda sonora de Leyendas de pasión —susurró Hannah—. No ha dejado de sonar durante toda la mañana, desde que me desperté. Está ahí con la puerta cerrada, escuchando la misma cinta una y otra vez. Llamé y le pedí que bajara el volumen, pero todavía se oye. Tuve que calarme los auriculares en las orejas para no oírla.

—No está tan fuerte —dije.

—Aun así, no es normal que se quede ahí sola todo el rato.

Angela había llegado el día anterior, a las siete de la mañana, a nuestro dormitorio triple de dos habitaciones y había ocupado la habitación individual, así que a Hannah y a mí nos tocaría compartir la de las literas. Cuando llegué por la tarde, me encontré a Hannah moviendo los muebles enfurecida, estornudando y despotricando contra Angela.

—¡Ni siquiera la he visto! —gritó Hannah debajo de su escritorio. De repente consiguió separar dos cosas de las que estaba tirando en direcciones opuestas y se golpeó la cabeza—. ¡AYYY! —chilló. Salió a gatas y señaló airadamente el escritorio de Angela—. ¿Ves esos libros? ¡Son falsos! —Cogió lo que parecía una pila de cuatro volúmenes encuadernados en cuero, uno con LA SANTA BIBLIA impreso en el lomo, lo agitó ante mi cara y volvió a dejarlo caer sobre la mesa. Era una caja de madera—. ¿Qué hay ahí dentro? —Golpeó la Biblia con los nudillos—. ¿Su último testamento?

—Hannah, por favor, trata bien las cosas de los demás —dijo una voz suave, y entonces vi a dos pequeños coreanos, claramente los padres de Hannah, sentados junto a la ventana.

Entró Angela. Era una chica negra de semblante dulce y llevaba una chaqueta y una mochila, ambas con el logo de Harvard. Hannah se encaró inmediatamente con ella acerca de la

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