De la naturaleza de los dioses

António Lobo Antunes

Fragmento

cap-2

1

Me mandaron por primera vez a casa de la Señora más o menos cuando encontré al vagabundo durmiendo en el escalón de la librería y palabra de honor que solo me fijé en él en el momento en que saqué la llave de la cartera para abrir la puerta, o mejor dos llaves en la argolla con un osito de peluche al que le faltaba el ojo derecho, la buena y una segunda de la que sigo ignorando la utilidad, desde pequeña me intrigan las llaves, misteriosas, secretas, al introducirlas en la cerradura qué es lo que abren, si les preguntase

—¿Qué es lo que abrís?

seguro que me inquietaría la respuesta, cuántas habitaciones tras las habitaciones que conozco, cuánto rumor de aguas negras, el mar de Cascais no se oye desde la tienda, se queda de bruces temblando en la arena, temblando

—¿Qué te pasa?

si durmiese con la persiana bajada, sin las bombillas de las lámparas y de las ventanas de los edificios, tendría miedo, la casa de la Señora enorme, el jardinero regando los arriates, sombras espiándome a través de los cristales, qué es lo que quieren, el vagabundo en una especie de saco, le digo buenos días, se encoge para dejarme pasar, dentro de poco dobla el saco, lo guarda en la mochila y se asea en las duchas de la playa mientras pongo fuera los tableros con los libros, me ayuda mi compañera, de vez en cuando una gaviota en el tejado de enfrente, entre las gaviotas nada, palomas, la heladería empieza a funcionar en mayo, cierra en octubre, nací en África, llegué a Portugal siendo una criatura, vivo con mi hijo en el interior de Cascais porque la renta más barata y aun así, tras pagarla, lo que me queda tan poco, no me acostumbro al frío, la casa de la Señora docenas de escalones de mármol desde el montón de leña hasta la entrada, balcones, terrazas, la piscina no de bruces como el mar, de espaldas, el chófer siguiéndome en silencio, el vagabundo vuelve de las duchas con el pelo mojado, no lo he visto nunca sonreír, no lo he visto nunca con nadie, se sienta en la plazuela, junto al restaurante de las hamburguesas, paso a su lado, cuando no como en la tienda, finjo no darme cuenta, al llevarle libros a la Señora el empleado

—Entra

sin ceremonia, tuteándome

—Entra

chaqueta blanca, botones de metal plateado, tal vez de la edad de mi padre pero más delgado, más fino, no ha trabajado en un embalse con los negros, recuerdo baobabs, cho

—Entra

chozas, tengo una vaga idea de mi madre en la cama

—Es la piedra del riñón

el vagabundo saca pelotas de la mochila y las lanza al aire, como en el circo, sin que ninguna caiga, en la casa de la Señora una criada con cofia exigiendo

—Los libros

sin ceremonia, tuteándome también, esto fuera de Cascais, casi en Guincho donde empieza el viento, dunas que se deshacen y se juntan, plantas con espinos, en enero el sitio donde vivimos mi hijo y yo se balancea, el empleado de la chaqueta blanca

—¿Qué estás esperando?

en el atrio, con columnas, muebles desmesurados, cuadros enormes, el techo lejísimos, un balcón alrededor donde ladraba un perrito y en el balcón más muebles, más cuadros, la sensación de que una anciana espiándome pero no estoy segura, yo al empleado, no tuteándolo, de señor

—No se preocupe que ya me marcho no estoy esperando nada

como el vagabundo tampoco está esperando nada, mete las pelotas en la mochila, prométanme que no voy a envejecer y no me dejen sola, mi hijo a la directora de la residencia

—Si ella se muere no me preocupa

que lo cree adulto y no lo es, fíjese en él, seis años, quién se toma en serio a una criatura, no la sensación, una anciana en el balcón y la anciana

—Tráigame aquí a Marçal

no por tú ni por señor, por usted, con el perrito en el brazo, torciéndose para llegar a la cara, la claridad aguda de un anillo que surgió y se marchó, instantáneo, el empleado de la chaqueta blanca midiéndome la ropa barata, el pelo, la pulserita

—Perdone que no la haya tratado como debía niña

diez horas al día en la tienda, la mitad de los sábados, la mitad de los domingos, casi ningún cliente, por la tarde el ingeniero viudo al que le falla una pierna, mirándome desde atrás

—Qué guapa

aunque la boca en silencio se entienden las palabras

—Qué guapa

sin acercarse a mí, en mi cumpleaños un perfume ceremonioso

—Lo dejo aquí en esta estantería

escapándose hacia la salida empujando la pierna con la mano

—Vamos vamos

lleva la cartilla del banco en el bolsillo, la hojea sin encontrar la página igual que tarda en encontrar la chaqueta al guardarla

—Tengo unos ahorrillos ¿lo sabía?

recuerdo a su esposa

—Estorbo

que en Nochebuena, hace dos o tres años, soltó el tenedor en el plato y lo miró, sorprendida, con el

—Estorbo

deslizándose primero por el cuello, después por el pecho, más tarde por el mantel, finalmente por el suelo, un

—Estorbo

aplastado por el peso del cuerpo que le cayó encima y el ingeniero observándola, derecho en la silla, estrangulando la servilleta con la actitud en que lo encontró el sobrino al visitarlo, con las luces del pino parpadeando sin descanso, azules, naranjas, amarillas, el vagabundo, al otro lado de la calle, esperaba a que cerrásemos la librería para tumbarse en el escalón y, como siempre, la segunda llave asustándome, yo a ella

—¿Qué es lo que abres?

si mi madre no me lo impidiese

—Cállate

recelosa de las habitaciones tras las habitaciones, cuánto rumor de aguas negras y nosotros, incapaces de respirar, allí dentro, no me cojan, no me agobien, suéltenme, en la casa salones y salones, candelabros, porcelanas, platas y el viento rabioso en las ventanas, el ingeniero, bajito

—Qué guapa

hojeando la cartilla en que menguaban los ahorros, es difícil vivir, no le parece, cómo podemos con las luces de navidad persiguiéndonos, azules, naranjas, amarillas, cualquier día el

—Qué guapa

se le desliza primero por el cuello, después por el pecho, más tarde por el mantel, finalmente por el suelo, mezclado con los ahorrillos, en qué se los va a gastar, cuénteme, un perfume ceremonioso

—Lo dejo aquí en esta estantería

y la pierna escapándose, escurridiza, agobiada, la anciana en la que me pareció la última sala puesto que detrás pinos en dirección al mar, ciertas noches, en verano, puedo entender a las olas, cada una de ellas con un nombre dentro

—Fátima

yo esperando y ni una palabra más, sin acordarse de mí, la anciana recorría el perrito en el regazo con el anillo, ordenándole al empleado de la chaqueta blanca

—Puede salir Marçal

en un sillón demasiado grande para ella y me acordé de la muñeca apoyada en la almohada de mis padres en África, también derecha, también vieja, con el barniz de las mejillas estallando, la anciana enseñándome con un gesto lento no la cara, el mundo

—Mi padre vivió aquí

puertas y puertas donde quizá sirviese la segunda llave de la librería y, si lo hiciera, cuánto rumor de aguas negras, antes de acostarse mi madre ponía la muñeca en la cómoda, entre los retratos de mis abuelos, aunque yo la prevenía

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