Trampa 22

Fragmento

cap-1

(OH, YOSSARIAN)
EL INFIERNO SOMOS (TODOS) NOSOTROS

UNA APROXIMACIÓN A LA TEORÍA DEL ABSURDO SOLDADO
NIÑO PAYASO EN TRAMPA 22

Observen el objeto que tienen en las manos. Detengan un momento la lectura y limítense a observarlo. Tiene un aspecto corriente, ¿verdad? Apuesto a que están pensando que no es más que un condenado libro. (¡NO ES MÁS QUE UN CONDENADO LIBRO!), se estarán diciendo. Pero, oh, déjenme disentir. Porque lo que tienen en las manos, sujétenlo con cuidado, no es un mero condenado, maldito, desternillantemente brillante libro. Es un monumento. Un monumento hecho de páginas y personajes, personajes, déjenme advertirles, suculentamente delirantes, de acuerdo, pero un monumento al fin y al cabo. ¿Y qué clase de monumento es, si puede saberse? Uno que, por encima de todo, pretende que se lo pasen en grande. No en vano es un monumento al absurdo. Se diría que al absurdo de la guerra, porque el protagonista, Yossarian, el encantador piloto de bombardero que bombardea sin descanso —cuando no está en la enfermería enamorándose, a primera vista, claro, del capellán, o censurando cartas de soldados, cartas en las que a veces lo único que no censura es la palabra (QUERIDA) y el cierre (TE ECHO DE MENOS)— la costa de Pianosa, está aparentemente luchando contra los alemanes —que, con toda probabilidad, sin embargo, desconocen la existencia de tan pequeña isla italiana— en algún momento de la Segunda Guerra Mundial. Pero, puesto que la guerra, aquí dentro, en las páginas de este monumento que, no lo suelten, llegó a convertirse en frase hecha —ajajá, enseguida sabrán cómo—, no tiene la más mínima importancia —oh, la tiene, por supuesto, pero únicamente como detonante, como responsable de la locura desatada en uno de los bandos—, se diría que es un monumento al absurdo de estar vivo en cualquier tipo de sistema que la humanidad, esa suma inabarcablemente enorme de diminutos corazones bombeantes encerrados en también diminutos cuerpos de diminutos tipos (y tipas) que a veces acaban convertidos, como Yossarian, en absurdos soldados niños payaso, decida concebir.

Publicada originalmente en 1961, un no necesariamente soleado 10 de octubre en el que su autor, Joseph Heller, había, como cada mañana, fichado en la oficina —Heller era, desde que había dejado las clases en la Universidad de Pensilvania, aburrido de la vida en las afueras, redactor publicitario, más Peggy Olson que Donald Draper, a juzgar por las suspicacias con las que fue acogida esta, su primera novela—, Trampa 22, el monumento, la, si lo prefieren, leyenda hecha historia y posterior frase hecha —estamos a punto de llegar a eso, se lo prometo—, había empezado una noche de 1953, en la mesa de la cocina de un apartamento de la West End Avenue, esto es, el Upper West Side neoyorquino. Hacía nueve años que Heller —aquella noche ya cumplidos los treinta; por entonces, apenas los veintiuno—, había abandonado su escuadrón. Porque Heller había servido en el ejército durante la Segunda Guerra Mundial. Se había alistado en 1942, recién cumplidos los diecinueve, y había sido llamado a filas en 1944. Como Yossarian, había pilotado un bombardero (un B-25), en nada menos que sesenta (¡sesenta!) misiones. A buen seguro, como Yossarian, había querido no estar a los mandos, «flotando como un absurdo pez de colores en una absurda pecera […] mientras las absurdas hileras negras y apestosas del fuego antiaéreo estallaban y se inflaban a su alrededor» con una furia «fantasmagórica, cosmológica», sino desaparecer en aquel contenedor verde grisáceo. Sentarse en el suelo, hecho un ovillo, justo encima de la escotilla de emergencia, con el paracaídas ya enganchado al arnés, dispuesto a lanzarse al vacío a la mínima oportunidad, a escapar de aquella delirante pesadilla. «Oh, sin duda, Trampa 22 es una pesadilla», diría, tiempo después, el celebérrimo Norman Mailer. «Heller nos está describiendo el infierno mismo», añadiría.

Mailer sabía de lo que hablaba. Como Heller, había sido llamado a filas y había pasado un tiempo en un islote del Pacífico, luchando contra los japoneses. A su vuelta, y con tan solo veintiséis años, había escrito Los desnudos y los muertos, un clásico de la literatura bélica que jamás podrá escapar a su condición de tratado novelístico de un momento. Mientras que Los desnudos y los muertos permanecerá para siempre varado en el islote del Pacífico en el que transcurre, Trampa 22 se abrirá camino hacia la cultura popular convirtiéndose en —oh, ha llegado el momento— frase hecha, hasta el punto de que el lector (norteamericano) del futuro, acostumbrado a, cada vez que se topa con una barrera del sistema, un escollo insalvable de la burocracia institucional, decirse que acaba de toparse con la fastidiosa «trampa 22», creerá que el libro fue titulado así en referencia al dicho y no al revés. Sí. De hecho, ocurrió en tiempos de Heller. Al propio autor le preguntaron en más de una ocasión si había titulado así la novela por la famosa trampa. Heller debió de sonreír, encogerse de hombros y murmurar algo parecido a un (¿qué trampa?) para tratar de enzarzarse en una de esas absurdas y desternillantemente desorientantes conversaciones (ra-ta-ta-ta-ta) ametralladora que hicieron de Trampa 22 en su momento, y siempre según el acertado Mailer, una extralarga canción de rock and roll hecha novela, o, mejor, «el rock and roll de las novelas».

Hija de su tiempo, un tiempo en el que la literatura norteamericana andaba tratando de hacerse saltar en pedazos, tratando de dejar de tomarse en serio para, en realidad, empezar a tomarse verdaderamente en serio, desdibujando el cómo para profundizar en el qué, haciendo de lo narrable un universo único siempre en expansión que (y aquí la realidad decididamente poco real que les había tocado vivir —pensemos en Kurt Vonnegut siendo bombardeado por su propio ejército en Dresde y sobreviviendo gracias a haber cerrado tras de sí a tiempo la puerta de un matadero, en el propio Heller disfrutando de los privilegios de su escuadrón en Córcega mientras lanzaba bombas al vacío, en el mundo perdiendo definitivamente la cabeza— jugó en su favor) resultaba casi siempre —siempre, en realidad— de lo más ridículo. Trampa 22, y su interminable fresco de jugosísimos personajes, su encantadoramente amarga ingenuidad —tan cercana a la de otro clásico de la comedia bélica, el imprescindible y divertidísimo Las aventuras del soldado Svejk, de Haroslav Jasek, que casi podría ser la misma, de hecho, Heller admitió que sin Jasek jamás habría existido Trampa 22, aunque el suyo es un Jasek hecho de experiencias propias y litros de Céline, Nabokov y el indomable Evelyn Waugh— y, sobre todo, sus infinitas variaciones sobre un mismo tema —en realidad, sobre una misma broma, porque lo que se multiplica hasta alcanzar la condición de laberinto comunicativo en este, recuerden, monumento al absurdo que tienen en las manos, son los fascinantemente ri­dículos diálogos que se dan entre sus protagonistas—, es una buena muestra de ello. El cómo se adelantó a su tiempo y explosionó, en cuestión de ventas, una década más tarde de su publicación, ya es otra historia, y una que ha mantenido a Heller alejado del núcleo duro del posmodernismo norteamericano desde el principio, pese a que su tratamiento laberíntico y explosivo del humor en perpetua mutación, y no solo en Trampa 22, aunque en ella especialmente, merecería un lugar destacado en él.

Porque aunque Heller escribió, enfebrecidamente, el primer capítulo de Trampa 22 una noche de 1953 —en una libreta que luego pasó a limpio y envió a una buena amiga que, al poco, lograría hacerle un hueco en el número de New World Writing en el que se publicó el primer extracto de En la carretera, de Jack Kerouac—, tardó nueve años en completarla y, cuando lo hizo, el manuscrito fue a parar al escritorio del editor más joven de Simon & Schuster, Bob Gottlieb, diez años menor que Heller, que vio en el libro una oportunidad de radiografiar no el absurdo de lo vivido por el autor durante su participación en la Segunda Guerra Mundial sino el absurdo de lo que ocurría entonces en Corea —guerra, por cierto, en la que luchó otro clásico posmoderno, Robert Coover, aunque, en su caso, su lucha se limitó a apostarse en la biblioteca del frente— y, sin poder evitarlo, se adelantó a lo que estaba por ocurrir en Vietnam. En la edición del 50 aniversario, el portentoso Christopher Buck­ley —busquen su Hombrecitos verdes si quieren leer a mandíbula batiente— cuenta cómo la novela se convirtió en el mejor amigo de James Webb, también conocido como Jim Webb, el escritor y senador demócrata, en una trinchera de Vietnam cuando Webb no era más que un crío. El libro corría entre los soldados, y acabó en sus manos cuando cayó enfermo. Webb ya lo había leído, pero jamás pensó, como tal vez aún no piensen ustedes, que lo que tenía entre manos no era solo un libro. «En aquel agujero solitario, de sangre, miseria y enfermedad, encontré un alma gemela que me ayudó a salir adelante, a no tirar la toalla, ponerme en pie al día siguiente, y en los días y meses que siguieron a aquel día siguiente.» Al leer la historia de Webb, no puedo evitar pensar en Todd Andrews, el protagonista de La ópera flotante de John Barth —si aún no lo han leído, háganlo, apresuradamente—, y en ese día, en el frente, en que se topó en un lodazal con un soldado alemán y, temiéndose lo peor, lo abrazó con todas sus fuerzas. El otro, claro, dio por hecho que le estaba atacando, gritó algo en alemán y se zafó, pero Todd volvió a abrazarle y le gritó al oído que no quería luchar con él, que lo quería, porque estaba vivo, ¡vivo!, y él también lo estaba, ¿y acaso tenían que dejar de estarlo? Puesto que no le entendía, hasta que no se vio por completo arrinconado, y se temió también lo peor, el alemán no dejó de forcejear y empezó a llorar. Se echaron entonces en el fango, uno junto al otro, y se abrazaron y se cubrieron de besos. Permanecieron abrazados al menos una hora. Para cuando se soltaron, todo, incluido el miedo, se había trasladado a otra parte, cuenta Barth. Nada existía. Juntos, y libres, por fin, en la trinchera, se curaron las heridas el uno al otro, compartieron cigarrillos, y se rieron de cualquier cosa. Cuando el alemán se durmió, Todd se sintió celoso y protector, como una leona ante su cría. Todd habría matado a su propio padre con tal de defenderle. Durante unas horas, cuenta Barth, Todd y el soldado alemán habían sido un solo hombre, se habían entendido como un sabio se entiende a sí mismo. Estamos juntos en esto, se dicen los personajes de Barth, y le dice el ejemplar de Trampa 22 a un joven y enfebrecido Jim Webb, como se diría el sabio a sí mismo. A lo que unos y otros deberían añadirse: Pese a que nada, como siempre, tenga sentido. O precisamente por eso.

Heller, como Barth, el pensador del absurdo, parecía haber hecho suya la máxima de Eugene O’Neill que reza «Life is a tragedy, hurra!». En realidad, no había tenido otro remedio que hacerlo. Pensemos en el pequeño Heller de cinco años en el funeral de su padre preguntándose dónde estaba su padre porque nadie le había dicho que su padre había muerto (OH, JOE ES DEMASIADO PEQUEÑO, NO VA A ENTENDERLO ASÍ QUE NO ABRAS EL PICO). El funeral de su padre en realidad no tenía aspecto de funeral. Tenía aspecto de fiesta de cumpleaños. Había pastelitos y bocadillitos y la gente se aproximaba a él con una sonrisa y le revolvía el pelo. «¿Es una fiesta de cumpleaños, mamá?», pudo haberle preguntado a su madre. «¿Quién cumple años?», pudo haberle preguntado a continuación, y tal vez pudo haber añadido: (¿Y DÓNDE ESTÁ PAPÁ?). Caí en la cuenta hace poco de que en el tramo final de La hora del recuerdo o Closing Time, como prefieran, la última de sus cinco novelas, precisamente la secuela olvidada de Trampa 22, que en España dejó de poder encontrarse en librerías a las semanas de su publicación —oh, ahora les hablaré del desafortunado aterrizaje de Heller en España, no van a entender nada, recuerden que aún sujetan una palpable leyenda en sus manos—, se organiza una fastuosa boda en una terminal de autobuses. El lugar es un lugar horrible. Como diría Douglas Adams, «no puede tratarse de una simple y pura coincidencia que en ninguna lengua de la Tierra exista la expresión “bonito como un aeropuerto”», algo completamente aplicable a cualquier estación de autobuses. Y, sin embargo, ahí está la fiesta. La inadecuación, pese a las toneladas de ostras, es evidente. Quizá el autor, me dije, solo estaba retrotrayéndose a su infancia, al momento en el que, sin darse cuenta, celebró la muerte de su padre. Para Barbara Gelb, su más ilustre entrevistadora, no es de extrañar que, tras regresar con vida de su participación en la Segunda Guerra Mundial, Heller escribiese algo como Trampa 22. Si iba a describir un infierno, sería un infierno rabiosamente divertido. Porque así de ridículo es el mundo. Y Heller lo sabía. Porque Heller es el rebelde de Barth.

Pero antes de descubrir por qué, detengámonos un momento en la poca fortuna de las anteriores encarnaciones de esta, la primera novela de Heller, en España. Trampa 22 —que primero iba a llamarse Trampa 11, y luego Trampa 18, pero que no lo hizo de ninguna de las dos maneras por culpa de una serie de catastróficas desdichas que podrían resumirse en la coincidencia, en el número, con ciertas novelas por entonces de inminente publicación, hoy borradas de la faz de la Tierra— llegó a España un año después de que se publicara en Estados Unidos —y todo el mundo anglosajón—, es decir, en 1962. La publicó Plaza & Janés. La portada, de un verde extrañamente llamativo, no podía empatizar menos con el contenido. En ella aparecía un soldado en primer plano con la cabeza baja, lamentándose de algo terriblemente. De fondo, aparecían caravanas del Oeste. La ilustración parecía la ilustración de un western. Algo tremendamente trágico, algo que, prometía, no iba a reírse de nadie. Apuesto a que esa clase de inadecuación, la inadecuación de que el soldado estuviese rodeado de caravanas tiradas por caballos, en vez de, siendo piloto de bombarderos, por aviones, le hubiese encantado a Heller. Era, en algún sentido, divertida. La siguiente, de 1968, aunque resulte absurda en su concepción, es horriblemente maliciosa en su sentido. En ella aparecen soldados bebidos, soldados jugando a cartas y soldados metiendo mano a señoritas. ¿En serio? Ajá. El divertimento que promete esa portada no tiene nada que ver con lo que el lector va a encontrarse. ¿Y qué decir de la de 1973? El juego de símbolos —el skyline de una ciudad irreconocible y deprimida, más la impronta de una especie de placa con forma de águila, claramente relacionada con lo marcial pero de una forma terrorífica— asusta. ¿De qué manera pensaban todos esos editores que iba a encontrar a su lector un monumento al absurdo como el que aún —espero— sujetan con cuidado si lo único que parecían estar buscando era a un lector de, primero, tragedias, luego compadreos ligeramente picantes y, finalmente, imponentes batallas que pulverizan ciudades deprimidas? De ninguna. Lo más probable, a juzgar por la desafortunada trayectoria de, no ya Trampa 22, sino el resto de la suculenta obra, a ratos profundamente cínica, a ratos ingenuamente salvaje, de Heller en España, es que no supiesen qué hacer con él. Vendía muchísimo —y lo sigue haciendo, cada año se despachan alrededor de 85.000 ejemplares en todo el mundo, y la suma total supera los 10 millones—, así que era un best-seller —y fue a parar a una editorial de best-sellers—, pero a la vez era altísima literatura, y hacía explotar desde dentro la idea misma de la guerra, convirtiendo uno de los bandos en una pesadilla burocrática; era un disparo contra el sistema desde el sistema, ¿y qué podía hacer el sistema con él? Lanzarlo, sin llegar a comprenderlo, esperando que hiciese su trabajo, fuese cual fuese.

El tiempo y la comprensión del momento, la resituación de Heller en el panteón de los clásicos de una posmodernidad sui géneris —que pretendía gustar a todo el mundo, y divertir, y en el caso de la enorme Algo ha pasado, desestabilizar con el oscurísimo retrato del personaje más dolorosamente cruel de la historia: Bob Slocum—, devuelven ahora a la casilla de salida al clásico que firmó ese, decíamos, hombre rebelde del que hablaba Barth, hoy quizá más necesario que nunca. «El mayor radical de cualquier sociedad —escribió Barth— es el hombre que ve la arbitrariedad de las reglas y las convenciones sociales, pero que siente tanto desprecio o tanta indiferencia hacia la sociedad en la que vive que acepta todas esas sandeces con una sonrisa.» «El mayor rebelde —añadió— es el hombre que no cambiaría la sociedad por nada del mundo.» Porque le encanta. Porque la encuentra divertidísima. Así que se reirá de ella. Construirá satíricos microcosmos que reflejen el macrocosmos idiota que no puede evitar constituir la humanidad en cualquier época y lugar para que esta humanidad trate de aprender algo de sí misma. Aprender por ejemplo de qué manera el mundo está repleto de absurdos soldados niños payaso porque no puede evitar estarlo. Porque a veces no somos más que nuestros propios muñecos y no estamos en manos ajenas sino en las nuestras propias. Érase una vez una guerra, díganse, en la que el enemigo era lo de menos, en la que un soldado, por el mero hecho de estar vivo y ser ese soldado, estaba condenado a perder la cabeza por culpa de una misteriosa regla que ni siquiera existía, la famosa trampa 22, que iba a mandarle a casa después de que completara primero cincuenta, luego sesenta, más tarde ochenta y, en realidad, equis misiones, un número infinito y aleatorio de misiones, es decir, nunca. Oh, Yossarian, el infierno no son los otros, el infierno somos, y hemos sido siempre, (todos) nosotros, ¿verdad?

LAURA FERNÁNDEZ

porta-1

TRAMPA 22

ded

La isla de Pianosa se encuentra en el mar Mediterráneo, a ocho millas al sur de Elba. Es muy pequeña, y obviamente no podría haber albergado todas las acciones aquí relatadas. Al igual que el escenario de esta novela, los personajes son también ficticios.

ded_bis

Para mi madre

y para mi esposa, Shirley,

y mis hijos, Erica y Ted.

(1961)

 

Para Candida Donadio, agente literaria,

y Robert Gottlieb, editor.

Colegas.

(1994)

cap-3

1

EL TEXANO

Fue un flechazo.

En cuanto Yossarian vio al capellán se enamoró perdidamente de él.

Yossarian estaba en el hospital porque le dolía el hígado, aunque no tenía ictericia. A los médicos les desconcertaba el hecho de que no manifestara los síntomas propios de la enfermedad. Si la dolencia acababa en ictericia, podrían ponerle un tratamiento. Si no acababa en ictericia y se le pasaba, le darían de alta, pero aquella situación les tenía perplejos.

Iban a verlo todas las mañanas tres hombres serios y enérgicos, de labios que denotaban tanta eficacia como ineficacia sus ojos, acompañados por una de las enfermeras de la sala a las que no les caía bien Yossarian, la enfermera Duckett, igualmente seria y enérgica. Examinaban la gráfica que había a los pies de la cama y se interesaban, inquietos, por el dolor de hígado. Parecían enfadarse cuando Yossarian les respondía que seguía exactamente igual.

—¿No ha movido el vientre todavía? —preguntaba el coronel.

Los médicos intercambiaban miradas cuando Yossarian negaba con la cabeza.

—Dele otra píldora.

La enfermera tomaba nota de que había que darle otra píldora, y los cuatro se trasladaban juntos a la cama siguiente. A ninguna de las enfermeras le caía bien Yossarian. En realidad se le había pasado el dolor de hígado, pero se guardó muy mucho de decirlo, y los médicos no sospecharon nada. Eso sí, sospecharon que había movido las tripas y que no se lo había contado a nadie.

Yossarian disponía de todo lo que necesitaba en el hospital. La comida no estaba mal, y encima se la llevaban a la cama. Le daban más carne de lo normal, y durante las horas más calurosas de la tarde les servían, a él y a los demás, zumos de fruta o batidos de chocolate bien fríos. Aparte de los médicos y las enfermeras, no le molestaba nadie. Por la mañana dedicaba un rato a la censura de cartas, pero después tenía libre el resto del día, que dedicaba a estar tumbado sin el menor remordimiento de conciencia. Se encontraba cómodo en el hospital, y no le resultaba difícil prolongar la estancia porque nunca le bajaba la fiebre de treinta y ocho. Disfrutaba de una situación más privilegiada que la de Dunbar, que tenía que tirarse al suelo de bruces cada dos por tres para que le llevaran la comida a la cama.

Una vez tomada la decisión de pasar el resto de la guerra en el hospital, Yossarian empezó a escribir cartas a todos sus conocidos para decirles que estaba hospitalizado, pero sin explicar el motivo. Un buen día se le ocurrió una idea mejor. Les contó a todos sus conocidos que iba a emprender una misión muy peligrosa. «Han pedido voluntarios. Es muy peligroso, pero alguien tiene que hacerlo. Te escribiré en cuanto regrese.» Desde entonces no había vuelto a escribir a nadie.

Los oficiales ingresados en aquella sala estaban obligados a censurar las cartas que escribían el resto de los soldados enfermos, internados en otros pabellones. Era una tarea muy monótona, y a Yossarian le decepcionó descubrir que la vida de los soldados era solo ligeramente más interesante que la de los oficiales. Al primer día dejó de sentir curiosidad, y para ahuyentar el aburrimiento se inventó juegos. Un día declaró guerra a muerte a los modificadores, y eliminó cuantos adverbios y adjetivos aparecían en las cartas que caían en sus manos. Al día siguiente le declaró la guerra a los artículos. Un día después, su creatividad se elevó a un plano superior, al tachar el contenido completo de las cartas, excepto precisamente los artículos. Con este sistema experimentaba la sensación de establecer mayor dinamismo en las tensiones interlineales, y en casi todos los casos dejaba un mensaje mucho más global. No tardó en anular parte de los encabezamientos y firmas, manteniendo íntegro el texto. En una ocasión tachó una carta completa a excepción del encabezamiento, «Querida Mary», y al final añadió: «Te echo de menos terriblemente. A. T. Tappman, capellán, ejército de Estados Unidos». A. T. Tappman era el capellán del grupo.

Cuando hubo agotado todas las posibilidades de las cartas, atacó los nombres y direcciones de los sobres, suprimiendo calles y números, destruyendo metrópolis enteras con descuidados movimientos de muñeca como si fuera Dios. La trampa 22 ordenaba que todas las cartas censuradas llevaran el nombre del oficial censor. Yossarian no leía la mayoría. En las que no leía firmaba con su nombre. En las que leía firmaba como «Washington Irving». Cuando empezó a resultarle monótono, adoptó el nombre de «Irving Washington». La censura de los sobres tuvo graves repercusiones y provocó una oleada de inquietud en ciertas esferas militares, muy etéreas, que enviaron a un agente del CID[1] al hospital fingiendo que estaba enfermo. Todos sabían que se trataba de un agente del CID porque no paraba de hacer preguntas sobre un oficial llamado Irving o Washington y porque desde el segundo día se negó a censurar cartas. Le parecían demasiado monótonas.

Era una buena sala, una de las mejores que habían ocupado Yossarian y Dunbar. En aquella ocasión se encontraba con ellos el capitán de cazabombarderos de veinticuatro años y ralo bigote rubio que había sido derribado en el Adriático en lo más crudo del invierno sin coger ni un resfriado. Ahora que estaban en pleno verano y que no lo habían derribado, el capitán aseguraba que tenía gripe. En la cama situada a la derecha de Yossarian, cariñosamente tumbado sobre la tripa, continuaba el asustadizo capitán con malaria en la sangre y una picadura de mosquito en el culo. Al otro lado del pasillo, enfrente de Yossarian, estaba Dunbar, y junto a este el capitán de artillería con el que aquel había dejado de jugar al ajedrez. El capitán era buen jugador y las partidas siempre resultaban interesantes. Yossarian había dejado de jugar con él porque las partidas tenían tanto interés que resultaban estúpidas. También estaba allí el texano de Texas, muy culto y con aspecto de personaje en tecnicolor, que defendía la patriótica idea de que a las personas con recursos económicos —a la gente como Dios manda— había que concederles más votos que a los vagabundos, las putas, los delincuentes, los ateos, los degenerados y demás personas de mal vivir, es decir, la gente sin recursos.

Yossarian estaba encadenando ritmos en las cartas el día que llevaron al texano. Era otro día tranquilo, caluroso, sosegado. El calor caía pesadamente sobre el tejado y sofocaba el ruido. Dunbar yacía inmóvil, boca arriba, con los ojos fijos en el techo, como los de una muñeca. Ponía todo su empeño en prolongar su vida, cultivando el aburrimiento. Era tal el empeño que ponía en prolongar su vida que Yossarian creyó que estaba muerto. Colocaron al texano en una cama, en el centro de la sala, y no tardó mucho en obsequiarles con sus opiniones.

Dunbar se incorporó bruscamente.

—¡Exacto! —exclamó atropelladamente—. Siempre he sabido que faltaba algo, y acabo de descubrirlo. —Se golpeó la palma de la mano con el puño—. Lo que falta es patriotismo.

—¡Tienes razón! —gritó a su vez Yossarian—. Tienes pero que muchísima razón. Los perritos calientes, los Dodgers de Brooklyn, la tarta de manzana casera: por eso luchamos todos. Pero ¿quién lucha por la gente como Dios manda? ¿Quién lucha por que se concedan más votos a la gente como Dios manda? No hay patriotismo, eso es lo que pasa. Y tampoco matriotismo.

El suboficial situado a la izquierda de Yossarian continuó impávido.

—¿Y a quién demonios le importa todo eso? —dijo con voz cansina, y se puso de costado, con intención de dormir.

El texano resultó ser generoso, bondadoso y amable. Al cabo de tres días nadie lo aguantaba.

Un cosquilleante estremecimiento de hastío recorría la columna vertebral de los demás enfermos cada vez que él abría la boca, y todos lo rehuían, todos menos el soldado de blanco, que no tenía otra posibilidad. El soldado de blanco estaba cubierto de pies a cabeza de yeso y gasa. Tenía dos piernas inútiles y dos brazos igualmente inútiles. Lo habían metido de rondón en la sala una noche, y los enfermos no se enteraron de que estaba entre ellos hasta que se despertaron a la mañana siguiente y vieron las extrañas piernas izadas desde la altura de las caderas, los extraños brazos anclados en perpendicular, las cuatro extremidades extrañamente suspendidas en el aire gracias a los pesos de plomo que pendían, oscuros, sobre aquel ser que jamás se movía. Entre las vendas, en el hueco de ambos codos, se abrían unos labios de cremallera a través de los cuales le introducían un líquido transparente que salía de un recipiente también transparente. Del yeso de la entrepierna partía un silencioso tubo de zinc conectado a un delgado conducto de goma que recogía los residuos de sus riñones y los depositaba hábilmente en un frasco transparente con tapa que había en el suelo. Cuando el frasco del suelo estaba lleno, el que comunicaba con el brazo estaba vacío, y los dos se ponían en funcionamiento rápidamente para que el líquido volviera a entrar gota a gota en su cuerpo. Lo único que se veía del soldado de blanco era un agujero negro de bordes raídos sobre la boca.

Al soldado de blanco lo habían instalado junto al texano, y este, sentado de costado en su cama, le hablaba durante toda la mañana, la tarde y la noche, con su acento sureño y en tono comprensivo. Al texano no le importaba el hecho de que nunca obtuviera respuesta.

En la sala les tomaban la temperatura dos veces al día. A primera hora de la mañana y a última hora de la tarde llegaba la enfermera Cramer con un frasco lleno de termómetros y recorría la sala de uno a otro extremo distribuyéndolos entre los pacientes. Con el soldado de blanco solucionaba el asunto metiéndole el termómetro en el agujero que tenía sobre la boca y apoyándolo en el borde inferior. Después volvía con el enfermo de la primera cama, le quitaba el termómetro, anotaba la temperatura, se dirigía a la cama siguiente y continuaba su recorrido. Una tarde, cuando ya había terminado la primera ronda y volvió por segunda vez con el soldado de blanco, miró el termómetro y descubrió que estaba muerto.

—Asesino —dijo Dunbar quedamente.

El texano lo miró con sonrisa de perplejidad.

—Criminal —añadió Yossarian.

—¿Se puede saber de qué estáis hablando? —preguntó el texano, nervioso.

—Tú lo has asesinado —respondió Dunbar.

—Tú lo has matado —corroboró Yossarian.

El texano se asustó.

—Estáis locos. Ni siquiera le he puesto la mano encima.

—Tú lo has asesinado —insistió Dunbar.

—He oído cómo lo matabas —dijo Yossarian.

—Lo has matado porque era negro —explicó Dunbar.

—¡Estáis locos! —exclamó el texano—. Aquí no permiten la entrada a los negros. Los llevan a una sala especial.

—El sargento lo coló aquí —dijo Dunbar.

—El sargento comunista —añadió Yossarian.

—Y tú lo sabías.

El suboficial que ocupaba la cama situada a la izquierda de la de Yossarian continuó impávido ante el incidente del soldado de blanco. Nada le impresionaba lo más mínimo y jamás hablaba salvo para expresar irritación.

El día antes de que Yossarian conociera al capellán hizo explosión una estufa del comedor y se incendió un extremo de la cocina. Aquella zona quedó invadida por un intenso calor. El fragor de las llamas y el crepitar de la madera incandescente llegaron a oídos de los hombres de la sala de Yossarian, situada a unos cien metros. El humo pasaba velozmente junto a las ventanas de cristales anaranjados. Al cabo de unos quince minutos aparecieron los camiones que estaban en el aeródromo para combatir el incendio. Durante media hora de frenesí nadie sabía a ciencia cierta cómo acabaría aquello, pero después los bomberos empezaron a dominar la situación. De repente se oyó el monótono ronroneo de los bombarderos que regresaban de una misión, y los bomberos tuvieron que enrollar las mangueras y regresar a toda velocidad al aeródromo, por si algún avión se estrellaba y se incendiaba. Los aparatos aterrizaron sin problemas, y en cuanto hubo tomado tierra el último, los bomberos dieron media vuelta y remontaron rápidamente la pendiente para reanudar la lucha contra el incencio del hospital. Cuando llegaron allí, las llamas se habían extinguido. Se habían apagado espontáneamente, expirado por completo sin necesidad de mojar ni una viga, y a los decepcionados bomberos no les quedó otra cosa que hacer más que beber café tibio y tratar de tirarse a las enfermeras.

El capellán llegó al día siguiente del incendio. Yossarian estaba expurgando cartas, en las que solo conservaba las frases románticas, cuando el capellán se sentó en una silla entre las camas y le preguntó qué tal se encontraba. Se había colocado de lado, y los únicos distintivos que podía ver Yossarian eran los galones de capitán en el cuello de la camisa. Yossarian no tenía ni idea de quién era y pensó que se trataría de un médico o de un loco más.

—Bastante bien —contestó—. Me duele un poco el hígado y al parecer no hago de vientre como es debido, pero tengo que reconocer que me encuentro bastante bien.

—Me alegro —dijo el capellán.

—Sí —replicó Yossarian—. Yo también.

—Tenía intención de haber venido antes —explicó el capellán—, pero la verdad es que no me encontraba bien.

—Lo siento —dijo Yossarian.

—Un simple resfriado —se apresuró a añadir el capellán.

—Yo siempre tengo treinta y ocho de fiebre —añadió Yossarian con igual rapidez.

—Lo siento —dijo el capellán.

—Sí —convino Yossarian—. Yo también.

El capellán se movió, inquieto.

—¿Puedo hacer algo por usted? —preguntó al cabo de un rato.

—No, no. —Yossarian suspiró—. Supongo que los médicos están haciendo todo lo humanamente posible.

—No, no. —El capellán se sonrojó levemente—. No me refiero a eso, sino si quiere que le traiga cigarrillos… o libros… o chucherías…

—No, no —respondió Yossarian—. Gracias. Supongo que tengo todo lo que necesito, todo menos salud.

—Lo siento.

—Sí —replicó Yossarian—. Yo también.

El capellán volvió a agitarse en la silla. Miró a uno y otro lado varias veces, dirigió la mirada hacia el techo y luego la clavó en el suelo. Aspiró una profunda bocanada de aire.

—Recuerdos de parte del teniente Nately —dijo.

Yossarian lamentó que tuvieran un amigo común. Después de todo, parecía que existía una base sobre la que cimentar la conversación.

—¿Conoce al teniente Nately? —preguntó pesaroso.

—Sí, bastante bien.

—Está un poco chiflado, ¿no?

El capellán sonrió, apurado.

—No podría decirlo. Creo que no lo conozco tan bien como todo eso.

—Se lo aseguro. Está como una cabra.

Se hizo un silencio opresivo que el capellán rompió con una pregunta inesperada.

—Usted es el capitán Yossarian, ¿verdad?

—Nately no ha empezado bien en la vida. Es de buena familia.

—Perdone —insistió tímidamente el capellán—, pero a lo mejor estoy cometiendo un grave error. ¿Es usted el capitán Yossarian?

—Sí —admitió el capitán Yossarian—. Soy el capitán Yossarian.

—¿Del escuadrón 256?

—Del escuadrón de combate 256 —contestó Yossarian—. No sabía que hubiera más capitanes con ese apellido. Que yo sepa, yo soy el único capitán Yossarian que conozco. Que yo sepa, claro.

—Ya —dijo el capellán con tristeza.

—Es lo mismo que dos elevado a la octava potencia de combate —añadió Yossarian—. Se lo digo por si acaso está pensando en escribir un poema simbólico sobre nuestro escuadrón.

—No —musitó el capellán—. No estoy pensando en escribir un poema simbólico sobre su escuadrón.

Yossarian se enderezó bruscamente cuando advirtió la minúscula cruz de plata que llevaba el capellán en el otro pico del cuello de la camisa. Se quedó estupefacto, porque nunca había hablado con un capellán.

—¡Es usted capellán! —exclamó extasiado—. No sabía que era usted capellán.

—Pues sí —replicó el capellán—. ¿No lo sabía?

—Pues no. No lo sabía. —Yossarian se le quedó mirando fascinado, con una amplia sonrisa—. Es que nunca había visto a un capellán.

El capellán volvió a ponerse colorado y clavó los ojos en sus manos.

Era un hombre delgado de unos treinta y dos años, con el pelo castaño y medrosos ojos pardos. Tenía una cara alargada y bastante pálida. Un inocente racimo de antiguas marcas de espinillas asomaba en la concavidad de ambas mejillas. Yossarian deseaba ayudarlo.

—¿Puedo hacer algo para ayudarlo? —preguntó el capellán.

Yossarian negó con la cabeza, aún sonriendo.

—No, lo siento. Tengo todo cuanto necesito y estoy muy cómodo. Es más, ni siquiera estoy enfermo.

—Me alegro. —En cuanto el capellán hubo pronunciado estas palabras se arrepintió y apretó los nudillos contra la boca con una risita de preocupación, pero como Yossarian guardó silencio, se sintió decepcionado—. Tengo que ver a otros hombres del grupo —se disculpó—. Vendré por aquí otra vez, probablemente mañana.

—Sí, por favor —dijo Yossarian.

—Vendré solo si usted quiere —dijo el capellán bajando la cabeza avergonzado—. He notado que muchos hombres se sienten incómodos conmigo.

Yossarian desbordaba de cariño.

—Quiero que venga —insistió—. Yo no me sentiré incómodo con usted.

El rostro del capellán resplandecía de gratitud, y miró discretamente un trozo de papel que llevaba oculto en la mano. Contó las camas de la sala, moviendo los labios, y después se fijó, dubitativo, en la de Dunbar.

—¿Podría preguntarle si aquel es el teniente Dunbar? —susurró.

—Sí —contestó Yossarian en voz alta—. Es el teniente Dunbar.

—Gracias —musitó el capellán—. Muchas gracias. Tengo que ir a verlo. Tengo que ver a todos los miembros del grupo que están en el hospital.

—¿Incluso a los de las otras salas? —preguntó Yossarian.

—Sí, incluso a los de las otras salas.

—Pues tenga cuidado, «padre» —le previno Yossarian—. Ahí es donde están ingresados los enfermos mentales.

—No tiene que llamarme «padre» —le aclaró el capellán—. Soy anabaptista.

—Se lo digo muy en serio —insistió Yossarian—. La policía militar no va a protegerlo, porque ellos son los que están más locos. Yo lo acompañaría, pero me da un miedo espantoso. La locura es contagiosa. Esta es la única sala normal del hospital. Todos están chiflados menos nosotros. Esta es probablemente la única sala normal en todo el hospital.

El capellán se levantó rápidamente y se alejó de la cama; después asintió con una sonrisa conciliadora y le prometió mantener una actitud cautelosa.

—Ahora tengo que ver al teniente Dunbar —dijo. Pero no acababa de marcharse y añadió, con cierto remordimiento—: ¿Qué tal? ¿Qué me dice de él?

—Es de lo mejorcito que hay por aquí —le aseguró Yossarian—. Un verdadero señor. Es uno de los hombres menos trabajadores que he conocido.

—No me refería a eso —replicó el capellán en un susurro—, sino a si está muy enfermo.

—No, no mucho. Más bien no está enfermo en absoluto.

—Me alegro.

El capellán suspiró aliviado.

—Sí —convino Yossarian—. Yo también.

—Un capellán —dijo Dunbar cuando se marchó—. ¿Lo habéis visto? Un capellán.

—¿No es un cielo? —preguntó Yossarian—. Quizá deberían concederle tres votos.

—¿Quiénes? —preguntó Dunbar, receloso.

Instalado en una cama de la pequeña sección privada al final de la sala, trabajando sin cesar tras el tabique verde de madera chapada, se encontraba el ampuloso coronel cuarentón a quien iba a ver todos los días una mujer amable, de expresión dulce, con el pelo rizado rubio ceniza, que no era ni enfermera ni auxiliar femenino del ejército ni una chica de la Cruz Roja, y que, no obstante, se presentaba puntualmente todas las tardes en el hospital de Pianosa vestida con bonitos trajes veraniegos en tonos pastel, muy elegantes, y zapatos de cuero blanco de medio tacón hasta los que bajaban las costuras de las medias de nailon, siempre impecablemente derechas. El coronel estaba en Comunicaciones y se pasaba los días y las noches transmitiendo viscosos mensajes del interior de su cuerpo a cuadrados de gasa que cerraba meticulosamente y entregaba a un cubo blanco con tapa que había en la mesilla, junto a la cama. El coronel era una auténtica monada. Tenía la boca cavernosa, mejillas igualmente cavernosas y unos ojos tristes y hundidos, como enmohecidos. Su rostro había adquirido un tinte de plata oscurecida. Tosía queda, cautelosamente, y se daba golpecitos con las gasas en los labios con un gesto de asco que se había convertido en algo automático.

El coronel vivía en medio de un torbellino de especialistas cuya especialidad consistía en averiguar la naturaleza de su dolencia. Le aplicaban rayos de luz en los ojos para comprobar si veía, le clavaban agujas en los nervios para saber si sentía algo. Tenía a su disposición un alergólogo para la alergia, un linfólogo para la linfa, un reumatólogo para el reúma, un psiquiatra para la psique, un dermatólogo para la derma y, por si fuera poco, un neurólogo para sus neuras, un traumatólogo para sus traumas y un cetólogo calvo y pedante del departamento de zoología de la Universidad de Harvard a quien un ánodo defectuoso de una IBM había desterrado cruelmente a los servicios sanitarios y que dedicaba sus visitas a intentar discutir sobre Moby Dick con el coronel moribundo.

Lo cierto es que habían investigado la enfermedad del coronel muy a fondo. No había un solo órgano de su cuerpo que no hubieran medicado y atacado, que no hubieran dragado y limpiado, manipulado y radiografiado, suprimido y sustituido. Pulcra, esbelta y erguida, la mujer lo acariciaba con frecuencia mientras estaba sentada junto a su cama, epítome majestuoso del dolor cada vez que sonreía. El coronel era alto, delgado y cargado de espaldas. Cuando se levantaba y echaba a andar, se encorvaba aún más, formando con el cuerpo una profunda cavidad, y movía los pies con sumo cuidado, avanzando centímetro a centímetro desde las rodillas para abajo. Tenía bolsas de color violeta debajo de los ojos. La mujer hablaba con suavidad, en un tono mucho más suave que las toses del coronel, y ninguno de los pacientes oyó jamás su voz.

En menos de diez días el texano vació la sala. El primero en largarse fue el capitán de artillería, y después comenzó el éxodo. Dunbar, Yossarian y el capitán de cazabombarderos se marcharon la misma mañana. Dunbar dejó de sufrir mareos, y el capitán de cazabombarderos logró sonarse la nariz. Yossarian les dijo a los médicos que se le había quitado el dolor de hígado. Así de sencillo. Huyó incluso el suboficial. En menos de diez días, el texano obligó a todos a volver a sus puestos; a todos menos al agente del CID, a quien el capitán de cazabombarderos le había contagiado el resfriado, que degeneró en neumonía.

cap-2

2

CLEVINGER

En cierto modo, el agente del CID tuvo suerte, porque fuera del hospital continuaba la guerra. Los hombres se volvían locos y en recompensa les concedían medallas. En el mundo entero, a uno y otro lado de la línea de fuego, los chicos entregaban sus vidas por algo que, según les habían contado, era su patria. A nadie parecía importarle, y menos que a nadie a los chicos que entregaban sus jóvenes vidas. No se vislumbraba el final. El único final que se vislumbraba era el del propio Yossarian, que se habría quedado en el hospital hasta el día del Juicio de no haber sido por aquel patriótico texano de mandíbula infundibuliforme y sonrisa empalagosa, irritante, que se abría indestructible en su rostro como el borde de un sombrero negro de vaquero. El texano deseaba que todos los ocupantes de la sala estuvieran contentos, salvo Yossarian y Dunbar. Lo cierto es que estaba muy enfermo.

Pero Yossarian no podía estar contento, ni aunque el texano no lo quisiera, porque fuera del hospital seguía sin suceder nada divertido. Lo único que pasaba era que la guerra continuaba, y nadie parecía darse cuenta a excepción de Yossarian y Dunbar. Y cuando Yossarian trataba de recordárselo a los demás, todos se apartaban de él pensando que estaba loco. Incluso Clevinger, que debería haber sido más sensato, le dijo que estaba loco la última vez que se vieron, antes de que Yossarian se refugiara en el hospital.

Clevinger se le quedó mirando con ira e indignación de apoplético, sujetando la mesa con fuerza, y le gritó:

—¡Estás loco!

—Clevinger, ¿qué esperas tú de la gente? —replicó Dunbar en tono cansino, alzando la voz para hacerse oír entre los ruidos del salón de oficiales.

—No lo digo en broma —insistió Clevinger.

—Están intentando matarme —le explicó Yossarian con tranquilidad.

—¡Nadie está intentando matarte! —vociferó Clevinger.

—Entonces ¿por qué me disparan? —preguntó Yossarian.

—Disparan contra todo el mundo. Quieren matar a todo el mundo.

—¿Y eso qué tiene que ver?

Clevinger estaba a punto de perder los estribos, emocionado, con medio cuerpo fuera de la silla, los ojos húmedos y los labios pálidos y temblorosos. Como le ocurría siempre que se peleaba por alguna cuestión de principios en la que creía apasionadamente, acabaría jadeante, parpadeando para contener las amargas lágrimas de la convicción. Eran muchos los principios en los que Clevinger creía apasionadamente. Estaba loco.

—Además, ¿a quién te refieres? ¿Quiénes son en concreto los que crees que están intentando matarte?

—Todos ellos —contestó Yossarian.

—¿Quiénes?

—¿Tú quiénes crees?

—No tengo ni idea.

—Entonces ¿cómo sabes que no es verdad?

—Porque… —balbuceó Clevinger, y se calló, incapaz de continuar, frustrado.

Clevinger estaba convencido de que tenía razón, pero Yossarian podía demostrar su argumento, porque una serie de desconocidos le disparaba con cañones cada vez que volaba en su avión para lanzarles bombas, y no tenía ninguna gracia. Y si aquello no tenía ninguna gracia, había muchas otras cosas que le hacían menos gracia todavía. Por ejemplo, vivir como un gitano en una tienda de campaña, en Pianosa, entre unas montañas enormes por detrás y un plácido mar azul por delante que podía tragarse a cualquiera que sufriera un calambre en un abrir y cerrar de ojos y transportarlo hasta la orilla tres días después, con todos los gastos cubiertos, hinchado, azul y pútrido, con el agua saliendo a chorros por las frías fosas nasales.

La tienda en la que vivía lindaba con la barrera de la arboleda descolorida y apaisada que separaba su escuadrón del de Dunbar. Junto a ella discurría el foso de las vías de ferrocarril abandonadas por el que se deslizaba la tubería que llevaba la gasolina hasta los camiones cisterna del campo de aviación. Gracias a Orr, su compañero, era la tienda más lujosa del escuadrón. Cada vez que Yossarian volvía de unas vacaciones en el hospital o de un permiso en Roma, recibía la sorpresa de una nueva comodidad que Orr había instalado durante su ausencia: agua corriente, una chimenea de leña, suelo de cemento. Yossarian había elegido el emplazamiento, y después Orr y él levantaron la tienda juntos. Orr, un pigmeo sonriente con alas de piloto y abundante pelo castaño y ondulado con raya en medio, proporcionaba los conocimientos teóricos, mientras que Yossarian, más alto, más fuerte y más rápido, se encargaba de llevarlos a la práctica. En la tienda solo vivían ellos dos, a pesar de que tenía capacidad para seis personas. Cuando llegó el verano, Orr enrolló los faldones laterales para que la inexistente brisa arrastrara el aire viciado del interior.

Al lado de Yossarian vivía Havermeyer, al que le gustaban los cacahuetes tostados y ocupaba una tienda de dos plazas en la que todas las noches disparaba contra los minúsculos ratones de campo con las enormes balas del revólver del 45 que le había robado al muerto de la tienda de Yossarian. Junto a la de Havermeyer se encontraba la tienda que McWatt ya no compartía con Clevinger, que aún no había regresado cuando Yossarian salió del hospital. La compartía con Nately, que había ido a Roma a cortejar a la aletargada puta que estaba harta de su profesión y de él y de la que se había enamorado perdidamente. McWatt estaba loco. Era piloto y siempre que podía volaba sobre la tienda de Yossarian lo más bajo que se atrevía, para comprobar hasta qué punto lo asustaba. Además, le encantaba pasar en vuelo rasante, con un terrible rugido, sobre la balsa de madera que flotaba sobre bidones de gasolina vacíos situada junto al banco de arena de la playa inmaculadamente blanca a la que los soldados iban a nadar desnudos. Compartir tienda con un loco no resultaba fácil, pero a Nately le daba igual. Él también estaba loco, y todos sus días libres había ido a trabajar en el club de oficiales que Yossarian no había ayudado a construir.

En realidad, existían muchos clubes de oficiales que Yossarian no había ayudado a construir, pero se sentía especialmente orgulloso del de Pianosa. Constituía un sólido y complejo homenaje a su capacidad de decisión. Yossarian no fue allí a echar una mano hasta que estuvo acabado; después acudió con frecuencia, tal era su satisfacción por aquel edificio grande, bonito, irregular, con pavimento de guijarros. Era realmente una construcción magnífica, y a Yossarian le invadía una enorme sensación de plenitud cada vez que lo miraba y pensaba que él no había contribuido en lo más mínimo a su realización.

Había cuatro hombres sentados juntos la última vez que Clevinger y él se llamaron loco mutuamente en el club de oficiales. Estaban al lado de la mesa de los dados en la que Appleby siempre ganaba. Appleby era tan bueno con los dados como jugando al pimpón y a todo lo demás. Todo lo que hacía le salía bien. Era un chico rubio de Iowa que creía en Dios, la Maternidad y el Estilo de Vida Americano, sin pararse jamás a pensar en ello, y caía bien a cuantos lo conocían.

—Detesto a ese hijo de puta —gruñó Yossarian.

La discusión con Clevinger había empezado unos minutos antes, porque Yossarian no encontraba una ametralladora. Era una noche muy movida: el bar estaba lleno, y también la mesa de los dados y la de pimpón. Las personas a las que Yossarian quería ametrallar se encontraban en el bar cantando viejas canciones sentimentales que gustaban a todos menos a él. En lugar de ametrallarlos, clavó con fuerza el talón en la pelota de pimpón que había caído al suelo al golpearla con la pala uno de los oficiales que estaban jugando.

—¡Este Yossarian…! —exclamaron los dos oficiales al unísono, riendo y moviendo la cabeza al tiempo que sacaban otra pelota de la caja que había en la estantería.

—Este Yossarian… —repitió Yossarian.

—Yossarian —susurró Nately, suplicante.

—¿Ves a lo que me refiero? —preguntó Clevinger.

Los oficiales volvieron a reírse al oír a Yossarian imitándolos.

—¡Este Yossarian! —dijeron en voz más alta.

—Este Yossarian —repitió Yossarian como un eco.

—Yossarian, por favor —suplicó Nately.

—¿Ves a lo que me refiero? —insistió Clevinger—. Tiene reacciones agresivas y antisociales.

—¡Cállate de una vez! —le dijo Dunbar a Clevinger.

A Dunbar le caía bien Clevinger porque le aburría y lograba que el tiempo pasara más despacio.

—Appleby ni siquiera está aquí —observó Clevinger en tono triunfal, dirigiéndose a Yossarian.

—¿Y quién ha hablado de Appleby? —preguntó Yossarian.

—Tampoco está el coronel Cathcart.

—¿Y quién ha hablado del coronel Cathcart?

—Entonces ¿a qué hijo de puta detestas?

—¿Qué hijo de puta está aquí?

—No pienso discutir contigo —concluyó Clevinger—. No sabes ni a quién odias.

—A quienquiera que esté intentando envenenarme —replicó Yossarian.

—Nadie quiere envenenarte.

—Ya han envenenado mi comida dos veces, ¿no? ¿No me pusieron veneno en la comida en Ferrara y durante el Gran Asedio de Bolonia?

—Pusieron veneno en la comida de todo el mundo —le explicó Clevinger.

—¿Y eso qué tiene que ver?

—¡Y ni siquiera era veneno! —exclamó acaloradamente Clevinger, tan vehemente como confundido.

Yossarian le explicó a Clevinger con sonrisa indulgente que, desde que él recordaba, siempre había habido alguien tramando su muerte. Ciertas personas le tenían afecto, y otras no, y estas lo acosaban. Lo odiaban porque era asirio, pero no podían hacerle nada, añadió, porque tenía la cabeza sobre los hombros y era fuerte como un toro. No podían hacerle nada porque era al mismo tiempo Tarzán, el capitán Mandrágora y Flash Gordon. Era William Shakespeare. Era Caín, Ulises, el Holandés Errante; era Lot en Sodoma, Deirdre de la Aflicción, Sweeney en los ruiseñores entre árboles. Era el mágico elemento Z-247. Era…

—¡Un loco! —lo interrumpió Clevinger, gritando—. Eso es lo que eres. ¡Un loco de remate!

—… inconmensurable. Soy una verdadera maravilla, un portento, un prodigio de bondad. Un suprahombre.

—¡Un superhombre! —exclamó Clevinger—. ¡Un superhombre!

—Un suprahombre —le corrigió Yossarian.

—¡Venga, ya está bien, muchachos! —les rogó Nately, abochornado—. Nos está mirando todo el mundo.

—¡Estás loco! —gritó Clevinger con fuerza, los ojos llenos de lágrimas—. Tienes complejo de Jehová.

—Yo pienso que todos somos Nataniel.

Clevinger se detuvo en mitad de la letanía, suspicaz.

—¿Quién es Nataniel?

—¿Nataniel qué? —preguntó Yossarian con inocencia.

Clevinger soslayó hábilmente la trampa.

—Tú piensas que todos somos Jehová. No eres mejor que Raskólnikov.

—¿Quién?

—… sí, Raskólnikov, el que…

—¡Raskólnikov!

—… el que, y lo digo en serio, el que creía que podía justificar el asesinato de una anciana…

—¿No soy mejor que él?

—… no, sí, justificar… ¡con un hacha! ¡Y puedo demostrártelo!

Jadeando como un poseso, Clevinger enumeró los síntomas de Yossarian: la convicción sin fundamento de que cuantos lo rodeaban estaban locos, una tendencia homicida a ametrallar a los desconocidos, falsificación retrospectiva, la sospecha, sin base alguna, de que la gente lo odiaba y conspiraba para matarlo.

Pero Yossarian sabía que tenía razón, porque, tal y como le explicó a Clevinger, nunca se había equivocado, que él supiera. Dondequiera que mirase encontraba un chiflado, y lo único que podía hacer un caballero joven y sensato como él era defender sus opiniones en medio de tanta locura. Y era una tarea urgente, porque sabía que su vida corría peligro.

Al volver al escuadrón después de su estancia en el hospital, Yossarian observaba a todo el mundo con suma precaución. Milo también estaba fuera, en Esmirna, para la cosecha de higos. El comedor funcionaba perfectamente en ausencia de Milo. Yossarian reaccionaba vorazmente ante el penetrante aroma del cordero condimentado con especias, incluso cuando iba en la ambulancia traqueteando por la carretera llena de baches que se extendía, como una liga rota, entre el hospital y el escuadrón. Servían shish-kebab en el almuerzo, trozos enormes y sabrosos de carne asada que chisporroteaban como demonios sobre la parrilla tras haberse macerado durante setenta y dos horas en una salsa de fórmula secreta que Milo le había robado a un mercader jorobado del Levante, acompañados de arroz iraní y puntas de espárragos parmesanos; después, pastel de cerezas de postre y por último café humeante con Benedictine y coñac. Servían las raciones gigantescas, sobre manteles de damasco, los avezados camareros italianos que el comandante… de Coverley había secuestrado en el continente y le había entregado a Milo.

Yossarian se atiborró en el comedor hasta tal punto que pensó que iba a reventar y echó a andar arrastrando los pies, sumido en un sopor de satisfacción, con la boca recubierta por una capa de suculentos residuos. Ninguno de los oficiales del escuadrón había comido tan bien como en el comedor que dirigía Milo, y Yossarian pensó durante unos segundos si aquello no lo compensaría de todo lo demás. Pero de repente eructó y recordó que estaban intentando matarlo, y traspasó la puerta a toda velocidad para ir en busca del doctor Danika y pedirle que le retirase del servicio. Lo encontró sentado al sol en un taburete alto, junto a su tienda.

—Cincuenta misiones —le dijo el doctor Danika, negando con la cabeza—. El coronel quiere cincuenta misiones.

—¡Pero yo solo tengo cuarenta y cuatro!

El doctor Danika no se inmutó. Era un hombre triste, con aspecto de pájaro, la cara en forma de espátula, muy pálida, y los rasgos afilados de una ratita presumida.

—Cincuenta misiones —repitió, negando aún con la cabeza—. El coronel quiere cincuenta misiones.

cap-3

3

HAVERMEYER

Cuando Yossarian volvió del hospital no había nadie en su tienda, salvo Orr y el muerto. El muerto de la tienda de Yossarian era un engorro y a Yossarian le caía fatal, a pesar de no haberlo visto nunca. Tenerlo allí todo el día le molestaba tanto que había ido varias veces a la sala de instrucciones a quejarse al sargento Towser, que se negaba a admitir incluso que dicho hombre existiera, cosa que, naturalmente, había dejado de hacer. Le resultó aun más frustrante acudir al comandante Coronel, el larguirucho y huesudo comandante del escuadrón que se parecía un poquito a un Henry Fonda angustiado y que saltaba por la ventana de su despacho cada vez que Yossarian atropellaba al sargento Towser para intentar hablar con él. Sencillamente, no era tarea fácil convivir con el muerto de la tienda de Yossarian. Le irritaba incluso a Orr, con el que tampoco resultaba fácil convivir y que, el día que regresó Yossarian, estaba enredando con la válvula de la gasolina de la estufa que había empezado a construir mientras Yossarian estaba en el hospital.

—¿Qué haces? —le preguntó Yossarian cautelosamente al entrar en la tienda, aunque vio enseguida de qué se trataba.

—Hay un escape —contestó Orr—. Estoy intentando arreglarlo.

—Haz el favor de dejarlo —le dijo Yossarian—. Me pones nervioso.

—Cuando era pequeño —replicó Orr—, siempre llevaba manzanas silvestres dentro de la boca. Una en cada carrillo.

Yossarian dejó la mochila de la que había empezado a sacar sus objetos de aseo y se puso a la defensiva, suspicaz. Transcurrió un minuto.

—¿Por qué? —se vio obligado a preguntar finalmente.

Orr rio entre dientes, triunfal.

—Porque son mejores que las castañas de Indias —dijo.

Orr estaba arrodillado en el suelo de la tienda. Trabajaba sin pausa: desmontó la llave, extendió cuidadosamente todas las piezas, las contó y las examinó una a una interminablemente, como si nunca hubiera visto nada parecido, y a continuación volvió a ensamblarlas una y otra vez, sin perder ni la paciencia ni el interés, sin el menor signo de fatiga, sin la mínima indicación de que fuera a acabar jamás. Yossarian observaba sus movimientos y tuvo la certeza de que sentiría la tentación de asesinarlo a sangre fría si no terminaba. Su mirada se posó en el cuchillo de monte del muerto, que habían colgado el día de su llegada en la barra del mosquitero, junto a la pistolera de cuero vacía de la que Havermeyer había robado el revólver, también propiedad del muerto.

—Cuando no encontraba manzanas silvestres —prosiguió Orr—, me ponía castañas de Indias. Tienen más o menos el mismo tamaño y mejor forma, aunque la forma no importa tanto.

—¿Y por qué te metías manzanas silvestres en la boca? —volvió a preguntar Yossarian—. Eso es lo que te he preguntado.

—Porque tienen una forma mejor que las castañas de Indias —contestó Orr—. Acabo de decírtelo.

—Me cago en diez, hijo de puta descastado, mecánico de mierda, ¿por qué te pasabas todo el día con cualquier cosa en la boca? —le gritó Yossarian con expresión indulgente.

—No me metía cualquier cosa en la boca —respondió Orr—. Me metía manzanas silvestres. Cuando no las encontraba, me ponía castañas de Indias en la boca, a la altura de los carrillos.

Orr soltó una risita. Yossarian decidió cerrar la boca y mantuvo su decisión. Orr se quedó esperando. Yossarian se quedó esperando aún más tiempo.

—Una en cada carrillo —dijo Orr.

—¿Por qué?

Orr dio un respingo.

—¿Por qué qué?

Yossarian movió la cabeza, sonriendo, y se negó a contestar.

—Esta válvula tiene algo raro —reflexionó Orr en voz alta.

—¿Qué le pasa?

—Es que yo quería…

Yossarian lo sabía.

—¡Por Dios! ¿Qué querías?

—… tener carrillos sonrosados como manzanas.

—¿Carrillos sonrosados como manzanas? —repitió Yossarian.

—Quería carrillos sonrosados como manzanas —insistió Orr—. Desde muy pequeño quise tener carrillos sonrosados como manzanas, y decidí hacer todos los esfuerzos necesarios para conseguirlo. Y te juro por Dios que hice todo lo posible para conseguirlo. ¿Sabes cómo? Llevando todo el día manzanas silvestres en la boca, a la altura de los carrillos. —Volvió a sofocar una risita—. Una en cada carrillo.

—¿Por qué querías tener carrillos sonrosados como manzanas?

—No quería tener carrillos sonrosados como manzanas —objetó Orr—. Quería tener carrillos grandes. El color no me importaba demasiado, pero sí el tamaño. Hice todo lo que estaba en mi mano, como esos chiflados que se pasan el día apretando pelotas de goma para fortalecer los brazos. Bueno, en realidad, yo era uno de esos chiflados. Me pasaba el día apretando pelotas de goma.

—¿Por qué?

—¿Por qué qué?

—¿Por qué te pasabas el día apretando pelotas de goma?

—Porque las pelotas de goma… —contestó Orr.

—¿… son mejores que las manzanas silvestres?

Orr se rio por lo bajo, moviendo la cabeza.

—Lo hacía para protegerme de las malas lenguas, por si alguien me veía con las manzanas en la boca. Si llevaba pelotas de goma en la mano, podía negar lo de las manzanas en la boca. Cuando alguien me preguntaba por qué llevaba manzanas en la boca, abría las manos y le demostraba que eran pelotas de goma, no manzanas, y que las llevaba en las manos, no en la boca. Funcionaba. Pero nunca sabía si los convencía o no, porque resulta muy difícil hacerse entender cuando hablas con dos manzanas dentro de la boca.

A Yossarian le resultaba muy difícil comprenderlo en aquel momento, y pensó una vez más si Orr no le estaría hablando con la punta de la lengua apoyada en una manzana encajada en el carrillo.

Yossarian decidió no pronunciar ni una palabra más. Sería inútil. Conocía a Orr, y sabía que no existía la más remota posibilidad de averiguar por qué quería tener los carrillos grandes. Serviría de tanto preguntárselo como cuando le preguntó por qué lo golpeaba aquella puta con el zapato una mañana en el atestado pasillo de un hotel de Roma, ante la puerta abierta de la habitación que ocupaba la hermanita de la puta de Nately. Era una chica alta, robusta, con el pelo largo y venas de un azul incandescente que se agolpaban bajo su piel de color cacao allí donde la carne era más suave, y no paraba de soltar tacos y gritar y pegar saltos, descalza, mientras golpeaba a Orr en la coronilla con el afilado tacón del zapato. Ambos estaban desnudos y armaban tal escándalo que todos los inquilinos salieron al pasillo a mirar, cada pareja apostada en la puerta de una habitación, todos ellos desnudos a excepción de una vieja con delantal y jersey que chasqueaba la lengua con expresión de censura y un viejo libidinoso y decrépito que se reía a carcajadas casi con avidez, con aires de superioridad. La chica gritaba y Orr emitía risitas sofocadas. Cada vez que le acertaba con el tacón del zapato, Orr reía más fuerte, ella se enfurecía aún más y pegaba un salto para darle de lleno en la cocorota. Sus pechos prodigiosamente abultados se empinaban y ondeaban como pendones al viento y sus nalgas y sus fuertes muslos se bamboleaban, superabundantes, zas, zas, zas, de acá para allá. Siguió gritando y Orr carcajeándose como un imbécil hasta el momento en que, con otro chillido, le dejó medio inconsciente de un certero taconazo en una sien a consecuencia del cual tuvieron que trasladarlo al hospital en una camilla, con un agujero no demasiado profundo en la cabeza y una ligera conmoción que lo mantuvieron fuera de combate durante doce días.

Nadie logró averiguar lo que había ocurrido, ni siquiera el viejo que se desternillaba de risa ni la vieja que chasqueaba la lengua, personas que disfrutaban de una posición privilegiada para enterarse de cuanto ocurría en aquel inmenso burdel de múltiples alcobas a ambos lados de los estrechos pasillos que se bifurcaban desde el espacioso salón con ventanas siempre cerradas y una sola lámpara. A partir de aquel día, cada vez que la chica veía a Orr se levantaba las faldas que cubrían sus ceñidas bragas blancas y, entre burlas soeces, adelantaba hacia él su vientre redondo y firme, lo insultaba despectivamente y soltaba una estruendosa carcajada al oír su asustada risita y verlo refugiarse detrás de Yossarian. Lo que Orr hubiera hecho, tratado o dejado de hacer tras la puerta cerrada de la habitación que ocupaba la hermana pequeña de la puta de Nately seguía constituyendo un secreto. La chica no quiso contárselo a la puta de Nately ni a ninguna de las demás putas, y tampoco a Nately ni a Yossarian. Orr podría haberlo contado, pero Yossarian había decidido no insistir.

—¿Quieres saber por qué quería tener carrillos grandes? —le preguntó Orr.

Yossarian mantuvo la boca cerrada.

—¿Te acuerdas de aquel día en Roma, cuando esa chica que no te soporta me pegó en la cabeza con el tacón del zapato? —dijo Orr—. ¿Quieres saber por qué me pegó?

Era imposible imaginar qué podía haber hecho para que la chica se enfadase hasta el extremo de molerle la cabeza a golpes durante quince o veinte minutos, pero no lo suficiente como para agarrarlo por los tobillos y estamparlo contra el suelo. Desde luego, era lo suficientemente alta y Orr, lo suficientemente bajo. Orr tenía dientes de caballo y ojos saltones que le iban bien a sus grandes carrillos, y era aún más pequeñajo que el joven Huple, que vivía al otro lado de las vías del tren, en una tienda situada en la zona administrativa en la que Joe el Hambriento se pasaba las noches gritando en sueños.

La zona administrativa en la que Joe el Hambriento había colocado su tienda por error se encontraba en el centro del escuadrón, entre la zanja con las vías oxidadas y la carretera inclinada de un negro bituminoso. Los soldados podían ligar con chicas en aquella carretera si les prometían llevarlas a donde quisieran ir; chicas jóvenes, entradas en carnes, amables, sonrientes y melladas con las que se apartaban de la carretera para tirárselas entre la hierba, cosa que Yossarian hacía siempre que podía, si bien con mucha menos frecuencia de lo que se lo pedía Joe el Hambriento, que podía encontrar un todoterreno pero no sabía conducir. Las tiendas de los soldados se alzaban al otro lado de la carretera, junto al cine al aire libre en el que, para cotidiana diversión de los moribundos, se enfrentaban ejércitos de ignorantes en una pantalla desmontable, y al que acudió otra compañía de USO[2] aquella misma tarde.

Quien enviaba a aquellas compañías era el general P. P. Peckem, que se había trasladado a Roma y no tenía nada mejor que hacer mientras conspiraba contra el general Dreedle. El general Peckem era un militar en el que la pulcritud contaba por encima de todo. Era un hombre vivaz, afable y meticuloso que sabía la medida de la circunferencia del ecuador y siempre escribía «acrecentar» en lugar de «aumentar». Era un cerdo, y nadie lo sabía mejor que el general Dreedle, al que había encolerizado la última orden dictada por el general Peckem, según la cual había que instalar todas las tiendas del teatro de operaciones del Mediterráneo siguiendo líneas paralelas, con la entrada orientada orgullosamente hacia el monumento a Washington. Al general Dreedle, que estaba al frente de una división de combate, le parecía una solemne majadería. Además, no era asunto del maldito general Peckem cómo se instalaran las tiendas del ala del general Dreedle. Aquello desencadenó una delirante polémica jurisdiccional entre los dos jefazos que zanjó en favor del general Dreedle el ex soldado de primera Wintergreen, destinado en la sección de correos del Cuartel General de la 27.ª Fuerza Aérea. Wintergreen decidió el resultado del litigio al tirar todos los comunicados del general Peckem a la papelera. Le parecían excesivamente prolijos. Al soldado le gustaban los puntos de vista del general Dreedle, expresados en un estilo literario menos pretencioso, y los despachaba con rapidez, observando celosamente el reglamento. El general Dreedle obtuvo la victoria por defecto.

Para recuperar el prestigio que había perdido, el general Peckem empezó a enviar más compañías de USO que nunca, y asignó al coronel Cargill la responsabilidad de despertar entusiasmo ante sus actuaciones.

Pero en el grupo de Yossarian no había el menor entusiasmo. En el grupo de Yossarian había únicamente un número creciente de soldados y oficiales que acudían solemnemente a ver al sargento Towser, varias veces al día, para preguntar si habían llegado las órdenes que les permitirían volver a casa. Eran hombres que habían terminado las cincuenta misiones requeridas. Había más que cuando Yossarian ingresó en el hospital, y seguían esperando. Se mordían las uñas de pura desesperación. Resultaban grotescos, como jóvenes inútiles sufriendo de depresión. Iban para atrás, como los cangrejos. Esperaban las órdenes para volver a casa, a la seguridad, desde el Cuartel General de la 27.ª Fuerza Aérea en Italia, y durante la espera no tenían nada que hacer salvo morderse las uñas de pura desesperació

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos