Trampa 22

Joseph Heller

Fragmento

cap-1

(OH, YOSSARIAN)
EL INFIERNO SOMOS (TODOS) NOSOTROS

UNA APROXIMACIÓN A LA TEORÍA DEL ABSURDO SOLDADO
NIÑO PAYASO EN TRAMPA 22

Observen el objeto que tienen en las manos. Detengan un momento la lectura y limítense a observarlo. Tiene un aspecto corriente, ¿verdad? Apuesto a que están pensando que no es más que un condenado libro. (¡NO ES MÁS QUE UN CONDENADO LIBRO!), se estarán diciendo. Pero, oh, déjenme disentir. Porque lo que tienen en las manos, sujétenlo con cuidado, no es un mero condenado, maldito, desternillantemente brillante libro. Es un monumento. Un monumento hecho de páginas y personajes, personajes, déjenme advertirles, suculentamente delirantes, de acuerdo, pero un monumento al fin y al cabo. ¿Y qué clase de monumento es, si puede saberse? Uno que, por encima de todo, pretende que se lo pasen en grande. No en vano es un monumento al absurdo. Se diría que al absurdo de la guerra, porque el protagonista, Yossarian, el encantador piloto de bombardero que bombardea sin descanso —cuando no está en la enfermería enamorándose, a primera vista, claro, del capellán, o censurando cartas de soldados, cartas en las que a veces lo único que no censura es la palabra (QUERIDA) y el cierre (TE ECHO DE MENOS)— la costa de Pianosa, está aparentemente luchando contra los alemanes —que, con toda probabilidad, sin embargo, desconocen la existencia de tan pequeña isla italiana— en algún momento de la Segunda Guerra Mundial. Pero, puesto que la guerra, aquí dentro, en las páginas de este monumento que, no lo suelten, llegó a convertirse en frase hecha —ajajá, enseguida sabrán cómo—, no tiene la más mínima importancia —oh, la tiene, por supuesto, pero únicamente como detonante, como responsable de la locura desatada en uno de los bandos—, se diría que es un monumento al absurdo de estar vivo en cualquier tipo de sistema que la humanidad, esa suma inabarcablemente enorme de diminutos corazones bombeantes encerrados en también diminutos cuerpos de diminutos tipos (y tipas) que a veces acaban convertidos, como Yossarian, en absurdos soldados niños payaso, decida concebir.

Publicada originalmente en 1961, un no necesariamente soleado 10 de octubre en el que su autor, Joseph Heller, había, como cada mañana, fichado en la oficina —Heller era, desde que había dejado las clases en la Universidad de Pensilvania, aburrido de la vida en las afueras, redactor publicitario, más Peggy Olson que Donald Draper, a juzgar por las suspicacias con las que fue acogida esta, su primera novela—, Trampa 22, el monumento, la, si lo prefieren, leyenda hecha historia y posterior frase hecha —estamos a punto de llegar a eso, se lo prometo—, había empezado una noche de 1953, en la mesa de la cocina de un apartamento de la West End Avenue, esto es, el Upper West Side neoyorquino. Hacía nueve años que Heller —aquella noche ya cumplidos los treinta; por entonces, apenas los veintiuno—, había abandonado su escuadrón. Porque Heller había servido en el ejército durante la Segunda Guerra Mundial. Se había alistado en 1942, recién cumplidos los diecinueve, y había sido llamado a filas en 1944. Como Yossarian, había pilotado un bombardero (un B-25), en nada menos que sesenta (¡sesenta!) misiones. A buen seguro, como Yossarian, había querido no estar a los mandos, «flotando como un absurdo pez de colores en una absurda pecera […] mientras las absurdas hileras negras y apestosas del fuego antiaéreo estallaban y se inflaban a su alrededor» con una furia «fantasmagórica, cosmológica», sino desaparecer en aquel contenedor verde grisáceo. Sentarse en el suelo, hecho un ovillo, justo encima de la escotilla de emergencia, con el paracaídas ya enganchado al arnés, dispuesto a lanzarse al vacío a la mínima oportunidad, a escapar de aquella delirante pesadilla. «Oh, sin duda, Trampa 22 es una pesadilla», diría, tiempo después, el celebérrimo Norman Mailer. «Heller nos está describiendo el infierno mismo», añadiría.

Mailer sabía de lo que hablaba. Como Heller, había sido llamado a filas y había pasado un tiempo en un islote del Pacífico, luchando contra los japoneses. A su vuelta, y con tan solo veintiséis años, había escrito Los desnudos y los muertos, un clásico de la literatura bélica que jamás podrá escapar a su condición de tratado novelístico de un momento. Mientras que Los desnudos y los muertos permanecerá para siempre varado en el islote del Pacífico en el que transcurre, Trampa 22 se abrirá camino hacia la cultura popular convirtiéndose en —oh, ha llegado el momento— frase hecha, hasta el punto de que el lector (norteamericano) del futuro, acostumbrado a, cada vez que se topa con una barrera del sistema, un escollo insalvable de la burocracia institucional, decirse que acaba de toparse con la fastidiosa «trampa 22», creerá que el libro fue titulado así en referencia al dicho y no al revés. Sí. De hecho, ocurrió en tiempos de Heller. Al propio autor le preguntaron en más de una ocasión si había titulado así la novela por la famosa trampa. Heller debió de sonreír, encogerse de hombros y murmurar algo parecido a un (¿qué trampa?) para tratar de enzarzarse en una de esas absurdas y desternillantemente desorientantes conversaciones (ra-ta-ta-ta-ta) ametralladora que hicieron de Trampa 22 en su momento, y siempre según el acertado Mailer, una extralarga canción de rock and roll hecha novela, o, mejor, «el rock and roll de las novelas».

Hija de su tiempo, un tiempo en el que la literatura norteamericana andaba tratando de hacerse saltar en pedazos, tratando de dejar de tomarse en serio para, en realidad, empezar a tomarse verdaderamente en serio, desdibujando el cómo para profundizar en el qué, haciendo de lo narrable un universo único siempre en expansión que (y aquí la realidad decididamente poco real que les había tocado vivir —pensemos en Kurt Vonnegut siendo bombardeado por su propio ejército en Dresde y sobreviviendo gracias a haber cerrado tras de sí a tiempo la puerta de un matadero, en el propio Heller disfrutando de los privilegios de su escuadrón en Córcega mientras lanzaba bombas al vacío, en el mundo perdiendo definitivamente la cabeza— jugó en su favor) resultaba casi siempre —siempre, en realidad— de lo más ridículo. Trampa 22, y su interminable fresco de jugosísimos personajes, su encantadoramente amarga ingenuidad —tan cercana a la de otro clásico de la comedia bélica, el imprescindible y divertidísimo Las aventuras del soldado Svejk, de Haroslav Jasek, que casi podría ser la misma, de hecho, Heller admitió que sin Jasek jamás habría existido Trampa 22, aunque el suyo es un Jasek hecho de experiencias propias y litros de Céline, Nabokov y el indomable Evelyn Waugh— y, sobre todo, sus infinitas variaciones sobre un mismo tema —en realidad, sobre una misma broma, porque lo que se multiplica hasta alcanzar la condición de laberinto comunicativo en este, recuerden, monumento al absurdo que tienen en las manos, son los fascinantemente ri­dículos diálogos que se dan entre sus protagonistas—, es una buena muestra de ello. El cómo se adelantó a su tiempo y explosionó, en cuestión de ventas, una década más tarde de su publicación, ya es otra historia, y una que ha mantenido a Heller alejado del núcleo duro del posmodernismo norteamericano desde el principio, pese a que su tratamiento laberíntico y explosivo del humor en perpetua mutación, y no solo en Trampa 22, aunque en e

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos